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El ave, la bruja y las catacumbas | Privado 2WJvCGs


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PARÍS, FRANCIA
AÑO 1842

Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.

Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.

¿Estás dispuesto a regresar más doscientos años atrás?



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Mensaje por Julius/Maximus Gaffigan Lun Dic 22, 2014 4:01 am

Tal vez, tenía que reconocer, se había perdido. Su madre, en muchas, muchísimas ocasiones, le había dicho que la curiosidad siempre terminaba por matar al gato. Él se había reído, diciéndole que no era un felino, sino una avecilla muy inteligente y escurridiza. Tanto que, si se lo proponía, podría robar al mismísimo Banque de France y jamás ser descubierto. Si no lo había intentado, era porque su tío favorito, que además era el único que tenía y no había más de donde elegir, se negaba a ayudarlo. Jamás reconocería, deliberadamente, que aún no era un experto para intentar un atraco de semejante tamaño. Entrar a las catacumbas por esa puerta misteriosa en el Cementerio de Montmartre, estaba dejando de ser divertido. Cuando llegó a una bifurcación se detuvo por unos largos segundos a pensar qué camino tomar. Al no decidirse, optó por sacar su as bajo la manga, el siempre eficaz Tin Marin de Do Pingue. Ganó el izquierdo, así que se fue por el derecho. Intentó por millonésima vez, hablar con Julius. La telepatía solo funcionaba a cierta distancia, lo que significaba que había hecho un grandioso trabajo escondiéndose. Solo esperaba que lo encontraran antes de que se pareciera a los esqueletos que formaban parte de las paredes de esos túneles. Tragó saliva sonoramente, tratando de alejar ese pensamiento de su muy imaginativa mente. Como cambiante, podía ver en la oscuridad. Sin embargo, aquello no era del todo necesario. Había antorchas iluminando el espacio, lo que significaba que éstas estaban siendo utilizadas. ¿Por chupasangres? Como acto reflejo, llevó su mano a su cuello, su mirada vagando por todos lados. Julius siempre le contaba historias macabras de esos seres, donde la sangre de los niños como él, eran el plato principal. La suya, decía, sería la más dulce y sabrosa. No lo había creído, por supuesto. Cualquier cosa que involucrara dejar los dulces debía ser broma. Esta noche, no quería averiguarlo. Eso era lo que llamaba, ¡instinto de supervivencia!

– ¿Hay alguien en casa? – Metió a su boca otro caramelo, mientras disfrutaba de cómo casa hacía eco en esa interminable cueva. – Aquí, el Gran Maximus. Un niño perdido. Si no regreso pronto a casa, papá mandará un ejército de trolls a buscarme. – Mintió, al escuchar algo a lo lejos. Lucius, ni siquiera sabía que no estaba en su cuarto. Lo había dejado durmiendo hacía más o menos el tiempo que le había llevado seguir a su tío, jugar a las escondidillas y encontrar la entrada a las catacumbas. – Y es como un oso furioso en el mejor de los días. Si algo me pasa, matará al culpable y a sus secuaces. – Le había parecido escuchar más de una voz. ¡¿Eran fantasmas?! Animado con la idea, corrió en esa dirección. Su madre, Sonnenschein, era una bruja. Había empezado a instruirlo en hierbas, como si así pudiese despertar algún tipo de magia en él. Desde que su tío presumía que la sangre de cambiante era más dominante, había empezado una guerra entre ellos. Max no quería saber nada de hechicería. Estaba bien siendo ave. Volar, era alucinante. Si podía hablar con uno de esos espíritus, podrían indicarle la salida. Las voces se alejaban, ¡como si huyeran de él! Podía escuchar unas pequeñas pisadas y, antes de saberlo, los había perdido. ¿No había pasado ya por ese túnel? ¡Todos parecían exactamente iguales! Frustrado, se sentó en una calavera. – No voy a mandarlos al más allá. – Dijo, a nadie en particular, limpiándose las manos en sus pantalones raídos. Le había hecho otra abertura, su madre no estaría muy contenta. Si a eso le sumaba que se había escapado a media noche, estaría castigado hasta que tuviese cincuenta años. Algo temible, siendo que los cambiantes vivían mucho tiempo.  – Solo quiero jugar. Se está muy aburrido acá. – A la mayoría de los fantasmas, se les ignoraba. Los vivos no querían saber nada de ellos. Él, tampoco. Pero eso, no tenían por qué saberlo.
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El ave, la bruja y las catacumbas | Privado Empty Re: El ave, la bruja y las catacumbas | Privado

Mensaje por Neliel Stendhal Jue Ene 22, 2015 7:38 pm

Neliel contaba con apenas cuatro años cuando perdió a sus padres, sin embargo, la pequeña tuvo la suerte de encontrar a alguien lo suficientemente bondadoso como para hacerse cargo de ella. Confundió a Kirian con su padre y en su terquedad infantil se negó a quedarse con la enfermera Gretchen, quien se había encariñado con aquella niña que más de una vez le robaba sonrisas debido a su singular manera de actuar. Era como una adulta en tamaño compacto. A pesar de ser tan pequeña, la brujita poseía un gran intelecto el cual fue forjado con tanto cariño por su difunta madre. Iduna se empeñaba en que Neliel tuviera una excelente educación, pues le serviría para un futuro. La mujer no dejaba de cuidar a su hija, ni siquiera luego de haber dejado el mundo físico. Iduna era aquel espíritu que cuidaba a Neliel en cada paso que daba, incluso cuando la pequeña se extraviaba en los bosques siguiendo alguna criatura que despertara su curiosidad.

Caminaba por las calles parisinas al lado de Kirian, al que tomaba de la mano para no extraviarse. De vez en cuando se quedaba observando a las personas que transitaban cerca de ellos, descubriendo extraños colores que les rodeaban. Se trataba de sus auras, pero para una niña tan pequeña aún era desconocido, aunque claro, Iduna se lo recordaría en algún momento. De vez en cuando le hablaba a su peluche o le preguntaba alguna cosa al cambiante, quien en varias oportunidades no sabía qué responder, pero aún así se las ingeniaba para que Neliel quedara satisfecha con sus respuestas o le diría que le saldrían verrugas en la nariz como a los trolls de los bosques. Kirian no podía evitar reír ante las palabras de la pequeña. Al igual que su madre, Neliel poseía el don de ver a los espíritus, incluso a aquellos que pertenecían a la naturaleza y en muchas ocasiones iba detrás de ellos, haciéndoles preguntas, como siempre acostumbraba cuando veía a alguien nuevo. No perdía ocasión para ir tras la pista de algún fuego fatuo. Esas luces flotantes con movimiento propio eran sus favoritas sin duda alguna.

Mientras Kirian buscaba algo de alimento y las galletas favoritas de Neliel, la pequeña no perdió la oportunidad para volverse a perder en algún lado. El cambiante sólo la descuidó unos segundos, momento en el cual la infanta se fue tras la enigmática luz de un fuego fatuo. Cerca estaba el cementerio de Montmartre, ella lo desconocía hasta ese entonces. El camposanto se encontraba un par de calles más adelante en donde se encontraba junto con Kirian, pero fue más su emoción por haber visto aquella misteriosa luz, que el miedo que pudiese despertar el hecho de estar sola. Pero es que Neliel nunca se sentía sola, siempre la acompañaban el Señor Nieve y el espíritu de Iduna.

— ¡Lucecita, no te vayas! —Exclamó mientras iba a las carreras detrás de aquel punto luminoso que se detenía por breves instantes, ¿Le estaba invitando a su morada? Eso parecía.

Sus enormes orbes azules recorrían con curiosidad la forma de las lapidas y observaban sorprendidos a los cuervos que rondaban cerca del cementerio y se posaban en las ramas de algunos árboles. Neliel les saludó animadamente llamándoles “señores cuervitos con trajecito negro y pico de plata”. Tal como se lo enseñó su madre en alguna de las historias que le contaba. Al estar tan sola en aquel lugar tan desolado y extrañamente frío, la niña se aferró a su peluche. No sabía cómo regresar con Kirian y eso despertaría el temor en ella. Se sentó sobre una lápida y miraba a todos lados, debía hallar la manera de volver, pero no sabía cómo. La luz que con tanto ánimo había perseguido, ya no estaba, simplemente se esfumó en el aire.

—Señor Nieve, ahora, ¿cómo vamos a regresar? Papi se enojará conmigo por haberlo desobedecido —dijo Neliel en voz baja como si de verdad aquel peluche en forma de oveja, le entendiera—. ¡Ya sé! ¿Y si le preguntamos a los cuervitos? Tienes razón, es mala idea.

Al momento en que se debatía la manera de regresar con su peluche, varios fuegos fatuos se le acercaron, prácticamente rodearon su pequeña figura. Neliel sonrió de pura emoción, nunca había visto a tantas luces como esas reunidas y tan cerca de ella. Se puso de pie de inmediato y sin pensárselo dos veces ya estaba detrás de ellas, siguiéndolas al lugar en donde se refugiaban, ¿qué iba a saber aquella infanta que los fuegos fatuos la conducirían a las catacumbas del camposanto? Simplemente se dejó llevar por su naturaleza infantil y la curiosidad que ésta despertaba.

Las catacumbas no eran un lugar nada agradable, en especial por aquel aspecto sombrío que mostraban. Sin embargo, eso a Neliel no le asustó, estaba tan pendiente de seguir a sus nuevos amigos que olvidaba lo que era tener miedo. Escuchaba los susurros de los espíritus y eso le avivaba a continuar hacia adelante, extrañamente podía sentirse segura en un lugar tan horrible como ese. Siguió hacia su derecha por uno de los largos túneles, los fuegos fatuos le iluminaban el camino, pero al toparse con una calavera, la pequeña no quiso continuar a pesar de que las voces de los muertos le decían que continuara avanzando.

—Pero… Ese señor se enojará si le paso por encima sin su permiso. Mejor vamos a preguntarle si podemos continuar —mencionó la niña al momento en que se ponía de cuclillas frente a aquel montón de huesos humanos—. Señor huesos, mis amigos y yo estamos dando un paseo, ¿nos permite continuar? Le damos nuestra palabra de que no dañaremos nada.

Como por arte de magia, la calavera terminó levantándose, actuaba como si estuviera realmente viva. Pero sólo se trataba de algún espíritu que había poseído aquel montón de huesos. Aquel ser hizo una reverencia a la niña y hasta decidió caminar a su lado. Neliel estaba fascinada con lo que veía, pues jamás había experimentado algo como eso. Tan contenta parecía que les hablaba a sus espectrales acompañantes sin parar, éstos le comprendían perfectamente. Todos continuaron animados el recorrido sin saber que les deparaba más adelante.
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