Acompañame a ver la vida volar - (Privado)

por **Emiliana Grisoni** Dom Nov 02, 2014 6:10 pm

Se sentó en el último banco, no era muy afecta al ámbito religioso, pero desde que sufría aquella dolencia, que podría llevarla a un temprano deceso, algunas cosas habían cambiado. Arrodillada, con su cabeza levemente apoyada en el respaldo del banco anterior, mantenía sus manos unidas en una plegaria, que se convertía en letanía, - más tiempo, señor, solo el suficiente para llevar a cabo mi sueño – dijo en voz baja – deja que encuentre a esa persona que haga valer la pena vivir los últimos momentos de mi vida – sus ojos se llenaron de lágrimas, sus labios temblaron por el llanto que no deseaba exteriorizar. No estaba enojada con Dios por su destino, no lo culpaba por dejarla a tan temprana edad, a las puertas de la muerte. Solo suplicaba poder amar, aunque fuera por un día, una semana, unos meses, conocer a un alma que diera sentido a una vida que hasta ahora no la tenía.

Se incorporó para luego quedarse sentada en aquel banco, escuchando a las voces del coro que practicaban el repertorio para el Angus que cantarían en la misa de Gallo, - ¿me permitirás, estar presente? – fue su pregunta silenciosa, contemplando el santísimo que descansaba en la parte posterior del altar. Su mirada se giró a donde un cristo lacerado colgaba de una cruz, sus ojos de dulce mirada y expresión de perdón y reconciliación con los seres como ella, - Oh! Dulce Jesús, se benevolente, tú que has sufrido y conoces el corazón de tus hijos… ayúdame a lograr… vivir como una mujer normal, este último tiempo que le resta a mi vida -.

Los acordes de la última canción, que interpretaron los miembros del coro, la hicieron emocionar nuevamente, se levantó con algo de dificultad, no por su enfermedad, que en nada afectaba su vida cotidiana, Era su alma la que estaba herida y necesitaba ser consolada. La lluvia la recibió, como un bálsamo, que limpió su rostro de las huellas del llanto, cuando elevó su mirada al cielo y dejó que las gotas de lluvia, mojaran su rostro, su cuello y sus cabellos. Inspiró profundamente, tal que si hubiera dejado un peso enorme a las puertas de la Catedral. Caminó despacio por las calles de la ciudad, hasta llegar al centro, empapada por la llovizna. Entró a un café, la noche comenzaba a caer y se dio cuenta que no había almorzado. Por eso se sentó en una pequeña mesa, algo apartada y esperó a que el encargado se acercara a tomar su pedido.