AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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Cuando las apariencias no engañan || Privado
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Cuando las apariencias no engañan || Privado
Desperté sobresaltado, tanto, que estaba seguro de que, de seguir estando vivo, hubiera corrido un grave peligro de morir en aquel preciso instante. Bufé en voz alta, girándome en aquella mullida cama que había ocupado la noche anterior, tras persuadir al dueño de malos modos de que lo mejor era que se marchara de aquella casa. Encantada, con mi presencia. Me quedé mirando al techo durante unos instantes que casi me parecieron eternos, tratando que esa respiración artificial que aún seguía permaneciendo, como residuo de una humanidad que ya había perdido, acabara por calmarse. Y no lo hizo. Parecía que, después de todo, ni siquiera los muertos estamos exentos de ser acosados por las pesadillas. Por retazos de otros momentos que fueron mucho mejores, y ahora eran simplemente inalcanzables. Me sentí frustrado, como mareado, más por la sorpresa de que aquella noche hubiera sido mi padre el que se apareciese en sueños que por la pesadilla en sí. Había soñado con aquella terrible masacre cometida sobre mi familia tantas veces que ya me había haituado a ello. Incluso el olor a la sangre de mis familiares despertaba, vívida, cada noche. Pero ese sueño, en concreto, era nuevo. Yo nunca había visto a mi padre llorar, y aquella noche, para mi sorpresa, lo hizo.
Hasta yo me sorprendí por haberlo olvidado en su momento. Quizá fuese tan terrible para mi ver aquella escena que fue más sencillo eliminarla de mi memoria. Y ahora había vuelto, logrando desestabilizarme por completo, agitándome de dentro afuera. Tras un rato perdido en los recuerdos, en los detalles de su rostro, contraído por el pánico, terminé por levantarme. Quedarme allí tumbado sólo provocaría que aquel sueño reapareciese nuevamente, y no sabía si estaba preparado para volver a afrontarlo. No todavía. No sin haber cumplido antes mi venganza. No podía enfrentarme a la imagen de mi padre pensando que lo había defraudado al no destruir a aquellos que nos destruyeron. Cuando mi promesa se viera cumplida, entonces sí podría hacer frente a su mirada reprobatoria, pero hasta entonces, necesitaba tranquilidad. Frialdad. La suficiente para planear el plan que me permitiese deshacerme de esa furcia que llevaba el título de reina de mi amado país.
Me vestí con las prendas pertenecientes al antiguo dueño de la casa. Sorprendentemente, me quedaban como un guante, así que no hube de hacer mucho más que intentar aplacarme mis enmarañados cabellos -que llevaban así todas y cada una de las noches desde mi muerte- para salir al exterior, a buscar nueva información que me llevara al paradero de aquella que fue provocadora de todo mi sufrimiento. Presentía que no faltaba mucho tiempo hasta que finalmente lo lograse, dar con ella, y empezar con la que sería la peor y más extensa de las torturas que pudiera imaginarme. Aún no tenía decidido qué hacer con ella una vez la encontrara, pero estaba seguro de que sus gritos me darían nuevas ideas. Quería saborear el aroma de su sangre, de su miedo, hacerla retorcerse. Sólo entonces volvería a ser, por fin, libre. Salí al exterior mostrándome al mundo con aquella fingida imagen de naturalidad. Siempre preferí navegar por las corrientes de aire, mostrándome incorpóreo al mundo -lo único bueno que tiene la muerte, a mi parecer-, pero aquella mañana sentía que algo sería diferente. Un buen presentimiento. Me sentía cerca de conseguir mis objetivos, y eso me animó a adoptar aquella forma humana hacia la que ya no sentía especial apego después de tantos años.
Caminé lo que me parecieron horas, disfrutando de la calidez del Sol veraniego. Me gustaban los días así, aunque diesen paso inevitablemente hacia la melancolía. Me recordaban a aquella tierra que tanto llegué a amar, y de la que me expulsaron a la fuerza, de la peor de las formas posibles. Escocia tenía algo especial, algo que la distinguía de todos los otros lugares del mundo, que pese a tener su encanto individual, no llegaban a compararse al suyo. ¿El qué? No lo sabía, pero París y sus edificios descoloridos estaban lejos de parecerse a aquello. Y aunque ya me había acostumbrado, he de reconocer que al principio me costó adaptarme. Mis pasos finalmente me acercaron a la biblioteca. Nunca había sentido especial interés por aquellos sitios, quizá porque en mi propio hogar siempre había tenido más libros de los que podía leer. Pero en aquella ocasión, y de nuevo, impulsado por una corazonada, me decidí a cruzar las grandes y hermosas puertas... Y el olor a madera y papel húmedo me resultó embriagador. En el buen sentido. No había mucha gente; de hecho, estábamos solos el bibliotecario y yo, que me señaló el cartel donde ponía el número de volúmenes que podían prestarse por persona. Le sonreí y asentí, acercándome hacia la parte de "Historia". Quizá encontrase algún volumen que pudiera satisfacer aquella repentina nostalgia sobre mi país.
Hasta yo me sorprendí por haberlo olvidado en su momento. Quizá fuese tan terrible para mi ver aquella escena que fue más sencillo eliminarla de mi memoria. Y ahora había vuelto, logrando desestabilizarme por completo, agitándome de dentro afuera. Tras un rato perdido en los recuerdos, en los detalles de su rostro, contraído por el pánico, terminé por levantarme. Quedarme allí tumbado sólo provocaría que aquel sueño reapareciese nuevamente, y no sabía si estaba preparado para volver a afrontarlo. No todavía. No sin haber cumplido antes mi venganza. No podía enfrentarme a la imagen de mi padre pensando que lo había defraudado al no destruir a aquellos que nos destruyeron. Cuando mi promesa se viera cumplida, entonces sí podría hacer frente a su mirada reprobatoria, pero hasta entonces, necesitaba tranquilidad. Frialdad. La suficiente para planear el plan que me permitiese deshacerme de esa furcia que llevaba el título de reina de mi amado país.
Me vestí con las prendas pertenecientes al antiguo dueño de la casa. Sorprendentemente, me quedaban como un guante, así que no hube de hacer mucho más que intentar aplacarme mis enmarañados cabellos -que llevaban así todas y cada una de las noches desde mi muerte- para salir al exterior, a buscar nueva información que me llevara al paradero de aquella que fue provocadora de todo mi sufrimiento. Presentía que no faltaba mucho tiempo hasta que finalmente lo lograse, dar con ella, y empezar con la que sería la peor y más extensa de las torturas que pudiera imaginarme. Aún no tenía decidido qué hacer con ella una vez la encontrara, pero estaba seguro de que sus gritos me darían nuevas ideas. Quería saborear el aroma de su sangre, de su miedo, hacerla retorcerse. Sólo entonces volvería a ser, por fin, libre. Salí al exterior mostrándome al mundo con aquella fingida imagen de naturalidad. Siempre preferí navegar por las corrientes de aire, mostrándome incorpóreo al mundo -lo único bueno que tiene la muerte, a mi parecer-, pero aquella mañana sentía que algo sería diferente. Un buen presentimiento. Me sentía cerca de conseguir mis objetivos, y eso me animó a adoptar aquella forma humana hacia la que ya no sentía especial apego después de tantos años.
Caminé lo que me parecieron horas, disfrutando de la calidez del Sol veraniego. Me gustaban los días así, aunque diesen paso inevitablemente hacia la melancolía. Me recordaban a aquella tierra que tanto llegué a amar, y de la que me expulsaron a la fuerza, de la peor de las formas posibles. Escocia tenía algo especial, algo que la distinguía de todos los otros lugares del mundo, que pese a tener su encanto individual, no llegaban a compararse al suyo. ¿El qué? No lo sabía, pero París y sus edificios descoloridos estaban lejos de parecerse a aquello. Y aunque ya me había acostumbrado, he de reconocer que al principio me costó adaptarme. Mis pasos finalmente me acercaron a la biblioteca. Nunca había sentido especial interés por aquellos sitios, quizá porque en mi propio hogar siempre había tenido más libros de los que podía leer. Pero en aquella ocasión, y de nuevo, impulsado por una corazonada, me decidí a cruzar las grandes y hermosas puertas... Y el olor a madera y papel húmedo me resultó embriagador. En el buen sentido. No había mucha gente; de hecho, estábamos solos el bibliotecario y yo, que me señaló el cartel donde ponía el número de volúmenes que podían prestarse por persona. Le sonreí y asentí, acercándome hacia la parte de "Historia". Quizá encontrase algún volumen que pudiera satisfacer aquella repentina nostalgia sobre mi país.
Rhaegar W. Frimost- Fantasma
- Mensajes : 40
Fecha de inscripción : 08/07/2014
Re: Cuando las apariencias no engañan || Privado
El Sol acababa de salir por el horizonte, bañando con sus rayos de luz la ventana de la habitación donde la joven dormitaba. Sola. Como siempre desde hacía un tiempo. Tras parpadear un par de veces para adaptarse a la claridad, finalmente pudo abrir los ojos de par en par. Observó con gran interés todos y cada uno de los detalles que la rodeaban. El dosel de terciopelo que colgaba de forma cuidadosa desde la parte superior de la cama, de un intenso color rojo con diversos motivos florales y geométricos. Lo había adquirido en uno de sus muchos viajes alrededor de oriente medio, en Turquía, si no recordaba mal, mismo lugar en el que había comprado también los cojines que decoraban la cama y le daban la compañía que tanto necesitaba, además de las alfombras que cubrían gran parte del suelo de la habitación. Cualquiera podría decir que la gran cantidad de detalles que rodeaban la estancia era casi exagerada, pero a ella le encantaba. Se sentía ajena a lo que pasaba fuera de aquellas cuatro paredes, como si aquellos gruesos y hermosos tejidos la transportaran a otros momentos, a otros lugares lejanos, a tiempos mejores. Se sentía segura, a salvo de los muchos estragos que podía causar en ella la terrible tristeza a la que estaba sometida, aunque realmente no fuera así.
Tras agradecer el suculento desayuno que su doncella, siempre atenta a los llamados de su ama, dejó encima de un aparador cercano al vestidor, Viktóriya se levantó de la cama, no sin antes bostezar un par de veces, incapaz de desprenderse del todo de las brumas del sueño de la noche anterior. Había sido más pesado, más profundo que otras veces, pero eso, lejos de hacerla sentir mejor, la había dejado agotada, exhausta, como si más que dormir hubiese estado toda la noche sumida en un sinfín de pensamientos difusos. Y tal vez así fuera, aunque ella no se acordaba de nada. Nunca era capaz de hacerlo. Y aunque a veces aquello lograba frustrarla, hacía mucho que había dejado de cuestionarse el por qué su mente le jugaba algunas malas pasadas. Desde olvidar el día en que estaba, hasta acosarla durante toda la noche con terroríficas pesadillas que luego no conseguía recordar. Apenas si mordió un croissant y se bebió la mitad del zumo de naranja, cuando su estómago pareció cerrarse por completo. Apenas si tenía apetito. Clavó su vista en el desayuno, sintiéndose mal por la joven que había perdido su tiempo preparándolo para que ella no lo terminara.
Suspiró y se levantó del tocador, echando un rápido vistazo a su imagen en el espejo. Dos grandes medias lunas de color violáceo se habían instalado bajo sus ojos. Su pelo, antes dorado y lleno de vida, ahora lucía apagado, sin vida, como si el ánimo bajo de su portadora fuese causante también de su malestar. Tras darse un largo baño que le resultó enormemente reparador, se enfundó en un sencillo vestido de color blanco, fresco y simple con el que se dispuso salir a pasear. El aire fresco le sentaría bien. Tras darle otros dos mordiscos al dulce, lo bajó hacia la cocina. Viktóriya siempre fue especialmente considerada con sus sirvientes, consciente de que el buen trato que tuviera con éstos le sería correspondido con su fidelidad. Y por el momento, no le había ido del todo mal. Al menos, no en ese aspecto. Pese a que todas las parcelas de su vida estuviesen paralizadas bajo una gruesa capa de autocompasión y lamentos, había podido encontrar en sus sirvientes cierto apoyo, equilibrio en sus momentos de debilidad. Y les hacía saber con bastante frecuencia lo mucho que lo agradecía.
Tras declinar la oferta del cochero para llevarla al centro de París, la muchacha fue caminando hacia las zonas más alejadas de la ciudad, huyendo del bullicio propio de aquella época del año. El azul del cielo, junto con la suave brisa que soplaba y mecía sus cabellos, provocó en ella una extraña reacción de alegría. Una sonrisa se instaló en su semblante. Una sonrisa sincera, totalmente distinta a aquella forzada que siempre aparecía cuando necesitaba agradar a otros. Una sonrisa de aquellas que sólo surgían cuando lograba asumir su soledad como un paso previo a un futuro distinto, un futuro mejor. Aunque dado su ánimo cambiante probablemente aquella sensación de bienestar no durase mucho, decidió que quería aprovecharlo todo cuanto durara. Así, al cabo de un par de horas, sus pasos la llevaron nuevamente de vuelta a la ciudad, y una vez allí, su destino estaba claro. La biblioteca. Quería buscar inspiración en novelas antiguas a fin de lograr componer alguna obra diferente que poder representar en el teatro. Necesitaba retos nuevos, estímulos que la hicieran reaccionar. Porque no es cierto que los artistas necesiten de la infelicidad para hacer maravillosas creaciones, algunas buenas ideas también surgen cuando el optimismo reaparece. Aunque las ocasiones en que eso ocurre suelen ser realmente pocas. ¿Cómo no iba a aprovechar esos momentos de frescura para buscar un giro radical a sus actuaciones? Eran su pasión, después de todo. Lo único que lograban sacarla de sí misma, y hacer que aquella máscara de mujer solitaria y fría se resquebrajase por completo, dando paso a la verdadera Viktóriya, esa que lloraba a un lado de la habitación.
Tras agradecer el suculento desayuno que su doncella, siempre atenta a los llamados de su ama, dejó encima de un aparador cercano al vestidor, Viktóriya se levantó de la cama, no sin antes bostezar un par de veces, incapaz de desprenderse del todo de las brumas del sueño de la noche anterior. Había sido más pesado, más profundo que otras veces, pero eso, lejos de hacerla sentir mejor, la había dejado agotada, exhausta, como si más que dormir hubiese estado toda la noche sumida en un sinfín de pensamientos difusos. Y tal vez así fuera, aunque ella no se acordaba de nada. Nunca era capaz de hacerlo. Y aunque a veces aquello lograba frustrarla, hacía mucho que había dejado de cuestionarse el por qué su mente le jugaba algunas malas pasadas. Desde olvidar el día en que estaba, hasta acosarla durante toda la noche con terroríficas pesadillas que luego no conseguía recordar. Apenas si mordió un croissant y se bebió la mitad del zumo de naranja, cuando su estómago pareció cerrarse por completo. Apenas si tenía apetito. Clavó su vista en el desayuno, sintiéndose mal por la joven que había perdido su tiempo preparándolo para que ella no lo terminara.
Suspiró y se levantó del tocador, echando un rápido vistazo a su imagen en el espejo. Dos grandes medias lunas de color violáceo se habían instalado bajo sus ojos. Su pelo, antes dorado y lleno de vida, ahora lucía apagado, sin vida, como si el ánimo bajo de su portadora fuese causante también de su malestar. Tras darse un largo baño que le resultó enormemente reparador, se enfundó en un sencillo vestido de color blanco, fresco y simple con el que se dispuso salir a pasear. El aire fresco le sentaría bien. Tras darle otros dos mordiscos al dulce, lo bajó hacia la cocina. Viktóriya siempre fue especialmente considerada con sus sirvientes, consciente de que el buen trato que tuviera con éstos le sería correspondido con su fidelidad. Y por el momento, no le había ido del todo mal. Al menos, no en ese aspecto. Pese a que todas las parcelas de su vida estuviesen paralizadas bajo una gruesa capa de autocompasión y lamentos, había podido encontrar en sus sirvientes cierto apoyo, equilibrio en sus momentos de debilidad. Y les hacía saber con bastante frecuencia lo mucho que lo agradecía.
Tras declinar la oferta del cochero para llevarla al centro de París, la muchacha fue caminando hacia las zonas más alejadas de la ciudad, huyendo del bullicio propio de aquella época del año. El azul del cielo, junto con la suave brisa que soplaba y mecía sus cabellos, provocó en ella una extraña reacción de alegría. Una sonrisa se instaló en su semblante. Una sonrisa sincera, totalmente distinta a aquella forzada que siempre aparecía cuando necesitaba agradar a otros. Una sonrisa de aquellas que sólo surgían cuando lograba asumir su soledad como un paso previo a un futuro distinto, un futuro mejor. Aunque dado su ánimo cambiante probablemente aquella sensación de bienestar no durase mucho, decidió que quería aprovecharlo todo cuanto durara. Así, al cabo de un par de horas, sus pasos la llevaron nuevamente de vuelta a la ciudad, y una vez allí, su destino estaba claro. La biblioteca. Quería buscar inspiración en novelas antiguas a fin de lograr componer alguna obra diferente que poder representar en el teatro. Necesitaba retos nuevos, estímulos que la hicieran reaccionar. Porque no es cierto que los artistas necesiten de la infelicidad para hacer maravillosas creaciones, algunas buenas ideas también surgen cuando el optimismo reaparece. Aunque las ocasiones en que eso ocurre suelen ser realmente pocas. ¿Cómo no iba a aprovechar esos momentos de frescura para buscar un giro radical a sus actuaciones? Eran su pasión, después de todo. Lo único que lograban sacarla de sí misma, y hacer que aquella máscara de mujer solitaria y fría se resquebrajase por completo, dando paso a la verdadera Viktóriya, esa que lloraba a un lado de la habitación.
Viktóriya P. von Habsburg- Humano Clase Alta
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Fecha de inscripción : 07/09/2014
Re: Cuando las apariencias no engañan || Privado
Me sumergí en el placer de la lectura de un libro de fábulas -erróneamente colocado en la sección de historia- procedentes de Escocia. Era una lectura ligera, bastante distinta a la que solía apasionarme cuando aún estaba en mi hogar, pero me sentí extrañamente reconfortado al leer y releer algunas de sus líneas. La historieta principal trataba de un caballero extranjero, que al llegar al país se había quedado prendado de una doncella con la que apenas si se había encontrado un par de veces, en medio del bosque. Nunca supo dónde vivía, de dónde provenía, ni siquiera sabía cuál era su nombre, pero tampoco le importaba. Él la llamaba "Adhar", que significaba "Aire" en escocés, un nombre que la definía a la perfección, dada su naturaleza etérea, y cambiante. Cuenta la leyenda que aquella dama había muerto en aquellos bosques, y que tal fue su amor en vida por aquella tierra, que Gaia la había devuelto a la misma en forma de ninfa y protectora de aquella zona. El caballero, profundamente enamorado de aquella mujer, la buscó hasta el final de sus días sin demasiado éxito: ella siempre le encontraba a él, y nunca al contrario. Una tarde, una especie de serpiente le mordió, y en mitad del delirio provocado por él veneno, ella apareció y le habló con voz alta y serena, diciéndole que había estado mucho tiempo esperándole. Ella era el aire, la brisa primaveral del bosque, y él era la tierra, la pasión terrenal, la imperfección. Y juntos constituían el alma y cuerpo de aquel bosque, en el que vivieron y vagaron por siempre, sin volver a separarse nunca.
Por un momento, fantaseé con la idea de toparme con aquella ninfa que hubiera de llevarme al descanso eterno, dentro de un paradisíaco bosque poblado de paz, de tranquilidad. Por un instante, soñé con poder permitirme el lujo de dejarlo todo y perseguir a un ente etéreo, tan etéreo como yo, a los confines del mundo. Sin cargas de ningún tipo que llevar sobre mi espalda. Pero la realidad me sobrevino repentinamente, sin darme tiempo a reaccionar. El librero había roto mi fantasía en mil pedazos, al tropezar con un montón de libros que alguien había dejado en el suelo, al otro extremo del pasillo. Fue entonces cuando me di cuenta de que me había puesto a leer en mitad del mismo, tal era la pasión que sentía por Escocia, por sus tierras, y por cualquier historia, por ridícula que fuera, que estuviese relacionada con ella. Le sonreí al hombre y me senté en una mesa junto a la ventana. En el exterior podía observar a la gente caminar despreocupadamente por la calle. Ninguno se paró a fijarse en la biblioteca, ni siquiera aun siendo uno de los edificios más hermosos y emblemáticos de París. Había cosas que nunca cambiaban, y la falta de cultura de la gente era una de ellas. Bufé por lo bajo y volví a centrarme en la lectura, dispuesto a volver a recuperar la calma que antes me había embargado con aquella historieta, tan ficticia como maravillosa.
Pero mi tranquilidad duró bastante poco. Apenas había conseguido avanzar un par de páginas en aquel fantástico libro escrito por un desconocido, cuando otro brusco ruido me sacó de mi ensimismamiento. Alcé la cabeza de forma distraída, algo molesto por aquella nueva interrupción. Y entonces, la vi. A la ninfa salida de aquel cuento. Yacía en el suelo, rodeada de libros. Me levanté de un salto, y en un par de zancadas me coloqué junto a ella. Le ofrecí la mano con una sonrisa maravillada. Era el ente más hermoso y más irreal que había visto en toda mi vida. Sus cabellos del color del oro caían grácilmente a ambos lados de aquel precioso rostro, enmarcado por dos perfectos orbes de un intenso color azul. ¿Cómo podía caber tanta perfección en una misma persona? - ¿Estáis bien, mi señora? -Dije con voz calma, y sin poder evitarlo, mi sonrisa se ensanchó. - Estos libros... Hoy están bastante traicioneros. El librero casi se deja los dientes... -Añadí, ayudándola a levantarse y tomando varios tomos desde el piso, a fin de entregárselos. Novela negra, policíaca y de suspense. Gustos extraños para una dama de su belleza. Aunque eso sólo la hacía más interesante. Al menos, a mis ojos.
Por un momento, fantaseé con la idea de toparme con aquella ninfa que hubiera de llevarme al descanso eterno, dentro de un paradisíaco bosque poblado de paz, de tranquilidad. Por un instante, soñé con poder permitirme el lujo de dejarlo todo y perseguir a un ente etéreo, tan etéreo como yo, a los confines del mundo. Sin cargas de ningún tipo que llevar sobre mi espalda. Pero la realidad me sobrevino repentinamente, sin darme tiempo a reaccionar. El librero había roto mi fantasía en mil pedazos, al tropezar con un montón de libros que alguien había dejado en el suelo, al otro extremo del pasillo. Fue entonces cuando me di cuenta de que me había puesto a leer en mitad del mismo, tal era la pasión que sentía por Escocia, por sus tierras, y por cualquier historia, por ridícula que fuera, que estuviese relacionada con ella. Le sonreí al hombre y me senté en una mesa junto a la ventana. En el exterior podía observar a la gente caminar despreocupadamente por la calle. Ninguno se paró a fijarse en la biblioteca, ni siquiera aun siendo uno de los edificios más hermosos y emblemáticos de París. Había cosas que nunca cambiaban, y la falta de cultura de la gente era una de ellas. Bufé por lo bajo y volví a centrarme en la lectura, dispuesto a volver a recuperar la calma que antes me había embargado con aquella historieta, tan ficticia como maravillosa.
Pero mi tranquilidad duró bastante poco. Apenas había conseguido avanzar un par de páginas en aquel fantástico libro escrito por un desconocido, cuando otro brusco ruido me sacó de mi ensimismamiento. Alcé la cabeza de forma distraída, algo molesto por aquella nueva interrupción. Y entonces, la vi. A la ninfa salida de aquel cuento. Yacía en el suelo, rodeada de libros. Me levanté de un salto, y en un par de zancadas me coloqué junto a ella. Le ofrecí la mano con una sonrisa maravillada. Era el ente más hermoso y más irreal que había visto en toda mi vida. Sus cabellos del color del oro caían grácilmente a ambos lados de aquel precioso rostro, enmarcado por dos perfectos orbes de un intenso color azul. ¿Cómo podía caber tanta perfección en una misma persona? - ¿Estáis bien, mi señora? -Dije con voz calma, y sin poder evitarlo, mi sonrisa se ensanchó. - Estos libros... Hoy están bastante traicioneros. El librero casi se deja los dientes... -Añadí, ayudándola a levantarse y tomando varios tomos desde el piso, a fin de entregárselos. Novela negra, policíaca y de suspense. Gustos extraños para una dama de su belleza. Aunque eso sólo la hacía más interesante. Al menos, a mis ojos.
Rhaegar W. Frimost- Fantasma
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Fecha de inscripción : 08/07/2014
Re: Cuando las apariencias no engañan || Privado
Desde que tenía uso de razón, los libros habían sido para Viktóriya unos compañeros inseparables en las largas noches en vela que su insomnio le había hecho pasar. Buscaba refugio en ellos siempre que se sentía insegura, triste, o incapaz de comprender el por qué mientras todos los demás dormían, ella no podía siquiera cerrar los ojos y pretender soñar. Quizá precisamente por eso, por su falta de sueños, necesitaba perderse entre las páginas de libros desconocidos a fin de que se le contagiase parte de la belleza de esos mundos imaginarios. Fue en uno de esos viajes al interior de las infinitas tramas de una biblioteca cuando por casualidad se topó con un libro cuya historia se desarrollaba no de forma lineal, sino a través de las palabras de los propios personajes. Ese fue el inicio de algo que la marcaría después por siempre. Engulló cientos de libros de todos los dramaturgos conocidos, encontrando en ellos la inspiración que siempre buscó en su vida diaria, y que nunca encontró de otra forma. Se descubrió a sí misma sintiéndose de la misma forma que los personajes de esas historias, viviendo las mismas escenas en que ellos se veían envueltos. Se encontró a sí misma. Supo lo que quería ser, a qué quería dedicar su vida, cómo quería vivirla. En la mujer en que quería convertirse. En la artista que ahora era.
Compuso su primera representación teatral cuando apenas tenía diez años, obra que puso en escena en el salón de su casa mientras únicamente los sirvientes le prestaban algo de atención. Después de esa vinieron otras muchas, hasta que finalmente la joven de cabellos dorados como el amanecer se convirtiera en la joya de la corona de las grandes compañías de teatro. Aunque no como escritora, ni siquiera como compositora. Como actriz, bailarina y cantante. No tardaron mucho en darse cuenta de que la joven tenía un talento especial para ese tipo de arte. Y supieron aprovecharlo. Ella supo aprovecharlo. Y convirtió lo que al principio había sido un simple hobby, algo que le gustaba, en su pasión, en su forma de vida. En lo único que la llenaba. Claro que eso no significaba que, como todo trabajo, no acabara cansándole. Tener que lidiar con mecenas, otros actores, artistas e incluso monarcas hacía que su pasión a veces se tornara en una labor tediosa de la que necesitaba distraerse. En ese momento era cuando acudía, de nuevo, como antaño, a los libros. Buscando ideas nuevas, formas nuevas de representar, de renovar sus espectáculos. Y eso se proponía al entrar a la biblioteca y dirigirse directamente a la sección de misterios y novela negra. Quién sabe, quizá pusiera de moda el teatro con tintes detectivescos.
Recogió una amplia selección compuesta por más de veinte tomos, y se dispuso a ocupar una de las mesas, cuando tropezó con un montón de libros que estaban apilados en mitad del pasillo. La caída sonó estrepitosa, aunque el dolor de rodillas que la acompañó fue mucho peor. Una mueca de fastidio se dibujó en su semblante, descomponiéndolo. ¿Quién demonios dejaba un montón de libros en medio de la nada? Trató de recoger los que se le habían caído, mientras con la otra mano se frotaba la pierna derecha. Estaba segura de que estaba sangrando. Y entonces, una voz justo frente a ella la hizo levantar la vista de golpe. No se esperaba que hubiese nadie en la biblioteca a esas horas, y haciendo un día tan hermoso. No era precisamente frecuente. - Sí, muchas gracias, monsieur. Es sólo un rasguño... O quizá no. -Farfulló al ver que de su pierna caía un débil pero constante hilillo de sangre. Tomó la mano que el caballero le tendía sonriendo con amabilidad, y se puso en pie con dificultad. Estaba adolorida, y sentía que la pierna le ardía. - De nuevo, gracias. Sois muy amable. -Cargó con los libros que el hombre le tendía para notar cómo estos volvían a caer al suelo. Sus brazos parecían débiles y cansados, y sus piernas aún más. Se apoyó en una mesa cercana y alzó la pierna que le dolía, doblándola por la rodilla. Su vestido, antes de un inmaculado blanco, ahora presentaba una intensa mancha de color escarlata. - Maldita sea...
Compuso su primera representación teatral cuando apenas tenía diez años, obra que puso en escena en el salón de su casa mientras únicamente los sirvientes le prestaban algo de atención. Después de esa vinieron otras muchas, hasta que finalmente la joven de cabellos dorados como el amanecer se convirtiera en la joya de la corona de las grandes compañías de teatro. Aunque no como escritora, ni siquiera como compositora. Como actriz, bailarina y cantante. No tardaron mucho en darse cuenta de que la joven tenía un talento especial para ese tipo de arte. Y supieron aprovecharlo. Ella supo aprovecharlo. Y convirtió lo que al principio había sido un simple hobby, algo que le gustaba, en su pasión, en su forma de vida. En lo único que la llenaba. Claro que eso no significaba que, como todo trabajo, no acabara cansándole. Tener que lidiar con mecenas, otros actores, artistas e incluso monarcas hacía que su pasión a veces se tornara en una labor tediosa de la que necesitaba distraerse. En ese momento era cuando acudía, de nuevo, como antaño, a los libros. Buscando ideas nuevas, formas nuevas de representar, de renovar sus espectáculos. Y eso se proponía al entrar a la biblioteca y dirigirse directamente a la sección de misterios y novela negra. Quién sabe, quizá pusiera de moda el teatro con tintes detectivescos.
Recogió una amplia selección compuesta por más de veinte tomos, y se dispuso a ocupar una de las mesas, cuando tropezó con un montón de libros que estaban apilados en mitad del pasillo. La caída sonó estrepitosa, aunque el dolor de rodillas que la acompañó fue mucho peor. Una mueca de fastidio se dibujó en su semblante, descomponiéndolo. ¿Quién demonios dejaba un montón de libros en medio de la nada? Trató de recoger los que se le habían caído, mientras con la otra mano se frotaba la pierna derecha. Estaba segura de que estaba sangrando. Y entonces, una voz justo frente a ella la hizo levantar la vista de golpe. No se esperaba que hubiese nadie en la biblioteca a esas horas, y haciendo un día tan hermoso. No era precisamente frecuente. - Sí, muchas gracias, monsieur. Es sólo un rasguño... O quizá no. -Farfulló al ver que de su pierna caía un débil pero constante hilillo de sangre. Tomó la mano que el caballero le tendía sonriendo con amabilidad, y se puso en pie con dificultad. Estaba adolorida, y sentía que la pierna le ardía. - De nuevo, gracias. Sois muy amable. -Cargó con los libros que el hombre le tendía para notar cómo estos volvían a caer al suelo. Sus brazos parecían débiles y cansados, y sus piernas aún más. Se apoyó en una mesa cercana y alzó la pierna que le dolía, doblándola por la rodilla. Su vestido, antes de un inmaculado blanco, ahora presentaba una intensa mancha de color escarlata. - Maldita sea...
Viktóriya P. von Habsburg- Humano Clase Alta
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Re: Cuando las apariencias no engañan || Privado
Mi primera reacción ante la visión de aquel ente grácil y maravilloso fue la que supuse que cualquier otra persona hubiera tenido en mi lugar. Apenas me creía que la joven fuera real. ¿Cómo podía serlo? ¿Cómo iba a existir la casualidad de que al yo estar leyendo relatos que hablaban de ninfas de bosques maravillosos, justo fuera a aparecer una ante mi? Es decir, ¿qué posibilidades había de que es ocurriera en el mundo material? ¡Ninguna! ¿Estaría acaso encantado aquel tomo con el grácil espíritu de esa joven? Después de todo, podría ocurrir, ¿no? Yo mismo estaba muerto, sin parecerlo, y aunque la cantidad de veces en que me había topado con un fantasma, con un igual, habían sido prácticamente nulas, nadie dijo que fuera imposible. La otra opción que tenía es que aquella joven fuera una humana normal y corriente, en cuyo caso, rogaría que agradecieran infinitamente a los creadores de semejante perfección. Sólo una joven en otro momento de mi vida había competido con ella en hermosura, y ahora estaba amenazada de perecer entre mis manos.
Cuando vi aquel hilo de sangre brotar con fuerza de la herida abierta, enseguida supe que de las dos opciones plausibles, se trataba de la segunda... Aunque realmente nunca llegué a descartar que bajo su piel se escondiera la mismísima reencarnación de uno de esos mitológicos seres. Una vez estuvo de pie, me encargué de recoger todos los tomos que aún permanecían en el suelo, y aquellos que se le cayeron al intentar tomarlos por su cuenta. Y sin quererlo, una mueca de preocupación se dibujó en mi semblante. ¿Estaba mareada, acaso? ¿Tanta sangre había perdido? Observé su vestido dándome cuenta casi al instante de que así era. - Vaya... eso no tiene buena pinta... ¿Puedo echar un vistazo? -Pregunté, aunque no llegué a esperar a que de sus labios saliera respuesta alguna. Estaba tan pálida que casi parecía que fuera a desmayarse en cualquier momento. - Pero qué demonios... -Farfullé en el momento en que pude ver la herida, que estaba parcialmente escondida tras su vestido. Parecía un corte bastante profundo, mucho más de lo que podría haberse hecho simplemente con caerse. Rebusqué en el suelo algún indicio que desvelara aquel interrogante... Y no tardé mucho en encontrarlo.
- Sí que habéis tenido mala suerte... Debéis ser la única en el planeta que tiene poca fortuna de ir a caer justo sobre un clavo que se ha salido de su lugar... -Le señalé la punta, bastante larga, por cierto, de un clavo que sobresalía de la madera del suelo. - Hay que cura la herida, o podría infectarse. -Murmuré, aunque al ver la cara de dolor de la joven comencé a dudar si no estaría ya infectada. Con un vistazo alcancé a descubrir a lo lejos al librero, que se acercaba a nosotros probablemente debido al estruendo ocasionado por el caerse de los libros. - ¡Eh! ¿Tendría usted un botiquín, o algo por el estilo? Y un martillo. Sobresale un clavo desde el suelo, y con él se ha herido la señorita. -El hombre se volteó, marchándose por donde había venido, supuse que en busca de lo que le había pedido, aunque había algo en él que no terminaba de encajar. Tenía la mirada perdida, y a diferencia de antes, a mi llegada, que se había comportado de forma cortés, ahora parecía más indiferente que preocupado por la salud de la muchacha. Fruncí el ceño y la miré directamente a los ojos. - Debéis aguantar un poco, por favor. -Rasgué la manga de mi camisa y presioné la herida con fuerza, intentando parar la salida de la sangre. ¿Por qué estaba sangrando tanto?
Cuando vi aquel hilo de sangre brotar con fuerza de la herida abierta, enseguida supe que de las dos opciones plausibles, se trataba de la segunda... Aunque realmente nunca llegué a descartar que bajo su piel se escondiera la mismísima reencarnación de uno de esos mitológicos seres. Una vez estuvo de pie, me encargué de recoger todos los tomos que aún permanecían en el suelo, y aquellos que se le cayeron al intentar tomarlos por su cuenta. Y sin quererlo, una mueca de preocupación se dibujó en mi semblante. ¿Estaba mareada, acaso? ¿Tanta sangre había perdido? Observé su vestido dándome cuenta casi al instante de que así era. - Vaya... eso no tiene buena pinta... ¿Puedo echar un vistazo? -Pregunté, aunque no llegué a esperar a que de sus labios saliera respuesta alguna. Estaba tan pálida que casi parecía que fuera a desmayarse en cualquier momento. - Pero qué demonios... -Farfullé en el momento en que pude ver la herida, que estaba parcialmente escondida tras su vestido. Parecía un corte bastante profundo, mucho más de lo que podría haberse hecho simplemente con caerse. Rebusqué en el suelo algún indicio que desvelara aquel interrogante... Y no tardé mucho en encontrarlo.
- Sí que habéis tenido mala suerte... Debéis ser la única en el planeta que tiene poca fortuna de ir a caer justo sobre un clavo que se ha salido de su lugar... -Le señalé la punta, bastante larga, por cierto, de un clavo que sobresalía de la madera del suelo. - Hay que cura la herida, o podría infectarse. -Murmuré, aunque al ver la cara de dolor de la joven comencé a dudar si no estaría ya infectada. Con un vistazo alcancé a descubrir a lo lejos al librero, que se acercaba a nosotros probablemente debido al estruendo ocasionado por el caerse de los libros. - ¡Eh! ¿Tendría usted un botiquín, o algo por el estilo? Y un martillo. Sobresale un clavo desde el suelo, y con él se ha herido la señorita. -El hombre se volteó, marchándose por donde había venido, supuse que en busca de lo que le había pedido, aunque había algo en él que no terminaba de encajar. Tenía la mirada perdida, y a diferencia de antes, a mi llegada, que se había comportado de forma cortés, ahora parecía más indiferente que preocupado por la salud de la muchacha. Fruncí el ceño y la miré directamente a los ojos. - Debéis aguantar un poco, por favor. -Rasgué la manga de mi camisa y presioné la herida con fuerza, intentando parar la salida de la sangre. ¿Por qué estaba sangrando tanto?
Última edición por Rhaegar W. Frimost el Dom Mayo 10, 2015 1:31 pm, editado 1 vez
Rhaegar W. Frimost- Fantasma
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Re: Cuando las apariencias no engañan || Privado
El rosto cada vez más pálido de la muchacha contrastaba enormemente con el intenso dorado de sus cabellos, otorgándole ese aspecto de aparición espectral que, si bien casi siempre buscaba en la representación de sus obras, en aquellos momentos había surgido de forma imprevista, y de un modo bastante poco ortodoxo. La sangre poco a poco comenzó a manchar el suelo, goteando desde su vestido. Demonios... este era mi favorito.... Quiso decir, aunque sus labios temblaban tanto que de esa frase apenas se escuchó un débil murmullo inteligible. Lo único que pudo fue mirar a los ojos del hombre que se había detenido a socorrerla, con inmensa gratitud, pero también con ese deje de desconfianza que siempre la acompañaba. La verdad es que aquella situación le parecía todo menos normal. Viktóriya nunca había tenido problemas de coagulación, al menos, que ella supiese, pero lo más raro era que de un simple tropiezo se hubiese herido de forma tan grave como para marearse de aquel modo, y sobre todo, para sangrar de forma tan exagerada. Trató de recordar las últimas palabras que le dijo su médico en el chequeo de hacía apenas unos meses. Todo estaba bien. Entonces, ¿qué le pasaba?
Cuando notó que el hombre presionaba sobre la herida, un alarido escapó directamente de su garganta. Le dolía más de lo que podía soportar. Y el caer de las lágrimas por sus mejillas reveló sin asomo de dudas tal hecho. Se aferró a los bordes de la mesa con ambas manos, intentando resistir mientras le practicaba una especie de torniquete. ¿De verdad era tan grave? ¿Qué demonios se había clavado? ¡Si al principio sólo le había escocido un poco! - ¿Habéis dicho un clavo? -El terror se adueñó de su semblante, al pensar en las terribles consecuencias que podría tener para su salud que aquel dichoso clavo, culpable de aquel dolor y de que casi se desmayara, estuviera oxidado. - Dios santo... Decidme al menos que no está oxidado, por favor... He oído muchos casos de personas que han muerto de forma horrible por culpa de eso... -Era cierto. Una prima de su madre, sin ir más lejos, había muerto en pocos meses a causa de una herida con un bisturí oxidado, que nunca se le había llegado a curar. Nunca supieron por qué la herida tuvo semejante efecto en la señora, pero desde entonces, la obsesión de su madre había sido cuidar todo objeto metálico con esmero, a fin de no arriesgarse nunca a morir como su hermana.
Sacudió la cabeza, intentando sacarse aquellos pensamientos. En aquel momento de nada le servía ponerse histérica, y mucho menos sufrir un ataque de pánico. Respiró profundamente unas diez veces, hasta que notó que su cerebro volvía a funcionar con normalidad, y luego abrió los ojos, para volver a mirar a su "héroe" particular. - Disculpadme... M-me he asustado. Os agradezco enormemente vuestra ayuda. Y os juro que os daré el dinero que haya costado la camisa que habéis rasgado para tratar de contener la hemorragia. -Su voz titubeaba, y un sentía una especie de sudor frío recorriéndole el rostro. Fue entonces cuando, al agachar la vista, vio en pequeño charco que había dejado sobre el suelo. Un charco de sangre. Y toda la habitación volvió a dar vueltas a su alrededor, hasta el punto de que por un momento pensó que iba a vomitar. - Creo que... necesito sentarme... No me e-encuentro... bien... -Estaba tan mareada que ni siquiera se dio cuenta de que ya estaba sentada, de que, de hecho, se acababa de levantar ella misma, únicamente para derrumbarse después sobre el piso.
Cuando notó que el hombre presionaba sobre la herida, un alarido escapó directamente de su garganta. Le dolía más de lo que podía soportar. Y el caer de las lágrimas por sus mejillas reveló sin asomo de dudas tal hecho. Se aferró a los bordes de la mesa con ambas manos, intentando resistir mientras le practicaba una especie de torniquete. ¿De verdad era tan grave? ¿Qué demonios se había clavado? ¡Si al principio sólo le había escocido un poco! - ¿Habéis dicho un clavo? -El terror se adueñó de su semblante, al pensar en las terribles consecuencias que podría tener para su salud que aquel dichoso clavo, culpable de aquel dolor y de que casi se desmayara, estuviera oxidado. - Dios santo... Decidme al menos que no está oxidado, por favor... He oído muchos casos de personas que han muerto de forma horrible por culpa de eso... -Era cierto. Una prima de su madre, sin ir más lejos, había muerto en pocos meses a causa de una herida con un bisturí oxidado, que nunca se le había llegado a curar. Nunca supieron por qué la herida tuvo semejante efecto en la señora, pero desde entonces, la obsesión de su madre había sido cuidar todo objeto metálico con esmero, a fin de no arriesgarse nunca a morir como su hermana.
Sacudió la cabeza, intentando sacarse aquellos pensamientos. En aquel momento de nada le servía ponerse histérica, y mucho menos sufrir un ataque de pánico. Respiró profundamente unas diez veces, hasta que notó que su cerebro volvía a funcionar con normalidad, y luego abrió los ojos, para volver a mirar a su "héroe" particular. - Disculpadme... M-me he asustado. Os agradezco enormemente vuestra ayuda. Y os juro que os daré el dinero que haya costado la camisa que habéis rasgado para tratar de contener la hemorragia. -Su voz titubeaba, y un sentía una especie de sudor frío recorriéndole el rostro. Fue entonces cuando, al agachar la vista, vio en pequeño charco que había dejado sobre el suelo. Un charco de sangre. Y toda la habitación volvió a dar vueltas a su alrededor, hasta el punto de que por un momento pensó que iba a vomitar. - Creo que... necesito sentarme... No me e-encuentro... bien... -Estaba tan mareada que ni siquiera se dio cuenta de que ya estaba sentada, de que, de hecho, se acababa de levantar ella misma, únicamente para derrumbarse después sobre el piso.
Última edición por Viktóriya P. von Habsburg el Vie Jun 26, 2015 12:26 pm, editado 1 vez
Viktóriya P. von Habsburg- Humano Clase Alta
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Re: Cuando las apariencias no engañan || Privado
Sonreí a la muchacha con simpatía, aunque al verla tambalearse tanto no pude más que pedir mentalmente que se callase un momento. ¿Por qué las jóvenes cuando se encontraban en apuros no simplemente se limitaban a dejarse ayudar por un caballero? Vale que probablemente quien me conociese no me consideraría como tal, pero para ella no era más que un simple desconocido intentando ayudarla. Sólo necesitaba que me permitiera hacerlo. Presioné la herida tan bien como pude, mientras ella no paraba de parlotear, como si con sus palabras quisiera hacer ver que estaba mejor. Supuse que no era capaz de oírse a sí misma para darse cuenta de que llevaba un rato balbuceando cosas sinsentido, mientras se movía a un lado y a otro, haciendo amago de caerse cada vez que daba un paso. - Debéis tranquilizaros, por favor. Si no dejáis de moveros tanto no dejaréis de sangrar. -Me aparté del charco que se había formado a sus pies, sin parar de preguntarme cómo era posible que un simple clavo en tan desafortunado lugar pudiera ser causante de semejante estropicio. ¿Sería hemofílica? ¿O simplemente se había rasgado una vena, o algo así? Ambas opciones eran posibles, y la verdad, no sabía cuál de las dos me resultaba más terrible.
- ¿Dónde demonios ha ido a parar el bibliotecario con el botiquín. -Lo había visto pasar un par de veces de reojo cerca de donde nos encontrábamos, pero se había marchado sin más. ¿Habría descubierto acaso lo que yo era? No había dado indicios de mi naturaleza, desde luego, aunque eso no explicaba del todo aquella indiferencia hacia la salud de la joven que momentos después de levantarse por enésima vez, volvía a derrumbarse a mis pies. Esta vez la cogí en volandas, sorprendiéndome de lo ligera que era en realidad, para tumbarla con cuidado sobre unas mesas cercanas. Y entonces me di cuenta de que no sólo su rostro era hermoso, incluso su aroma parecía salido directamente de un gentil sueño. Parecía tan frágil, tan dulce, tan delicada... Fruncí el ceño con preocupación, al percatarme de que aquella vez no solamente se había caído, sino que había perdido el conocimiento del todo. Coloqué un par de tomos bajo su cabeza y suspiré, alejándome de ella en busca del hombre.
- ¿Se puede saber qué demonios está haciendo? Hace un rato que le he pedido el botiquín... -Cuál fue mi sorpresa cuando divisé, sentado sobre su silla, totalmente inmóvil, al librero, mientras otro idéntico al mismo paseaba tranquilamente entre las librerías. Noté su rigidez incluso desde aquella distancia. Estaba muerto. Me aventuré al cuarto trasero en busca del botiquín, cuando el espíritu me dijo algo que no llegué a entender. Lo ignoré deliberadamente y cuando obtuve lo que buscaba, volví con la joven, que seguía en la misma posición en que yo la había puesto. Rebusqué en el interior de la caja hasta encontrar un par de gasas y algo que parecía ser alcohol. Despertó en el mismo momento en que la sustancia se topó con su herida, y un alarido de dolor escapó de su garganta. - Lo siento mucho... -Murmuré, para después suspirar de alivio. Ya no sangraba tanto. Ahora mi mente estaba divagando acerca de cómo había muerto el librero.
- ¿Dónde demonios ha ido a parar el bibliotecario con el botiquín. -Lo había visto pasar un par de veces de reojo cerca de donde nos encontrábamos, pero se había marchado sin más. ¿Habría descubierto acaso lo que yo era? No había dado indicios de mi naturaleza, desde luego, aunque eso no explicaba del todo aquella indiferencia hacia la salud de la joven que momentos después de levantarse por enésima vez, volvía a derrumbarse a mis pies. Esta vez la cogí en volandas, sorprendiéndome de lo ligera que era en realidad, para tumbarla con cuidado sobre unas mesas cercanas. Y entonces me di cuenta de que no sólo su rostro era hermoso, incluso su aroma parecía salido directamente de un gentil sueño. Parecía tan frágil, tan dulce, tan delicada... Fruncí el ceño con preocupación, al percatarme de que aquella vez no solamente se había caído, sino que había perdido el conocimiento del todo. Coloqué un par de tomos bajo su cabeza y suspiré, alejándome de ella en busca del hombre.
- ¿Se puede saber qué demonios está haciendo? Hace un rato que le he pedido el botiquín... -Cuál fue mi sorpresa cuando divisé, sentado sobre su silla, totalmente inmóvil, al librero, mientras otro idéntico al mismo paseaba tranquilamente entre las librerías. Noté su rigidez incluso desde aquella distancia. Estaba muerto. Me aventuré al cuarto trasero en busca del botiquín, cuando el espíritu me dijo algo que no llegué a entender. Lo ignoré deliberadamente y cuando obtuve lo que buscaba, volví con la joven, que seguía en la misma posición en que yo la había puesto. Rebusqué en el interior de la caja hasta encontrar un par de gasas y algo que parecía ser alcohol. Despertó en el mismo momento en que la sustancia se topó con su herida, y un alarido de dolor escapó de su garganta. - Lo siento mucho... -Murmuré, para después suspirar de alivio. Ya no sangraba tanto. Ahora mi mente estaba divagando acerca de cómo había muerto el librero.
Rhaegar W. Frimost- Fantasma
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Re: Cuando las apariencias no engañan || Privado
Todo cuanto la joven sintió, a medida que su cuerpo dejaba de responderle, era que la oscuridad más absoluta que jamás hubiera podido imaginar, iba engulléndola lenta, pero inexorablemente. La atrapaba. La arrastraba con fuerza hasta la más profunda quietud, donde el silencio y la nada lo cubrían todo sin remedio. Quiso gritar, aterrada, al no ser capaz de entender el motivo que la había llevado a esa profunda inconsciencia. Pero apenas podía moverse. Apenas podía pensar ni sentir nada más, que la voz a lo lejos de aquel desconocido, que le rogaba que despertase. ¡Y hubiera querido hacerlo! Pero no podía. Algo le estaba impidiendo regresar a la luz, volver a la realidad. Algo que jamás hubiese imaginado. Su sangre se había hecho líquida por el efecto de un veneno, que cierta actriz de su mismo teatro había inyectado en unos bombones que un admirador le había enviado. La envidia era el peor de los enemigos de una actriz que volvía a resurgir de sus cenizas, con fuerza, destacando por sobre todas aquellas otras estrellas que de repente veían menguar su luz y su fama por culpa de su presencia en escena. Y es que Viktóriya tenía algo que cautivaba, y no era otra cosa que pasión por lo que hacía. Era esa pasión la que la llevaba a interesarse más por la obra que por el reconocimiento, y por eso lo hacía tan bien. Y por eso la adoraban. Y no eso allí estaba, notando como el frío se iba apoderando de sus extremidades.
Estaba realmente aterrada, a la par que confusa. ¿Aquel sería el final que el destino le había impuesto? ¿Por qué era merecedora de tanta crueldad? ¿Qué había hecho ella en su vida tan terrible como para ser merecedora de una muerte tan burda como cruel? Lejos de su hogar, de sus recuerdos, de sus seres queridos. Y estando aún lejos de haber obtenido la felicidad que tantos le habían prometido que merecía. Había tantas cosas que aún no había podido hacer, tantas cosas que nunca había podido experimentar. El calor de su primer hijo, el que emitiría una vez salido de su vientre, cuando lo viese por primera vez, apoyado sobre su pecho en busca de alimento. La vejez al lado del hombre que le había devuelto las esperanzas, y los deseos por continuar viviendo, creando. Soñando. ¿Todo se acabaría allí? ¿En aquella biblioteca tan alejada de su casa, de su amado teatro? ¿Todo se acabaría por un simple rasguño? ¿Moriría por semejante estupidez? ¿Qué historias contarían sobre una artista muerta a causa de un clavo? ¿Qué recordarían de ella, cuando aún no había podido demostrar con su arte lo que verdaderamente valía? ¡Era terrible! No, aquel no podía ser su final. El telón no podía cerrarse todavía, no para ella. Aún no estaba preparada para morir. Ahora lo sabía. A pesar de los malos momentos vividos, y a pesar de que los buenos no llegaban a suplirlos por completo, quería seguir respirando. Quería seguir siendo. Quería seguir intentándolo.
Porque al final, la vida es sólo eso, intentar diariamente sobrevivir un día más, una noche más, un instante más. La vida es una búsqueda incansable de motivos para sobrevivir. Y se había dado cuenta de que tenía más que suficientes para seguir haciéndolo. ¡Qué estúpida había sido! ¡Qué gran limitación suponía para su disfrute, para su capacidad de sentir, hallarse inmersa en aquel eterno halo de melancolía! Su cuerpo se convulsionó, como movido por una corriente eléctrica, y poco a poco, todo volvió a funcionar, aunque aún se sentía igual de débil que antes... Y un grito ahogado escapó de su garganta, cuando el escozor propio del alcohol sobre su herida la hizo tiritar. Las lágrimas se escaparon de sus mejillas, tan difícil le resultaba contener el dolor que aquel desconocido, en su afán de ayudarle, le producía. - Dios mío... ¡¡Dios mío!!... Arde... ¡Está ardiendo!... ¡¡Por favor!! -Suplicó que parara, aunque al ver la sangre a su alrededor supo que aquello era necesario. Definitivamente, debería ir al médico. Aquello no podía ser normal. - Me ha salvado la vida... ¡Y ni siquiera sabe mi nombre! Dios santo... ¿Qué demonios me ha pasado? -El deje melodramático que era frecuente en su tono, no tardó mucho en reaparecer. Pero la gratitud, lejos de lo que pudieran pensar, era totalmente real. No todo el mundo haría eso por una desconocida. De hecho, dudaba que apenas un par de personas de su entorno, aun conociéndola, hubieran llegado a hacerlo.
Estaba realmente aterrada, a la par que confusa. ¿Aquel sería el final que el destino le había impuesto? ¿Por qué era merecedora de tanta crueldad? ¿Qué había hecho ella en su vida tan terrible como para ser merecedora de una muerte tan burda como cruel? Lejos de su hogar, de sus recuerdos, de sus seres queridos. Y estando aún lejos de haber obtenido la felicidad que tantos le habían prometido que merecía. Había tantas cosas que aún no había podido hacer, tantas cosas que nunca había podido experimentar. El calor de su primer hijo, el que emitiría una vez salido de su vientre, cuando lo viese por primera vez, apoyado sobre su pecho en busca de alimento. La vejez al lado del hombre que le había devuelto las esperanzas, y los deseos por continuar viviendo, creando. Soñando. ¿Todo se acabaría allí? ¿En aquella biblioteca tan alejada de su casa, de su amado teatro? ¿Todo se acabaría por un simple rasguño? ¿Moriría por semejante estupidez? ¿Qué historias contarían sobre una artista muerta a causa de un clavo? ¿Qué recordarían de ella, cuando aún no había podido demostrar con su arte lo que verdaderamente valía? ¡Era terrible! No, aquel no podía ser su final. El telón no podía cerrarse todavía, no para ella. Aún no estaba preparada para morir. Ahora lo sabía. A pesar de los malos momentos vividos, y a pesar de que los buenos no llegaban a suplirlos por completo, quería seguir respirando. Quería seguir siendo. Quería seguir intentándolo.
Porque al final, la vida es sólo eso, intentar diariamente sobrevivir un día más, una noche más, un instante más. La vida es una búsqueda incansable de motivos para sobrevivir. Y se había dado cuenta de que tenía más que suficientes para seguir haciéndolo. ¡Qué estúpida había sido! ¡Qué gran limitación suponía para su disfrute, para su capacidad de sentir, hallarse inmersa en aquel eterno halo de melancolía! Su cuerpo se convulsionó, como movido por una corriente eléctrica, y poco a poco, todo volvió a funcionar, aunque aún se sentía igual de débil que antes... Y un grito ahogado escapó de su garganta, cuando el escozor propio del alcohol sobre su herida la hizo tiritar. Las lágrimas se escaparon de sus mejillas, tan difícil le resultaba contener el dolor que aquel desconocido, en su afán de ayudarle, le producía. - Dios mío... ¡¡Dios mío!!... Arde... ¡Está ardiendo!... ¡¡Por favor!! -Suplicó que parara, aunque al ver la sangre a su alrededor supo que aquello era necesario. Definitivamente, debería ir al médico. Aquello no podía ser normal. - Me ha salvado la vida... ¡Y ni siquiera sabe mi nombre! Dios santo... ¿Qué demonios me ha pasado? -El deje melodramático que era frecuente en su tono, no tardó mucho en reaparecer. Pero la gratitud, lejos de lo que pudieran pensar, era totalmente real. No todo el mundo haría eso por una desconocida. De hecho, dudaba que apenas un par de personas de su entorno, aun conociéndola, hubieran llegado a hacerlo.
Viktóriya P. von Habsburg- Humano Clase Alta
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Re: Cuando las apariencias no engañan || Privado
El alivio que sentí al notar cómo, lentamente, el color iba regresando a sus mejillas, fue casi total. Suspiré para luego sentarme en el suelo, a su lado, sin dejar de observarla. Desde luego, su visión era la imagen más hermosa que había visto en toda mi vida. O al menos, la más bonita que recordaba. Era como si la ninfa de la que estaba antes leyendo hubiera recobrado vida ante mis ojos, aunque con un carácter bastante irritante, a decir verdad. No me costó mucho suponer que en su vida diaria era igual de dramática que en el papel que en mi mente, fruto de la ilusión, de la sorpresa, le había asignado. Una damisela en apuros. Esa joven que siempre corre tras el peligro sin darse cuenta, dejando una estela de corazones rotros a su espalda. Si tan sólo se quedase callada un instante podría saber, sólo con mirar a sus ojos, si, además, era también aquello que necesitaba para volver a sentirme vivo... Metafóricamente hablando, claro. Pero no lo hizo.
Por lo menos eso era indicativo de que se encontraba suficientemente mejor como para poder levantarla. Le ofrecí ambas manos para ayudarla a ponerse en pie, y de nuevo, en su sonrisa, divisé esa maravillosa certeza de que se trataba de una joven salida del más profundo y fantasioso de mis sueños. Aunque su voz taladrara mis oídos con insistencia, todo cuanto me importaba era la intensidad de esos ojos que me miraban nerviosos, esquivos, tímidos, sin posarse jamás en un punto por mucho tiempo seguido. - Bueno, no creo que hubiéseis muerto, pero desde luego, dudo que toda esta sangre sea demasiado normal. Y sobre todo, no es lo más común que suele uno encontrarse en una biblioteca. -Ya no importaba. Ella estaba bien. Y yo estaba junto a ella. Y el librero, ahora muerto a saber por qué, no nos molestaría. El escenario perfecto para convertirme en el príncipe que sacara a la ninfa de sus bosques. Aunque fuese por un rato.
- No necesito saber vuestro nombre para estar convencido de que sois la criatura más hermosa que he visto jamás... Y os aseguro que he viajado mucho, por todos los continentes, pero nunca he divisado nada semejante. ¡Lo recordaría! -Tras ejecutar una elegante reverencia, besé el dorso de la mano que aún sujetaba, para luego sonreírle con picardía. No iba a desaprovechar esa oportunidad. ¿Cuántas veces en la vida se te presenta una diosa, y por cuánto tiempo dura su visionado? Seguro que menos de lo que yo deseaba. - Pero me gustaría conocerlo... A cambio os doy el mío... Me llamo Rhaegar Wilhelm Frimost, para serviros en todo cuanto deseéis, y por todo el tiempo que os plazca, mi señora... -Susurré, para mirarla aún desde esa posición de respeto. Quería oír su melodiosa voz decir algo... Algo que no fuese una queja, claro. Aunque todo el mundo tiene un defecto, ¿no?
Por lo menos eso era indicativo de que se encontraba suficientemente mejor como para poder levantarla. Le ofrecí ambas manos para ayudarla a ponerse en pie, y de nuevo, en su sonrisa, divisé esa maravillosa certeza de que se trataba de una joven salida del más profundo y fantasioso de mis sueños. Aunque su voz taladrara mis oídos con insistencia, todo cuanto me importaba era la intensidad de esos ojos que me miraban nerviosos, esquivos, tímidos, sin posarse jamás en un punto por mucho tiempo seguido. - Bueno, no creo que hubiéseis muerto, pero desde luego, dudo que toda esta sangre sea demasiado normal. Y sobre todo, no es lo más común que suele uno encontrarse en una biblioteca. -Ya no importaba. Ella estaba bien. Y yo estaba junto a ella. Y el librero, ahora muerto a saber por qué, no nos molestaría. El escenario perfecto para convertirme en el príncipe que sacara a la ninfa de sus bosques. Aunque fuese por un rato.
- No necesito saber vuestro nombre para estar convencido de que sois la criatura más hermosa que he visto jamás... Y os aseguro que he viajado mucho, por todos los continentes, pero nunca he divisado nada semejante. ¡Lo recordaría! -Tras ejecutar una elegante reverencia, besé el dorso de la mano que aún sujetaba, para luego sonreírle con picardía. No iba a desaprovechar esa oportunidad. ¿Cuántas veces en la vida se te presenta una diosa, y por cuánto tiempo dura su visionado? Seguro que menos de lo que yo deseaba. - Pero me gustaría conocerlo... A cambio os doy el mío... Me llamo Rhaegar Wilhelm Frimost, para serviros en todo cuanto deseéis, y por todo el tiempo que os plazca, mi señora... -Susurré, para mirarla aún desde esa posición de respeto. Quería oír su melodiosa voz decir algo... Algo que no fuese una queja, claro. Aunque todo el mundo tiene un defecto, ¿no?
Última edición por Rhaegar W. Frimost el Lun Ene 11, 2016 5:19 am, editado 1 vez
Rhaegar W. Frimost- Fantasma
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Re: Cuando las apariencias no engañan || Privado
Una tímida sonrisa apareció en su semblante, cuyas mejillas se colorearon casi inmediatamente después, ante las dulces y galantes palabras de aquel caballero, que aun siendo un completo desconocido, había tenido la bondad de atenderla cuando se encontraba en peligro. Vale, cierto era que aquel peligro, a pesar de que toda aquella sangre sugiriera lo contrario, no era el más terrible por el que había pasado en su vida, pero Rhaegar no tenía ningún motivo para mostrarse compasivo con ella. No la conocía. No sabía nada sobre ella. Aceptó la ayuda que le había brindado el hombre, y tomó sus manos para así poder levantarse, no sin antes volver a sonrojarse cuando él besó su mano. Cuando por fin estuvo en pie, se notó bastante débil, pero lo suficientemente firme como para poder acercarse hasta una silla cercana, y sentarse allí.
- Y vos sois, sin duda, el caballero más galante y amable que he conocido en mucho, mucho tiempo. Y créame, por suerte o por desgracia, he debido toparme con muchos "caballeros" en mi vida como artista. -Ejecutó una leve reverencia empleando únicamente la cabeza, y luego se le quedó mirando con fijeza, como intentando entrever alguna intención oculta tras aquella actitud. En su corta experiencia en el mundo, había aprendido que nadie era afable ni te regalaba su ayuda sin pretender obtener nada a cambio después. Y aunque en principio nada parecía sugerir que el hombre quisiera algo de ella, eso no la haría bajar la guardia por nada en el mundo. - ¡Vaya! Y además de los modales también tenéis el nombre de un caballero. ¿Sois un Lord, o algo por el estilo? ¡No me sorprendería! Nunca he tenido la suerte de conocer a uno. Sin duda sería una notable experiencia que reseñar... ¡Un auténtico Lord, tratando y curando mis heridas! ¿No os parece increíble? La de cosas curiosas que pueden ocurrir estando en una simple biblioteca... -Su voz, a pesar de ser igual de musical que siempre, iba perdiendo fuerza poco a poco. Su nerviosismo era lo que la hacía hablar en exceso, y no sus ganas de hacerlo, en realidad.
- ¿No habréis visto por casualidad al librero, verdad? Creo que necesitaré darle algunas explicaciones al respecto de por qué muchos de sus volúmenes yacen ahora desparramados por el suelo, y maltrechos a causa de mi torpeza. -Le disgustaba ponerse a pensar en el coste que le supondría pagar todos aquellos desperfectos. No le gustaba desperdiciar el dinero, y menos de forma tan burda, pero en aquella ocasión, sin duda, no había sido a propósito. Dibujó una sonrisa amable al caballero que tenía enfrente, para luego musitar una disculpa. Aún no se había presentado. -Creo que el mareo hace que mis modales se vuelvan terribles. Mi nombre es Viktóriya von Habsburg, a vuestro servicio, monsieur. -El resto de sus palabras, sin embargo, cayeron en saco roto. No le parecía propio ni adecuado responder a sus halagos, especialmente por el hecho de que se trataba de una mujer comprometida, y profundamente enamorada de su futuro esposo. Los piropos no le resultaban ajenos, ni desconocidos, y menos dada su profesión, pero la intensidad con la que aquel joven los pronunciaba, le hacía pensar que, en su caso, iban bastante más en serio que en aquellas otras ocasiones. Y eso no le daba buena espina.
- Y vos sois, sin duda, el caballero más galante y amable que he conocido en mucho, mucho tiempo. Y créame, por suerte o por desgracia, he debido toparme con muchos "caballeros" en mi vida como artista. -Ejecutó una leve reverencia empleando únicamente la cabeza, y luego se le quedó mirando con fijeza, como intentando entrever alguna intención oculta tras aquella actitud. En su corta experiencia en el mundo, había aprendido que nadie era afable ni te regalaba su ayuda sin pretender obtener nada a cambio después. Y aunque en principio nada parecía sugerir que el hombre quisiera algo de ella, eso no la haría bajar la guardia por nada en el mundo. - ¡Vaya! Y además de los modales también tenéis el nombre de un caballero. ¿Sois un Lord, o algo por el estilo? ¡No me sorprendería! Nunca he tenido la suerte de conocer a uno. Sin duda sería una notable experiencia que reseñar... ¡Un auténtico Lord, tratando y curando mis heridas! ¿No os parece increíble? La de cosas curiosas que pueden ocurrir estando en una simple biblioteca... -Su voz, a pesar de ser igual de musical que siempre, iba perdiendo fuerza poco a poco. Su nerviosismo era lo que la hacía hablar en exceso, y no sus ganas de hacerlo, en realidad.
- ¿No habréis visto por casualidad al librero, verdad? Creo que necesitaré darle algunas explicaciones al respecto de por qué muchos de sus volúmenes yacen ahora desparramados por el suelo, y maltrechos a causa de mi torpeza. -Le disgustaba ponerse a pensar en el coste que le supondría pagar todos aquellos desperfectos. No le gustaba desperdiciar el dinero, y menos de forma tan burda, pero en aquella ocasión, sin duda, no había sido a propósito. Dibujó una sonrisa amable al caballero que tenía enfrente, para luego musitar una disculpa. Aún no se había presentado. -Creo que el mareo hace que mis modales se vuelvan terribles. Mi nombre es Viktóriya von Habsburg, a vuestro servicio, monsieur. -El resto de sus palabras, sin embargo, cayeron en saco roto. No le parecía propio ni adecuado responder a sus halagos, especialmente por el hecho de que se trataba de una mujer comprometida, y profundamente enamorada de su futuro esposo. Los piropos no le resultaban ajenos, ni desconocidos, y menos dada su profesión, pero la intensidad con la que aquel joven los pronunciaba, le hacía pensar que, en su caso, iban bastante más en serio que en aquellas otras ocasiones. Y eso no le daba buena espina.
Viktóriya P. von Habsburg- Humano Clase Alta
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Fecha de inscripción : 07/09/2014
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