AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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A sociedad cerrada, manos vacías {Privé}
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A sociedad cerrada, manos vacías {Privé}
Flaco, lanudo y sucio. Con febriles ansias roía y escarbaba en la basura; a pesar de sus años juveniles, despedía cierto olor a sepultura. Así transitaba Étienne Jousset por las traicioneras calles de París, justo antes de que el sol terminara de incendiarse en el horizonte. Mal día. No, no era que no hubiera encontrado alimento; ciertamente algunos restos del mercado habían estado a tiempo para digerirse antes de que la putrefacción terminara por envenenarlos, pero el problema no era ese, sino que no hallaba la saciedad. Desde su encuentro con aquella madura mujer en el circo gitano que se sentía diferente; estaba algo débil, pero algo le decía que tenía la capacidad de volver casi invencible en lo que latía un corazón. La gran duda era cómo convertir en acto esa potencia.
Cruzó siguiendo en su infinito vieja errante los paseos, las plazas y las ferias; fue como una sombra en los parajes, recitando un poema de miserias. Las luces se iban apagando junto a su mirada, una larga historia de perezas, días sin pan y noches sin guarida. Había aglomeraciones de cansancio en sus ojos vidriosos y casi sin vida.
Parte de los transeúntes desviaban la mirada, demasiado cómodos en su burbuja del tamaño de un guisante como para abrir los ojos a una despreciable verdad como la suya. Pero a Étienne le simpatizaban los de este grupo; él tampoco quería verles la cara de indiferencia otra maldita vez. Peores eran los que observaban con descaro desde sus ropas maltraídas hasta su pelo opaco y enredado. El vagabundo refunfuñaba, pero hacia dentro. Esas bestias con forma humana tenían el poder de mandarlo a la horca por cualquier crimen que quisieran imputarle y podían usarlo.
—No soy más que una bacteria ambulante para sus mentes cerradas. Ellos no saben que también existo, que aun conformándome con menos, no quiere decir que yo sea menos. Pero se preocupan por ellos mismos en todas las paradas. Siga, señora, haga como que no me vio. No vaya a ser que se le descongele su falsa sonrisa. La necesitará para cuando su esposo se encame con la sirvienta. —susurraba evidentemente molesto— ¿Es que acaso no entienden que los ojos sirven para ver? Ojalá fueran ciegos, o mejor sordos. Dejarían de malgastar su buena suerte; no observan lo que ven, ni entienden lo que escuchan.
Mustio y cansado, sin saber su anhelo, cortó la impensada búsqueda de comida. Contra la pared apoyó su espalda, sin importarle que ésta hiriera su espalda. No, no tenía sueño, pero algo así, un poco peor. Se sentó resignado a que la energía no estaba de su parte y se relajó así, solamente estirando su palma izquierda sobre el piso; limosna, comida, algo para no prolongar la agonía. Lo que fuera que le dieran en la calle, sería mejor que estar totalmente desprovisto de material para olvidar que nada poseía.
—Aunque no me crean humano, no son ellos los que deciden lo que soy. Me conozco; con eso basta —pensaba a tiempo que cerraba los ojos— No desperdicio mi tiempo; soy diferente. Aprendo que la vida no es lo que creen. Conozco nuevos aliados, lazarillos con cuatro patas y hocico. Aunque me crean loco, cada uno de ellos es mi mejor amigo, y lo son de verdad. No me siguen por lo que tengo. Es por como soy que están conmigo.
Cruzó siguiendo en su infinito vieja errante los paseos, las plazas y las ferias; fue como una sombra en los parajes, recitando un poema de miserias. Las luces se iban apagando junto a su mirada, una larga historia de perezas, días sin pan y noches sin guarida. Había aglomeraciones de cansancio en sus ojos vidriosos y casi sin vida.
Parte de los transeúntes desviaban la mirada, demasiado cómodos en su burbuja del tamaño de un guisante como para abrir los ojos a una despreciable verdad como la suya. Pero a Étienne le simpatizaban los de este grupo; él tampoco quería verles la cara de indiferencia otra maldita vez. Peores eran los que observaban con descaro desde sus ropas maltraídas hasta su pelo opaco y enredado. El vagabundo refunfuñaba, pero hacia dentro. Esas bestias con forma humana tenían el poder de mandarlo a la horca por cualquier crimen que quisieran imputarle y podían usarlo.
—No soy más que una bacteria ambulante para sus mentes cerradas. Ellos no saben que también existo, que aun conformándome con menos, no quiere decir que yo sea menos. Pero se preocupan por ellos mismos en todas las paradas. Siga, señora, haga como que no me vio. No vaya a ser que se le descongele su falsa sonrisa. La necesitará para cuando su esposo se encame con la sirvienta. —susurraba evidentemente molesto— ¿Es que acaso no entienden que los ojos sirven para ver? Ojalá fueran ciegos, o mejor sordos. Dejarían de malgastar su buena suerte; no observan lo que ven, ni entienden lo que escuchan.
Mustio y cansado, sin saber su anhelo, cortó la impensada búsqueda de comida. Contra la pared apoyó su espalda, sin importarle que ésta hiriera su espalda. No, no tenía sueño, pero algo así, un poco peor. Se sentó resignado a que la energía no estaba de su parte y se relajó así, solamente estirando su palma izquierda sobre el piso; limosna, comida, algo para no prolongar la agonía. Lo que fuera que le dieran en la calle, sería mejor que estar totalmente desprovisto de material para olvidar que nada poseía.
—Aunque no me crean humano, no son ellos los que deciden lo que soy. Me conozco; con eso basta —pensaba a tiempo que cerraba los ojos— No desperdicio mi tiempo; soy diferente. Aprendo que la vida no es lo que creen. Conozco nuevos aliados, lazarillos con cuatro patas y hocico. Aunque me crean loco, cada uno de ellos es mi mejor amigo, y lo son de verdad. No me siguen por lo que tengo. Es por como soy que están conmigo.
Última edición por Étienne Jousset el Vie Ene 16, 2015 2:54 pm, editado 1 vez
Étienne Jousset- Humano Clase Baja
- Mensajes : 27
Fecha de inscripción : 13/10/2013
Re: A sociedad cerrada, manos vacías {Privé}
El traqueteo del carro se le antojó tan tedioso, que Alizée acordó la sintonía con el tamborileo de sus dedos en la madera del asiento. Se encontró de pronto, tarareando una canción sin sentido.
El chofer, y sirviente de la mansión de su abuela (Jaim) , echó un rápido vistazo a la muchacha antes de redirigir los ojos hacia el camino. Sin duda, sus ojos la juzgaban. No sería él una de las pocas personas que no reparaban en la demencia de la joven.
Alizée dejó de tararear tan solo para observar como Jaim extraía un reloj de bolsillo y comprobaba la hora.
“Tik, tak, tik, tak…”
—¡Llego tarde! —exclamó la muchacha de pronto.
El chofer arqueó una ceja inquisitiva, y giró el rostro para preguntar a la muchacha, pero no quedaba rastro de ella en los asientos del carro.
—¡Señorita! —exclamó alarmado.
Detuvo el carro a duras penas, sin embargo, cuando bajó de él, lo único que halló fue una calle desierta.
—Señorita… —musitó acongojado. Había vuelto a perder a la estúpida cría, sin duda alguna, la señora le daría un buen escarmiento.
El sol desaparecía tímidamente, y la figura de Alizée correteando por las calles de Paris, era simplemente una sombra recortada en dorado. Se detuvo ante un puesto de frutas cuando el destello morado y magenta del gato le llamó la atención.
—¿Qué quereis ahora señor gato? Llego tarde…
—No creéis.., ¿que sería oportuno algo de comida para aquel que buscáis…? —sugirió Cheshire, con una sonrisa ronroneante.
Alizée contempló las frutas que relucían en la luz inexistente de la noche. El tendero se encontraba recogiendo el puesto, mientras la miraba con desinterés. Al parecer las ropas que la muchacha presentaba no sugerían que se tratara de alguien que no pudiera pagar un par de peras. Sin embargo, Alizée no comprendía muy bien las normas sociales. Alargó una mano y tomó dos manzanas.
—Cogeré estas manzanas señor, muchas gracias.
—Sí…señorita, serán…—comenzó, pero la joven había echado a correr.
Alizée escuchó como el tendero le chillaba algo, pero no tenía tiempo.
—Lo siento, ¡Llego tarde!
Recorrió las intrincadas calles, hasta dar con la esquina que deseaba. Ahí estaba, su conejo,mustio y encogido en el suelo. Con su pelaje blanco ennegrecido, apestado y muerto por la podredumbre de Paris tintado de negro. Ralentizó el paso, y cuando sus pies fueron paralelos a los de él, se acuclilló a su lado, tendiéndole ambas manzanas.
—Espero no haber llegado demasiado tarde como para que hayáis perdido el apetito.
Con la mano libre, apartó el cabello delmendigo señor conejo, para poder ver sus ojos claros como el cielo en verano. Esperó a que él la mirara en respuesta, para deslumbrarlo con una sonrisa veraniega.
El chofer, y sirviente de la mansión de su abuela (Jaim) , echó un rápido vistazo a la muchacha antes de redirigir los ojos hacia el camino. Sin duda, sus ojos la juzgaban. No sería él una de las pocas personas que no reparaban en la demencia de la joven.
Alizée dejó de tararear tan solo para observar como Jaim extraía un reloj de bolsillo y comprobaba la hora.
“Tik, tak, tik, tak…”
—¡Llego tarde! —exclamó la muchacha de pronto.
El chofer arqueó una ceja inquisitiva, y giró el rostro para preguntar a la muchacha, pero no quedaba rastro de ella en los asientos del carro.
—¡Señorita! —exclamó alarmado.
Detuvo el carro a duras penas, sin embargo, cuando bajó de él, lo único que halló fue una calle desierta.
—Señorita… —musitó acongojado. Había vuelto a perder a la estúpida cría, sin duda alguna, la señora le daría un buen escarmiento.
El sol desaparecía tímidamente, y la figura de Alizée correteando por las calles de Paris, era simplemente una sombra recortada en dorado. Se detuvo ante un puesto de frutas cuando el destello morado y magenta del gato le llamó la atención.
—¿Qué quereis ahora señor gato? Llego tarde…
—No creéis.., ¿que sería oportuno algo de comida para aquel que buscáis…? —sugirió Cheshire, con una sonrisa ronroneante.
Alizée contempló las frutas que relucían en la luz inexistente de la noche. El tendero se encontraba recogiendo el puesto, mientras la miraba con desinterés. Al parecer las ropas que la muchacha presentaba no sugerían que se tratara de alguien que no pudiera pagar un par de peras. Sin embargo, Alizée no comprendía muy bien las normas sociales. Alargó una mano y tomó dos manzanas.
—Cogeré estas manzanas señor, muchas gracias.
—Sí…señorita, serán…—comenzó, pero la joven había echado a correr.
Alizée escuchó como el tendero le chillaba algo, pero no tenía tiempo.
—Lo siento, ¡Llego tarde!
Recorrió las intrincadas calles, hasta dar con la esquina que deseaba. Ahí estaba, su conejo,
—Espero no haber llegado demasiado tarde como para que hayáis perdido el apetito.
Con la mano libre, apartó el cabello del
Alitzée Quincampoix- Humano Clase Alta
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Re: A sociedad cerrada, manos vacías {Privé}
¿Qué? ¿Qué pasaba? ¿Estaba vivo? Étienne tenía que hacerse esa pregunta cada vez que se levantaba, pero sobretodo en esa ocasión. Ya se había rendido a la idea de que sus esperanzas de atacar el hambre habían muerto por el resto del día y por eso esperaba dormirse en… en la calle, pues, ¿dónde más? Mas parecía que había dormido demasiado, pues unas cuantas nubes habían bajado traviesas del cielo para apartarle el cabello del rostro tostado. ¡Un momento! ¿Desde cuándo las nubes tenían dedos? Étienne abrió los ojos bruscamente, como despertando de una pesadilla. Irónico, pues fue un sueño lo que encontró al enfocar la vista.
Menuda sorpresa se llevó el mendigo con tamaña visión. ¿Quién diría que le sonreiría una boca de anís a él, un pobre diablo? Cielos, pero qué fantasía en vida estaba viviendo. Étienne se quedó con la mandíbula a mediana altura intentando procesarlo. Esa manceba… ¿adónde iba con ese tacto insolente? Pestañeó varias veces; no lo creía. Estaba anocheciendo, pero ella le recordó al alba con esa cara de sultana. Y su sonrisa… la bendijo por su sonrisa, pero la maldijo por sus ropas. Mas sobretodo despotricaba contra su propia persona por su suerte, ya que era imposible que aquella dama como leche fresca se derramara sobre él.
Se tragó su orgullo, sus prejuicios sobre los ricos, y tomó una buena bocanada de aire antes de recibir las frutas. ¡Manzanas! Parecía que su suerte comenzaba a cambiar. ¿Cómo había adivinado que era lo que más gozaba comer? Si se hubiera tratado de alguien mayor o con gesto de burla, Étienne le hubiera lanzado el alimento por encima de sus cintas y rizados cabellos, pero pudo ver en esos ojos el reflejo de la inocencia. «Como Lucrèse» pensó nostálgicamente el vagabundo.
—¿Es en serio? ¿Son éstas para mí? —preguntó como si le estuviese hablando a una chiquita de unos diez años, la edad que tenía su hermana menor cuando la perdió.— Eh, gracias. No tenía por qué.
No reprimiendo más la saliva que le brotaba del antojo, Étienne dio la primera mordida. Dioses, pero qué jugosa. Se notaba que no había sido recogida bajo un roñoso puesto de verduras a medio morir. Si él fuera vendedor, la habría puesto en la cima para atraer clientes.
Iba ya por la tercera mordida cuando escuchó un grito de protesta aproximarse. «¡Págueme esa fruta!» se oía aproximarse. Allí a Étienne le calzó todo. Era demasiado bueno para ser cierto. Miró a la joven con preocupación.
—Alto, alto. Frene un poco. ¿Qué hizo, señorita? No me diga que estas manzanas no le pertenecen. —tomó su silencio como afirmación.
Pero no podía permitir que cayera todo el peso en una chica delante de él. Ideó un improvisado plan de cinco segundos. Se levantó del piso con ambas manzanas en las manos y lo puso en marcha. «Esto me pasa por tonto.» se dijo antes de continuar comiendo como si nada. Incluso sonreía, haciendo mofa de su actuar.
No tardó en llegar el tendero. Y claro, más temprano llegaron las miradas de desprecio que se ganó el vagabundo.
—¿Qué? ¿Es que nunca ha visto a nadie comer con la boca cerrada, viejo marrano?
Oh, oh.
—¡Pedazo de mierda! Te voy a enseñar burlarte de algo memorable.
Así fue que Étienne Jousset se ganó por decimoquinta vez consecutiva en sus veinte amaneces una paliza de aquellas contra el suelo. Sintió patadas en los costados y en el estómago ya empequeñecido. Podía ser que el vendedor ya no estuviera en sus años mozos, pero vaya que golpeaba como mula. Cierto… era más fácil romperle la barriga a un muerto de hambre que a una señorita bien vestida.
Eventualmente el agresor terminó de descargar su furia, se despidió de la muchacha con un asentimiento apresurado y se fue. ¿Era ya tiempo de abrir los ojos?
Menuda sorpresa se llevó el mendigo con tamaña visión. ¿Quién diría que le sonreiría una boca de anís a él, un pobre diablo? Cielos, pero qué fantasía en vida estaba viviendo. Étienne se quedó con la mandíbula a mediana altura intentando procesarlo. Esa manceba… ¿adónde iba con ese tacto insolente? Pestañeó varias veces; no lo creía. Estaba anocheciendo, pero ella le recordó al alba con esa cara de sultana. Y su sonrisa… la bendijo por su sonrisa, pero la maldijo por sus ropas. Mas sobretodo despotricaba contra su propia persona por su suerte, ya que era imposible que aquella dama como leche fresca se derramara sobre él.
Se tragó su orgullo, sus prejuicios sobre los ricos, y tomó una buena bocanada de aire antes de recibir las frutas. ¡Manzanas! Parecía que su suerte comenzaba a cambiar. ¿Cómo había adivinado que era lo que más gozaba comer? Si se hubiera tratado de alguien mayor o con gesto de burla, Étienne le hubiera lanzado el alimento por encima de sus cintas y rizados cabellos, pero pudo ver en esos ojos el reflejo de la inocencia. «Como Lucrèse» pensó nostálgicamente el vagabundo.
—¿Es en serio? ¿Son éstas para mí? —preguntó como si le estuviese hablando a una chiquita de unos diez años, la edad que tenía su hermana menor cuando la perdió.— Eh, gracias. No tenía por qué.
No reprimiendo más la saliva que le brotaba del antojo, Étienne dio la primera mordida. Dioses, pero qué jugosa. Se notaba que no había sido recogida bajo un roñoso puesto de verduras a medio morir. Si él fuera vendedor, la habría puesto en la cima para atraer clientes.
Iba ya por la tercera mordida cuando escuchó un grito de protesta aproximarse. «¡Págueme esa fruta!» se oía aproximarse. Allí a Étienne le calzó todo. Era demasiado bueno para ser cierto. Miró a la joven con preocupación.
—Alto, alto. Frene un poco. ¿Qué hizo, señorita? No me diga que estas manzanas no le pertenecen. —tomó su silencio como afirmación.
Pero no podía permitir que cayera todo el peso en una chica delante de él. Ideó un improvisado plan de cinco segundos. Se levantó del piso con ambas manzanas en las manos y lo puso en marcha. «Esto me pasa por tonto.» se dijo antes de continuar comiendo como si nada. Incluso sonreía, haciendo mofa de su actuar.
No tardó en llegar el tendero. Y claro, más temprano llegaron las miradas de desprecio que se ganó el vagabundo.
—¿Qué? ¿Es que nunca ha visto a nadie comer con la boca cerrada, viejo marrano?
Oh, oh.
—¡Pedazo de mierda! Te voy a enseñar burlarte de algo memorable.
Así fue que Étienne Jousset se ganó por decimoquinta vez consecutiva en sus veinte amaneces una paliza de aquellas contra el suelo. Sintió patadas en los costados y en el estómago ya empequeñecido. Podía ser que el vendedor ya no estuviera en sus años mozos, pero vaya que golpeaba como mula. Cierto… era más fácil romperle la barriga a un muerto de hambre que a una señorita bien vestida.
Eventualmente el agresor terminó de descargar su furia, se despidió de la muchacha con un asentimiento apresurado y se fue. ¿Era ya tiempo de abrir los ojos?
Étienne Jousset- Humano Clase Baja
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Fecha de inscripción : 13/10/2013
Re: A sociedad cerrada, manos vacías {Privé}
La curiosidad se deslizó por el rostro de Alitzia cuando su conejo tomó la manzana entre las manos con los ojos como platos. Ella asintió y lo animó a comerla empujando su mano hacia sus labios. Casi pudo degustar el disfrute de su compañero cuando le propinó un mordisco al alimento, incluso las propias tripas de ellas rugieron con el anhelo de ese apetito. Como una chiquilla recibiendo un regalo, Alitzia dejó escapar una risilla de puro entretenimiento. Pero el entretenimiento fue pronto sustituido por la confusión cuando el conejo dudo de su ayuda ante los gritos del tendero.
La joven se encogió de hombros sin comprender demasiado.
—¿Mía? Nadie la estaba comiendo, ¿de quién iba a ser sino de quién deseaba devorarla?—murmuró convencida, como si aquello fuera lo más lógico del mundo.
Sin previo aviso, el muchacho se levantó. Alitzia escuchó el ronroneo del gato a su lado, como una advertencia, pero lo ignoró.
No entendió que sucedió, pero de pronto su compañero se encontraba tendido en el suelo,acribillado, ensangrentado. Maltratado. Humillado. Durmiendo.
“Tik, tak”
—No llegué a tiempo —musitó Alitzia con un profundo pesar.
La voz del gato le susurró al oído.
—Todavía estás a tiempo pequeña niña.
Las pestañas del inmaculado conejo amenazaron con batirse y dejar ver sus infinitas orbes azules, pero no parecían seguras de hacerlo. La muchacha corrió hacia él para animarle a abrir los ojos. Sus delicados dedos acariciaron elamoratado y ensangrentado adornado rostro de él. Se inclinó para propinarle un delicado beso en sus pestañas.
—Lamento tanto haber llegado más tarde de lo previsto. Le prometo que no volverá a suceder. Pero escúcheme señor conejo, no es hora de dormir ahora mismo. Yo le ayudaré a caminar sin caer en los brazos de Morfeo.
Trató de hacer que el joven se levantara, tirando de sus brazos. Por si no hubieses sifo suficiente incentivo, la muchacha sonrió antes de despegar los labios.
—En mi residencia disponemos de muchas más manzanas, y de té ¿Os gusta el té? Yo adoro el té.
Una sonrisa traviesa monopolizó sus inocentes labios.
La joven se encogió de hombros sin comprender demasiado.
—¿Mía? Nadie la estaba comiendo, ¿de quién iba a ser sino de quién deseaba devorarla?—murmuró convencida, como si aquello fuera lo más lógico del mundo.
Sin previo aviso, el muchacho se levantó. Alitzia escuchó el ronroneo del gato a su lado, como una advertencia, pero lo ignoró.
No entendió que sucedió, pero de pronto su compañero se encontraba tendido en el suelo,
“Tik, tak”
—No llegué a tiempo —musitó Alitzia con un profundo pesar.
La voz del gato le susurró al oído.
—Todavía estás a tiempo pequeña niña.
Las pestañas del inmaculado conejo amenazaron con batirse y dejar ver sus infinitas orbes azules, pero no parecían seguras de hacerlo. La muchacha corrió hacia él para animarle a abrir los ojos. Sus delicados dedos acariciaron el
—Lamento tanto haber llegado más tarde de lo previsto. Le prometo que no volverá a suceder. Pero escúcheme señor conejo, no es hora de dormir ahora mismo. Yo le ayudaré a caminar sin caer en los brazos de Morfeo.
Trató de hacer que el joven se levantara, tirando de sus brazos. Por si no hubieses sifo suficiente incentivo, la muchacha sonrió antes de despegar los labios.
—En mi residencia disponemos de muchas más manzanas, y de té ¿Os gusta el té? Yo adoro el té.
Una sonrisa traviesa monopolizó sus inocentes labios.
Alitzée Quincampoix- Humano Clase Alta
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Re: A sociedad cerrada, manos vacías {Privé}
«Ese baboso sí que tenía el puño fuerte» pensó Étienne al tiempo que la sangre chorreaba el piso gota a gota con un tinte carmesí. En general le dolía cada parte de su anatomía. En particular se concentraba el palpitar en sus palmas y en la cabeza. Aunque le colgaba un hilo de sangre de la boca por haberse partido el labio contra el suelo. Si hubiera sido menos joven o más débil, seguramente no la habría contado dos veces. Aunque a estas alturas de su vida había perdido la cuenta después de la número veinte, pero nunca volvería a repetirse un despertar como ese, en que le besaran los sucios párpados con la suavidad del aleteo de una mariposa.
Por un momento Étienne se pensó en ascenso en el cielo, porque el candor de las caricias humanas ya lo había vivido de niño y sería todo lo que obtuviera de ahí en adelante, o eso pensaba. Para él, estaba soñando dentro de una nube cargada, así que no volvería a despegar los ojos en horas, como un transe inmarcesible. Así parecía que sería hasta que escuchó a su sueño hablar, rompiendo ipso facto con el viaje entre las fases del sueño. Fue entonces que le volvió el alma al cuerpo y levantó sus espesas pestañas estupefacto. Esa chica… ¡ah, ya la recordaba! La doncella del cabello de miel y piel como leche. La causa de su paliza, tal vez, si es que no era que estas cosas siempre le pasaban por tonto.
—P-Pero… ¿qué está haciendo usted aquí? —preguntó como ofendido— Ya se metió en suficientes problemas por un día y de paso me metí gratuitamente en ellos al ocurrírseme hacerme el héroe. Está bien ya. Vuelva a su costoso carruaje y siga jugando a la casa de muñecas. Además, lo único que tengo de conejo es el olor. Aunque gracias por el “señor”. Lo recordaré cuando me sangre la nariz.
Se pasó un brazo por la cara y revisó el rastro que dejó en el mismo. Si había dejado su extremidad más roja que el fondo de una granada y las fosas nasales le ardían como el infierno, ya imaginaba el espanto que debía estar hecho, nada presentable. Pero así y todo ella seguía allí, viéndolo con ternura. ¿Cómo explicarle a una moza con esa mirada que no era un cachorrito faldero? Es más, nunca había tenido que explicárselo a nadie; bastaba con verlo para entender las diferencias. ¿Acaso estaba ciega? ¿Cómo se le ocurría hablarle de su residencia en una confianzuda sonrisa?
—¡Escuche, señorita! —comenzó con un tono más alto del que hubiera querido emplear. Es que no podía evitar ver sus ropas y encontrar en ellas todo lo que odiaba de los ricos. Pero respiró profundo y procuró tener paciencia con esta chica que no parecía haber puesto pié fuera de su alcoba en su vida— Mira, no quiero que te metas en más problemas. Tienes padres, ¿verdad? Bueno, ellos te darían una tunda que se oiría hasta el fondo del océano si te vieran aquí hablando conmigo. Y mejor no te digo a qué convento te hubiesen mandado si te hubiesen visto besar… olvídalo —miró hacia otro lado con un color damasco en sus mejillas. Si los chicos del callejón se enteraban, sería el hazmerreír, “el cachorro de la niña rica”— No importa. Lo que importa es que debes volver antes de que nos encuentren. ¿Me ves? Te aseguro que no tiene nada de poético o divertido que te vituperen. Así que ve, vamos, anda.
Por un momento Étienne se pensó en ascenso en el cielo, porque el candor de las caricias humanas ya lo había vivido de niño y sería todo lo que obtuviera de ahí en adelante, o eso pensaba. Para él, estaba soñando dentro de una nube cargada, así que no volvería a despegar los ojos en horas, como un transe inmarcesible. Así parecía que sería hasta que escuchó a su sueño hablar, rompiendo ipso facto con el viaje entre las fases del sueño. Fue entonces que le volvió el alma al cuerpo y levantó sus espesas pestañas estupefacto. Esa chica… ¡ah, ya la recordaba! La doncella del cabello de miel y piel como leche. La causa de su paliza, tal vez, si es que no era que estas cosas siempre le pasaban por tonto.
—P-Pero… ¿qué está haciendo usted aquí? —preguntó como ofendido— Ya se metió en suficientes problemas por un día y de paso me metí gratuitamente en ellos al ocurrírseme hacerme el héroe. Está bien ya. Vuelva a su costoso carruaje y siga jugando a la casa de muñecas. Además, lo único que tengo de conejo es el olor. Aunque gracias por el “señor”. Lo recordaré cuando me sangre la nariz.
Se pasó un brazo por la cara y revisó el rastro que dejó en el mismo. Si había dejado su extremidad más roja que el fondo de una granada y las fosas nasales le ardían como el infierno, ya imaginaba el espanto que debía estar hecho, nada presentable. Pero así y todo ella seguía allí, viéndolo con ternura. ¿Cómo explicarle a una moza con esa mirada que no era un cachorrito faldero? Es más, nunca había tenido que explicárselo a nadie; bastaba con verlo para entender las diferencias. ¿Acaso estaba ciega? ¿Cómo se le ocurría hablarle de su residencia en una confianzuda sonrisa?
—¡Escuche, señorita! —comenzó con un tono más alto del que hubiera querido emplear. Es que no podía evitar ver sus ropas y encontrar en ellas todo lo que odiaba de los ricos. Pero respiró profundo y procuró tener paciencia con esta chica que no parecía haber puesto pié fuera de su alcoba en su vida— Mira, no quiero que te metas en más problemas. Tienes padres, ¿verdad? Bueno, ellos te darían una tunda que se oiría hasta el fondo del océano si te vieran aquí hablando conmigo. Y mejor no te digo a qué convento te hubiesen mandado si te hubiesen visto besar… olvídalo —miró hacia otro lado con un color damasco en sus mejillas. Si los chicos del callejón se enteraban, sería el hazmerreír, “el cachorro de la niña rica”— No importa. Lo que importa es que debes volver antes de que nos encuentren. ¿Me ves? Te aseguro que no tiene nada de poético o divertido que te vituperen. Así que ve, vamos, anda.
Étienne Jousset- Humano Clase Baja
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Fecha de inscripción : 13/10/2013
Re: A sociedad cerrada, manos vacías {Privé}
Alitzia ladeó el rostro en aquel gesto suyo tan distintivo.
No comprendía las palabras del muchacho. Frustrada, se llevó la mano a los labios y lo miró pensativo.
“Padres”, permitió que la palabra se deslizara por sus pensamientos y desapareciera.
Y ahora parecía estar echándola. Aquello no tenía ni pies ni cabeza. El tierno conejo no paraba de hablar. Alitzia hizo pucheros. Rápidamente alzó la mano y cubrió la boca del muchacho para que callara.
—Señor conejo, no entiendo nada de lo que estáis diciendo. Si bien vuestro cuerpo está hoy cansado, pero vuestra lengua no para de moverse. Temo que vuestra voz pueda escapar de vos si continuáis parloteando así.
Tiró con delicadeza de su brazo y le instó a seguirla.
—Llevo mucho tiempo buscándoos, me vería muy triste si rechazáis así mi invitación.
Lo arrastró consigo no aceptando un “No” por respuesta. Se introdujeron en unas enrevesadas callejuelas que los llevaron hasta un callejón sin salida. Alitzia se detuvo pensativa. Empujó consigo al señor conejo y trató de volver sobre sus pasos pero terminó en otro callejón sin salida. Inesperadamente, dejó escapar una risueña carcajada.
—Vaya, al parecer el anochecer me confunde. No tengo ni la menor idea de donde estamos ¿Sabe usted por dónde se va a mi casa señor conejo? ¡Oh! Vaya tontería. Claro que no lo sabe.
La sonrisa partida de la luna los contemplaba desde lo alto. Alitzia le devolvió la mirada. Su rostro se iluminó. El conejo a su lado parecía confundido. Era un conejo muy bonito. La muchacha quiso tocarle su cabellera marrón.
—Está usted un poco sucio. Cuando lleguemos a mi hogar, puede darse un baño conmigo—dijo ella sin el menor rastro de pudor alguno.
Se encogió de hombros y continuó su camino. Dio un bote de alegría al creer haber hallado el camino, agilizó entonces el paso.
—Vamos amigo mío. Por cierto, no os dije mi nombre; es Alitzia. Pero me podéis llamar como el gato me llama; Alicia.
No comprendía las palabras del muchacho. Frustrada, se llevó la mano a los labios y lo miró pensativo.
“Padres”, permitió que la palabra se deslizara por sus pensamientos y desapareciera.
Y ahora parecía estar echándola. Aquello no tenía ni pies ni cabeza. El tierno conejo no paraba de hablar. Alitzia hizo pucheros. Rápidamente alzó la mano y cubrió la boca del muchacho para que callara.
—Señor conejo, no entiendo nada de lo que estáis diciendo. Si bien vuestro cuerpo está hoy cansado, pero vuestra lengua no para de moverse. Temo que vuestra voz pueda escapar de vos si continuáis parloteando así.
Tiró con delicadeza de su brazo y le instó a seguirla.
—Llevo mucho tiempo buscándoos, me vería muy triste si rechazáis así mi invitación.
Lo arrastró consigo no aceptando un “No” por respuesta. Se introdujeron en unas enrevesadas callejuelas que los llevaron hasta un callejón sin salida. Alitzia se detuvo pensativa. Empujó consigo al señor conejo y trató de volver sobre sus pasos pero terminó en otro callejón sin salida. Inesperadamente, dejó escapar una risueña carcajada.
—Vaya, al parecer el anochecer me confunde. No tengo ni la menor idea de donde estamos ¿Sabe usted por dónde se va a mi casa señor conejo? ¡Oh! Vaya tontería. Claro que no lo sabe.
La sonrisa partida de la luna los contemplaba desde lo alto. Alitzia le devolvió la mirada. Su rostro se iluminó. El conejo a su lado parecía confundido. Era un conejo muy bonito. La muchacha quiso tocarle su cabellera marrón.
—Está usted un poco sucio. Cuando lleguemos a mi hogar, puede darse un baño conmigo—dijo ella sin el menor rastro de pudor alguno.
Se encogió de hombros y continuó su camino. Dio un bote de alegría al creer haber hallado el camino, agilizó entonces el paso.
—Vamos amigo mío. Por cierto, no os dije mi nombre; es Alitzia. Pero me podéis llamar como el gato me llama; Alicia.
Alitzée Quincampoix- Humano Clase Alta
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Fecha de inscripción : 03/10/2014
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