If You Forget Me #Fleur

Como ya iba siendo costumbre en las pocas semanas que llevaba siendo una más en el burdel, la joven china se había quedado apartada del gentío. A ella no le gustaba exhibirse como a las demás, no quería llamar la atención de nadie. Ella simplemente se quedaba en una esquina algo menos iluminada que el resto de la sala con la mirada perdida y sus manos juntas, entrelazando los dedos en un ruego. Sabía que no podía escapar de allí, ya lo había intentado una vez y la trajeron de vuelta a rastras. Por eso, lo único que pedía en sus plegarias, era que ningún hombre se fijara en ella, que la dejaran en paz y no ganar dinero. Sólo de esa manera, lograría salir de ese lugar, aunque antes le dieran unos latigazos, algo que era bastante habitual en su país de origen.

Aquella noche, mientras intentaba pasar lo más desapercibida posible, se le acercó una de las chicas que se encargaba de servir las mesas y le gritó algo que no entendió, en parte por el barullo de su alrededor y en parte porque la mujer no le habló si quiera en francés, sino en otra lengua aún más extraña para ella. La tomó de la muñeca y la arrastró fuera del rincón para luego empujarla por la espalda y que así se dirigiera a una de las habitaciones que había en esa misma planta. La muchacha, muy energética y dispuesta, llamó a la puerta con los nudillos y sin esperar respuesta, la abrió y la lanzó dentro, cerrando seguidamente.

Se quedó allí de pie y observó al joven que tenía en frente, percatándose enseguida de su procedencia asiática. Sabía que no era de su país, los rasgos eran marcadamente distintos, pero tal vez se entendiera mejor con él que con los europeos... Se retiró un mechón de pelo tras la oreja e hizo una leve reverencia como seguía siendo protocolario para ella tras pasar tantísimos años con el emperador. -Wǒ zhǔ ā...- "Mi señor..." murmuró en chino, al tiempo que evitaba mirar al contrario a los ojos por no querer faltarle al respeto. No sabía lo que debía hacer, suponía que lo mismo que siempre, someterse a la voluntad ajena. Pero esperaba a que el varón diera el primer paso u orden para obedecer.

Dejó que el hombre la examinara con detenimiento, estaba acostumbrada a los escrutinios físicos desde muy temprana edad, y por mala suerte para ella, la mayoría exigían mucho más que caminar a su alrededor y mirarla como si fuera un simple trozo de carne. Aún podía recordar las veces que el médico imperial la había abierto de piernas sobre una cama de dudosa salubridad y la había forzado con la mano para comprobar si estaba embarazada. Había tenido encuentros sexuales muy dolorosos, pero ninguno como aquellos exámenes para evitar el nacimiento de bastardos del emperador.

Volvió a centrarse en lo que estaba ocurriendo en la actualidad, evitando la mirada directa con aquel joven que parecía tener tanto interés en ella, aunque no entendiera el motivo. ¿Por qué ella de entre todas las muchachas del burdel? Sabía perfectamente que no era la más atractiva y que además era una inexperta en comparación a sus compañeras. Ella se escondía, muerta de vergüenza mientras ellas presumían de sus exuberantes cuerpos de delgadas cinturas y senos hinchados como pomelos. Con sus insinuantes vestidos y el vaivén de sus caderas al caminar de manera provocativa. ¿Dónde quedaba ella en contraste? En la basura, en la cuneta, en cualquier lugar menos aquel... pero no tenía la suerte de poder irse, porque aunque se escondiera, siempre la encontraba algún caballero y pagaba por ella, por usarla como a una herramienta. Todos la insultaban y trataban mal, todos menos aquel joven que la visitó una vez... aquel que no había vuelto. Sin darse cuenta, se le escapó un suspiro al recordar todo lo que había sentido en aquel encuentro y jamás volvería a recuperar. Pero antes de poder lamentarse, escuchó esas palabras que tan bien entendía. ¡Estaba hablándole en su idioma! Alzó la vista y ésta vez si miró directamente al hombre sin poder contenerse, saltándose el protocolo que tan arraigado tenía en su interior.

¿Desde la última vez? Intentó buscar en sus recuerdos ese momento, esa cara o esa voz, pero no lo hallaba. Giró a buscar el rostro ajeno, pues el varón seguía girando a su alrededor. Cuando le dijo su nombre, tampoco lo reconoció. ¿Dónde se habían conocido, cuándo? Un montón de preguntas se agolparon en su mente, todas ellas sin respuesta. Quería hablar, interrogar al contrario, pero él entonces volvió al francés y ella ahogó sus palabras en la garganta. Lo que le había dicho si lo había comprendido, ya muchos se lo habían echado en cara desde que llegara al burdel, que ella era sólo una posesión por un rato, que pagaban dinero por poseerla como si fuera una yegua a la que podían cabalgar cuando les apeteciera. Ese era su valor, el de una extraña y usada silla de montar. Asintió en respuesta a al interrogante del hombre frente a ella y respondió con su mala pronunciación y su carencia de conexión gramatical. -Algo... entiende yo...

Mientras, seguía intentando localizar a aquel comprador en su memoria, pero sin resultado positivo alguno. Se armó de valor y preguntó, regresando a su idioma natal por temor a decir algo que no debiera. -Zài nǎlǐ wǒmen jiànmiàn? "¿Dónde nos conocimos?"

Siguió al hombre con la mirada mientras éste se iba a sentar al borde del colchón. Se puso a hurgar en el bolsillo y sacó una pieza arrugada que al principio no supo distinguir si era tela o papel. Para cuando el contrario se la mostró, se aproximó un par de pasos y quedó helada. Su rostro estaba dibujado en aquel trozo de papiro viejo y maltrecho, se notaba que llevaba ya años siendo expuesto a los elementos y el desgaste. Además, ella se veía más joven en el retrato, aunque en el fondo se notaba demacrada. Bajó más la mirada y pudo leer lo que ponía, aunque parte del texto se había borrado. No le hizo falta escuchar lo que le decía, allí estaba escrito con claridad. Había una recompensa por devolverla al emperador de la Ciudad prohibida.

Quedó en silencio y siguió sin moverse. Cualquiera que la viese entonces, pensaría que era una estatua. Su mente empezó a trabajar, sopesando y recordando. Toda su vida, desde que tuviera doce años, había sido una simple mercancía, un objeto que intercambiar, una herramienta con una sola finalidad. Aquello no había cambiado aún ahora, y aunque estando con el emperador, no la tocaba más que él, el acto en sí seguía siendo repulsivo para ella y odioso. Aquí no era mejor y las condiciones en las que vivía dejaban mucho que desear. Pero... pero aquí había aprendido. Un hombre se había molestado en enseñarle que no siempre había dolor. Una mujer le había mostrado amabilidad. Y otra le había mostrado que se podía luchar.

Dio un paso hacia atrás y negó rápidamente. Allí era pobre y no valía nada en cuanto a dinero se refería, pero había crecido un poquito como persona, había conocido gente y algo del mundo, cosa que el emperador jamás le permitió ni permitiría. Menos aún ahora si volvía, pues la única vez que le permitió salir del palacio, había sido secuestrada. Alzó ambas manos y las sacudió con energía, al tiempo que suplicaba en voz algo más alta de lo habitual en ella. -Qǐng bié jiāng shìqíng...! Qǐng bùyào jiāo chū wǒ!!- "¡Por favor, no...! ¡No me entregues!".

Por nada del mundo quería regresar allí. Era cierto que en todas partes donde estuviera, siempre sería una persona sin valor, una muñeca de uso sexual. Pero al menos ahí, podía conocer el mundo a través de los ojos de sus clientes, de sus relatos, de sus acentos. Sí, no entendía casi nada de lo que le contaban, pero iba aprendiendo poco a poco, cada día descubría tres o cuatro palabras nuevas.

Miró suplicante al hombre, aferrándose el vestido ahora con ambas manos por intentar dejar de moverlas. ¿Por qué la quería devolver? Claro, era por el dinero, seguro... El mundo entero se movía por el dinero y el sexo, no había más. Llevaba demasiados años siendo consciente de eso, de hecho, era lo único que conocía. Riquezas y dolor. Entonces le preguntó el por qué, y ella no supo qué responder. Conocía la respuesta, sí, pero no quería darla. ¿Y si por abrir la boca, lo poco bueno se desvanecía? Apretó los labios y agachó la cabeza, negándose a contestar.

El silencio lo rompió una nueva pregunta por parte del contrario y ésta la dejó paralizada. De repente, fue como si todo el dolor que hubiera sentido a lo largo de su vida, no significara nada. Su corazón se encogió tanto, que creyó desaparecería en un agujero negro que se acababa de formar en su pecho. Su ya de por sí pálida piel, se aclaró tanto que parecía casi translúcida y sus pequeñas y débiles manos, empezaron a temblar, acompañando el ritmo de las lágrimas que brotaron entonces de sus oscuros pero brillantes ojos. No había entendido lo siguiente que había dicho, no porque lo dijera en francés, sino porque en su mente, ya lo estaba vislumbrando todo. Conocía la crueldad del emperador, sabía de lo que era capaz, pero jamás imaginó que revolvería el imperio por un juguete como lo era ella. Podía verlo perfectamente, las aldeas ardiendo, las mujeres gritando horrorizadas al ser violadas y mutiladas. Los niños siendo sometidos a violentos latigazos y los hombres siendo degollados o ahorcados. Los animales, algunos se podrían comer, otros serían torturados por el simple placer y diversión de los soldados. Y al final, no quedaría nada, excepto pesadillas en las cabezas de los pocos supervivientes.

Sus rodillas flojearon y todo su cuerpo se derrumbó al cederle las piernas. Primero cayó sentada con la mirada perdida y los ojos anegados en lágrimas. Pronto se empezó a deshacer hasta ocultar su rostro contra el suelo y dejó que la alfombra roja se empapara en el salado sabor de su llanto. Ella era culpable de tantas cosas... de la infelicidad de tanta gente... ¿por qué? ¿Por qué valía tanto su regreso, cuando su vida no había tenido nunca ningún sentido?

Por mucho que el hombre le dijera que no pretendía herirla con sus palabras, ella no podía evitar sentirse la culpable de miles de muertes, de multitud de torturas y heridos. Se sentía la causante de una guerra contra el pueblo, su pueblo, aquel que tanto amó cuando era libre, que tanto le enseñó cuando era una niña y que siempre la acogió como a una más de los suyos. Ahora, ahora ella no era nada, no valía nada, y encima había condenado a no se sabía cuánta gente a sufrir desdichas y prematuras muertes que jamás merecieron. ¿Cómo iba a seguir adelante con su vida? ¿Qué derecho tenía a respirar si quiera? Se le hizo un enorme nudo en la garganta y a continuación, antes de poder ver si quiera aquel pañuelo que le era ofrecido, empezó a toser y notó como le llegaban las arcadas. Su mente había visto muchas cosas cuando estuviera en la Ciudad Prohibida, cosas que desearía poder borrar de su memoria, pero que ahora resurgían como una condena por sus crímenes. Vomitó allí mismo, en el suelo donde se encontraba arrodillada. Manchó la alfombra oscura, que ahora tomó un cariz amarillento por la bilis, y que pronto se extendió hasta su vestido. Nada importaba ya, sólo quería expulsarlo todo. Las lágrimas siguieron brotando, cubriendo sus pálidas mejillas de un regusto salado que fue incapaz de percibir, pues sólo el amargor de su estómago le ahogaba los sentidos.

No fue capaz de oír nada más de lo que le contaba aquel joven, porque para ella, ya sólo existía el sufrimiento de su viejo imperio.

Ella siguió arrodillada en el suelo, pues tenía el estómago revuelto, la mente embotada y sus ojos anegados en lágrimas. Las imágenes se agolpaban en su normalmente tranquilo cerebro, llenándole la cabeza de pinturas escabrosas llenas de muerte y destrucción, cuerpos tirados por donde quiera que mirara, gente mutilada, y miles de hogares en llamas. Era incapaz de procesar semejante información, menos aún cuando ella se consideraba la causa.

Aquel hombre le había portado noticias nefastas, verdaderas, pero terriblemente dolorosas. Sabía que cada vez que le mirara, recordaría aquel encuentro, en aquella habitación cerrada, cuando el destino de su ciudad natal, le había sido revelado como el final más horrible posible. Cada vez que alzaba un poco la cabeza, creyendo haber recobrado un poco la compostura, vislumbraba aquellos ojos sin sentimientos y todo se le volvía a venir encima. La última vez que mirara hacia arriba, le pudo ver marchar con la chaqueta en la mano, y aunque entró corriendo una chica a limpiar el desastre, ella no se levantó. Se quedó allí tendida, sintiéndose un ser monstruoso, pero al mismo tiempo, agradeciendo que se alejara la única persona que se lo podría echar en cara.