Huesos {Privado}

El viento silbaba contra las piedras del puente bajo el que me encontraba. El Sena lloraba contra la orilla que lamía con sus movimientos. Las ratas chillaban y se peleaban en busca de alimento y refugio ante la tormenta estival que comenzaría. Olía a lluvia... La luna se alzaba, blanca, en la noche; ocultaba las abundantes nubes, que casi brillaban con luz iridiscente. Silencio. Agua. Viento. Ratas. ¿Ellos? No, ellos no habían hablado aún, quien lo había hecho había sido mi estómago, con un fuerte gruñido que calló a los animales de aquella orilla del río un momento. Lo que necesité para levantarme de lo que había sido mi lecho y caminar, camuflada con las sombras, en dirección a la ciudad.

Una vez allí, empecé a escucharlos. En un primer momento eran sólo jadeos, gruñidos, respiraciones profundas y pausadas. Fue cuando comenzaron los pasos, las garras contra la pared y las risas maquiavélicas que comencé a correr, cada vez más rápido, y más, y más, y más, hasta que los objetos fueron sólo centellas a mi alrededor. Pero ellos no callaban.

Huye, huye, corre rápido, muévete, aléjate, pero te encontraremos...

¡No! No podían localizarme, no sin haber encontrado antes a Alessa y a Joshua. Por eso, aunque me dolía el pecho, seguí corriendo; aunque me dolían las piernas, continué huyendo de las sombras, que reptaban en mi dirección con sus risas putrefactas y su olor nauseabundo. No me encontrarían. Y sólo cuando el gentío se alzó sobre mí, me sentí a salvo de unos monstruos que, siseantes, se empezaron a alejar de allí, con quedas amenazas apenas murmuradas. Sonreí, y entonces fue cuando me detuve y dejé de huir.

El viento había eliminado el polvo de mi vestido viejo y ajado, de un blanco amarillento por el uso. Mi pelo caía en ondas encrespadas que me tapaban la cara y me volvían anónima, por lo que nadie se fijaba en mí. Tanto mejor, dado que no podía fiarme de nadie. Empecé a caminar sin rumbo aparente, esquivando a las personas, acercándome a las paredes. Las acariciaba con los dedos, y miraba a mi alrededor en busca de más demonios de los que siempre me perseguían y tan bien se escondían. Nada.

– ¡Oh, millares de espíritus inmortales!! ¡Oh, potestades a quienes sólo puede igualarse el Todopoderoso!₁ – murmuraba, entre dientes, como si fuera un hechizo que me separara de ellos, aunque no lo fuera, y casi ni fuera consciente de lo que decía. Estaba demasiado centrada en el olor que me había atrapado, y que no era sangre... no. Era comida.

No tengo claro cuánto tiempo me llevó, pero finalmente llegué a una ventana abierta en cuya repisa había un mendrugo de pan caliente. Lo cogí, y sabedora de los gritos que podían atraer a las criaturas que me perseguían (¡Robbie, Robbie a la cabeza, maldito conejo traidor!), volví a huir a través de los cuerpos que avanzaban en dirección contraria, hostiles, peligrosos. No importaba. Yo era más rápida. Lo era, ¿verdad? Al menos, así lo parecía.

Corre, corre o te atraparemos... ¡Corre!

Y yo corría con el mendrugo en los brazos, corría hacia la seguridad de mi puente, corría y volaba entre la gente, hasta que dejé de correr, no por voluntad propia, sino porque, al ir a ciegas, me había chocado contra alguien, que amenazador se alzaba contra mí, simplemente caída en el suelo. Y con mi botín a salvo contra mi hambriento cuerpo.

₁: Fragmento de El Paraíso Perdido, de John Milton.

Tienes que correr, Alchemilla, ponte en pie o te atraparán...

Y quería, sí, claro que quería, ¡necesitaba comerme el pan y no podía hacerlo con todos mirándome! ¿O no me miraban? No lo sabía; él sí lo hacía, pero no me daba cuenta de si los demás (¿qué demás?) también lo hacían. Él, ¿quién era él con el que me había chocado, un muro hecho hombre, un hombre hecho muro? Un rico remilgado, lo vi cuando se tapó la nariz con un pañuelo como si apestara...

Apestas.

¿Y eso a quién demonios le importaba! Me caía mal, lo había decidido, y si no le gruñí fue porque estaba muy ocupada cogiendo el pan con más fuerza. ¿Qué más había robado? Nada, ¡era a mí a quien me habían robado! A mis hermanos, por ejemplo, y a mi madre cuando había muerto... Pero yo sólo había cogido pan porque tenía hambre. No joyas, no oro, no nada; contra mi padre esas cosas ya no funcionaban.

– No hay más, sólo pan. – afirmé, vocalizando bien porque ellos me lo habían indicado. No sugerido. Pocas veces sugerían, y menos cuando estaban ocupados pidiéndome (¡ordenándome!) que corriera para salvarme. ¡Oh, claro que lo haría! Pero necesitaba descansar. Me quemaban los músculos de las piernas y sentía un cuchillo clavado en las costillas cada vez que respiraba.

Flato. Ese cuchillo se llama flato. Pero ignóralo, porque tienes que...

¡A quien voy a ignorar es a vosotros! Panda de... Pero no pude terminar el pensamiento porque me puse de pie casi de un salto al ver a un gendarme a lo lejos. Era uno de ellos, sí, estaba segura; ¡y quizá ese chico...! Pero ¿lo era? Los gendarmes no me gustaban, no entendían que hablaba en serio cuando buscaba a mis hermanos, ¡decían que estaba loca! Y yo no estaba loca. Nunca lo había estado. Y no iba a empezar a estarlo...

– ¿Me vas a creer o tendrás que buscar? Hazlo pronto, tengo que irme. – murmuré, y sin poder evitarlo di un mordisco al currusco del pan. ¡Qué rico estaba! Aún un poco caliente, blanco, recién horneado y sobre todo mío, ¡mío y no de algún egoísta que lo tiraría sin probarlo! Mi estómago rugió y di otro mordisco delante de él, sin moverme. Necesitaba la energía para salir corriendo.

El gendarme, Alchemilla... ¡El gendarme!

Entonces sí que corrí, con el pan en la boca. Sólo quería irme, ¡huir de los dos! Cuando di la vuelta a una esquina me escondí y me asomé para mirar, pero el gendarme no me había visto. ¿Lo habría hecho el otro? ¡No, no podía, no debía! Volví a huir, pero esta vez andando para no despertar más sospechas. No podía atraparme. Si lo hacía... No quería ni pensarlo.