AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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Aunque ahora no quieras, al final lo harás | Privado
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Aunque ahora no quieras, al final lo harás | Privado
– Que la quemes, ¡demonios! ¿Estás sordo? – Milo, su ayuda de cámara, le ignoró. Eso solo sirvió para que el fuego recorriera sus venas. La ira que había ido acumulando al leer la carta de su madre, en la que mencionaba las nuevas condecoraciones del maravilloso Señor Nottingham, finalmente explotó en una sarta de palabras. Caleb arrugó el papel con odio, mientras amenazaba con la mirada a sus empleados. No parecía importarle que Juliet, la cocinera, estuviese dándole la espalda mientras colocaba la bandeja sobre la cómoda. La maldita mujer tarareaba una alegre canción, ignorando su diatriba. – No voy a comer esa mierda. – Le advirtió. – Solo Dios sabe qué veneno le has puesto. – Furioso, lanzó la misiva al otro lado de la habitación, esperando que ésta llegase hasta la crepitante chimenea. No lo logró. La bola aterrizó a unos centímetros del fuego, burlándose en la lejanía de su condición. Desde que se le daba bastante bien lanzar todas las cosas que tenía al alcance, sus criados habían optado por dejar cerca de su cama, aquello que consideraban básico. Había un par de libros, papel y tinta, un vaso de agua y ¡nada más!, comprobó con frustración. Las velas que iluminaban su habitación estaban estratégicamente colocadas. Como era de esperar, los criados que su padre había enviado para hacer cómodo su exilio, se habían aburrido de tratar con sus rabietas. O al menos, eso era lo que creía. Una vez que sus malnacidas piernas habían dejado de serle útiles, Caleb creía que era una carga y no hacía nada por aligerar el peso para ellos. Su padre estaba pagándoles una fortuna por su cuidado, entonces debían ganárselo. En su opinión, era un excelente razonamiento. – Necesito opio, par de idiotas. No les dejaré dormir si continúan negándomelo. – Y lo haría. Haría sonar la campana para que le atendieran, una y otra, y otra vez. Sentía un retorcido placer cada que tocaba ese objeto. Para infortunio de sus criados, él era quien daba las órdenes siempre que su padre no enviase unas contradiciendo sus palabras. A esas alturas, el mariscal de campo, ni siquiera se acordaría de él. ¡Lo había dado por muerto! ¿Por qué su madre tenía que mencionarlo? ¿De verdad creía que eso le haría sentir mejor?
Juliet se acercó con una sonrisa en el rostro. Era falsa, se dijo. Todos lo eran. Él le devolvió el gesto, pero la suya destilaba frialdad y arrogancia. Aún postrado en la cama, Caleb Zach Nottingham imponía. Todos esos años en el ejército habían hecho mella en él. A la cocinera se le borró el semblante mientras colocaba la bandeja sobre su estómago. Había lástima en su mirada y reconocerlo, fue como si le dieran un golpe en el plexo solar. Apretó la mandíbula con tanta fuerza, que era sorprendente que sus dientes no rechinaran. Sin embargo, se negó a apartar la mirada. Él nunca se amedrantaba. Su padre le había enseñado una lección cuando despertó en aquél hospital. Entonces, jamás había creído que Philip preferiría saberlo muerto que inválido. Pero la vida era una puta que se iba de cama en cama, siempre con el deseo de joder. Y lo habían jodido muy bien. – Necesita alimentarse. Ha perdido bastante peso. – ¿Y a ella qué le importaba? No era su madre y él, no era un crío que necesitase de sus estúpidos cuidados. Debió haber visto sus intenciones, porque añadió con malhumor. – Si come, le daremos su medicina. Es el trato. – ¿Había oído bien? Tal vez él también se había quedado sordo. ¿Desde cuándo tenía que hacer tratos para obtener lo que quería? Frunció el ceño y luego un poco más. Su sien comenzaba a palpitar. – No haremos ningún jodido trato. ¡Me dará lo que quiero y punto! Soy el señor de esta casa, harían bien en recordarlo. – Volcó la bandeja, cuidando de que sus sábanas no se viesen perjudicadas. El vestido de la cocinera sufrió más agravio que el piso. – ¿Entendido? – Por respuesta, solo obtuvo un leve asentimiento. Esperaba que esa vez, estuviese claro. Su existencia sería más llevadera. Él podría sumergirse en el olvido con el opio y ellos descansarían de sus rabietas. Por supuesto, habría quedado más tranquilo si esa conversación no se produjera todos los jodidos días. Sus criados, sus malditos criados, le habían declarado la guerra desde que arribaron a tierras francesas.
Juliet se acercó con una sonrisa en el rostro. Era falsa, se dijo. Todos lo eran. Él le devolvió el gesto, pero la suya destilaba frialdad y arrogancia. Aún postrado en la cama, Caleb Zach Nottingham imponía. Todos esos años en el ejército habían hecho mella en él. A la cocinera se le borró el semblante mientras colocaba la bandeja sobre su estómago. Había lástima en su mirada y reconocerlo, fue como si le dieran un golpe en el plexo solar. Apretó la mandíbula con tanta fuerza, que era sorprendente que sus dientes no rechinaran. Sin embargo, se negó a apartar la mirada. Él nunca se amedrantaba. Su padre le había enseñado una lección cuando despertó en aquél hospital. Entonces, jamás había creído que Philip preferiría saberlo muerto que inválido. Pero la vida era una puta que se iba de cama en cama, siempre con el deseo de joder. Y lo habían jodido muy bien. – Necesita alimentarse. Ha perdido bastante peso. – ¿Y a ella qué le importaba? No era su madre y él, no era un crío que necesitase de sus estúpidos cuidados. Debió haber visto sus intenciones, porque añadió con malhumor. – Si come, le daremos su medicina. Es el trato. – ¿Había oído bien? Tal vez él también se había quedado sordo. ¿Desde cuándo tenía que hacer tratos para obtener lo que quería? Frunció el ceño y luego un poco más. Su sien comenzaba a palpitar. – No haremos ningún jodido trato. ¡Me dará lo que quiero y punto! Soy el señor de esta casa, harían bien en recordarlo. – Volcó la bandeja, cuidando de que sus sábanas no se viesen perjudicadas. El vestido de la cocinera sufrió más agravio que el piso. – ¿Entendido? – Por respuesta, solo obtuvo un leve asentimiento. Esperaba que esa vez, estuviese claro. Su existencia sería más llevadera. Él podría sumergirse en el olvido con el opio y ellos descansarían de sus rabietas. Por supuesto, habría quedado más tranquilo si esa conversación no se produjera todos los jodidos días. Sus criados, sus malditos criados, le habían declarado la guerra desde que arribaron a tierras francesas.
Caleb Nottingham- Esclavo de Sangre/Clase Alta
- Mensajes : 74
Fecha de inscripción : 13/02/2014
Re: Aunque ahora no quieras, al final lo harás | Privado
Habían insistido en que la fuera a recoger un carruaje al hostal en el que se había estado hospedando y que éste la llevaría hasta su nuevo destino, pero Estrella se había negado rotundamente. No era partidaria de los lujos ni del despilfarro sin sentido de dinero, así que recalcó que únicamente tomaría la oferta para ejercer como voluntaria -sí, también se había visto obligada a remarcar aquella palabra y lo que ello implicaba, que no iba a cobrar por sus servicios- si le permitían ir allí como ella considerase oportuno. Por suerte, dieron su brazo a torcer por el desespero que les consumía, y la joven española tomó el primer tren que la acercaría a las afueras de la gran ciudad francesa de París.
Tras casi una hora a pie desde la estación de ferrocarriles, la joven se detuvo frente a una enorme verja de metal y esperó a que se acercara un hombre que parecía vigilar la entrada.
-¿Qué la trae por aquí, mademoiselle?
-Soy Estrella Díaz y vengo a ayudar con el joven amo de la casa.
-Oh, es usted a quienes estaban esperando los del servicio. Pase.
Le abrió la reja y permitió que pasara al gran jardín que por el frío que ahora hacía, permanecía prácticamente yermo y cubierto de escarcha. Caminó con cuidado de no resbalar y una vez subidos los seis escalones de piedra helada que separaban a la mansión del terreno, se desenfundó un guante para llamar. Al cabo de un par de minutos de espera, una mujer regoderta la atendió y la acompañó al interior de la casa, permitiéndole dejar el frío en el exterior.
-Ya sé como suelen ir estas cosas y no me gusta seguir protocolos. Si algo no sé dónde está o cómo funciona, preguntaré. Sólo dígame si hay alguna norma que deba cumplir y luego lléveme ante el paciente, por favor.
La mujer se quedó desconcertada ante lo directa que era aquella muchacha con rostro tan dulce. Aún así, asintió y la guió escaleras arribas y a través del pasillo. No había sido grosera y su tono, aunque urgente y conciso, había sido agradable.
-Las normas ya se las impondrá el joven señor Nottingham.
Se detuvieron frente a una puerta doble y la mujer llamó suavemente, antes de empujar una de las hojas de madera y dejarla pasar dentro. La señora mayor no la siguió, solamente cerró con mucho cuidado tras ella y la dejó a solas en una imponente estancia digna de un conde, al menos. Dejó la bolsa de viaje a un lado y se quitó el otro guante, guardando ambos en los bolsillos de su abrigo. El joven que estaba en la cama, no parecía haberse percatado de su presencia. Pero tampoco se le veía dormido. Estaba sentado, reposando la espalda contra la cabecera del camastro y mirando hacia las cortinas de las ventanas que permanecían corridas para evitar la entrada de la luz del sol. Ella se aproximó con paso decidido, pero silencioso y tiró de los telajes gruesos y pesados, dejando que un criminal rayo iluminara el rostro del que a partir de ahora, estaría a su tierno cuidado. Sonrió con cierta malicia por un instante, antes de volver a su rostro angelical y girarse para encarar a un muy malhumorado niño malcriado.
Tras casi una hora a pie desde la estación de ferrocarriles, la joven se detuvo frente a una enorme verja de metal y esperó a que se acercara un hombre que parecía vigilar la entrada.
-¿Qué la trae por aquí, mademoiselle?
-Soy Estrella Díaz y vengo a ayudar con el joven amo de la casa.
-Oh, es usted a quienes estaban esperando los del servicio. Pase.
Le abrió la reja y permitió que pasara al gran jardín que por el frío que ahora hacía, permanecía prácticamente yermo y cubierto de escarcha. Caminó con cuidado de no resbalar y una vez subidos los seis escalones de piedra helada que separaban a la mansión del terreno, se desenfundó un guante para llamar. Al cabo de un par de minutos de espera, una mujer regoderta la atendió y la acompañó al interior de la casa, permitiéndole dejar el frío en el exterior.
-Ya sé como suelen ir estas cosas y no me gusta seguir protocolos. Si algo no sé dónde está o cómo funciona, preguntaré. Sólo dígame si hay alguna norma que deba cumplir y luego lléveme ante el paciente, por favor.
La mujer se quedó desconcertada ante lo directa que era aquella muchacha con rostro tan dulce. Aún así, asintió y la guió escaleras arribas y a través del pasillo. No había sido grosera y su tono, aunque urgente y conciso, había sido agradable.
-Las normas ya se las impondrá el joven señor Nottingham.
Se detuvieron frente a una puerta doble y la mujer llamó suavemente, antes de empujar una de las hojas de madera y dejarla pasar dentro. La señora mayor no la siguió, solamente cerró con mucho cuidado tras ella y la dejó a solas en una imponente estancia digna de un conde, al menos. Dejó la bolsa de viaje a un lado y se quitó el otro guante, guardando ambos en los bolsillos de su abrigo. El joven que estaba en la cama, no parecía haberse percatado de su presencia. Pero tampoco se le veía dormido. Estaba sentado, reposando la espalda contra la cabecera del camastro y mirando hacia las cortinas de las ventanas que permanecían corridas para evitar la entrada de la luz del sol. Ella se aproximó con paso decidido, pero silencioso y tiró de los telajes gruesos y pesados, dejando que un criminal rayo iluminara el rostro del que a partir de ahora, estaría a su tierno cuidado. Sonrió con cierta malicia por un instante, antes de volver a su rostro angelical y girarse para encarar a un muy malhumorado niño malcriado.
Estrella Díaz- Humano Clase Alta
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