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PARÍS, FRANCIA
AÑO 1842

Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.

Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.

¿Estás dispuesto a regresar más doscientos años atrás?



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Mensaje por Alexander Sköld Dom Sep 14, 2014 9:22 pm

Bitterness is like cancer. It eats upon the host.
But anger is like fire. It burns it all clean.

Tirado sobre la cama River se preguntó cómo diablos soportaba tanta maldita monotonía. No importaba cuánto intentara engañarse a sí mismo, sus días habían sido iguales durante los últimos trece años. Se había esfumado la infinita capacidad de sorprenderse, los deseos de vivir y la ambición que le habían caracterizado durante toda la infancia, pubertad y parte de la adolescencia, y las había perdido a la tierna edad de quince años. Se las habían arrancado de tajo. Desde entonces, cada día era interminable. Las noches demoraban demasiado en aparecer y detestaba los amaneceres porque no representaban más que otro interminable día, horas de ociosidad sin sentido y mucho enfado que solía drenar agrediendo a otros. Se había convertido en una persona muy diferente a la que sus padres habían deseado que fuera algún día, pero era tan indiferente y tan apático que eso no significaba ningún remordimiento para él.

Durante los últimos años había vagabundeado mucho. Después del asesinato de sus padres, abandonó la Inquisición y dejó Suecia para embarcarse hacia Medio Oriente, donde pisó Tierra Santa y cruzó el desierto montado en un camello. Después se dirigió a Oceanía y finalmente, tras recibir una inesperada y misteriosa misiva de su tío Gregory Zarkozi, decidió volver a Francia, a donde había prometido no regresar jamás, pero su curiosidad fue demasiada. Deseó saber qué asunto tan importante era ese del que le había hablado Gregory en su carta, pero sobre todo, se preguntó por qué después de tantos años de no saber nada de él y de su familia, luego de lo sucedido con Abigail, había decidido contactarlo justamente a él, el supuesto agresor de su hija. Después, cuando finalmente se reencontraron, supo de qué se trataba todo, y le sorprendió aún más darse cuenta de que nuevamente todo tenía que ver con ella, con Abigail, que ahora era una licántropo fugitiva a la cual su propio padre deseaba capturar cuanto antes, pero que pese a una ardua búsqueda y toda su experiencia como inquisidor, aún no había logrado conseguirlo. Tal vez por eso Gregory le pidió a River que se hiciera cargo… y tal vez también porque había considerado que el muchacho tenía motivos bastante importantes para desear querer verla nuevamente y sus resentimientos y el deseo de venganza lo conducirían mucho más rápido a su escondite. Al inicio, River se mostró reacio ante la idea porque no deseaba relacionarse de ninguna manera posible con ella, no deseaba siquiera volver a ver su maldita cara, pero terminó aceptando y no supo exactamente por qué lo hizo.

Desde entonces, sus días se volvieron tan parecidos a los que vivió en Suecia, luego de su mudanza. Se tomó demasiado en serio la misión que Gregory le asignó, lo que le llevó a pensar en Abigail más de la cuenta, incluso cuando no deseaba hacerlo. No había un día en el que no fumara, bebiera o follara con la única intención de apartarla de su mente. Pero ella siempre estaba. Era como si ninguna cantidad de alcohol o de sexo, no importando lo bueno o desenfrenado que éste fuese, sería nunca suficiente para alejar el recuerdo de aquella tarde en que había besado y tocado a Abigail. Nadie era como ella. Nadie le hacía sentir lo que ella. Ninguna piel era tan dulce al saborearla como la de ella. Eso lograba fastidiarlo de verdad, porque su recuerdo le impedía disfrutar verdaderamente de los placeres de la carne, le hacía verlo como un mero acto físico y vacío. Las mujeres con las que se acostaba, que solían ser casi siempre prostitutas baratas de los burdeles que visitaba, le servían solamente para desahogar en ellas su rabia, toda su frustración. Siempre estaba frío y emocionalmente lejano.

Las dos mujeres a las que había dado placer la noche anterior todavía dormían a su lado mientras él miraba al techo pensativo. Una de ellas se removió sobre la cama cuando percibió en el rostro un rayo de sol entrando por la ventana y con su brazo rodeó el pecho desnudo de River, arrancándolo instantáneamente de sus pensamientos.

¿Quieres que te lo haga otra vez? —preguntó ella ronroneando, mientras comenzaba a besar el abdomen de su amante siguiendo el camino hacia abajo que la llevaría hasta su pelvis.

Lo que quiero es que tú y tu amiguita se larguen de una vez —respondió él, y con una actitud despectiva la apartó cruelmente y abandonó la cama.

Cogió un pequeño saquito de dinero que se encontraba sobre la cómoda, de él sacó algunas monedas, y se las lanzó para pagar por sus servicios. Luego se dejó caer sobre un mullido y destartalado sillón y, mientras se servía una copa de un licor muy corriente, observó cómo las mujeres se vestían hasta que lo dejaron solo, solo con sus pensamientos acerca de Abigail, a la que decía odiar pero cuyo recuerdo se aferraba a él como una maldita droga de la que no había escapatoria porque no existía rehabilitación.


***


Decidido a que no podía seguir de ese modo y que aquel día sería el definitivo, salió de la casucha y reanudó la búsqueda. Las pistas que había reunido hasta entonces lo condujeron a las afueras de la ciudad, luego a un bosque aledaño, pero cuando el sol comenzó a caer y se sintió realmente agotado –principalmente por la resaca de la noche anterior- decidió parar en un arroyo para descansar un poco. Se arrodilló sobre las rocas y apoyado sobre sus dos manos sumergió la cabeza en el agua para refrescarse. Mientras tallaba su cabeza y su rostro pensó en cómo había fracasado una vez más en la expedición, y en lo humillante que eso era. Abigail se estaba burlando de todos, pero especialmente de él, y lo que más lo cabreaba era darse cuenta de que no era la primera vez que lo hacía.

Aunque no quisiera admitirlo, comenzaba a sentirse un tanto resignado ante la posibilidad de que nunca más volvería a verla, y quizá era mejor así, porque ni él mismo sabía de lo que era capaz si volvía a tenerla frente a frente.

Como una ironía de la vida, cuando levantó la vista y se puso de pie dispuesto a regresar a casa, se encontró con algo extraño que ocurría a apenas unos cuantos metros del arroyo. La luz del día se había extinguido y solo podía ver una masa amorfa y muy negra que se movía entre los arbustos. Con debida cautela se acercó al lugar y sus ojos azules no fueron capaces de disimular el asombro del que fueron víctimas al presenciar la macabra escena.


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Mensaje por Invitado Dom Nov 30, 2014 3:10 pm

Cerré los ojos, subyugada, hechizada por aquel momento macabro que tenía entre manos literalmente pero que a mí me parecía casi mágico, porque a fin de cuentas se trataba del cumplimiento de un sueño obsesivo con el que llevaba años viviendo a diario y un momento así no se producía a diario. La sensación de poder que me había acompañado desde el primer momento estaba absolutamente vigorizada en aquel instante, cuando mi cuerpo estaba manchado de sangre de la cabeza a los pies y yo sonreía de felicidad, seguramente con una expresión que a cualquier otra persona asustaría hasta lo indecible. A mí, no obstante, no me importaba lo más mínimo; era como si estuviera colocada de opio y lo único que quisiera fuera disfrutar de aquella sensación que se extendía por mis venas como si se tratara de mil hormigas, corriendo por mi piel y convirtiéndome en presa fácil de los escalofríos. Seguramente cuando pasaran unos minutos y la sensación se redujera me vendrían las náuseas, quizá la amargura por haber defraudado las buenas esperanzas que tenía mi hermano Roland en mi supuesta bondad, pero jamás sentiría arrepentimiento, pues hacía años que la posibilidad había sido eliminada. Quizás... ¿quizás después me sentiría vacía? Existía desde luego la probabilidad de que una vez cumplida mi venganza mi vida ya no tuviera ningún sentido, al menos teniendo en cuenta cómo la había estado viviendo hasta entonces, pero eso eran temas del mañana que me impedían disfrutar del hoy. Y aquel hoy, aquel día que jamás podría olvidar por mucho que lo intentara o envejeciera (estaba segura de ello, me había encargado de grabarlo a fuego en mi memoria para recrearme aún más en mi salvajismo y, sobre todo, en la venganza), había superado incluso a mis expectativas más locas, a las mil teorías de cómo hacerlo que había gestado desde que había sido una niña. De las más simples a las más complejas, todas habían pasado por herirlo y humillarlo, pero ninguna por torturarlo como lo había hecho, dejándome llevar por el fuego del momento. Ese fuego, por cierto, que sus quejidos de dolor intentaban quitarme.

– Shhh, papá, cállate... Llevas tanto tiempo silenciándome que ahora es mi turno de hablar, ¿no crees?

Él no lo creía, evidentemente, pero a mí poco me importaba. De hecho ni su orgullo desaforado al principio ni sus súplicas a medida que lo hacía volverse más una piltrafa que un humano habían hecho más que entrarme por un oído y salirme por el otro. Me sentía demasiado extasiada, nerviosa al principio pero ya sólo confiada y llena de un odio que poco a poco sentía mitigarse en mi interior, al mismo tiempo que la vida se le escapaba a Gregory Zarkozi a cada instante. Rememoré, aún con los ojos cerrados, todos los pasos que nos habían llevado hasta allí aquella noche; de recordar toda nuestra historia, una simple jornada vespertina no me habría dado ni para el primer año, así que prefería dejarlo para otro instante, cuando tuviera más tiempo o más ganas. Tras tanto tiempo huyendo de sus intentos de atraparme, había dejado que siguiera mi rastro como si me hubiera distraído lo suficiente para dejar de tener cuidado, lo cual hizo que se creciera y le pudiera el orgullo de padre deseoso de castigar a su hija maldita, aquella que lo desobedecía por deporte y por ser incapaz de lo contrario. De mis fieles contactos dentro de la Inquisición había averiguado que sus existencias de sangre de vampiro, aquel veneno del que se alimentaba como una vil alimaña, se habían visto reducidas bruscamente y necesitaba obtener más. ¿Qué mejor momento que aquel para ejercer mi golpe de gracia? Y aunque no lo hubiera sido, yo probablemente habría atacado de todas maneras, pues mi obsesión había llegado hasta tal punto que me impedía comer, dormir, funcionar y en definitiva hacer cualquier cosa que no tuviera que ver con él. Era enfermizo, y actuando como enfermera improvisada decidí que había llegado la hora de arrancarme el putrefacto virus que me estaba consumiendo y volviendo menos que un ser humano: una marioneta aún a su merced, por mucho que hubiera intentado escaparme de su control desde que había tenido la capacidad de hacerlo.

– Sería capaz de hacer un trato con el diablo mismo para que te resucitara y volver a empezar todo esto... No pongas esa cara: sólo estoy tan enferma como lo estás tú. ¿Te sigo pareciendo hermosa, papá, mientras te despedazo? ¿Sigues teniendo ganas de castigarme o a estas alturas ya se te han pasado?

Tras atraerlo, atraparlo había sido condenadamente difícil, pero eso sólo me había enardecido más. La sangre de vampiro que se encontraba aún en su sistema lo volvió rápido y ágil, pero la edad lo traicionaba, y a mí no precisamente. Pronto dejó de ser mi igual y de herirme porque en medio del bosque, como lo estábamos, yo tomé las riendas; yo lo golpeé con furia, con un trozo de tubería que había arrancado de una cabaña abandonada en el bosque, yo lo herí, yo le rompí huesos de las piernas para que no se pudiera mover y yo lo inmovilicé contra un árbol cualquiera. ¿Era aquel el lugar que había imaginado para que todo terminara? No, en absoluto. ¿Importaba? ¡Ni muchísimo menos! Mis sueños habían cambiado tanto durante el transcurso de mi obsesión que bien en el siguiente habría podido centrarse allí la tortura, no importaba lo más mínimo. Lo que sí que lo hacía era el acto en sí, y para llevarlo a cabo mezclé elementos que tantas veces habían aparecido delante de mí cuando cerraba los ojos, como aún los tenía en aquel instante. Rompí sus huesos, sólo para alimentarlo con sangre de vampiro que lo curara y poder volver a rompérselos. Le cercené miembros, aunque cauterizaba las heridas para que no se desangrara demasiado rápido, y pronto sus dos brazos estaban apartados a un lado, mudos espectadores de mi tortura. Apliqué mis conocimientos inquisitoriales en él, sí... Lo aplasté, lo acuchillé, le hice sentir que se ahogaba cuando no lo hacía, estiré sus miembros para desgarrar su piel, quemé cualquier atisbo paliducho que se le viera a través de la ropa, e infecté sus heridas con vinagre y sal. Mi parte favorita fue arrancarle trozos de su carne con un cuchillo desafilado y dárselos de comer, aunque el hecho de que vomitara le dio un sabor a la carne con el que yo no contaba. Total, que al final me encontraba yo a punto de desfallecer de agotamiento, y de hecho me dejé caer junto a él, atado en un árbol e irreconocible salvo por su rostro. En la cara, salvo marcas de golpes no había ninguna herida que impidiera que se le reconociera, porque yo deseaba que así fuera.

– Espero que hayas disfrutado de tus años torturándome como yo lo he hecho con esta noche. Te merecías más, pero hacerte desaparecer durante meses antes de darte el coup de grâce era demasiado arriesgado... Tenía que actuar rápido, aunque no lo merecieras. Al principio te quise... ¿Lo sabes? ¿Eres consciente de que tú mismo me has conducido hasta aquí? Eres el culpable de esto. Sueno como una demente, pero eres tú que me has vuelto loca... Y ya no lo harás más. Adiós, Gregory Zarkozi. Espero que te pudras en el Infierno, si es que realmente existe.

Aún me duraban las fuerzas, pero no sabía por cuánto tiempo. Probablemente se debiera a lo enardecida que seguía encontrándome, al hecho de saber que mi venganza estaba casi completa y que nada me apartaría ya de poder matarlo cuanto antes, ni siquiera... pasos. Mi cuerpo reaccionó por mí y me incorporé, a la defensiva, antes de localizar incluso la fuente de aquel sonido. Los pasos retumbaban por el bosque, era capaz de percibir un aroma familiar en la noche que ya había caído sin que yo me diera cuenta y eso me hizo fruncir el ceño. No necesitaba invitados, debía asegurarme de limpiar aquel desastre antes de que nadie pudiera descubrirme, porque aunque mi venganza estuviera justificada para mí no lo estaba ante los ojos de la ley ni de nadie más... nadie aparte de mi familia. Y ni siquiera de eso estaba segura. Con el ceño fruncido, sobre todo consciente de que debía terminar mi venganza de una vez por todas, me acerqué a Gregory y después de murmurar algo que sólo el moribundo escuchó, una nueva despedida llena de odio, lo golpeé en la nariz. La fuerza del golpe tuvo el efecto deseado, porque el hueso de su tabique nasal se impulsó hacia arriba, hacia el cerebro, y lo perforó rápidamente, casi sin dolor. Casi... Ni siquiera entonces iba a ser tan misericordiosa de darle una muerte tan inocua como partirle el cuello, eso por descontado. Llevé los dedos temblorosos a su yugular para buscar su pulso, que no encontré; conduje mi mano, aún vacilante, debajo de su nariz y sobre su boca, sin encontrar el vaho de su respiración. Él estaba muerto... Me separé de él como si tuviera la lepra y me sequé las manos sanguinolentas en la ropa, aún más sucia. Aquel atuendo de Inquisidora no lo podría volver a utilizar así, pero me justificaría si quien venía se atrevía a cuestionar mis actos, al menos por un instante. Me giré hacia la figura, que a aquellas alturas ya estaba frente a mí, y el reconocimiento me atravesó como si fuera un rayo. De golpe, sonreí ampliamente, de manera casi cruel, pero en cierto modo melancólica, un reflejo fiel del caos de emociones del que era víctima, aún temblorosa, muy satisfecha, como quedó claro cuando arranqué la cabeza del difunto de cuajo y se la lancé a mi sorprendente invitado.

– Alexander... ¡Jodido bastardo! Dichosos los ojos, cher. Has crecido mucho. Anda, dale recuerdos a tu tío, perdía la cabeza por verte...
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Mensaje por Alexander Sköld Lun Oct 19, 2015 12:13 am

En efecto, el hallazgo de River fue macabro. Todavía no había logrado recomponerse de la impresión que le ocasionó darse cuenta de que quien estaba allí, a apenas unos cuantos metros de él, era ella, la maldita Abigail en persona, cuando algo cayó justo ante sus pies. River entornó los ojos en la ovalada figura y con horror descubrió que las sarcásticas palabras de Abigail habían sido dichas literalmente. La cabeza de su tío yacía entre sus pies, su sangre manchaba sus zapatos, y los ojos vidriosos del pedazo del cadáver le miraban fuera de sus órbitas. De forma instintiva, River se echó hacia atrás, en un afán de apartarse cuanto antes de la cabeza, y lo hizo con tanta efusividad, o quizá se debiera que estaba demasiado impresionado, que resbaló y cayó de nalgas sobre la hierba húmeda. Desde luego, no era normal que alguien como él, tan acostumbrado a ver sangre y muertos todo el tiempo, actuara de esa manera. Parecía lo contrario, pero no era un cobarde y nunca lo sería. Mas bien era la impresión que le provocaba ver al hombre con el que había crecido, del que había aprendido parte de las cosas que sabía, el hermano de su madre, muerto, bien muerto y asesinado por su propia hija. Tampoco era que le hubiera tenido al viejo Zarkozi una gran estima, de hecho, siempre le había guardado cierto resentimiento por lo ocurrido con su hija, ya que después de todo, él lo había acusado de aprovecharse de ella, ocasionando que los padres de River se lo llevaran lejos. Pero ni todo el odio o rencor del mundo cambiaban el hecho de que era su propia sangre, derramada con toda la saña posible.

¡Maldición! ¡¿Qué has hecho, Abigail?! ¡¿Qué mierda has hecho?! —le gritó con todas las fuerzas que sus agitados pulmones le permitieron, luego la miró con horror, como si no se tratara de la jovencita por la que tanto había sufrido en su adolescencia, la que tanto había añorado y odiado a partes iguales en su juventud, sino un maldito monstruo que solo se merecía su desprecio. No, esa no podía ser Abigail, la desconocía por completo.

Los gritos de River debieron alertar al resto de sus compañeros, atrayéndolos al lugar, y seguramente estaban bastante cerca del campamento, porque enseguida se dieron cita en el terreno salpicado de sangre y vísceras. Todos iban armados y eran más de diez, once con River, por lo que la licántropo, pese a todas las habilidades que poseía, tenía todas las de perder. No saldría de allí victoriosa, era imposible. Lo mejor que podía hacer era rendirse, no resistirse, si es que realmente quería salir viva de aquello.

Maldita sea, ¡¿qué están esperando?! —les recriminó River con desbordada frustración, cuando los vio mirando como idotas, paseando la mirada de él hacia ella y luego viceversa—. ¡Atrápenla! ¡Rápido! ¡No puede escaparse! —se atrevió a ocupar el papel de líder que en realidad no le pertenecía a nadie en aquel grupo pero que, sin duda, dadas las circunstancias, le venía demasiado bien esa noche.

Como era de esperarse, la loba resistió como nunca a su captura hasta el final. River ya tenía experiencia con licántropos, sabía de sus poderes sobrehumanos, de la increíble fuerza que éstos poseían aún en su forma humana, pero aún así resultó algo increíble presenciar cómo una criatura tan aparentemente frágil como lo era Abigail, de una estatura mediana y un cuerpo muy delgado, era capaz de darle batalla a diez cazadores, jóvenes, vigorosos, fornidos hombres con toda la experiencia del mundo en el arte de la lucha. River, que hasta ese momento se puso en pie, los observó intentando mantener una expresión pétrea que no denotara lo impresionado y desconcertado que estaba.

Al final, Abigail fue capturada. Por órdenes también de River, fue conducida hasta una de las jaulas que los cazadores poseían, precisamente para mantener cautivas a las posibles presas que llegaran a ellos durante la temporada de cacería. Estaban hechas con plata, de ese modo, si licántropos, vampiros  o cambiantes –que eran los más fuertes y por ende los que más batalla podían dar- querían escapar, les resultaba todavía más difícil al ser ese metal una de sus debilidades. Los cazadores los privaban de su libertad durante el tiempo que consideraran necesario, mientras decidían qué les convenía más, si venderlos, ya fuera por partes o completos a cualquiera que le sirvieran para algo, o asesinarlos, no sin antes torturarlos por simple diversión.  

Cerca de las dos de la madrugada, River se acercó a la jaula de Abigail. Se había resistido con todas sus fuerzas a la idea de verla, hablar con ella, pero como siempre, cuando se trataba de la Zarkozi, toda su fuerza de voluntad lo abandonaba. Llevaba consigo una botella de un ron muy corriente a la que le daba pequeños sorbos de vez en cuando, y en la otra mano, una navaja, también de plata. Su semblante, además de ser el de un típico hombre que ha bebido, denotaba también pesadumbre. Y es que había que ver quién era ella, lo que había significado en su vida, y verla de pronto así, como uno más de esos demonios infectados como los que le habían arrebatado la vida a sus padres era, quizá, demasiado.

Desde que te encontré en el bosque, junto al cuerpo desviscerado de Gregory, no he dejado de pensar en qué mierda se debe tener en la puta cabeza y cuán enfermo se debe estar para querer asesinar a tu propio padre —pronunció mientras rodeaba la jaula con pasos lentos y despreocupados—. Siempre supe que no eras de fiar, que se podía esperar cualquier cosa de ti. Es decir, me lo hiciste a mí, ¿por qué no se lo harías a otra persona? Pero esta vez fuiste demasiado lejos, Abigail.

Dio un último y largo sorbo a la bebida y luego, en un inesperado arranque de ira, lanzó la botella contra la jaula y ésta se estrelló contra los barrotes metálicos, salpicando todo a su alrededor. Solo entonces River dejó atrás su aflicción y adopto una actitud mucho más agresiva. Alzó las manos y se echó el pelo hacia atrás, mientras torcía la boca en un gesto de enfado. Le molestaba el hecho de que ella, con sus acciones, lo pusiera en esa posición en la que quizá muy en el fondo no deseaba estar.

Debo castigarte por ello y no estoy muy seguro de no querer hacerlo —le espetó con brusquedad, deteniéndose junto a la jaula, justamente frente a ella—. Quiero que pienses en lo que has hecho y te sientas una basura por ello. Porque eso seres Abigail Zarkozi, una verdadera mierda.


Última edición por River Alexander Rampling el Lun Feb 08, 2016 1:55 am, editado 1 vez
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Mensaje por Invitado Lun Dic 28, 2015 7:06 am

La carcajada ronca que me salió de lo más hondo de la garganta cuando vi su cara y que se cayó de culo me sorprendió hasta a mí, o lo habría hecho de no encontrarme en un estado de euforia tan absoluta que nada, y cuando decía nada era absolutamente nada, podía llegar a sorprenderme de verdad. Noté que mi cuerpo, que apenas me pertenecía ya, se doblaba hacia delante por la risa y que mi estómago dolía por las carcajadas, pero no podía parar, igual que tampoco era capaz de dejar de mirar al rostro que era igual que el de mis recuerdos, aunque mayor. ¿Cuánto tiempo había pasado? ¿Diez, doce años? Sus rasgos se habían afilado, su cuerpo se había fortalecido y presentaba una musculatura considerable, pero el Alexander que yo había conocido seguía ahí, siempre dispuesto a pensar lo mejor de mí incluso hasta si los hechos le demostraban que no había lugar para ello. Por eso estaba tan sorprendido... Por eso y porque le había arrancado la cabeza a su tío, claro, eso era algo que no podía dejar de repetirme porque ¡Gregory estaba finalmente muerto! Sería capaz de retransmitirlo a cualquier periódico local sólo por la felicidad que me provocaba ser capaz de poder decirlo, finalmente. Mi venganza se había terminado, Roland y yo dejaríamos de sufrir a sus manos, y todo había terminado para nosotros. O, al menos, eso era lo que yo había creído en un primer momento, sin contar con que mi adorado primo aparecería rodeado de cazadores cuyo único objetivo era detenerme y hacerme pagar por algo que llevaba años deseando hacer. Menudo maleducado... ¿Es que nadie le había enseñado modales? ¿Es que mi traición no le había servido para que dejara atrás la niñez y se convirtiera en un hombre? Porque físicamente lo había hecho, pero mentalmente me parecía que no había terminado de dar el salto por completo. Una auténtica pena, porque sí que me había convertido en la mujer que él haría bien temiendo, no atacando.

Sin avisarle de ningún modo, cuando ellos se lanzaron contra mí yo hice lo propio y salté para atacar a sus perros de presa. Una comparación sumamente apropiada, teniendo en cuenta lo que yo era y que hasta les regalé mordiscos y demás juegos sucios que no aprobarían mis jefes, pero que si me servían yo seguiría utilizando hasta que me apeteciera. Era consciente, desde el mismo momento en que había olido la peste de los hombres que lo acompañaban (no siempre es bueno tener mis sentidos...), que no tenía ninguna posibilidad real de ganar la pelea. Estaba exhausta por el alarde de torturas del que había hecho gala hacía al mismo tiempo demasiado y no lo suficiente, y aunque en mis venas corriera la maldición de la licantropía no era luna llena y seguía estando en inferioridad de condiciones. Aun así, no dejé que eso me detuviera porque jamás lo hacía, y me llevé la satisfacción de haber dejado a los cazadores sumamente heridos antes de que me noquearan y me condujeran a la jaula en la que terminé de despertarme porque no me quedó otro remedio que volver a la consciencia. El escozor de la plata, auténticas quemaduras, era un despertador tan eficaz que me faltó el tiempo para cubrir toda la piel que me quedaba a la vista con mis escasos ropajes, en un movimiento que me resultaba sumamente desconocido porque era por todos sabido (cuando menos intuido) que mi tendencia natural era hacer lo contrario, desvestirme más que vestirme. Una vez allí, me quedé inmóvil en el reducido espacio para que el metal no siguiera horadándome la piel con las malditas heridas que ya me había provocado y que notaba curarse demasiado despacio para lo que me gustaría. Y en la quietud, en aquella paz inesperada que me provocaron al dejarme sola, sabedores de que no podía escapar, fui por fin consciente de lo que había hecho y el cansancio se me echó encima como una avalancha en medio del bosque, que atrapa todo lo que se pusiera por delante. Me quedé sumida en una especie de ensoñación inmóvil, en una indiferencia ante el mundo exterior, que solamente terminó cuando él volvió a aparecer y me arrancó de la paz que, tras veinticuatro años de suplicios y maltratos, había por fin encontrado.

– Interesante pregunta, Alexander. Permíteme que te la responda con otra: ¿qué tenías tú en la cabeza cuando yo callé como la puta que ahora crees que soy? Quisiste matarme, a mí que tanto me amabas, así que puedes entender una ínfima parte de lo que me ha llevado a estar aquí y ahora. Sólo que, en realidad, no tendrías ni la más remota idea de nada porque a ti nadie nunca te ha utilizado como objeto de experimentación ni como diana para las armas que iba descubriendo e inventando. A ti se limitaron a exiliarte a Suecia... y, además, ¿qué coño tienes que echarme en cara, bastardo? Se lo conté. Terminé contándole que yo te seduje y luego me lo hizo pagar a mí. No tienes nada, ¡nada!, que echarme en cara.

Aunque empecé tranquila, reminiscencias de mi estado pacífico anterior, terminé chillando y agarrando los barrotes de la jaula con las manos cubiertas para no quemarme. El olor intenso del alcohol que él me había arrojado se mezclaba con el de las partes de mi carne que se quemaban, y masoquista como él ignoraba por completo que era, al igual que yo ignoraba muchas cosas del hombre en el que se había convertido, aparté las manos para lamerme las heridas y el alcohol con fruición. No fui enteramente consciente de ello, el cansancio ya empezaba a hacer mella en mí y a veces perdía la noción de la realidad, pero estoy segura de que la costumbre de hacer lo propio muchas veces me hizo lamer las heridas como si no fueran, precisamente, laceraciones en mi carne... sino algo suyo que yo ya había catado y que era el origen de parte de aquel lío. Después de saciarme de sangre y alcohol, bajé las manos a mi regazo y lo miré, ladeando la cabeza con una sonrisa de medio lado absolutamente condescendiente. Yo estaba atrapada, era cierto, pero él estaba borracho... Y mostraba una imagen absolutamente patética incluso frente a mí, todavía empapada de sangre de mi recién fallecido padre, aunque ésta ya estuviera coagulada. Intentaba no prestar demasiada atención a mi propio estado porque, de lo contrario, acabaría vomitando, pero su olor propio no era mucho mejor, y menos cuando el aliento le apestaba a alcohol con tanta intensidad que probablemente pudieran olerlo desde el burdel del que había salido. Ah, interesante... Eso me hizo ampliar aún más la sonrisa que había esbozado antes, y que ya era una mueca sin una pizca de humor dedicada exclusivamente a él, mi amado primo.

– Hueles a putas, Alexander. No hace falta tener mis sentidos para darse cuenta de que eres un jodido libertino. Has cambiado, te pareces más a mí de lo que creía posible... Y eso me gusta. Pero estoy segura de que a ti no, mi pobre Alexander... Siempre me encantó tu nombre. ¿Lo sabes, Alexander? Podría seguir repitiéndotelo todo el día, pero eres tú quien debe castigarme, y no yo a ti. Así funciona esto, ¿no? Vamos... ¡Castígame! Estoy en tu poder, ¿no? Pues hazlo.
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Mensaje por Alexander Sköld Lun Mar 28, 2016 3:50 pm

La mataría, le retorcería ese jodido, delgado y blanco cuello con mis propias manos, pensaba él mientras la escuchaba, sin poder disimular –de hecho, ni siquiera lo intentaba- la rabia que se avivaba en su interior. La odiaba, eso era un hecho, pero tenerla allí, frente a él, a apenas un metro de distancia, removía demasiadas cosas en su interior. Cosas del pasado que él había intentado dejar en el olvido, bajo llave y a las que detestaba tener que volver. Imposible no hacerlo cuando ella era la protagonista de su tortuoso pasado, del mayor trauma que había experimentado en su adolescencia. Muchas veces se había preguntado si a todos les ocurría igual tras su primer desamor, o si ella le había hecho algo, poniéndolo bajo alguna clase de hechizo que por tanto tiempo lo había mantenido en un estado esclavitud mental. Quizá ese era su poder, idiotizar a los hombres hasta volverlos en verdad estúpidos, presas de su recuerdo maldito. Sin embargo, a nadie se le podía juzgar por ello, porque no había duda de que la criatura lo valía. Esa mentirosa y egoísta perra traicionera, aún con aquellas sucias ropas, el cabello revuelto y cubierta de sangre de pies a cabeza, seguía siendo hermosa. Ya no era una niña, eso era evidente; había crecido y sus formas de mujer se habían desarrollado a la perfección, de tal manera que no tenía nada que envidiarle a ninguna otra. Los músculos del cazador se tensaron cuando, casi sin darse cuenta y por apenas unos segundos, su mirada se concentró en su pecho. La tela de la blusa que llevaba puesta estaba empapada de sudor y sangre, y era tan fina que casi se transparentaba y dejaba poco a la imaginación. River pasó saliva cuando delineó las suaves curvas de los pequeños y redondos senos de su prima y experimentó una tonta e inesperada punzada de deseo que atribuyó al alcohol que corría por sus venas, mas la realidad era otra.

Cállate —le exigió enfurecido, conteniendo apenas su rabia. Sus pensamientos, definitivamente desatados e inoportunamente desviados, regresaron a donde debían—. Cierra la maldita boca o juro que…

Hazlo —interrumpió otro cazador que le había escuchado: Bernie, un tipo robusto que rebasaba los cuarenta, extremadamente repulsivo y que siempre olía a orines y a sudor viejo. Llevaba en la mano un tarro de cerveza del que bebía despreocupadamente pero, en cada sorbo que daba, una gran cantidad del líquido color ámbar se caía sobre su espesa y sucia barba—. Es nuestra prisionera, ¿recuerdas? ¿Qué te lo impide?

Solo entonces River se percató de que no solo Bernie se encontraba allí. Al menos siete de sus compañeros cazadores yacían sentados a las orillas, bebiendo y observando la escena. Eso lo hizo sentir incómodo, pero sobretodo molesto. Bernie se acercó a la jaula y con una mirada lujuriosa barrió de arriba abajo a la muchacha; no tuvo ningún reparo en relamerse los labios de manera teatral frente a ella, demostrando abiertamente que se le antojaba, como si se tratara de un suculento platillo con tierna y jugosa carne que deseaba devorar.

La tipa está buena. La verdad es que nunca había visto a una loba tan bonita como ésta. Es bastante guapa, ¿no crees? —dijo girándose una vez más hacia River, que lo miraba recelosamente inclinando un poco el rostro en señal de molestia—. Cuando termines con ella, quizá podríamos turnárnosla. Nada me gustaría más que meter mi gran polla en ese lindo…

Es mi prima —lo cortó de inmediato con voz grave, ya sin disimular su enfado.

¿Qué? ¿Tu prima? —la sorpresa fue evidente—. ¡Mierda, tío!

Sí y eso me da el derecho a hacer las cosas a mi manera —dio un paso al frente y pronunció con determinación, alzando la voz para que todos los presentes pudieran escuchar—. Largo de aquí. Ella y yo tenemos algunos… asuntos familiares que tratar.

Bernie lo miró fijamente.

Bien, bien, los dejaremos solos… —concedió al fin y empezó a andar de vuelta al campamento. No obstante, cuando éste pasó junto a River, se detuvo y se le acercó para susurrarle algo, como si fuera a revelarle un secreto— pero que quede claro que el que sea tu prima no me hace cambiar de opinión respecto a lo que dije antes. En cuanto terminen sus asuntos, mi amiguito y yo —bajó la mirada hacia su entrepierna— atenderemos los nuestros.

River no dijo más, pero tuvo que contenerse para no soltarle un golpe en la cara a ese idiota. En el fondo sabía que no le convenía echarse de enemigo a ninguno de sus compañeros, y mucho menos por alguien como Abigail, que valía tan poco. Cuando estuvieron completamente solos, se acercó un poco más a la jaula, mostró un gesto de desprecio y lanzó un escupitajo a un lado, en señal del asco que le provocaba.

¿Te das cuenta, Abigail? ¿Ves lo que provocas? Te encanta, ¿verdad? Sentirte deseada y codiciada por los hombres. Sí, siempre te gustó, tener el poder, para después dar la puñalada por la espaldacomo lo hiciste conmigo, pensó, recordando amargamente lo que le había hecho. Poca importancia le había dado a su reciente justificación, no le creía absolutamente nada. Era tarde para eso.

Dijiste que crees que nos parecemos. Puede que sea verdad. Y como para mí no significaría una molestia retozar con una docena de mujeres, supongo que tampoco para ti sería problema hacerlo con una docena de hombres —amenazó ladeando el rostro, fingiendo indiferencia, haciéndole creer que de verdad poco le importaba su destino—. Quizá eso es lo que debería hacer, dejar que hagan contigo lo que quieran, que no sería poco, debo decir. ¿Ya los viste? Muchos de ellos son feos y repulsivos y no tienen mucho éxito con las mujeres. ¿Tienes idea de lo que significaría para ellos tenerte a su entera disposición? No, no quieres imaginarlo. No sería como cuando por tu propia cuenta abres las piernas para uno de tus amantes. Violarían salvajemente cada hueco que logren encontrar en tu cuerpo —era evidente que intentaba infundirle miedo y qué mejor que hacerle imaginar la brutal escena—. Pero no sé por qué pierdo el tiempo advirtiéndote, quizá hasta termine gustándote, como la puta que eres y que siempre fuiste.

Dispuesto a demostrarle que no había bromeado al expresar sus ganas de castigarla y hacerle daño, River cogió la cadena que yacía a un lado de la jaula. Era gruesa, larga y extremadamente resistente como para lograr someter a una criatura como ella. La lanzó a través de la jaula y al primer intento logró enredarla en el cuello de Abigail. Cortándole la respiración, la atrajo hacía sí, arrastrándola violentamente, hasta que su rostro quedó presionado entre los barrotes y tuvo acceso a él. Abigail no podía soltarse porque aquella no era una cadena normal, sino que había sido fabricada con una gran cantidad de plata y eso la debilitaba, además de que le quemaba la piel y le causaba un profundo dolor que para los de su raza era prácticamente insoportable. River jaló con fuerza, sosteniéndola firmemente contra el metal de la jaula.

¿Sabes qué haría? Esto… —con una navaja rajó profundamente una de sus mejillas— y esto —con brusquedad ladeó su rostro y rajó la otra. La sangre comenzó a manar a través de las heridas. Él contempló con satisfacción su creación, que para su desgracia sería temporal, pues era bien sabido que una de las habilidades de los licántropos era sanar en cuestión de horas, o días, dependiendo de la gravedad de sus heridas—. Si tan solo fuera posible... Serías horrorosa, para siempre. Nadie volvería a verte de la misma forma. Ningún hombre volvería a desear acercarse a ti. Quizá de ese modo no tendrías más opción que volver a mí, arrastrándote como la alimaña que eres. Entonces te rechazaría y conocerías el nivel de mi desprecio.
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Mensaje por Invitado Sáb Abr 02, 2016 4:50 pm

"Cállate. Cierra la maldita boca o juro que…" Con sus palabras aún resonándome en los oídos estaba sufriendo escalofríos sin parar, algunos que podía disimular y transformar en temblor por el aire frío de la noche, y otros que ninguno de ellos podía ver salvo en sus efectos secundarios, como erizarme la piel y otras partes del cuerpo. Partes, por cierto, muy vivas ante su mirada inquisidora y molesta, enturbiada por el alcohol y por la rabia que le provocaba verme vivita y coleando frente a él después de tantos años, cuando los dos habíamos crecido, y de qué manera además. Pero eso él lo ignoraba, del mismo modo que yo estaba ignorando al cazador apestoso que tenía delante de mí y que me hacía desear estampar la cara contra la plata de los barrotes para ver si, así, se esfumaba de mi vista como consecuencia del escozor de aquel metal maldito contra mí. Si no hubiera tenido la certeza de que ni por esas se marcharía, tal vez me lo habría planteado, pero por una vez decidí dejar que otro se ocupara de mis problemas y que esta vez Alexander se sintiera como el hombre que tanto ansiaba ser. Y no iba a mentir, ni siquiera en mi fuero interno, diciendo que no disfruté de verlo tomar el control, incluso si eso significaba que yo sufriría sus insultos y su rabia: quería que me castigara, lo deseaba en serio, y él estaba dando todos los pasos en la dirección correcta para hacerlo, empezando por echar al apestoso cazador y continuando por el veneno ácido que salió de su boca en mi dirección. Por supuesto, no fue demasiado original para insultarme, pero ningún hombre solía serlo porque llamarme puta era ya demasiado para sus cerebros de guisante, así que ni hablar de innovar al respecto. Aun así, no sé si fue por las circunstancias, porque lo dijo él o porque por fin se puso violento, pero yo ya estaba satisfecha, y estaría salivando de no estar ocupada sonriendo cada vez más ampliamente.

– No tienes ni idea de si…

Se me cortó la voz casi como si me hubiera rasgado el cuello con un cuchillo, aunque lo que hizo fue peor. Una mezcla de dolor atroz, de la presión horrible del golpe y del escozor de la plata me impidieron reaccionar y me convertí en una muñeca de trapo entre sus brazos, que de lejos sabía que eran musculosos, pero que no supe cuánto hasta que él no me dominó y me estampó contra los barrotes de la jaula. Inmóvil, sorprendida y, sobre todo, llena de escalofríos de nuevo, observa atónita al hombre que tenía frente a mí, un hombre por el que había suspirado de niña tantas veces que jamás lo había olvidado del todo, aunque hubiera habido lugar para otros donde una vez se había encontrado él. Pero yo no era en absoluto sentimental, no me aferraba al pasado como lo estaba haciendo él salvo cuando se trataba de temas serios, no un simple exilio del que yo aún me reiría si pudiera siquiera respirar o siquiera moverme para algo que no fuera jadear entrecortadamente por el dolor que él me provocaba y que me dañaba el orgullo demostrar que sentía. Dispuesta a no permitirle esa victoria sobre mí, apreté la mandíbula con fuerza y me obligué a mantener una expresión estoica, incluso si sabía que una sonrisa le molestaría más. De sonreír, mi actitud fuerte se iría a tomar viento porque no sería capaz de disimular el tembleque de mis dientes por la tortura lenta que él estaba ejerciendo con la maldita plata. Nunca, jamás, en toda mi vida había odiado tanto aquel metal como en aquel momento, excepto tal vez cuando Gregory lo había utilizado contra mí porque había sabido de la maldición que corría por mis venas. Extática, sentía demasiadas cosas a la vez, y algunas de ellas eran contradictorias: lo odiaba y lo deseaba con la misma intensidad, quería destrozarlo y devorarlo, dolía y a la vez me ardía todo el cuerpo de deseo.

– No sabía que estabas tan desesperado por que volviera a tus brazos, Alexander. Tan desesperado para imaginar lo que otros me harían, para que imagine lo desagradable que sería estar con ellos y que volver a tus brazos me parezca deseable. La única manera de que disfrutara con alguno de ellos es que se parezcan mínimamente a ti, eso o que mientras me la meten imagine que eres tú quien lo hace.

Jadeé, susurré las palabras porque era incapaz de hablar más alto, sonreí y entonces hice lo que él nunca esperaba que hiciera porque creía que me tenía atada y bien atada: lo agarré de la tela de su camisa, lo pegué a los barrotes de fuera, a través de los que me miraba, y lo besé. Aproveché la apertura justa de dos de esos malditos barrotes, los que él me había clavado contra el rostro para que la plata se mezclara con las heridas que me había hecho, los que él sentía presionar contra su cara mientras yo invadía su boca y atacaba sus labios. Y aunque me había acercado para desesperarlo y enfadarlo, porque sabía que le daba asco simplemente verme y me soltaría si me acercaba tanto, él debía de tener algo de razón cuando me llamaba puta, porque bien supo él que lo disfruté… Me encargué de dejárselo claro cuando, por la sorpresa, aflojó la cadena de plata, y al dejar de dolerme tanto pude tomar el control del contacto tan íntimo que estábamos teniendo, como si nada hubiera cambiado aunque todo lo hubiera hecho, especialmente nosotros. Así, lo besé hasta quedarme sin respiración, y cuando lo hice me separé mordiendo sus labios entreabiertos y, a continuación, apartándome de un salto hacia la parte de atrás de la jaula. Los barrotes entonces me dieron en la espalda, y el golpe volvió a hacer saltar la cadena lo suficiente para que se apartara de mi piel un segundo, lo que necesité para arrancármela, aguantando un aullido, tirarla al suelo de la jaula y darle una patada. Una patada débil, cierto, porque la plata me había hecho más daño del que iba a admitir, pero al menos fue un puntapié que le demostró que estaba dispuesta a seguir defendiéndome de él y de los ataques que su grupo de cazadores quisieran arrojarme a la cara. A continuación, subí la mano, temblorosa, hacia mi cuello para evaluar la herida, pero sin darme cuenta de lo que hacía la conduje a mis labios, hinchados por el beso como lo estaban los suyos.

– No me des el poder si no te gusta que lo tenga. No hagas que sea tan fácil saber que aún me deseas. ¿Qué quieres? ¿Que sea la niña buena que no fui entonces? ¿Que deje que me arrojes a ellos sin presentar batalla? No me las meterían sin que se las arrancara, te lo aseguro, y si no lo consigo entonces se follarían a mi cadáver. Así que, dime, ¿qué significa eso? ¿Que yo no voy a obedecerles y tú sí? Si hay alguien aquí que tenga una mínima posibilidad de salirse con la suya respecto a ellos eres tú, Alexander, pero haz lo que te apetezca. No voy a darte el placer de que veas lo que me decepciona que actúes como si tú no fueras su líder. Como si vengarte de mí no fuera cosa tuya y prefirieras que sean ellos los que lo hagan por ti. Cobarde.
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Mensaje por Alexander Sköld Jue Oct 13, 2016 12:51 am

¿En qué maldito momento había terminado permitiendo que lo besara? Era un estúpido, sin duda. Sólo a un novato le ocurrían esas cosas. Sin embargo, aunque sonara a excusa, debía admitir que cuando se trataba de Abigail, su concentración se veía severamente afectada. Sencillamente, no lograba enfocarse. Todo lo que hacía era recordar, recordar, recordar. ¡Llevaba haciéndolo trece malditos años! Era increíble, pero ni los cuerpos de todas las putas con las que se revolcaba habían logrado desvanecer ni un poco su recuerdo. ¿Por qué? ¿Qué le había hecho? ¿Qué tenía de especial la Zarkozi? ¿Se debía a alguna mierda sentimental por haber sido la primera? Maldición, sí. Abigail no solo había tocado su cuerpo, sino también su corazón… para luego despedazarlo sin remordimiento alguno a esa edad en la que cuesta tanto sobreponerse a las decepciones. A eso se reducía todo el misterio. En su momento había sufrido, y mucho, pero ahora estaba furioso, aunque era muy probable que aún la amara; probablemente lo haría hasta el final de sus días, aunque nunca le daría el gusto de reconocerlo.

¡Maldita sea! No vuelvas a besarme —bramó, realmente molesto, mientras limpiaba de mala gana los restos de saliva que ella había dejado sobre su boca. Sin embargo, lo que más le molestó, fue descubrir lo que ella seguía provocando en él, en su cuerpo, ese calor intenso que lo invadió de pies a cabeza con apenas unos segundos de su cercanía. Supo que de ahora en adelante tendría que hacer uso de todo su autocontrol.

¿Acaso no escuchaste nada de lo que dije? ¿No entendiste que lo único que provocas en mí es asco? —las ofensas continuaron. Ya había dicho bastante, lo suficiente para dejarle bien claro que la detestaba, pero seguía sintiendo tanta rabia en el interior, que necesitaba escupir ese veneno que por tanto tiempo le había intoxicado el alma—. No dejes que tu egocéntrica mente te traicione, Abigail. Ya no soy el niño estúpido que recuerdas, así que deja de hacer de cuenta que me conoces. Esos días, en los que sentía debilidad por ti, se han ido. Ahora estamos aquí y tú eres mi prisionera. Podría matarte ahora mismo pero, ¿sabes? Mis días se han vuelto algo tediosos con el tiempo y no puedo rechazar así como así la posibilidad de obtener un poco de entretenimiento.

River hizo una pausa y moviéndose de un lado a otro, reflexionó. Parecía estar muy concentrado en sus pensamientos y de vez en cuando lanzaba una mirada furtiva a la perjudicada, como decidiendo lo que haría a continuación. De un momento a otro, por fin, su mente se aclaró.

Tienes razón. ¿Por qué dejar que otros hagan contigo lo que puedo hacer yo mismo? —deliberó en voz alta—. Querida prima, me has iluminado —la sorna resultó evidente en sus palabras—. Te convertirás en mi esclava, en mi mascota, en mi puta y en todo lo que se me antoje. Voy a prolongar tu sufrimiento, tanto, que para cuando me aburra de ti, ni siquiera será necesario asesinarte, tú misma buscarás terminar con tu vida y me ahorrarás la pena —finalizó con una sonrisa.

No bromeaba, desde luego, y la manera en la que pensaba cumplir sus amenazas fue algo que decidió reservarse para sí mismo. Se quedó mirándola a través de los barrotes de la jaula, pensando en lo extraño que era todo aquello. Por años había añorado el momento de su reencuentro, había soñado con sus besos, con la posibilidad de volver a amarla. Pero era tarde para eso. El odio y el resentimiento sería todo lo que los uniría. La violencia era lo único que quedaba para ellos dos.
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Mensaje por Invitado Vie Oct 28, 2016 10:32 am

Por si el beso no hubiera sido lo suficientemente satisfactorio de por sí (oh, y lo había sido: el maldito bastardo de Alexander había aprendido bien de mí durante nuestro breve pero intenso tiempo juntos), la rabia que cruzó su rostro y la visible tensión de sus pantalones sirvieron para que la sensación de triunfo se me multiplicara por cien. ¿Qué digo por cien? ¡Por mil! La hipocresía de la que hacía gala, al tiempo que engañaba con su boca lo que con el resto de su cuerpo gritaba, me satisfacía tanto como sus labios y su lengua, cuyos restos no borré de mí, sino que lamí ante él con evidente fruición. Mentiría si dijera que el bastardo no seguía atrayéndome como lo había hecho desde el primer día que lo conocí, aunque únicamente hubiera sido una niña y hubiera necesitado años hasta darme cuenta y atreverme a dar el primer paso. Lo que él consideraba una debilidad porque minaba su odio significaba para mí una fortaleza, algo que por muy difíciles que se pusieran las cosas entre nosotros, y sabía que él tenía lo suficiente de mi familia para ser un duro rival si consiguiera centrarse de una vez (¡y yo lo estaba deseando!), siempre podría tener contra él. Dado que el efecto que solía despertar en mi querido Alexander seguía vivo, sus palabras no hicieron más que resbalarme por la piel de forma similar a lo que hicieron mis manos ante sus atentos y rabiosos ojos, que me divertía provocar de cualquier forma posible, especialmente si así despertaba su libido. Anhelaba molestarlo tanto como el aire que respiraba y que me faltaba si lo miraba demasiado rato, y aun así me obligaba a hacerlo, porque la nuestra era una batalla de egos que no podía perder, ya que las consecuencias serían nefastas para mí si lo hacía.

– Podrías matarme… pero no lo vas a hacer. No eres el niño de entonces… pero se te ha puesto dura con sólo besarme. ¿Sabes? Podríamos llegar a un acuerdo si quisieras satisfacerte, no sería la primera vez que te dejo seco con la boca, y tal vez así cuando se te quiten las ganas aprendas modales para dirigirte a mí.

Deliberadamente ignoré su amenaza, rocé mi cuerpo con las manos y lo provoqué, de todas las maneras que sabía y podía, en un intento de ganar tiempo a la desesperada por culpa de la determinación que había escuchado en su voz. Ni siquiera de niño Alexander había sido un muchacho expresivo, y únicamente conmigo sonreía y se portaba como un ser humano normal; aparentemente, el apático bastardo que conocían sus compañeros solamente volvía a la vida cuando se trataba de mí, y no debía olvidar jamás el poder que eso me proporcionaba contra alguien que, por momentos, se convertía más y más en mi enemigo. ¿Por qué demonios se ponía así por un simple asesinato? ¡Él era cazador! Había expiado más pecados ajenos que yo, de eso estaba segura, y había visto correr más sangre de la que yo nunca podía imaginar, así que ¿por qué molestarse tanto por la muerte de Gregory? Ni siquiera se caían bien, el maldito padre que me había engendrado había sido el responsable de su aislamiento tras mi falsa confesión, y ahora resultaba que se ponía de su lado, a defender su asesinato, ¿para qué? ¿Para vengarse de mí? Pues no iba a ponérselo fácil, me negaba a someterme o a que él se pensara que era mejor que yo cuando las circunstancias nos habían demostrado a ambos que tal idea era una enorme falacia. No, Alexander me quería sumisa y fácil, y yo jamás sería ni una cosa ni la otra, mucho menos cuando él deseaba con tanta fuerza que casi lo olía que lo fuera. Por mucho que tuviera momentáneamente el control, acabaría recuperándolo costara lo que costase, porque él no tenía ni idea de mi tenacidad real, y acabaría aprendiéndolo, hasta si era necesario verter sangre, sudor y lágrimas hasta llenar una bañera entera para conseguirlo.

– Así que tu puta, tu esclava, tuya. ¿Estás segura de que eso es un castigo para mí? ¿O simplemente necesitabas una excusa para volver realidad tu fantasía salvaje de adolescente? Demonios, Alexander, te gustan las cosas difíciles, ¿no? Simplemente tenías que haberme preguntado, y tal vez me habría abierto de piernas gustosamente para ti sin necesidad de llegar a todo esto. Pero tenías que hacerlo difícil… Pues que así sea. Haz lo que te plazca, pero no pienses que no voy a resistirme a que me intentes controlar. Jamás te perteneceré, Alexander.
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