Viejos "amigos" (Vestein Korpz)

Estaba esperándolo con una sonrisa en la cara, fingiendo entreleer la carta de cafés del lugar en el que me encontraba, cuando al fin llegó.
Desde la ventana se veía una cara pálida, fría y nada cuerda con unas enormes ojeras que delataban una vida plagada de conflictos, tupidas historias y más de un trauma. Me alegré en silencio.
Vestein Korpz estaba vivo. Bueno, no estaba vivo, pero estaba ahí. Aquel era el único pensamiento que rondaba mi mente en aquellas horas. Me había enterado por una extraña fuente de su presencia en París, de lo que deduje que había entregado su vida a cambio de una eternidad infalible y de una piel más pálida. Y así había sido.

Levanté la mano para llamar al camarero y le pedí en silencio que indicase al "pobre joven" de la puerta que el señor Lumière lo estaba esperando dentro. Sabía que sería una gran sorpresa para él. Pegado a la ventana como estaba, lo había visto pasar de frente a mí en silencio, contemplando el paisaje a su alrededor. Aquel individuo flacucho y desgarbado que había sido objeto de mis más toscos pensamientos había vuelto a mi vida años después de haber causado la controversia. Ahora tan sólo esperaba saludarlo y comprobar qué quedaba del hombre que yo conocí en aquel cuerpo de vampiro.
Al otro lado del cristal, el camarero saludó a Vestein en la oscuridad de la noche y le indicó que yo le esperaba dentro. De nuevo, comprobé su cara de sorpresa al oír mi nombre. Ni él sabía de mi vampirismo, ni yo hasta ahora había sabido del suyo.

Esperé con impaciencia a que se acercara hasta mí. Ahora enfrentaríamos dos caras que no se habían visto en un periodo más largo de un siglo. Él me había dado por muerto, y yo a él también. Me pregunté por qué ahora había hecho llamarlo, por qué después de enterarme de su estancia en París había corrido a buscar su paradero y lo había esperado formando un atropello al que no podía negarse. Sin embargo, cualquier duda se disipó cuando entró en el café, y me buscó con aquellos ojos claros que tanto mal habían causado en mi familia. Sí, estaba completamente loco, tanto o incluso más como lo estaba cuando convirtió a mi hermana en su esclava. Sentí repulsión al volver a ver las manos que habían asesinado a su propia madre en el mismo hogar en el que dormía una mujer con mi propia sangre. No había sido una mala elección, sino un error catastrófico.

Me odié por no haberle buscado antes, pero sabía que había sido porque lo había dado por muerto. Al fin y al cabo no merecía la pena remover el pasado. ¿Entonces por qué estaba ahí, aguantándole la mirada mientras tomaba asiento en mi propia mesa?

-Bonnuit, monsieur Korpz. Qué agradable sorpresa -dije con toda la cortesía del mundo. Las personas que nos rodeaban en aquella noche no tenían por qué conocer nuestro mutuo odio.

Sólo será una simple conversación.

Todo ocurrió hace demasiado tiempo. Diane era una chica hermosa, quizás no era la chica idónea para acompañarme en mi status social, pero era maravillosa. La mujer perfecta, pero eso sí, en el lugar y momento equivocado.

Si no recuerdo mal, la época exacta de los acontecimientos fue entre la muerte de mi padre y la de mi madre. Mi padre había muerto recientemente y yo estaba desconsolado. No pasaban ni dos años sin que un familiar, mascota o criado querido muriera. Y apareció ella, un pequeño rayo de luz en una mente oscura y caótica. Vino con su familia procedente de París, acompañando a su joven hermano en una gira de conciertos la cual pasó por Finlandia.

Recuerdo esa noche con dificultad. Fue en el gran comedor del hotel Lindström, en pleno Helsinki. Dimitri tocaba de una forma virtuosa y perfecta el violín, junto a su maestro. Yo me fijaba en el público desde mi posición privilegiada. Me aburría la música de esos dos extranjeros. Y allí, entre cientos de cabezas, peinados, y sombreros de copa alta, la vi a ella.

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Meses después estábamos felizmente casados, y cuando su familia abandonó Helsinki, rumbo a París, ella quedó conmigo en la residencia Lindström, únicamente habitada por mi madre encamada y algunos siervos. Vivíamos como si de los mismísimos reyes de Finlandia se tratase, incluso me atrevería a decir que con más libertad y poder. Pero la pobre no asumió bien mi locura. Bueno, la verdad, ni ella ni nadie.
El día que maté a mi madre con mis propias manos, ella estaba en una habitación colindante, muerta de miedo. A ella no le hice nada, y gracias a Dios, conseguí aceptar el divorcio y que me abandonara, dejándome solo en una mansión habitada por el odio y la locura.

Las paredes se me hechaban encima, los cuadros se caían, el aire me axfisiaba y las mantas me aplastaban. La casa estaba maldita, ¿o lo estaba yo? ¿Estaba loco o ahí pasaba algo?. Poco tiempo después recibí la visita de mi conversor, y me dejé llevar por la locura y la lujuria, olvidándolo todo, o, por lo que veo, intentándo olvidarlo.

Un día, meses adelante en la historia, recibí la visita de una persona conocida. Dimitri Lumière, el violinista, mi cuñado. Entró maldiciendo en la casa, golpeando al mayordomo, enfurecido. Quería matarme. Cuando entró en mi despacho, yo estaba en mi escritorio leyendo un libro. Me derribó y comenzó un forcejeo permitido por mí, ya que podía habermelo apartado de haber querido. Había anochecido y yo ya no era humano. Él notó algo extraño en mí. Una persona de tan débil constitución que ahora poseía la fuerza de varios hombres.

Me enteré de que mi amada Diane le había estado escribiendo cartas durante mi matrimonio, y se las enviaba a través de siervos para que yo no me enterase. En ellas le lloraba desconsoladamente. Mi esposa me temía, me temía más que a la propia muerte y al más cruel de los infiernos. Entonces comprendí la furia de mi agresor, y dejé que descargara su furia contra mí. Entre ronda y ronda de golpes, me contó que mi esposa había fallecido recientemente. Le eché de casa de un modo tan estrepitoso y rápido, entre llantos e ira, que nunca supe las causas de su muerte.

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Ciento cincuenta años después, recibí un aviso de que me esperaría en una cafetería de París, al anochecer.
"¡Otro putero de las sombras! ¡Éramos pocos y la burra parió! ¡Todos mis enemigos van a molestarme de aquí al fin de los tiempos! ¡Que me dejéis en paz!" chillé enrabietado en medio de la noche en mi gran mansión, mientras sostenía y destrozaba en mis manos la carta en mil pedazos.
¿Qué demonios querrá a estas alturas? ¿Darme otra paliza? ¡Pues si que se aburre!....
Ordené a mis siervos (humanos adoradores de vampiros) que me preparasen la más formal de mis ropas para tan importante reencuentro. Pensé si el sitio sería el adecuado, un pequeño café abierto casi hasta el amanecer, repleto de gente, ergo, humanos. No querrá comerse mi corazón allí mismo, supongo...

Me vestí elegantemente y acudí presto a la cita. Allí estaba él, tan puntual como refinado, sentado cuidadosamente sobre una silla en una mesa al fondo. Le había sentido desde la puerta. Había olido su repugnante fragancia francesa. Me quité mi sombrero, y tras analizar a todos los seres de la sala, entre los que habían elegantes bocados que más tarde consumiría, fui con paso lento y provocativo hacia mi "viejo amigo". Me senté en la silla de una forma totalmente informal y dejé el sombrero a un lado de la mesa. Puse los codos en ella y apoyé la mandíbula sobre mis manos entrelazadas.

- Bonnuit, Dimitri. Sorpresa la mía al recibir su carta. ¡Qué bien le sientan los años!. Dígame.. ¿cómo lo hace para mantenerse tan joven?

El desgarbado Vestein avanzó dando tumbos hasta mi mesa. Se sentó arrastrando la silla y provocando más de una indeseada mirada. Sonreí ante sus palabras, pícaras y conciliadoras entre dos personas que habían intentado matarse.
-Digamos que utilizo cosméticos parisinos, que veo que llegan hasta Finlandia, ¿no es así? Vuestro aspecto también parece joven, aunque lamento no poder decir lo mismo de vuestra cara desprovista de cordura. ¿Habéis enfermado quizás? Yo creo que sí. -dije con una sonrisa cargada de odio. Cuanto más tiempo pasaba frente a mí, más ganas tenía de partirle la médula y comérmela a pedacitos.- Enfermásteis hace tiempo de soledad y amargura. -concluí en susurros frente a su rostro.

El camarero se acercó a nosotros esperando a que pidiésemos algo. Por la hora que era ya no servían café, y tampoco pastas de té. Pedí un buen vino para ambos, a la espera de que al menos el líquido rojizo ocupara mi mente en otros quehaceres.

-Pero bueno, no estamos aquí para proferirnos inslutos, ¿no creéis? -me quité la chaqueta del traje y la coloqué en la silla. Desabotoné los puños de la camisa y sentí como la presión de la ropa disminuía. Necesitaba todos los sentidos para dirigirme a aquel personaje, que había vuelto a mi vida después de más de cien años. Su palidez inocua y su expresión odiosa me hablaban de una marca indeleble en su vida, que quizás nunca llegaría a mi conocimiento. -Decidme, monsieur -dije escupiendo las palabras- ¿Qué os ha traído a París? ¿Os habéis vuelto a casar, quizás con una mujer parisina? ¿O quizá ha sido demasiado difícil encontrar a otra mujer que os aguante a diario?

Bebí un sorbo de la copa que el camarero nos había servido. El líquido estaba templado y medido a conciencia. Un buen vino sin mucho alcohol. Quizá dejaría los tragos fuertes para más tarde, cuando tuviera que escuchar los motivos que lo habían movido a asesinar a un ser de su familia. La noche aún nos esperaba con los brazos abiertos, y yo también a ella.