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PARÍS, FRANCIA
AÑO 1842

Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.

Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.

¿Estás dispuesto a regresar más doscientos años atrás?



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Mensaje por Samirah Valquiria Sáb Sep 23, 2017 7:15 pm

Había un halcón en las afueras del palacio, era un ave hermosa y elegante pero despertaba en ella una pesadumbre que sólo la idea de su compromiso lograba causarle, arrugó el ceño y se decidió a no dejarlo pasar una vez más, detestaba que ese ser se paseara por su casa vanagloriándose de su libertad, de aquella libertad que ella nunca pudo gozar. Bajó las escaleras con rapidez casi quedándose sin aliento al hacerlo, odió su pesado vestido que le impedía ir deprisa, al llegar al salón se olvidó de sus recién adquiridos modales de etiqueta y corrió hacia el jardín oeste y allí estaba posado entre las ramas de un árbol seco por el invierno más frio que Noruega había vislumbrado. Samirah tomó entre sus manos una de las rocas que marcaban el camino oculta entre la nieve y la lanzó hacia donde el ave descansaba, no le atinó ni la primera, ni la segunda vez, tampoco la tercera, ni las que le siguieron, él no se movió huyendo de la agresión, tan perturbador como un animal desobedeciendo sus instintos lo era y ella cayó de rodillas en la nieve hundiéndose en las pesadas telas de su vestido, lágrimas escapando de sus ojos y un halcón que le miraba con curiosidad.

Vete —Susurró— ¡Vete! ¡Sal de mi vista antes de que decida matarte! —Gritó con ímpetu.

Y lanzó una última piedra que le dio de lleno a la criatura que voló y cayó transformándose en una joven casi niña, pudo oír el asombro de sus cortesanas que habían ido a buscarla, antes que ellas siquiera pensaran en llamar a los guardias que le resguardaban la joven volvió a ser un ave y escapó. Samirah fue alabada por reconocer a un demonio oculto a los ojos de los mortales y alejar ese mal augurio de sus aposentos, como si de una heroína se tratara fue admirada, mientras ella se hundía en la miseria que le ocasionaba ocultar el demonio que ella también era.



Habían pasado años desde aquel suceso pero eso no evitaba que recordara a la perfección el rostro de esa joven mujer, el sentimiento de frustración que se apoderó de ella los días siguientes y la tristeza que le provocaba el no poder deshacerse de su enfermedad demoniaca, de aquello que jamás le dejaría vivir libremente por ser hija del pecado.

Había averiguado todo de esa mujer tan pronto dejó el palacio de su difunto esposo, por pura curiosidad, sin deseos de conocerla, sólo buscaba información por el puro placer de tenerla, pero sin darse cuenta su investigación le había llevado hasta el frente de dicha mujer, a observarla fijamente desde la lejanía mientras ella caminaba por las calles parisinas. Su cochero ya sabía que debía hacer y lo hizo perfectamente. Le vio convencer con dificultad a la joven de abordar el carruaje que aguardaba en la distancia donde Samirah le esperaba. La vio acercarse dudosa hasta llegar hacia donde ella estaba, su otro cochero le abrió la puerta invitándola a entrar.

¿Acaso no piensas entrar? —Le preguntó mirándola con intensidad —Sé bien que disfrutas de andar correteando por ahí como una salvaje, pero pensé que apreciarías mi invitación al té de media tarde.

La miró expectante esperando que se decidiera a abordar el carruaje, se preguntó si le recordaba, si el tiempo le había robado ese aire de libertad que ostentaba en cada uno de sus pasados encuentros, pero supo que no fue así, ella seguía siendo tan libre como siempre lo fue, mientras que Samirah seguía encerrada en sus propios perjuicios a sí misma.

Vamos a dar un paseo, como viejas amigas. —Le dijo con la mandíbula tensa.
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Mensaje por Ira Jue Oct 19, 2017 12:32 am

Era aquella la primera vez volaba al sur del continente, a pesar de la libertad que le otorgaba su forma de ave, nunca había sobrepasado los límites de Escandinavia; el norte era su hogar e incluso el animal fue consciente de ello cuando el instinto dominó la razón y su humanidad hibernó bajo el plumaje. No había tierra que pudiese sustituir a la propia, allí había nacido y allí también moriría, su cuerpo descansaría en terrenos septentrionales y sólo entonces se volvería una con la madre tierra, la naturaleza, la pacha mama, la única diosa que reconocía como verdadera. Sin embargo, no podía negar la maravilla que le producía lo que para ella era el descubrimiento de nuevos terrenos, aromas, vegetaciones… incluso, allí el viento soplaba de forma diferente; Sí, era cierto, sentía gran apego por su hogar, amor a la patria, lo hubiese llamado de poseer la capacidad de relacionar el concepto con el sentimiento, mas la novedad de un nuevo mundo que se extendía magnificente ante sus ojos le embelesaba.

¿Por qué había puesto vuelo en marcha hacia París?

La respuesta era bastante simple, pero el verdadero motivo tras ello no lo tenía claro aún. De vuelta en Ahkershus un par de días atrás, por error, había escuchado al conde mencionar los preparativos del envío de unas cartas a París. Hasta entonces continuaba teniendo problemas con sus transformaciones, cada día le era más sencillo andar en su piel humana y le costaba más trabajo volver al animal, mas con la ayuda de Atharal trabajó en su inconveniente y aunque no había sido tarea sencilla, por fin se vislumbraba a sí misma un paso más cerca del equilibrio, el control de su poder.

Sin embargo, aunque su avance era bastante grande, a Höor su ofrecimiento de servir de mensajera no le pareció apropiado. Había portales, aves destinadas a ese tipo de tareas, incluso barcos que navegaban hasta Francia para eso. A ella aún le faltaba mucho por comprender sobre cómo se desenvolvían los humanos, si a penas entendía a los noruegos y sus costumbres, evidentemente tendría dificultades en París. De cualquier forma, no tenía derecho a desentenderse de sus deberes como condesa, ni a la obligación que le ataba a su pueblo, a los sobrevivientes, que aún intentaban recuperarse de la terrible guerra que los había desplazado de sus tierras.

Tener consciencia era una carga terrible, no obstante, era esa extraña voz interior la que vociferaba que el héroe no confiaba en que, de permitirle irse como animal, encontrara su camino de regreso. A él le preocupaba la gente Eliosthar, pues en caso de que decidiese hacer de su ausencia una cuestión permanente, no sólo quedarían sin líder sino también sin esperanza.

Ira persistió en su cometido, como lo aprendió de él. No tenía intenciones de huir, mas necesitaba darle su lugar al animal, por el bien de su salud mental y equilibrio que tanta vehemencia invertía en encontrar. Tras de una larga conversación, aún suspicaz el hombre cedió al fin; la castaña, no ignorando la importancia de las letras que cargaría a través del continente prometió cuidar de ellas.

Ya sin más que decir, el ave de mayor envergadura amoldó su cuerpo y entonces emprendió el viaje.


***

París era un mundo nuevo.

Al llegar a su destino, una mansión en los altos suburbios de la ciudad, Ira aterrizó, volviendo a su forma humana tan pronto como las patas del águila arribaron en tierra. No fue intencional, fue un impulso, un cambio natural, el aire le pertenecía al ave, pero el suelo era terreno de su humanidad. La figura de la esbelta mujer se sobrepuso a la del animal sin otro recubrimiento que su propia piel, justo como había llegado al mundo. Frunció el ceño y se contempló a sí misma sin saber cómo proceder. Ya se lo habían explicado en el norte, los humanos se sentían ajenos a la desnudez, habían pasado tanto tiempo ocultándose entre capas de ropa que su propio cuerpo había convertido en un tabú. No debía andar sin vestimenta por las calles de aquella ciudad, se lo habían advertido, en esas tierras, actos como aquel no eran bien vistos.

Vaciló un instante, discurriendo entre las posibilidades. Entrelazó las pestañas, respiró hondo e invocó al animal, pero este no atendió su llamado. Resopló, consciente de que aquel era un grave problema. Afortunadamente, había aterrizado tras la verja que limitaba el ingreso a la propiedad. Sigilosa, la castaña dejó el paquete con las cartas en el pórtico y se escabulló al ante jardín de la mansión, donde, para su suerte, encontró un par de prendas colgando sobre unas cuerdas que servían la función de tendederos. Rápidamente, agarró el primer vestido que su mano encontró y tras enfundar su cuerpo en él, se dispuso a hacer su camino fuera de aquel lugar.

Deambuló por las adoquinadas calles de París, perdida, sin rumbo y a pies descalzos. Todo cuanto le habían relatado de esa ciudad era cierto; las personas que pasaban por su lado le miraban extraño, incluso algunas, se atrevió a pensar, con desagrado. No obstante, aquello poco y nada le importó, el único objetivo que tenía en mente era encontrar la forma de atraer al animal y así pronto volar lejos de aquel lugar. Concentró la atención en su mano, había aprendido del otro cambiante que, de centrarse primero en una única parte de su corporeidad, luego, realizar el cambio completo sería más sencillo.

Caminó entre las multitudes por lo que calculó fueron dos o tres horas, enfocada solamente en su ardua tarea. Después de mucho intentarlo, finalmente las garras del águila brotaron de sus uñas. Una sonrisa triunfante arqueó sus labios ante su pequeña victoria, era un hecho, sólo debía encontrar algún callejón solitario donde cambiar y entonces retomaría su camino hacia Noruega. No obstante, el gesto de satisfacción se desvaneció en un instante cuando escuchó un grito: una niña pequeña observaba sus zarpas entre atemorizada y perpleja. Todas las personas que se encontraban cercanas, se volvieron hacia ella, quien, intimidada por la agresividad de la atención, escondió la mano tras la espalda.

Nerviosa, Ira se movió un par de pasos hacia atrás, mas cuando se dio media vuelta con la intención de una apresurada huida, un hombre alto, de talante parco, se le atravesó de frente, señalando con el dedo el camino en dirección hacia un carruaje, aparcado en diagonal a su posición. Su mirada se encendió áurea. La puerta del coche se encontraba abierta de par en par y en el interior distinguió la figurilla de una mujer, una que no tardó en reconocer.

Sus ojos se abrieron como platos, Samirah era la última persona que hubiese esperado encontrar allí. A paso firme acortó la distancia hasta el carruaje y sin disimular la estupefacción se detuvo frente a ella, admirándola con nostalgia. La mujer, por el contrario, parecía tensa ante su presencia; las palabras que le dedicaba eran mordaces y el tono con que lo hacía era incisivo. No era una novedad, conocía que no era de su agrado, no que las piedras que le había lanzado no se lo hubiesen dejado claro, mas a pesar de su dificultad para comprender el mundo, desde el primer momento que posó sus ojos sobre ella entendió claramente el motivo que le afligía. No podía refutarlo, le causaba inmensa curiosidad.

¿Hay una hora para tomar el té? — Ladeó la cabeza e indagó con el entrecejo arrugado. Las prácticas humanas eran todo un misterio para ella.

Incluso aunque su duda era sincera, a la otra mujer no le hizo gracia y permaneció expectante, aguardando impaciente a que ingresara. Ira, confundida, miró de lado a lado y ligeramente recelosa entró en el carro tomando asiento frente a Samirah, quien cerró la puerta de golpe una vez le vio acomodada. El carruaje comenzó a moverse y ambas se observaron silentes. La rubia la revisó de arriba abajo y se detuvo en sus pies, sucios por su descalzo andar a través de París. Fue Ira quien quebró el silencio.

No lo entiendo, no te agrado ¿por qué querrías dar un paseo conmigo? — Inquirió desorientada, intentando descifrar sin suerte las intenciones de su acompañante — ¿Te has cansado al fin de ocultar tu verdadera naturaleza y has venido a mí? ¿es eso?
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Mensaje por Samirah Valquiria Vie Feb 09, 2018 8:34 pm

La miró de arriba abajo, sin perder detalle, intentando descifrar como a pesar de ser personas con perspectivas tan distintas compartían algo en común. No se escandalizó ante la evidente falta de ropa de la mujer; que al parecer sin darse cuenta no llevaba más que ropa interior, ni la ausencia de zapatos, sólo frunció el ceño y le miró con desdén. No era una sorpresa la evidente falta de instrucción, modales o siquiera sentido común, pues éstas características jamás formarían parte del proceder de la muchacha, no esperaba mucho de alguien que jamás entendió lo que pertenecer a una sociedad significaba ni lo que conllevaba.

Pero le era imposible evitar su irritación, tan solo con detallarla sentía su sangre arder, en ella había todo lo que alguna vez anheló pero nunca se le permitió tomar; había libertad, ímpetu y fiereza, estaba muy lejos de la represión a la que ella debió someterse su vida entera, también había una hermosura peculiar aún presente en la ausencia de polvos, pelucas y vestidos elegantes; ella desafiaba los esquemas y toda ley jamás impuesta y eso solo lograba hacer rabiar a Samirah. No evitaba preguntarse cómo pudieron tener suertes tan diferentes, mientras que a ella se le recriminó estar enferma, maldita y destinada a perecer en el infierno, a la otra se le aplaudía semejante habilidad, se le llenaba de amor y comprensión, algo con lo que ella era solo capaz de soñar.

La vida de Ira y de su entera familia no era un secreto, desde hace mucho tiempo les sigue el paso por simple curiosidad. Samirah amaba el cocimiento y el poder que traía consigo, pero la información que obtuvo esa vez solo logró destrozarle. Sólo así entendió que su padre no había tenido una razón válida para matar a su madre y a su hermana, que ser cambiante no era sinónimo de maldad y condena; sintió un dolor incalculable tras entender que su familia pudo haber sido como la de Ira, que habían más opciones.

Por eso verla frente a ella, cometiendo tales actos tan en contra de la etiqueta, del título y la riqueza que portaba, e incluso quizás su simple existencia, le enfurecía.

Pensé que los años te habrían vuelto menos ilusa o al menos habrías aprendido a ocultarlo —Le espetó. —Pero al menos debo decirte que si está relacionado con nuestras… peculiaridades.

Samirah debía admitir que el verdadero sentimiento que Ira le causaba era celos, una gran y profunda envidia que le carcomía y le impedía comportarse frente a ella.

No necesitamos ser amigas para ir a tomar el té o pasear, generalmente quienes lo hacen no lo son, simplemente intentan cumplir con los estándares de nuestra sociedad. —La miró de reojo e intentó mostrar un semblante más sereno —Si ibas a robar al menos debiste tomar un peignoir, desbordas indecencia.

La verdad era que desde el encuentro con Taeyang Seung había perdido por completo su habilidad para transformarse, y aunque esto habría sido una bendición en otros tiempos, ahora mismo parecía ser una pésima idea agotar su única vía de escape, cuando había provocado la ira de un muy peligroso enemigo. Lastimosamente no tenía a quién más acudir con su problema, y con solo un suspiró buscó las fuerzas para continuar con su plan, sin perder los estribos nuevamente.

Buscó debajo de su asiento un baúl donde casi milagrosamente había metido toda la indumentaria necesaria para vestirse en caso de transformación, las medidas no tenían que ser muy distintas a excepción del busto. Lo abrió para mostrarle y le hizo señas para que tomara las prendas, bajo las cortinas del carruaje y le miró, expectante.

¿Qué esperas? Cámbiate, no es momento de que empieces a mostrar decencia.
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