Encuentros en la tercera... calle. || Mackenzie Clark

Hacía un día radiante parisino, con el sol asomando de vez en cuando entre las nubes, algunas gotas escapándose de éstas y un suave viento que por poco no era cálido. Se podía oír a las aves de temporada cantando y el aleteo de sus plumas al emprender el vuelo. Los gatos, estaban actualmente en celo y sus maullidos alteraban los nervios de media ciudad, pero a fin de cuentas, ya estaban acostumbrados. Las cosas eran bastante corrientes en ese barrio en particular y casi todos se conocían como si no fuera más que un pequeño pueblo, en vez de la gran París.

Poul tenía un encargo aquella mañana, debía arreglar un antiguo reloj en casa de la señorita Jordie. Siempre había admirado aquel viejo instrumento, tan bien elaborado, y conservado con mucho cariño. Lo había examinado multitud de veces en la distancia, pero nunca le habían permitido tocarlo, hasta ahora. Se frotó las manos ante la idea, soñando despierto con el tacto de los engranajes bajo sus gastados dedos, o el olor a madera de la caja que envolvía la maquinaria, o el suave sonido del oscilar del grandioso y esplendoroso péndulo.

Giró la esquina al final de la calle y saludó al señor Coulier con un leve movimiento de cabeza y una cordial sonrisa. Éste le obligó a detenerse mientras le contaba otra de las trastadas que había hecho su hijo, Benjamen, un pequeño niño de nueve años que se empeñaba con aprender a volar desde la buhardilla de su casa. Se había tirado ya desde allí con un paraguas, con una sábana e incluso había fabricado unas alas con dos camisones de su madre y el palo de la escoba. Hubiesen resultado anécdotas muy divertidas de no haberse roto la pierna la última vez, cosa que por suerte, era nimia en comparación con todo lo que hubiese podido suceder. Cuando al fin logró escabullirse de su bigotudo amigo, se encaminó por la acera hacia la tercera calle, donde podría cruzar el puente que le llevaría a su destino.

Más no esperó alterarse de la manera en que lo hizo al percibir un olor que le resultaba familiar. Sus sentidos caninos se pusieron en pleno rendimiento e hicieron trabajar a su memoria olfativa hasta encontrar aquellos recuerdos que habían despertado en un rincón de su mente. La imagen algo difuminada de una niña se le apareció casi como si pudiera tocarla y poco a poco se fue delineando mejor, hasta que esa desapareció, dejando paso a la realidad. La chica había crecido, ya no era una niña, ahora era toda una mujer. Pero seguía oliendo igual y su aura teñida intensamente le recordó su fuerte carácter. Estaba de perfil, pero podía ver perfectamente el desafío en su mirada, o eso tal vez fuera sólo una ilusión. Temía acercarse, pues en el pasado ella había huido de su lado, harta de vivir con él. No la culpaba, no había nada que reprochar. ¿Quién en su sano juicio, soportaría vivir con el asesino de sus padres?

Se quedó allí parado, sin saber que hacer por primera vez en años. Quería acercarse y saber cómo estaba, pero al mismo tiempo, no quería atormentarla con su presencia. ¿Qué hacer?

Al ver aquella fugaz sonrisa, sintió como si un enorme peso le fuese quitado de los hombros. No se confiaría, tenía en cuenta que su pecado jamás desaparecería, que por mucho que ella cediera, él era un criminal, un despiadado asesino. El pasado no se podía cambiar, por mucho que uno lo deseara. Los años habían pasado para ambos, para él de manera, tal vez, menos aparente, pero se le notaba en la falta de pelo en la cabeza o las arrugas que se formaban en las comisuras de sus ojos y su boca al gesticular. En ella... era todo muy distinto. Las delicadas facciones, la larga y sedosa cabellera que no sólo enmarcaba su rostro, sino que caía libremente sobre sus hombros y su espalda, la marcada forma de su cuerpo con delgada cintura y anchas caderas, y los senos que antaño no se apreciaran si quiera y ahora se veían hermosos, perfectos en ella. Aunque no quería hacerlo, no pudo evitar mirarla con los ojos que un hombre miraría a una bella mujer.

-Desde luego, han pasado muchos años.

Comentó y la siguió, emprendiendo el mismo camino, un paso por detrás de ella. Se notaba en su forma de andar, en la postura erguida de su espalda y el llevar la cabeza bien alta. Había cambiado mucho. Ahora era una mujer hecha y derecha, una persona con una vida nueva, con más carácter del que nunca hubiera tenido de niña. Se había re-hecho a sí misma, estaba seguro de ello.

-El tiempo ha pasado para ambos, aunque se nota más en ti.- Comentó con tono tranquilo y voz grave, no por nada en concreto, sino porque su voz siempre era así. -Me ha sorprendido mucho encontrarte por aquí... ¿qué haces en París?-

Lo cierto es que aquella era la menor de sus dudas, de los interrogantes que tenía seguramente en la cabeza, pero estaba perplejo y no asimilaba aún la situación. No la había buscado jamás, no porque no quisiera encontrarla, sino porque desde el principio, tuvo claro que ella había huido de él y salir tras ella, hubiese sido una tontería. Nunca la consideró una persona débil y sabía que podría cuidarse sola. Además, él no era nadie para Mackenzie, nadie bueno al menos. Y él eso lo comprendía a la perfección.

-Parece que el dicho sobre que el mundo es un pañuelo, es cierto, ¿verdad?

Intentó hacer un comentario gracioso, aunque no se le daban bien. Simplemente por eliminar la tensión que él mismo sentía. Podía notar la rigidez de sus hombros bajar hasta sus manos, escondidas dentro de los bolsillos del pantalón con los puños cerrados.