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PARÍS, FRANCIA
AÑO 1842

Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.

Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.

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Mensaje por Madeleine Fitzherbert Jue Ene 01, 2015 9:43 pm

“No hay presente ni futuro, sólo el pasado que se repite una y otra vez, ahora.”
Eugene O'Neill

La residencia de fin de semana de los Fitzherbert había resultado todo un descubrimiento. Demasiado enfrascada en sus lecciones para convertirse en una verdadera dama inglesa, jamás había pensado en la posibilidad de alejarse de las grandes capitales. Pero toda temporada llega a su fin, y los grandes aristócratas corrían a sus estancias en las zonas más alejadas, para despejar su cabeza del ritmo incesante de la ciudad. La única vez que la joven había tenido la posibilidad, había terminado decidiendo quedarse sin fiestas para contentar a su padre, y continuar instruyéndose para que nadie tuviese la oportunidad de quejarse de su comportamiento. Madeleine, no podía negarse, había nacido con una elegancia natural, que hacía la tarea de institutrices y profesores, mucho menos ardua. Aprendía con rapidez, y devoraba con avidez los conocimientos que adquiría día a día. Era perspicaz, inteligente y con una voluntad admirable. Su actitud sumisa, hacía creer a todos los curiosos, la historia de que había pasado su vida en un convento, tras la muerte de su madre; educada por religiosas, nadie podía dudar de su moral, salvo alguna que otra joven envidiosa, que sabía que nunca llegaría a poseer la belleza y la altivez de la heredera del Duque. Maddie desperdigaba su encanto a diestra y siniestra, y no tardó en encantar a todos los que la rodeaban, especialmente al personal doméstico; no por un deje de humanidad, sino por una cuestión de interés: era fundamental que los sirvientes confiasen en ella. La rubia venía de lo más bajo de la sociedad, y sabía que, las personas como ella, podían reconocer a un par rápidamente.

Pero el Duque murió, dejando una incalculable fortuna en manos de hombres de su confianza, que debían velar por el bienestar de Madeleine, hasta que ésta contrajese nupcias y, por fin, su marido se encargase de la vastísima herencia. A pesar de que él ya no se encontraba a su lado, Madeleine asumió su cargo de Duquesa con total dignidad, y si bien no estaba en sus planes que todo marchase con tanta rapidez, decidió tomar seriamente su tarea, y abocarse a seguir puliendo sus modales. Sin embargo, la libertad tocó a su puerta demasiado rápido, y su naturaleza licenciosa no tardó en salir a flote, provocándole amarguras en más de una vez. Madeleine jamás actuó por sentimiento, todo su accionar estaba destinado a conseguir regalos costosos y sentirse adorada. En más de una ocasión sintió un profundo desprecio por sí misma, al parecerse tanto a la mujer que le dio la vida, pero caía en la tentación una y otra vez. Al cabo de un tiempo, se dio cuenta de que no tenía amigas, que era invitada a los eventos sociales sólo por el título que ostentaba, y a pesar de nunca haber sido vulgar o descortés, seguía recibiendo sutiles desplantes de parte de la sociedad parisina. A veces deseaba volver a Londres, a la bellísima propiedad que tenía su padre allí, pero luego se daba cuenta que le gustaba París, a pesar de su insoportable aristocracia.

El anochecer la descubrió cabalgando y reflexionando sobre lo vivido hasta ese momento. No había tenido en cuenta el horario, y sus pensamientos divagaron sobre todo lo que vivido hasta el momento. Detuvo a la yegua color chocolate, se apeó y la guió hasta una zona de pasturas altas, para que se alimentase, luego la ató a un árbol. Le gustaba la vida de campo, jamás había disfrutado de la naturaleza o de los animales. Y si bien prefería el movimiento de la ciudad, sabía que una temporada en aquella zona, podía cambiarle las perspectivas. Desde la experiencia con un marqués y su mujer, no había vuelto a utilizar sus encantos con nadie. Haber compartido intimidad con esa pareja, le había provocado tal repulsión que en ocasiones sentía náuseas de sólo recordarlo. A pesar de las invitaciones de otros amantes que había recibido, había tomado la decisión, presa de una falsa moral, de cortar con todo aquello, que en nada la favorecía. <<Quizá me estoy volviendo una remilgada>> pensaba con ironía cada tanto. No le temía a la noche, el camino estaba demarcado y podía verse –a pesar de la distancia- la gran residencia de dos pisos, con sus luces comenzando a encenderse. Se apoyó en el árbol y admiró los últimos resquicios del Sol, ocultándose en lo más profundo del horizonte. No era de la clase de persona que se admiraba de aquello, o que se detenía en ese tipo de cosas, pero la embargó una profunda paz. Luego, la oscuridad hizo su parte, y sólo la Luna delineaba vagamente el trayecto de vuelta.

Desató a la yegua, la montó, y a paso tranquilo comenzó el regreso. Saldrían a buscarla si no se apuraba, pero no tenía deseos de agitar al pobre animal, y ella se encontraba algo cansada para una carrera. Una suave brisa fresca le acariciaba el rostro, aún acalorado a causa de la bochornosa jornada, y supuso un alivio inmediato. Llevaba un uniforme masculino, el cabello ya desalineado; podía darse aquellos pequeños lujos cuando no recibía visitas y sólo estaban sus empleados para hacerle compañía. A medio camino, se encontró repasando los planes del día siguiente, recibiría visitas a desayunar y se quedarían a almorzar, y a la noche, una condesa había organizado una fiesta e invitado a los que poseían sus residencias más cerca de la suya. La potranca se alteró, primero bufó y sacudió su cabeza, luego se detuvo y comenzó a relinchar, mientras giraba en círculos. Madeleine, que no era una jinete experta, intentaba no ser presa del pánico, y tiraba de las riendas para que se detuviese. Maldijo entre dientes, y juró que despediría al empleado que le había dicho que el animal era manso y que nunca la tiraría. Cuando la yegua se paró en dos patas, a pesar de los esfuerzos que hizo, la duquesa cayó al manto de césped, que al ser tan abundante y estar tan cuidado, amortiguó la caída. Madeleine contempló con horror cómo el animal se alejaba corriendo, asustado. Tardó en levantarse, demasiado dolorida para caminar el largo trayecto que restaba, pero cuando al fin estuvo de pie, supo que ya no estaba sola.
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Mensaje por Invitado Mar Ene 13, 2015 5:56 pm

Bailaba sin mover los pies del suelo, porque eso ya lo estaba haciendo su víctima, presa bajo su agarre férreo e increíblemente eficaz. Él tenía los ojos cerrados y la cara arañada por las uñas de la humana que seguía intentando resistirlo, como si así y con sus gritos fuera a detener la cantata del diablo que Ciro creía escuchar. En cierto modo, probablemente así fuera: los violines fúnebres eran el suave ulular del viento; la percusión, las piedras chocando unas contra otras bajo las pisadas de las personas, a lo lejos, o de los cascos del caballo al que escuchaba relinchar. Sobra decir, claro, que el relincho era la voz; a él no le gustaba demasiado, pero ¿qué importaba?

Su víctima se retorcía como una serpiente y, cuando abrió los ojos, vio las escamas del animal reptando por la piel suave de la chica, tan asustada como cuando lo había visto aparecer, loco y ajado como solamente Ciro podía serlo. Habían transcurrido, ¿cuánto?, quizá dos noches desde que se había liberado, pero para el espartano la libertad todavía era un embriagante mucho más intenso que los licores que no le hacían nada, y ya no solamente nadaba en ella: se emborrachaba de lleno en la sensación de poder hacer lo que se le antojara, como se le antojara y con quien se antojara. Y dado que su capricho de aquella noche era más necesidad que otra cosa, había decidido seguirlo hasta sus máximas consecuencias, pasara lo que pasase por tomar esa decisión.

En realidad, solamente al Ciro de antes le habrían dado igual las consecuencias; a él, después de lo que había pasado tras su último error, le aterraba subconscientemente la posibilidad de volver a granjearse un enemigo digno de su respeto, pero eso era algo que jamás admitiría, ni siquiera en alguna de las lenguas muertas que nadie comprendería. Salvo él, claro está. Quizá por eso, al borde de la locura a la que había terminado de hacer suya cuando el dolor era su única realidad, cuando amenazó a la chica lo hizo en persa, con un acento tan... antiguo, no había otra manera de describirlo, que ella se quedó helada.

Ciro sonrió, y con eso sus dientes parecieron crecer varios centímetros. Eran la única parte de su rostro que brillaba y que parecía nueva y absolutamente hermosa; el resto se encontraba en un estado que, bueno, nada tendría que envidiar al de un mendigo que ha pasado la totalidad de su vida rodeado de basura e inmundicia. Si se le echaba imaginación, tal vez alguien bajo los harapos vería su cuerpo fuerte y tenso. A lo mejor, si a nadie le echaba para atrás la cantidad de sangre seca que le manchaba la cara, se podría ver que bajo la barba poblada y el pelo desordenado había un rostro regio. Uno que había visto mejores tiempos, sí, pero uno de rey a fin de cuentas.

Sin embargo, eso nadie lo haría, y por un motivo muy sencillo: la locura de sus ojos, contagiosa, impedía mirar hacia otro lado que hacia esos pozos antiguos, doloridos, heridos y sobre todo azules. Con la luz del atardecer fundiéndose con la de la noche, sus ojos habían decidido parecer zafiros en vez de esmeraldas, quizá por algún extraño capricho que ni Ciro comprendía ni tampoco sentía ningún interés en entender. No se fijaba ya en su aspecto físico, eso era lo que explicaba que pudiera confundírsele con un desarrapado, pero no con un humano. Eso era algo que jamás podría decirse de él, ni siquiera cuando de hecho lo había sido, aunque entonces sólo se había tratado de que parecía un dios. Ah, los tiempos dorados... Como su armadura, más o menos.

Recordar su armadura de entonces le provocó dolor físico tras las sienes, el mismo que se podría esperar de un cerebro roto intentando unir pensamientos que ya no encajan bien. Su psique era ya un puzzle al que le faltaban muchas piezas, y que las que tenía estaban tan rotas que era imposible unirlas con el resto, pero él lo intentaba y, claro, los resultados eran los que eran. Las consecuencias de pedirle peras al olmo, sólo que él no estaba dispuesto a aceptar un “no” por respuesta y siguió intentándolo, invocando un ciclo de pensamientos llevando a dolor que sólo cesó cuando su víctima gritó otra vez.

En ese momento él se hartó de la morena. La empotró contra un árbol con tanta fuerza que agrietó el tronco y le partió la espalda (¿el crac había sido de uno o de la otra? ¿La espalda había sonado crac o como un chasquido? Nunca lo sabría. Y seguramente a los treinta segundos se le olvidaría algo tan banal), y ella lloró en silencio. Veía la muerte cerca, más que hasta ese momento, pero ni siquiera estando preparada pudo ver venir a Ciro, rápido como un animal, desgarrando su cuello con los colmillos y arrancando carne y sangre por doquier. Poesía en movimiento, que manchó su piel, su ropa y sobre todo su boca aún más que hasta ese momento.

Cuando terminó, la tiró al suelo como si fuera un juguete usado, un pañuelo que ya estaba sucio y que era innecesario reutilizar. Estaba muerta, ¿qué más daba? Además, sólo era una humana vulgar que había cometido el error de salir sola al bosque, de noche. ¿No sabía que entonces salían los lobos...? Sí, y también los animales que no eran él, aquel vampiro antiguo y loco, solo y satisfecho por un momento que aspiró el aire nocturno con fuerza, premeditación y alevosía para después andar, descalzo, por la hierba. Ahora estaba seguro: había escuchado un grito en su canción, un ruido de caballo y no de la lúgubre cantante de ópera que estaba berreando en su mente. Eso lo hizo conectar con la realidad por un momento, e instantáneamente volvió el Ciro de siempre. ¿De siempre? O de algunas veces.

Silencioso y sigiloso, como un ave de presa, se dirigió hacia el lugar donde escuchaba los pasos y la respiración acelerada de alguien – a quien el caballo había tirado, se dijo. No se equivocaba, por supuesto: ni siquiera en esas circunstancias de constante enajenación mental solía hacerlo. Siguiendo ese nuevo rastro, por fin, caminó hacia la mujer (no supo cómo lo supo, sólo supo que lo sabía. Trabalenguas incluido) y... bueno, no hay manera de ponerlo más simple: se lanzó sobre ella. La inmovilizó, otra vez contra un árbol (¿un fetiche nuevo para él? ¿Recuerdos de alguno que ya existía?), pero al mirarla a la cara frunció el ceño y ladeó la cabeza, confundido. O demasiado seguro, más que en mucho tiempo. Desde luego, fue una de las dos.
Galesa. Te recuerdo, pero no así.

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Mensaje por Madeleine Fitzherbert Mar Feb 10, 2015 10:31 pm

Madeleine se jactaba, desde hacía mucho tiempo, de haber perdido el temor. Era una sensación que ya no la abrazaba; la había extirpado de su vida, como a tantas otras cosas. Quizá, en demasiadas ocasiones, había sido despojada de su dignidad, y en ese arrebato, también le habían llevado el miedo. Sabía que, de haber sido una cobarde, no habría salido delante de aquella basura en la que estaba inmersa gracias al profundo y devoto amor de su madre, esa ramera del demonio, que no le había temblado el pulso para entregar a su hija impúber a la lascivia de un asqueroso militar, que la había vejado sin contemplaciones, y había indagado en su cuerpo flacucho y aún inocente. Los cambios que su fisonomía había experimentado iban en paralelo con las fantasías ajenas que se veía obligada a cumplir, en aquel prostíbulo hediondo, que la había encarcelado y condenado, sin haber ella cometido delito alguno. En muchas ocasiones, cuando las manos sudorosas y callosas de los clientes que la poseían, la recorrían de pies a cabezas, se preguntaba qué había hecho para merecer aquella desgracia. Sin embargo, aquella auto compasión del principio, con la madurez, le había dado paso a una dureza de espíritu y a un deseo que crecía con cada amanecer, de liberarse de las ataduras, y buscar en otros horizontes lo que le había sido negado por nacimiento. Maddie sabía que había nacido pobre, y que esa era la condición para morir de la misma forma, no tenía oportunidades de ser alguien, y mucho menos, metida en aquel pueblucho de Gales; pero no bajó los brazos, y el hambre que se traducía en sonoros retorcijones de estómago, le insuflaba la energía necesaria para trazar un futuro que parecía lejano, pero que ella convertiría en posible, y así lo había hecho.

Quizá porque, hacía mucho tiempo que no sabía lo que era temer, es que se asustó tanto, cuando aquellas manos se cerraron sobre su cuerpo y la inmovilizaron contra el árbol. Contuvo la respiración escasos segundos, un poco aturdida al haber sido tomada desprevenida, pero lo que más conmoción le causó, fue el término que utilizó para nombrarla. Se había esmerado demasiado en quitar de su habla el acento galés, y si bien había cierto despojo aún, era casi imperceptible. Razonó las pocas palabras del extraño, lo observó con detenimiento, intentando encontrar aquel rostro en ese pasado que estaba esmerándose en olvidar, y por un instante creyó desfallecer. ¡Qué maldita ironía! Lo conocía, no recordaba su nombre, pero en más de una ocasión aquel ser la había poseído en la habitación pequeña, húmeda y sucia del burdel donde pasó sus peores días, y no era una experiencia que quisiese recordar. ¿Qué demonios hacía allí? ¿Por qué había aparecido justo cuando intentaba reconciliarse consigo misma y abandonar aquel costado que tanto estaba empezando a atormentarla? Quería ser una dama, una de verdad, no quería seguir removiendo las viejas heridas, quería continuar su camino, siendo la rica heredera de la fortuna del Duque que, inocentemente, había creído ser su padre; no deseaba más los amantes ocasionales, sólo deseaba paz.

Lo mejor sería que no me recuerdes —comentó con un deje de ironía, mientras en vano intentaba liberarse del yugo del vampiro. Podía olerlo, tal como en aquellas citas furtivas y salvajes, en las que lo había recibido, dispuesta a todos sus embates, a cambio de una paga que distaba mucho de ser generosa. Desde que llegaba, hasta que se iba, tenía la sensación extraña de querer que se esfumara pero, al mismo tiempo, le gustaba su presencia masculina e imponente, y la violencia con la que la poseía, provocándole aquel agudo dolor, que podía extenderse durante días y que, sin embargo, encontraba placentero. La culpa y el deseo la golpearon con la misma fuerza que en esos días lejanos, y sintió asco de sí misma, de su debilidad. Endureció el gesto, y su cuerpo se tensó aún más.

¿Podrías liberarme? Estás haciéndome daño —sabía que su pedido no tendría ni el más mínimo efecto en el vampiro. ¡¿Cómo se llamaba?! La desesperaba no recordar los nombres, a pesar de tener una excelente memoria. Le dolía la cintura y las piernas por la caída, y sabía que tenía las manos raspadas, pues un ligero ardor le recorría las palmas hasta las muñecas. Se preguntó si la habría estado buscando, se habría llegado a ella esperando algún beneficio como aquellos que solía darle. Lo maldijo una y mil veces, por irrumpir en su morada, en su tranquilidad. Ahora entendía por qué su caballo se había asustado y la había expulsado de la montura con la misma facilidad con la que se quitaba una mosca. La vida no tenía derecho a jugarle esa mala pasada, ¡estaba intentando cambiar! Se preguntó si alguna vez sería capaz de soltar las cadenas que la ataban y que, indefectiblemente, la tendrían siempre en riesgo de perderlo todo. Si él revelaba lo que sabía, si él osaba abrir la boca, todo por cuanto había luchado, se desmoronaría como un estúpido castillo de naipes.

La duquesa tenía la certeza de que batallando no obtendría nada, decidió darle lo que buscaba y que se fuera. Relajó lentamente sus músculos y fue distendiendo su cuerpo, al menos lo más que el dolor le permitía. Una puntada aguda le surcaba la columna vertebral hasta la nuca, y no sabía distinguir si era el golpe provocado por su forzoso aterrizaje en el pastizal o por la dureza de la corteza del árbol que la mantenía recta. Se dijo a sí misma que debía mantener la calma, y si bien notaba ciertos aires de cambio en su asaltante, seguramente conservaría algún gusto que ella podría darle. No era adinerado, y quizá podría deshacerse de él dándole una dádiva onerosa, que al menos lo persuadiese de violarla –si es que tenía esa intención- casi en las narices de sus empleados, que no dudarían en acusarla de prostituta si la descubrían con un hombre guapo divirtiéndose entre sus piernas. Rogó que el caballo no se dirigiese a las caballerizas, lo que haría notar su ausencia y lo que provocaría que los trabajadores se lanzasen a la búsqueda de su desdichada persona, que se convertiría en la vergüenza de la sociedad parisina –y en su defecto de toda Europa- y sería repudiada, así como también mancharía el apellido del honorable hombre que le había devuelto la dignidad. Hacía mucho que no sentía aquel deseo de llorar, pero se instó a no hacerlo, a mantenerse inconmovible, como había aprendido, como se había jurado ser.
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Mensaje por Invitado Lun Feb 16, 2015 2:24 pm

¿Y quién era ella para decirle a él lo que era mejor o peor? ¿Quién se creía la humana, la galesa, la rubia que era para decirle a él, Ciro, el espartano, el bárbaro lo que debía hacer? Instintivamente, como la mayoría de cosas eran ahora para él, apretó más fuerte el cuello de su víctima, simplemente porque ella le había pedido que hiciera exactamente lo contrario y a él jamás se le había dado bien obedecer órdenes, no así darlas. Oh, qué bien se le daba hacer su santa (pagana) voluntad, qué buen rey había sido cuando su mente aún estaba en orden... Qué rey más tiránico sería entonces, con las ideas yendo y viniendo sin control entre las paredes de su cráneo.

¿Se podía decir que a él le importara? No, en absoluto. Ser un tirano nunca había sido impedimento para él; probablemente se tratara de la sangre persa que según su progenitora llevaba en sus venas, esa ascendencia de Asia Menor que siempre había sido un inconveniente para los miembros de su polis, por supuesto excluyéndolo a él. Ciro siempre se había enorgullecido de ser de las dinastías de grandes y poderosos monarcas alabados como dioses; seguramente ya desde entonces su mente había sido emponzoñada con aires de grandeza que ni estando tan destrozado podía eliminar, pero no se lo había llegado a plantear nunca, y ese definitivamente no era el momento para hacerlo.

Suficiente tenía con tratar de poner orden a la cascada de imágenes, sensaciones y sonidos que estaban sobrecargando su cerebro magullado y roto, todas relacionadas con ella en un burdel de Gales hacía lo que parecía un par de vidas, aunque no podían haber sido más de unos pocos años. Ella apenas había cambiado, aunque con cada parpadeo él podía ver una nueva arruga surcando el rostro mortal de la mujer que estaba contra él en la posición menos erótica imaginable, al menos para el ya asexuado vampiro. ¡Quién lo había visto y quién lo veía! Ya no le interesaba en absoluto nada que no fuera su venganza y abandonarse a la bacanal de sus sentidos cuando se alimentaba. Lo demás era secundario, y como tal lo desdeñaba con todo su desprecio, que no era poco.

No recordarte no es una opción. Tengo muy buena memoria, ¿sabías? Sí... Hasta puedo decirte cómo has envejecido en este tiempo, ¿te interesaría? Las mujeres como tú siempre sienten curiosidad por saberlo. – comentó, y consiguió que su voz sonara como si la estuviera llamando meretriz, cuando en realidad lo que tenía en mente al decir “las mujeres como ella” era simplemente las mortales. Nada más y nada menos; absolutamente nada enrevesado o misógino, porque él no era: despreciaba a todo el mundo por igual, sin importar qué clase de órgano se encontrara entre las piernas de cada cual.

¿Sería eso una herencia de la famosa democracia ateniense, representada en él? ¡Mejorada, en todo caso, que él era espartano! E incluso entonces seguía despreciando a los estirados de Atenas, una impronta que se había grabado a fuego en su psique al ser educado en ese desdén como humano, cuando aún era ligeramente moldeable. También le duraba lo del sistema comunal; de hecho, estaba más acostumbrado (aunque no lo admitiera) a eso que al individualismo, simplemente porque así los demás eran más fáciles de dominar. Todo en comunión para todos, claro, siempre que dentro de ese colectivo no estuviera incluido él. En ciertos aspectos, comprender a Ciro nunca había sido tan sencillo como lo era tras su tortura.

Si te suelto vas a pensar que soy bueno. Sh, sh, no intentes hablar, lo sabes, pensarás que soy justo o que escucho las peticiones de cualquiera que me encuentro por ahí y al que dejo abrir la boca más de unos cuantos segundos. No lo soy, ¿eh? Siempre he sido más basileus... Así que si te suelto sólo es para que sufras más. – advirtió, algo que en realidad era bastante innecesario, porque le dio el tiempo suficiente cuando la soltó para que asimilara y entendiera su mirada amenazante y comprendiera que se iba a lanzar sobre ella.

Ciro disfrutó abalanzándose sobre su nueva presa como lo había hecho con la anterior. Eligió para su mordisco una zona sin venas que pudieran matarla –no pensaba hacerlo, estaba saciado en ese sentido– y una zona que no se viera mucho, por estar bajo la ropa. Cuando se separó, ensangrentado y sonriente, el hombro de la galesa tenía su dentadura perfectamente tatuada y él había tomado una suerte de rápido revitalizante mucho más sabroso que el láudano que, por supuesto, había probado. Y el opio, a pelo, y el alcohol, y absolutamente cualquier cosa que dieran los humanos como producto para abandonar su mente y sumirse en el frenesí del olvido, con la diferencia de que él no olvidaba... ni olvidaría jamás. Esa era su auténtica maldición, no ser un chupasangres alérgico al sol.
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Mensaje por Madeleine Fitzherbert Mar Mar 24, 2015 10:02 am

A pesar de su estado de completa indefensión, la frívola duquesa se sintió profundamente ofendida cuando el vampiro le dijo que estaba envejeciendo. Ella aún se consideraba joven, hermosa y poderosa, y que una paria como aquel ser se atreviera a insultarla con una banalidad como aquella le provocó un profundo deseo de abofetearlo, a sabiendas de que sería en vano. Contuvo el escozor que le cosquilleaba en las manos, controlando un impulso que sólo empeoraría su situación, si eso era posible. Y sí, era posible, porque cuando escuchó lejanamente la campana que anunciaba una emergencia, se resignó a que el fin de la función que con tanto esfuerzo había montado, llegaría a su fin. No tardarían en encontrarla, estaba a la vera del camino, y sería el primer lugar que recorrerían con la cuadrilla de perros y empleados. En su paranoia, típica de cualquiera de alcurnia que se consideraba el centro del universo, había reforzado la seguridad de la mansión, pues estaba demasiado alejada de la civilización como para sentirse protegida por los escasos empleados que formaban el personal doméstico. Por su cabeza cruzaron cientos y cientos de imágenes en las que era apedreada, humillada, insultada y escupida, mientras al grito de “¡ramera!” la despojaban de sus riquezas y la obligaban a volver al pantanoso pueblucho del que había salido. Quería llorar, pero una vez más se dijo que no le daría con ese gusto a nadie.

Se sentía mareada, la presión que ejercía sobre su cuello la mano fría del vampiro comenzaba a impedirle pensar con claridad. Al latido en las sienes y el dolor en la columna, se sumaban el nudo en la garganta, el hecho de que su boca comenzaba a secarse y la presión en la nariz al respirar con dificultad. Comenzó a contemplar la muerte como una buena opción, era mejor abandonar el mundo terreno al rechazo público, y un odio sobrehumano brotó de sus entrañas hacia el inmortal, pues si había algo que Madeleine amaba era la vida; había batallado demasiado por sobrevivir y conseguir lo que tenía, para que alguien se lo arrebatase con la facilidad con la que parecía que iban a desarrollarse los acontecimiento. << ¡Maldito!>> exclamó en su mente, y cuando creyó que había reunido el valor suficiente como para luchar, por más que estuviese en total y completa desventaja, éste la soltó. La rubia inmediatamente comenzó a toser mientras frotaba suavemente la zona donde el desgraciado había descargado su ira contra el mundo.

No tuvo tiempo de recuperarse ni de cantar sus verdades. El vampiro, del cual seguía sin recordar el nombre, se apoderó de su hombro con tanta rapidez que no tuvo tiempo de reaccionar. Un dolor punzante le surcó el brazo, le recorrió la espalda, el cuello y el pecho; podía escuchar el suave sonido de la succión. Apoyó sus pequeñas manos, instintivamente, en el pecho del vampiro, y recordó su nombre. <<Ciro>> murmuró desde un recóndito sitio de su memoria, y evocó la primera vez que éste se había alimentado de su sangre. En aquella ocasión creyó que iba a morir, él parecía enloquecido y la dejó al borde de la inconsciencia, y no le había importado volver a poseerla a pesar de su enajenación. Era un bastardo, un completo bastardo, que le había hecho sentir miedo luego de que había decidido erradicar aquella emoción. Madeleine emitió un quejido, justo antes de que él se separase. Ella lo observó, estaqueada al suelo, y no atinó a cubrirse la herida; simplemente dejó que los delgados hilos de sangre continuaran manchando su ropa. Con aquella expresión, la piel teñida de rojo y la sonrisa maligna arrebatadora, a la duquesa le pareció más atractivo que nunca.

¿Satisfecho? —preguntó por fin, con un deje de ironía en la voz. Comenzó a unir los trozos de tela que, con tanto esmero el vampiro había destrozado. No habría manera de justificar aquello. —Si esto era lo que querías, lo has conseguido. Puedes irte o dedicarte a matar a todos mis empleados, que ya están cerca —podía notar las luces de las antorchas y los ladridos de los canes. —Si eliges esto último, estarás haciéndome un favor —una mueca de dolor le surcó el rostro cuando intentó mover el hombro. El muy malnacido había hecho un perfecto trabajo, y lo peor de todo aquello era que había conseguido excitarla por escasos segundos. Le escudriñó la cara, y si su mirada no hubiera transmitido aquella furia reprimida, le habría parecido uno de los hombres más hermosos que le habría tocado conocer. Siempre había sido así. —Ciro, ese es tu nombre. Me fue difícil recordarlo —comentó con displicencia, desviando la mirada e intentado estudiar la herida, que le costaba cubrir con una sola mano. Con la yema de los dedos acarició las marcas de los colmillos. El ardor en el resto de su cuerpo comenzaba a mermar. —El mío es Madeleine, por si te interesa saber a quién acabas de arruinarle la vida —dijo con una teatralidad que no la caracterizaba. Los trabajadores estaban demasiado cerca como para tener tiempo de esconderse y llegar a la casa sin ser advertida.
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Mensaje por Invitado Sáb Mar 28, 2015 5:42 am

Tal vez en otros tiempos le habría interesado saber cuál era el nombre del ser que se convertiría en su mascota, inferior incluso que un perro para un humano, o más aún que un esclavo que arrancaban de su hogar y obligaban a trabajar forzosamente. A él, sin embargo, le daba igual, del mismo modo que siempre le había importado muy poco quién estuviera bajo su dominio (llámese ilota, llámese galesa) siempre y cuando él dominara. Porque, ¡claro!, ahí siempre había estado el quid de la cuestión: él necesitaba mandar, incluso aunque no pudiera ni ejercer control de verdad sobre su propia mente, y esa era su desgracia, o tal vez su triunfo, no lo sabía demasiado bien.

Lo que sí le interesaba era que la humana se callara porque resultaba innecesario, aburrido y, si él fuera humano, digno de que le provocara una jaqueca. Demonios, si hasta casi le parecía... ah, no, era alguna reminiscencia de las heridas que todavía portaba bajo la ropa y que no estaban curadas en su totalidad. Todavía no había pasado el tiempo suficiente para que cicatrizaran unas cicatrices tan profundas, eso si llegaban a hacerlo alguna vez, porque el maldito cazador se había asegurado de hacer bien su trabajo y de que Ciro se convirtiera en su obra maestra... Cómo no. Ese parecía ser su destino hasta cuando todo parecía ponerse en su contra, ¿no era delicioso!

Los humanos dais demasiada importancia a tonterías. ¿Tu vida? Patética, mañana mismo se habrán olvidado de ti si resulta que a tu corazón le apetece pararse, ¡con mi ayuda o sin ella! Y ¿los nombres? Por favor. Como si alguien os obligara a tener sólo uno. Tú sólo conoces el que te di yo, pero ¿y si antes era alguien más? He tenido más nombres. He tenido muchos... – murmuró, mirándola con la cabeza ladeada como un animal estudiando a su presa (apropiada comparación) y sin hundirse en el bravío mar de sus recuerdos, aún no.

Pese a que se hubiera vuelto loco, de atar, la mente de Ciro seguía conservando la misma brillantez por la que siempre se había caracterizado. Las imágenes que formaban los recuerdos de sus dos largas vidas seguían estando presentes; lo único que había cambiado era la manera en que éstas se unían y, sobre todo, las sensaciones que le provocaban sus propios recuerdos. Seguramente, entonces, si no se hubiera visto atrapado por las circunstancias (alerta: por circunstancias entiéndase Fausto) los recuerdos de Madeleine le habrían provocado deseo sexual. Como sí que había sido atrapado, lo único que le provocaba era sed, desdén y curiosidad.

Entonces era cuando llegaba el momento de preguntarse algo: ¿lo único? Sí, desde luego. La simpleza era algo a lo que había renunciado tras la primera jornada de tormentos a la que había sido sometido; ya, para él, nada resultaba fácil de entender o experimentar, y precisamente esa era la gracia de continuar viviendo. Para una criatura que siempre había sido un guerrero, luchar estaba tan en su naturaleza como en la de la frívola muchacha que tenía atrapada quejarse por su reputación. Daba igual lo dolorido y quemado que hubiera terminado, Ciro siempre seguiría buscándose la manera de complicar su existencia precisamente porque así entendía la propia existencia. Y del mismo modo, si podía complicar y fastidiar la de los demás, ¡que así fuera!

Se mantuvo quieto mientras la batida de sirvientes de la rubia galesa hacía acto de presencia delante de ellos. No se movió nada, y ni siquiera el latido de su corazón lo traicionó porque ¡estaba muerto! Eso sí que resultaba práctico, ¿verdad? ¿VERDAD! Claro que era verdad. También resultaba práctico que la escena pudiera malinterpretarse, porque los murmullos escandalizados respecto al vestido roto, la mujer en actitud casi amatoria y el hombre que nadie podía ver más que de espaldas le parecían sumamente divertidos. Era casi, casi, como volver a Epidauro a ver representada una obra cómica. Sólo que en francés, no en griego. Y definitivamente todo sonaba mejor en griego antiguo.

¡Ramera! ¡No tienes educación ni la conoces! – exclamó, haciéndose el indignado y llevándose la mano a la boca ensangrentada (por sangre ajena) como si ésta fuera realmente suya y ella lo hubiera golpeado. ¿Cuál fue el resultado? ¡El caos generalizado! Todo el mundo asumió que el acto amatorio se había vuelto demasiado intenso para ella y la había pagado con el hombre, una simple víctima de estatus social más bajo que se ganó inmediatamente la simpatía de los trabajadores de la rubia. Si sólo supieran que podía matarlos, de desearlo... Sólo que no lo hacía. Estaba saciado de sangre, y si lo ponían en la coyuntura de tener que elegir entre ayudar a alguien y perjudicar a alguien, era evidente que la caridad sería lo último que elegiría. Exactamente como en aquel instante, donde todos ya habían vuelto sus espaldas hacia la mujer repudiada y hundida.
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Mensaje por Madeleine Fitzherbert Miér Jun 10, 2015 1:37 am

La turba parecía embravecerse conforme pasaban los segundos y la visión de Madeleine se volvía más nítida, real y vergonzosa. En toda su maldita vida había sentido aquella sensación de desnudez, aquella humillación tan extrema que le hizo apretar la mandíbula para contener el llanto. La fachada de mujer que todo lo puede, el orgullo y la soberbia iban desarmándose mientras las palabras sueltas le llegaban a los oídos. Se abrazó para protegerse de todos, como si encerrarse en ese pequeño mundo propio le hubiera solucionado la vida. ¿Qué le había hecho a ese desgraciado para que decidiese arruinarle la existencia en tan sólo unos minutos? No eran enemigos, escasamente habían copulado como conejos salvajes en un pasado tan lejano para ella como para él. No le debía nada, no había habido promesas, no la conocía; nada los unía ni los separaba, y el vampiro parecía estar disfrutando de la frustración de la duquesa. Se había acostado con muchos hombres casi en las narices de sus empleados, había llevado amantes a su alcoba sin que nadie se enterase, había visitado mansiones y posadas de mala muerte acompañada de prestigiosas personalidades, había sido invitada a orgías con lo más alto de la nobleza de Europa y jamás su nombre había sido mancillado de aquella manera. Madeleine estaba cansada de aquella vida y había tomado la decisión de volverse una persona de bien, y en la única ocasión que nada de culpa había tenido, era descubierta y juzgada injustamente.

Sabía que era en vano dar una explicación, que nadie le creería. Tenía la certeza de que por más que jurase y perjurase que él la había atacado, sería imposible acabar con los conceptos que sus ignorantes empleados ya habían formado. El rumor correría como reguero de pólvora y la incendiarían; su reputación, la que tanto trabajo le había costado formar asistiendo a cada estúpida tertulia mostrándose agradecida, sumisa y adorable, de la que tanto todos habían dudado hasta que logró comprarse a la high society, se vería completamente vapuleada. Odiaba a aquel vampiro por descargar su ira contra ella. Se lo notaba arruinado; no le importaba qué le había llevado a convertirla en su objeto de odio, sólo quería arrancarle la cabeza con sus propias manos y hacerse un festín con sus entrañas. Se habría alimentado del corazón de ese bastardo si hubiera tenido los recursos y la fuerza para hacerlo. Ella misma le habría arrancado el órgano vital del pecho y se lo habría comido aún caliente y latiente. La sangre le hervía producto de la violencia que le generaba aquel ser. No era una mujer impulsiva, todo lo contrario, era la clase de persona que mantenía la calma y la mente fría en circunstancias que al común de los mortales los habría sacado de sus cabales. No había conseguido tanto siendo poco inteligente o dejándose llevar por sus más primitivos instintos.

Se instó a pensar una solución rápida, pero los ladridos de los perros y las preguntas de los trabajadores la aturdían. Sólo quería correr y escapar de todo y todos, perderse en un bosque y no volver más. Pero nunca había escapado; ni cuando siendo una niña la violó un degenerado que no tuvo la más mínima consideración por su cuerpo, ni los días posteriores, que hombres de mala vida saciaban sus bajezas con ella, arrebatándole la inocencia y la juventud. ¡Ni siquiera le habían crecido los pechos y ya era prostituta! No había huido de aquella vida maldita que la tuvo prisionera durante tantos años y no se había convertido en una duquesa para nada, para que un maldito vampiro la arruinase en cuestión de instantes. Se preguntó qué podía querer Ciro. Todos quieren algo, todos ansían algo. ¡Qué difícil resultaba ofrecer algo a un inmortal! Madeleine tenía la certeza de que vivir sin morir otorgaba la impunidad de hacer lo que quisiese sin miedo a perder algo. Sabía que estaba en desventaja, que una palabra más que él emitiese y sería repudiada. Claro, sería la palabra de un montón de pobres contra la suya, la heredera natural de los Fitzherbert, pero no quería perderlos como aliados, después de lo que le había costado que dejaran de mirarla con recelo y la respetasen.

Mátalos. Por favor —no había otra solución. Lo único que podía hacer era acabar con ellos. Si algo abundaba era el desempleo, no le costaría encontrar otros dispuestos a trabajar. —Ya no soy una ramera de un pueblucho, soy una duquesa —dio un paso hacia él, decidida. —Tengo dinero, tengo poder y tengo contactos. Te ayudaré en lo que quieras. A alguien debes odiar, te ayudaré a destruirlo, te daré lo que necesites. Pero mátalos, que esto nunca se sepa, y tendrás al ducado a tu disposición —sabía que era arriesgado. Había pronunciado cada palabra entre dientes para que el gentío no escuchase. Uno de ellos se adelantó y la increpó pidiéndole explicaciones de lo que estaba sucediendo. Lo observó, era el capataz; aquel hombre le caía bien y lamentaría su muerte. Pero no había más opciones. Sus ojos volvieron a posarse en los del vampiro, y en su mirada no hubo ni súplica ni ruego, la dignidad había regresado.
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Mensaje por Invitado Dom Jun 14, 2015 5:50 am

El monstruo sonreía, incapaz de dejar de hacer esa mueca traviesa y rota al mismo tiempo, con los ojos clavados en el panorama loco a su alrededor. ¡Pero luego el demente era él, o al menos así lo considerarían de llegar a conocerse el estado de sus pensamientos tras la barrera de su cráneo! Se preguntó, instantáneamente, si le compensaba asistir a tan patético espectáculo y si no debería irse a hacer algo más entretenido como, ya sabes, beber sangre, pero entonces recordó que estaba saciado y que tampoco tenía nada mejor que hacer mientras no encontrara al cazador del demonio. Al que se convertiría en cazador cazado... Sí, ese mismo. Evidentemente es fácil de reconocer, ¿verdad?

En fin, que el vampiro se debatía aunque en apariencia sólo disfrutaba. ¿La obedecía, no la obedecía? La sola palabra obedecer le daba arcadas, o se las daría si fuera humano y no el ser superior que él se sabía, aunque en ocasiones llegara a dudar. Entonces su sonrisa se tornó amarga, tal como lo había hecho el tren de sus pensamientos, porque se dio cuenta de que el hecho de dudar lo convertía en un ser pusilánime como nunca antes lo había sido. Sus recuerdos se amontonaban, se acoplaban unos con otros y a veces hasta se confundían, pero sí que estaba seguro de algo: sólo había sido débil una vez, cuando su némesis lo había estado torturando sin control ni pausa alguna. Y no volvería a serlo.

La conclusión lógica en su cabeza se convirtió en una sola, bastante fácil de adivinar si se estaba tan fuera de los cabales como él: debía dejar de dudar. La decisión final importaba poco, al menos para él, a quien la vida de los humanos jamás le había importado y no iba a empezar en aquel momento a hacerlo. Sólo había una vida humana que sí que le quitaba el escaso sueño que era capaz de acumular, pero intentaba pensar en eso lo menos posible porque, estando tan débil (y debía de estarlo si hasta a aquel orgulloso egocéntrico se lo parecía), sería presa fácil de intentar algo.

No tenía opciones. Había perdido sus contactos porque lo creían muerto. Todas las personas con las que había tratado anteriormente lo creían un monstruo (¡premio! ¡Lo era!), lo temían demasiado o directamente no se acordaban de él (extraño, ¿no es cierto? ¿Cómo es posible no recordar a semejante dios!), pero a fin de cuentas eran personas y le servían lo mismo que nada, así que no se preocupaba. Lo que sí le interesaba más era recuperar sus contactos con otros inmortales como él lo era, ¡demonios que si lo era! Y para eso debía salir de la tumba en la que lo habían clavado, no literalmente (aún) pero casi. ¿Cómo?

Me gusta que supliques. Me gusta que me ofrezcas todo lo que tienes porque sabes que si no, no aceptaré, y aún así ni siquiera estás segura de que vaya a hacerlo. – respondió, con la sonrisa casi visible en sus palabras, tan claramente pronunciadas y lúcidas pese a aquel acento suyo tan extraño y antiguo que hasta la turba se detuvo un instante para mirar la situación con otros ojos. Ah, el instinto de supervivencia de los humanos... lo que más animales los hacía y que se empeñaban en ocultar cuando era lo único que podía salvarlos de seres como él. Bueno, perdón, intentar salvarlos.

El cambio en la turba fue muy sutil, y una humana no sería capaz de notarlo como lo hacía él, acostumbrado antaño a dirigir a guerreros armados hasta los dientes hasta la muerte, que deseaban por encima de cualquier cosa. Suponía que ese instinto cuyo origen no comprendía del todo (ni lo intentaba siquiera, en su defensa) era algo que, como montar a caballo, no se olvidaba aunque hiciera siglos que no lo repetía y ponía en práctica con la habilidad que seguía caracterizándolo. ¿O sería cosa de su naturaleza de muerto viviente? Él qué sabía. Lo que sí que sabía era que la turba se había vuelto contra él en un margen de medio segundo, aproximadamente, y que la duda que lo había convertido en un ser débil quedó solucionada enseguida.

Matar o morir: ¿no se trataba al final siempre de eso? Fueran humanos o no, todos los seres que se sentían amenazados la arreaban contra la fuente de la amenaza, pudieran vencerla o no, y en ese instante eso fue lo único que hizo similar a Ciro y a la turba que se lanzó contra él. Fue lo único, por cierto, por motivos evidentes: él seguía siendo un ser superior por mucho que su mente permaneciera confundida, fragmentada y hasta a veces licuada, así que no tenía mucho sentido que intentaran atacarlo cuando la batalla estaba decidida de antemano. Aun así, ¿eso lo detuvo? Oh, ¡por supuesto que no!

Ciro se lanzó hacia los humanos como un animal, tan fiero que cualquier observador casual podría haber pensado que se trataba de un licántropo en forma humana y no de un vampiro. Arrancó miembros con sus manos, destrozó huesos de rodillazos y puñetazos, sus dientes afilados cercenaron venas y regaron el claro –y a la galesa, pero de eso hablaremos después– de sangre humana, una que no le apetecía beber porque, se dio cuenta enseguida, estaba saciado ya. Sin embargo, lo que sí que hizo con un humano cuyas vísceras habían volado por los aires y terminado enredadas en él como un collar caliente y pegajoso, fue no quitárselas de encima. Le gustaba darle asco a la furcia rubia que antaño lo había deseado y que, estaba seguro, seguía haciéndolo, incluso si él ya no.

Lo quiero todo. Tu ducado, tu dinero, tu poder y tus contactos: todo. Yo los he matado, ¿no lo ves? Ah, ya veo... Necesitas que te lo recuerde. – dedujo, con tono similar al Eureka de Arquímedes, y su siguiente movimiento fue seguramente lo más lógico que había hecho hasta aquel momento: coger los intestinos que le colgaban, acercarlos a ella y ponérselos en torno al cuello como si fueran un collar... uno que la estaba empezando a ahogar, pero un collar a fin de cuentas.
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Mensaje por Madeleine Fitzherbert Vie Jul 10, 2015 3:00 pm

Lo vio dudar como si fuese uno más de aquella pequeña multitud apiñada alrededor. Le costaba asociar esa acción con alguien como Ciro, un amante que había tomado de ella todo lo que había querido con una decisión que jamás había visto en otro ser, humano o sobrenatural. La había cautivado aquella determinación salvaje, y que ya no distinguía en él. Madeleine era memoriosa, rencorosa y tenía una percepción de los demás muy sutil y delicada, era una excelente observadora, como toda superviviente. Si no hubiese sido por su natural instinto de conservación, agudizado en la mala vida y pulido en la opulencia de la vida de duquesa a la que tanto provecho le sacaba, no habría sido capaz de salir adelante. Le habría gustado encontrarse con aquel Ciro del pasado, quizá ese no la habría envuelto en una situación casi infantil y habría tomado lo que quería rápidamente para desaparecer en las sombras, como siempre. Y estaba segura que éste vampiro no era el mismo de antes, éste la había encontrado por casualidad y no sabía de lo cambiada que estaba su vida y del poder que ostentaba en el presente, y por ello tenía la certeza que no quería su fortuna hasta el momento en que ella se lo ofreció. Algo le decía que iba a arrepentirse toda su vida de haber puesto a merced de ese inmortal todo lo que tanto le había costado conseguir, pero no había tenido más opciones, y no era la clase de mujer que, una vez tomada una resolución, volvía sobre sus pasos. Siempre miraba al frente, porque mirar atrás, significaba perder. Ella era una guerrera, quizá no a la altura de Ciro, pero con sus herramientas y limitaciones, había terminado haciéndose de un título nobiliario y una herencia incalculable. Era sabido que ni en tres vidas, Fitzherbert podría agotar sus recursos, y ahora ella era dueña de todo eso, y sabía que no iba a perderlo.

Notó el instante en que la turba se abalanzó sobre el vampiro, y en un arrebato de egoísmo lo agradeció. De verse intimidado, sacaría a relucir su costado más oscuro, y no huiría, sino que demostraría su gallardía mandando a la tumba a unos cuantos. Lo que ocurrió luego, fue algo que sus ojos se negaban a mirar pero que, sin embargo, la estaqueó al suelo y la imposibilitó de cualquier movimiento, del habla. Sólo el sonido de los cuerpos rasgándose, los gritos casi salidos del inframundo, y el festival sangriento que se había desatado con una vulgaridad que coqueteaba con el lujo y con lo despreciable. Una orgía de vísceras y miembros seccionados se había barrido a su alrededor y ella era la espectadora de primera fila, incapaz de emitir un sonido que perturbase tan horrendo espectáculo. La sangre la salpicaba; en un momento, se relamió los labios y sintió el sabor del líquido ajeno, lo que le provocó un vuelco en el estómago que la hizo volver a la realidad. Agachó la mirada al sentir algo rozándole los pies y descubrió un brazo, muy pequeño, y lo pateó incapaz de retener en la cabeza el rostro del único niño que había acompañado al grupo. Lo conocía muy bien, pero lo mejor era cubrirse con un manto de hierro y esperar. Esperar que el horror que ella había provocado terminase.

Su egoísmo, aquella noche, alcanzó límites insospechados, y sintió asco de sí misma. Asco del panorama que el deseo de mantener su reputación había provocado. Unas veinte vidas se habían sacrificado en pos de la suya, en pos de su prosperidad, en pos de que no se manchase su buen nombre. Ella había sido la autora intelectual de aquella masacre, tan necesaria como inútil. ¿Realmente todo aquello estaba sucediendo ante sus ojos? Se miró las palmas de las manos y tenían algunos manchones de sangre. Cuando alzó la vista, el vampiro ya había terminado con su festín y caminaba hacia ella, empapado y sin un ápice de remordimiento en el cuerpo. El rojo lo teñía de la cabeza a los pies, y tras él, la muerte se había dado un banquete. El silencio había regresado, nada irrumpía la parsimonia de la noche. Tragó con dificultad, y un par de lágrimas le cayeron por las mejillas; le fue inevitable. No imaginó, ni siquiera por un instante, que los hechos terminarían desencadenándose de una manera tan espantosa, y con los dedos se barrió el llanto. Sus orbes se clavaron en las de Ciro, que estaba envuelto de una satisfacción atroz y que la excitó, muy en contra de su voluntad. Lo que hizo a continuación la sorprendió, si era que algo podía seguir sorprendiéndola a esa altura, pero lejos de tener la reacción histérica que se esperaba de una dama, acarició las vísceras en torno a su cuello. Esa gargantilla macabra representaba su victoria.

Todo será tuyo. Es una promesa —la voz le salió rasposa, como si hubiera estado metida en una cueva oscura y no hubiese hablado por siglos. Fue consciente del nudo que la había estado atragantando, y se sintió mareada. Desajustó el collar y terminó sacándoselo, para lanzarlo a un costado. No vomitaría frente a Ciro. —Para que esto sea completo deberás hacer algo conmigo, no me creerán que mis empleados y yo fuimos atacados si llego en perfectas condiciones. Si es que puede llamarse perfectas condiciones a esto —se miró su aspecto sucio, pero lejos de algún rasgón en su vestimenta, manchas y las marcas en su cuello, no había más. —Ellos quedarán como héroes que se sacrificaron por la duquesa —reflexionó. —Luego de que te ocupes de mí, iremos hacia mi residencia, allí te meterás en mi alcoba, que es la del tercer piso de cortinas verdes, y yo relataré los hechos a los demás trabajadores. Cuando nos encontremos, me dirás qué haré por ti, qué quieres, en qué puedo ser de utilidad… —de pronto se sintió muy cansada, como si la vida fuese demasiado pesada para sostenerla sobre sus hombros. Inspiró profundo, separó los brazos del cuerpo y cerró los ojos. —Apresúrate, no quiero seguir aquí —y el tono de su voz salió más imperativo de lo que hubiese deseado.
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Mensaje por Invitado Lun Ago 17, 2015 2:36 pm

¡Pues claro que todo iba a ser suyo! ¿Había llegado a dudarlo en algún instante la galesa rubia y ensangrentada, a la que le quedaban mejor (en su nada humilde opinión, ni siquiera dadas las circunstancias) las vísceras que las joyas? Porque si lo había hecho, Ciro tendría ganas de echarse a reír, y aunque no fuera exactamente por ese motivo la cuestión es que el vampiro lo hizo, profunda y roncamente. Ante los ojos de cualquiera –ella incluida, probablemente–, la acción no tendría el más mínimo sentido, pero ¿sabes qué es lo interesante de verdad? ¡Él tampoco sabía por qué se reía, exactamente!

Seguramente fuera el aroma de la sangre, que actuaba más o menos como el rapé mezclado con opio en los humanos, pero ¿a quién le importaba? A él, desde luego no, no cuando su mente ya se había deslizado a otro tema con la flexibilidad que cabría esperar de un saltimbanqui, no de un vampiro milenario como lo era él, cubierto de los pies a la cabeza de mugre y suciedad. Así era como mejor se sentía el hombre que, antaño, había disfrutado de esa misma situación sólo por la garantía de darse después un baño y poder recrearse en la victoria. Esa era la diferencia entre el hombre que había sido y el que ¿era?: antaño se recreaba en las consecuencias de la batalla; ahora...

Por eso le importaba muy poco que ella le diera sus posesiones. No, realmente le interesaba a la escasa luz que aún iluminaba las telarañas sangrientas y podridas del interior de su cráneo con la racionalidad del estratega que se sabía necesitado de recursos. El problema era que su parte racional no era la dominante ya, y la que restaba, la animal, estaba guiada por estímulos, y no por razonamientos lógicos que pudieran aportarle un sentido de unidad a todos sus pensamientos y acciones. En consecuencia, pasó del ataque de risa que le estaba doblando en dos a un ataque de violencia al que acompañó con un gruñido al tirarla al suelo de un golpe bien dado en las rodillas.

¿Por qué la sucia ramera asume que puede darme órdenes? No es mi deseo apresurarme, así que se hará lo que desee el ser que tiene la mano en el cuello de la furcia, no al contrario. – musitó, sin apenas separar los labios, por lo que su acento de entonces, el espartiata, salió mucho más intenso que en una cantidad de tiempo que parecía considerable si no se miraba con demasiado detenimiento. Oh, cómo le gustaba hablar en su lengua... Había recuperado el gusanillo durante su cautiverio, y no lo había llegado a abandonar desde entonces. Afortunada ella por poder escuchar semejante retazo de la Historia en una boca aún más histórica. Una que, por cierto, se curvó en una mueca de tensión que acompañó a sus ojos muy abiertos. Dementes.

La sucia ramera eres tú. – aclaró, asintiendo con la cabeza, y por un instante asemejándose a un paidagogos, si bien él nunca sería un esclavo. Podía perder la cabeza todo lo que lo había hecho y seguiría haciéndolo; podía eternizarse en una maraña de dolor y sufrimiento tal que sus impulsos de seguir consiguiendo destruirlo todo serían quienes lo guiaran. Podía volverse el mundo cabeza abajo por completo y que las Antípodas fueran su hogar, pero él jamás seguía orden alguna, y mucho menos provenientes de una mujer a la que antaño habría (y había) usado a placer. De él, por supuesto. Era cuestión de principios...

Se incorporó y se quitó la mugre de la ropa, gesto que fue más simbólico que efectivo por la cantidad de suciedad que se acumulaba en los harapos que cubrían su cuerpo. Entonces apoyó las manos en la cintura, en jarras, y la miró con todo el desprecio que era capaz, y dada la naturaleza de Ciro eso era suficiente para empalidecer a emperadores y reyes humanos a montones, sin siquiera poner demasiadas ganas. Y con ella las puso, una manera un tanto pueril pero sumamente eficaz de demostrar hasta qué punto el vampiro destrozado se creía por encima de ella, pasara lo que pasase en los estatus de ambos.

Si te lanzas contra ese árbol con la fuerza suficiente parecerá que te hayan dado una paliza. También puedes abrirte la cabeza con esa piedra o coger tu ropa, envolver un palo en la tela y empezar a golpearte si te da miedo la visión de tu arma. ¿Quieres más opciones? Tal vez te dé. Pero yo no pienso tocarte para ayudar a tu teatrillo, galesa, simplemente porque se te ha olvidado quién y qué soy y te has creído con derecho a darme órdenes. – sentenció, mirando a sus uñas (por supuesto, llenas de mugre hasta el más ínfimo punto que se mirara) y después a ella.

Al final, en eso se había convertido: el déspota que su ascendencia persa exigía que fuera y que, durante un tiempo, se había encargado de regalar a Esparta, hasta que los ciudadanos desagradecidos lo decidieron culpar de ayudar a sus enemigos (aliados naturales contra Atenas, en su opinión, pero siempre había estado adelantado a su momento) y lo intentaron ejecutar. Si tan sólo hubieran esperado un par de milenios habrían conocido al único capaz de quebrar su mente por completo, el cazador por culpa del cual Ciro podría encajar dentro de un veredicto clínico de pura demencia y gracias a quien era aún más impredecible que de costumbre. Tanto que, simplemente porque podía, le arrojó una piedra a la galesa levantada. Había dicho que no iba a tocarla... No que no fuera a joderla. No literalmente.
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Mensaje por Madeleine Fitzherbert Lun Sep 07, 2015 2:09 am

Por un instante, en su mente se cruzó un hipócrita pensamiento. << ¿Qué he hecho para merecer esto?>> se preguntó con un dramatismo para nada habitual en ella. Había hecho, y mucho, para ser merecedora de una suerte tan maldita. Podría enumerar una a una sus patrañas y sus jugarretas, pero perdería la noción del tiempo. De todas formas, jamás se imaginó que se encontraría en aquel absurdo teatro, bañada en sangre, envuelta en vísceras y con los ojos calientes, a punto de explotar de lágrimas. Su vida había estado tranquila, sin sobresaltos, casi como la de una estúpida monja de clausura, sólo se dedicaba a cabalgar, comer, tomar té y recibir alguna que otra visita formal. Hasta había llegado a interesarse por su fortuna y había hablado con el administrador, todo iba en orden, como podía esperarse. Pero no, tenía que aparecer ese desgraciado vampiro, con su locura imposible de describir en palabras. Madeleine, en toda su maldita vida, había tenido la oportunidad de encontrarse con un ser tan desquiciado. Ni los hombres que la violaban cuando era una niña a la cual aún no le había bajado su primera menstruación, estaban tan enfermos como Ciro. Nunca había tenido deseos de poseer poderes sobrenaturales, creía que con su belleza, su astucia y su fortuna le alcanzaba, pero en ese momento, deseó poder hacer algo más y no sentirse tan impotente ante la desidia a la que se había visto reducida.

Lanzó un quejido casi inaudible cuando las rodillas le fallaron a causa del golpe del vampiro. Apoyó las palmas en la tierra. Enterró los dedos, clavó las uñas hasta que el dolor se hizo insoportable. Había jurado nunca más estar en esa posición frente a alguien, y allí estaba, con el orgullo hecho trizas, en una posición servil, ante ese monstruo desgraciado. ¡Maldito una y mil veces! No se cansaría jamás de maldecirlo. Lo escuchó reír y, por más absurdo que le pareciese, sus labios se curvaron en una sonrisa sardónica y, al mismo tiempo, amarga. Su destino sí que era triste. Había logrado abandonar la prostitución y convertirse en una dama respetable, pero no, su madre siempre se lo había dicho, siempre sería pobre y siempre sería puta. Se resignó a que ese era el fin de la obra, que todo pronto se terminaría. <<No lloraré>> se instó, más con resentimiento que con angustia. Había, aún, unas gotas de orgullo corriendo por su cuerpo, y esas fueron la que la ayudaron a erguirse. Podía sentir, bajo sus pies, el fango del pueblo hediondo donde Ethel la había parido, el olor nauseabundo de los pantanos que lo rodeaban, la humedad constante, el frío, el hambre, la desazón. De pronto, parecía que se había trasladado a aquellos años olvidables, y volvió en sí cuando lo escuchó llamarla “ramera sucia”. Sí, era eso. Era una ramera mugrienta que se creyó el sueño dorado.

Qué imaginación tienes —comentó casi en un susurro. — ¿Serías tan amable de esperar que vaya por un papel y una pluma así tomo nota? —era, verdaderamente, una inconsciente. ¿Por qué no tomaba, de una vez, una postura sumisa y aceptaba lo que el vampiro quisiera? Debía asumir sus condiciones si quería sobrevivir, pero la duquesa había jurado nunca más recibir órdenes de nadie, y ese nadie, incluía a Ciro, e incluía perder todo a causa de esa promesa. —Dime qué demonios quieres así concluimos ésta noche de una vez. ¿Quieres propiedades? Mañana mismo llamaré al notario y pondré una a tu nombre. ¿Quieres dinero? Tengo muchas joyas y bolsas de oro para que te lleves y hagas lo que quieras con ellas. ¡Pero dime de una maldita vez qué quieres! —se impacientó.

Miró la piedra que cayó a su lado, tras haberle golpeado el esternón, provocándole un espasmo. Parecía que había utilizado una fuerza mínima, pero para Madeleine había sido insoportable. ¡Qué débil era ante semejante bestia! Si bien no quería entregarle nada de lo que su querido padre había ganado con total honor, las circunstancias la obligaban. Le daba asco que sus manos se posasen en lo que venía pasando de generación en generación en los Fitzherbert, familia que no había conocido, pero de la que se había apropiado. Los conocía a través de diarios y retratos, y había terminado sintiéndose parte de ellos, como si realmente su sangre corriese por sus venas. Los fantasmas de los duques ingleses la habían acunado para que llevase su legado a través de los años venideros, pero Madeleine estaba maldecida; era la única explicación viable a tan descabellada noche. Si todo tenía que irse al demonio, que se fuera. No seguiría jugando con Ciro, estaba harta.

¿Sabes? Puedes injuriarme. ¡Ve! Cuéntale a todo el mundo que soy una prostituta, arruina mi nombre, que me repudien, que me quiten todo, nunca estaré tan hundida como lo he estado. No conseguirás nada de mí de ésta forma —hizo un movimiento con sus manos como diciendo “se acabó”. —Sé que necesitas mis recursos para algo, no sé para qué, y espero que, realmente, no consigas llevar a cabo tus planes. Mírate, no eres ni la sombra de lo que alguna vez fuiste. No tengo conocimiento sobre lo que te ha ocurrido en todo éste tiempo, pero te despojaron de todo lo que eras; de ti, sólo quedan los residuos. Estás acabado, y realmente espero verte arder —no sabía de dónde había sacado valor y estupidez para pronunciar aquel discurso. Giró sobre sus talones y se encaminó de regreso a la residencia, pero había hecho sólo unos pocos pasos cuando se detuvo, advertida por los sonidos lejanos del otro contingente de empleados que la buscaban. ¿Qué estaba esperando el vampiro para descuartizarla?
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Mensaje por Invitado Miér Oct 14, 2015 8:11 am

¿Estaba acabado? Esa era una pregunta que él, el vampiro, el no muerto, se hacía de vez en cuando, más o menos cada cuanto pasaban ciertos cometas para alumbrar el cielo terrestre. ¿Lo estaba, realmente? Si se lo hubiera planteado hacía algunos días, o tal vez meses porque había perdido casi por completo la noción del tiempo, tal vez habría respondido un sí rotundo e innegable ante las torturas que Fausto, su producto fallido, había infligido sobre él. Pero no estaba preso en ese momento, sino que se encontraba en uno posterior, salido de las cloacas (literalmente) y atiborrado de sangre. Sólo por eso último ya le parecía a él imposible lo de estar acabado, pero es que, realmente… no lo estaba.

No, en absoluto. Mientras siguiera arrastrándose por el suelo putrefacto de la ciudad que servía de inspiración a tantas personas que ni la conocían en su suciedad, mientras siguiera moviéndose y poseyera un hálito entre sus labios, por rasgados y ajados que éstos se encontraran, Ciro no estaría perdido. Esa certeza, que bien podía parecer consecuencia de su antiguo egocentrismo, era en realidad una apreciación verídica de su instinto de supervivencia, que hasta ese momento había intuido pero del que tenía, ahora ya por fin, absoluta certeza. Sobre todo desde que lo había ayudado a sobrevivir lo que cualquier otro habría usado como excusa para morir y rendirse.

Sí, Ciro era muy consciente de sus capacidades, y aunque algunas de las palabras de la galesa le entraran por un oído y le salieran por el otro, era el tono desdeñoso y orgulloso lo que él quería borrarle a patadas. Su antigua realidad de rey, de los mortales o de los inmortales poco importaba, lo obligaban incluso cuando lo había perdido todo a someter al gusano putrefacto e inmundo que se creía más inteligente que él, un ser más antiguo que la civilización. ¡Especialmente que él, un ser que casi había parido a través de sangre y violencia la sociedad en la que ella vivía, se movía y se crecía como la reina que no era!

Las furcias no pueden ser reinas, ¿no lo sabías? En todo caso prostitutas que acaban con la cabeza rodando por los escalones de Versalles. Tú no eres lo suficientemente cercana a los reyes para llegar hasta Versalles, así que tu futuro será en todo caso un estercolero. Los cerdos seguro que se darán un buen banquete contigo; desde luego, yo no, porque de rematarte seguro que se me revuelve la sangre que ya he tomado. – sentenció, aburrido, y buscando su mirada sólo por un momento, para que ella viera que él ya había tomado la decisión de finalizar la conversación y que nada de lo que hiciera serviría para hacerle cambiar de idea.

Ciro buscó entre las ropas de la galesa la llave de su hogar, del de ella, porque él carecía de uno desde que había tomado la venganza por bandera y había renunciado a todo salvo a eliminar a aquella mosca putrefacta que había hurgado demasiado en una herida que él ignoraba que tenía. Rebuscó sin importarle rasgar más su vestido, sin que se diera cuenta de que estaba arañando su piel blancuzca (aunque no tanto como la del no muerto) con unas uñas manchadas de sangre y mugre.

Se estaba comportando como un animal y, aún así, mantenía la apariencia orgullosa y serena de un rey a la altura de su rostro, absolutamente impasible. Por una vez, la tormenta de pensamientos que lo atenazaba parecía haber amainado lo suficiente para que se pudiera captar apenas un vistazo del hombre (¡hombre!) que el vampiro había sido hacía no tanto tiempo, desde luego antes de ser cambiado casi por completo, pero a la vez no en absoluto. ¿No tenía sentido? Bueno, Ciro nunca se había enorgullecido precisamente de ello, así que tampoco le importaba demasiado que en aquel momento su actitud fuera contradictoria.

Sin embargo, el tiempo nublado nunca es calmo, y como tal Ciro enseguida recuperó la ira que lo movía como si fuera un molino a merced del viento. Sin prevenirla, porque ¿para qué demonios iba a hacerlo?, la golpeó con la rodilla en la cara, sin importarle si rompía huesos, dientes, todo, o nada. Sólo quería borrarle esa cara de maldita satisfacción que lo volvía tan inestable como todo lo demás, pero que había identificado como algo peligroso para su cordura y que como tal deseaba eliminar. A golpes o a mordiscos, pero recordaba vagamente haberle dicho que no iba a devorarla porque se le indigestaría de hacerlo, así que eligió los golpes.

Cogeré cuanto quiera, lo que quiera, de donde quiera y cuando quiera. Tú no me vas a dar órdenes; yo a ti sí. Por eso, ordeno y dispongo que te quedes aquí quieta e intentes volver a tu maldita casa arrastrándote, porque yo no pienso ayudarte a hacerlo. Eres mi esclava, galesa, y como se te ocurra olvidarlo extenderé rumores mucho peores que la verdad de lo que eres. – amenazó, mirándola a los ojos (que tenía cerca porque le sujetaba la cabeza por el pelo, por cierto) y después echándola hacia atrás para que quedara malherida y semiinconsciente. Como si a él le importara…

Notaba en la espina dorsal el cosquilleo que siempre lo avisaba, irracionalmente por supuesto, de la pronta llegada del sol, y no iba a estar con ella lo suficiente para darle un apasionado beso al astro rey con su piel quemada por los rayos. No, no moriría, y si algún día lo hacía definitivamente no sería para complacerla a ella, así que sin más dilación se echó a andar y se marchó de allí hacia un lugar seguro. La galesa había terminado con su paciencia por una noche; después, ya volvería a torturarla… cuando tocara hacerlo.
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Mensaje por Madeleine Fitzherbert Dom Dic 27, 2015 11:03 pm

Los insultos no le afectaban; de hecho, jamás le había molestado ser agredida ni física ni verbalmente. Madeleine había desarrollado, desde muy pequeña, un escudo de vanidad que provocaba que las humillaciones rebotaran en él y se hicieran humo. Se había acostumbrado a aquellos que necesitaban degradarla para sentirse superiores, mientras ella se mantenía en una supuesta posición de sumisión, recibiendo agravios que en nada le importaban. No le habían importado en su pasado, cuando era una niña inexperta y a la que violaban casi a diario, tampoco iban a importarle en su presente glorioso, en el que con sólo dar una mínima orden, tenía el mundo a sus pies. Ciro podía decir y hacer cuanto quisiera, que la duquesa receptaba aquellas palabras teñidas de odio con el mismo interés que el vuelo de una mosca. No había pasado su vida entera en un burdel, abriéndose de piernas para cuanto hombre se le cruzase, para ser una dama susceptible. Y quizá por eso la buscaban tantos, porque íntimamente, sabían que jamás iban a doblegarla. Tampoco sería el vampiro quien lo hiciera; podía escupir cuantas barbaridades se le cruzasen en su mente, que Madeleine simplemente pondría una mueca de falsa ofensa. Como si con sus frases hubiese descubierto un nuevo continente…

Tenía razón en cuanto a su llegada a Versalles; el ducado de su padre se encontraba en Inglaterra, y era allí donde pululaban las influencias, además de ser uno de los más grandes y vastos territorios del reino. Pero eso no significaba que en Francia fuese una más del montón, ya que los rumores corrían como una regadero de pólvora, y era muy fácil sacudir un par de abanicos y enterarse de los bienes incalculables que poseían los Fitzherbert. Quizá por eso había tantos interesados en que ella no se hiciera, finalmente, con la totalidad de la herencia; primos lejanos de su padre se relamían esperando su parte. Pero Madeleine no les daría con el gusto; como tampoco se lo daría a Ciro. Que él creyera que todo era suyo, mas quien manejaba la fortuna era el administrador que el difunto duque había dejado a cargo y, claramente, no accedería a los caprichos de un energúmeno como ese. Le gustase o no, iba a necesitar de su favor; la lealtad del abogado era inquebrantable, y no había poder en la Tierra capaz de torcer su brazo. Pero eso era algo que la muchacha no tenía planeado decirle en ese momento, sería su as bajo la manga.

Soportó que hurgara en su ropa, y no se quejó cuando sus uñas le rasgaban la piel. Todo aquello colaboraría al relato que, posteriormente, debía dar. Aún tenía el estómago revuelto del baño de sangre que ella misma había propiciado. Pero cuando la rodilla de Ciro se estampó en su cara, ya no pudo contener el alarido que emergió de la profundidad de su pecho. El dolor le había cortado la respiración, y en su frivolidad, rogó que no le hubiera roto los dientes. Lo insultó, aunque dudaba que se entendiera algo de lo que estaba diciendo. Ciro no se detuvo, y Madeleine recibió los embates contra su cuerpo, que no dejaba de ser débil. La fuerza desmedida de la bestia le arrancó lágrimas, esas que ella había jurado nunca más derramar, y lo odió por eso más que por cualquier otra cosa. No le importaba recibir su violencia, sólo pensaba en la humillación del líquido tiñéndose de sangre en sus mejillas y en sus labios. Había perdido la fuerza para seguir gritando, y tampoco sus miembros le respondían, al menos para cubrirse y no perder aquella contienda desigual de una manera tan deshonrosa.

Púdrete —le contestó con los últimos rastros de consciencia que le quedaban, y se dio el gusto de escupirle saliva y sangre, y ver cómo su rostro se manchaba de ella. Le pagaría aquella afrenta, no sabía cómo, pero se cobraría la dignidad arrebatada. Ciro podía ser un inmortal poderoso, pero ella tenía dinero y poder, y con eso saldaría esa deuda. Buscaría la manera de destruirlo, de convertirlo en un despojo, e invertiría todo lo necesario para encontrar su punto débil. Ya no era aquel vampiro que conoció alguna vez, éste era distinto, y debía encontrar al causante de su cambio. Juró hacerlo, antes de caer al piso y perder por completo el conocimiento. Se sumergió en la oscuridad.

Cuando despertó, por un instante creyó que todo había formado parte de una pesadilla, sin embargo, al intentar moverse, supo que no había sido así. A los objetos a su alrededor, los veía borrosos, y le dolía cada centímetro del cuerpo. Una doncella, que percibió que su ama había despertado, se acercó a ella y la ayudó a beber. Se la notaba compungida, y Madeleine odió, aún más a Ciro, por provocar las miradas de lástima. La muchacha, con voz suave, le explicó que había sido atacada y que sus hombres la habían defendido con su vida. Las palabras le salían entrecortadas, pues su padre había perecido en la lucha. Un doctor la estaba atendiendo, y si bien estaba malherida, no había que lamentar huesos rotos ni golpes demasiado graves. En un susurró, le explicó que había un hombre de gran autoridad esperando por su testimonio.

Ahora no tengo deseos de hablar con nadie —sentenció, y le dolió hasta la lengua al emitir aquella frase. La joven entendió que debía explicar que la duquesa aún no había despertado. Cuando la muchacha se retiró a dar el mensaje, Madeleine recordó que aquel vampiro poseía las llaves para entrar a su vivienda, y supo, a ciencia cierta, que aquel encuentro nocturno, no sería el último que tendrían.

TEMA FINALIZADO
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