AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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Si no puedes doblegarlos, confúndelos.
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Si no puedes doblegarlos, confúndelos.
La guerra estaba a sus puertas, y, sin embargo, desde el ventanal parecía que las hormigas empolvadas respiraban con normalidad en su paso por la rue Monge. Si tan sólo supieran esas pobres gentes la décima parte de lo que Alejandría había descubierto del declarado por Dios su intermediario, toda Francia hubiese comenzado a practicar el satanismo, horrorizada. Porque ya les era complicado decidir si creer que el Mal de males había sido creado por el padre del Rey de reyes, y ya su Dios no era la Bondad deidificada del Nuevo Testamento; o no creerlo, y plantearse la maldad como algo extrínseco a Yahvé, despojándole así de su omnipotencia. Pero qué cosas estoy pensando, sonrió inspirando a través de su cigarro, si esta gente no piensa más que en meterla en caliente, cobrar en frío y dar gracias por pasar el día a temperatura ambiente. Ladeó la cabeza tras exhalar, observando las acomplejadas pelucas de las pomposas cabezas que paseaban por la calle. ¿Pero sabrán a caso que significa extrínseco?
El mundo se le antojaba un laberinto, y las personas las ratas de experimentación. Alejandría creía ser el científico, y a la vez la porción de queso, la tentación. Realmente quería ser la trampa. Pero no había caso, aún tenía que trabajar aquel campo, y así convertirse en la propia muerte, el auténtico poder.
Las campanadas en Notre-Dame amenazaban con el tiempo y, como si en lugar de aqueo fuese británico, el caballo de Troya se apareció en aquella habitación de París a la hora prevista. Y no hubo pacto. Tampoco rendición.
El mundo se le antojaba un laberinto, y las personas las ratas de experimentación. Alejandría creía ser el científico, y a la vez la porción de queso, la tentación. Realmente quería ser la trampa. Pero no había caso, aún tenía que trabajar aquel campo, y así convertirse en la propia muerte, el auténtico poder.
Las campanadas en Notre-Dame amenazaban con el tiempo y, como si en lugar de aqueo fuese británico, el caballo de Troya se apareció en aquella habitación de París a la hora prevista. Y no hubo pacto. Tampoco rendición.
Última edición por Alejandría el Vie Mar 27, 2015 3:40 pm, editado 1 vez
Alejandría- Prostituta Clase Alta
- Mensajes : 25
Fecha de inscripción : 30/12/2014
Re: Si no puedes doblegarlos, confúndelos.
Había decidido acudir al Hotel Des Arenes en carruaje, a pesar de que realmente no existía una amplia distancia entre este lugar y su residencia en el Palais-Cardinal -siempre había pensado que aparecer en un vehículo semejante imponía respeto a quién lo viera, y no sólo eso, sino que también dejaba clara cuál era su posición, y cuál la del resto-. Mas la razón principal era todavía más sencilla: seguridad. ¿Y por qué? Bien, en los últimos años la llama de la libertad se había encendido entre los más pobres de Francia -y también entre la clase burguesa, repletos de riquezas pero sin voz ni voto en el Parlamento, a pesar de ser un número mayor que la nobleza y el clero juntos-. Era evidente que la población gala estaba harta de ser pisoteada por gente como Alphonse de La Rive, cuando ellos tenían que vivir de la mendicidad, sin tener ni siquiera unos zapatos que les protegieran del frío Invierno. En la corte, algunos nobles -y también algunos religiosos dentro de la Iglesia- veían el ascenso de políticos como los jacobinos o los cordeleros una anécdota más -gente inmunda queriendo igualarse a ellos-; se burlaban y se reían de sus ideas aparentemente utópicas, provocando más de un enfrentamiento en las Cortes. No obstante, otros -entre ellos Alphonse- veían sus ansias de cambio como una amenaza, aún difusa, pero próximamente visible para quién decidiera retirar la venda de sus ojos. Para De La Rive no había sido fácil llegar a ser lo que es actualmente -irónicamente había cometido demasiados pecados, demasiada maldad a sus espaldas para acabar siendo un representante de Dios en la Tierra-; por lo que no estaría dispuesto a rendirse. Y no menos cuando la batalla -real- ni siquiera había comenzado.
-¡Muerte al Segundo Estado! -gritó alguien desde la calle, importunando los pensamientos del Arzobispo, arrojando lo que parecía ser un tomate contra la ventana del carruaje, lugar donde el Cardenal se salvaguardaba de las miradas ajenas. Y, sobre todo, de actos semejantes.
El clérigo respiró hondo antes de abrir la cortina, para así ver al estúpido -o valiente, según se mire- que se había atrevido a ofenderle. Cuando éste notó la mirada del eclesiástico, echó a correr perdiéndose entre la multitud que pululaba por las calles -algunos parecían aprobar el gesto del chico, ya que era eso, un crío que no llegaba ni a la treintena-. Alphonse se recostó en el asiento, dejando que la cortina volviera a caer y ocultándose del populacho.
Cuan idiotas podían ser. Cualquiera de ellos podía llegar hasta el Cardenal, cualquiera de ellos -sin excepción- podía lograr colarse entre la aristocracia o el clero. Cualquiera, si sabían qué pasos dar, si no tropezaban. El propio de La Rive había vivido en una mortal pobreza -literalmente, ya que tres de sus hermanos perecieron a causa de la escasez de alimentos, a causa de las enfermedades desconocidas para aquellos que vivían entre algodones-, perteneciente a una rama ilegítima de la Casa de Valois -una de las familias más importantes e influyentes de toda Francia-. Él había nacido en una familia de nobles de segunda categoría -o de tercera, cuarta incluso. Se situaban en el penúltimo escalón-. A pesar de las dificultades, y de que en un principio su futuro no iría más allá de ser un mundano sacerdote, gracias a su inteligencia, su buen hacer, y para qué mentir, su gran arte de la manipulación y el engaño, supo cómo trepar entre las altas esferas. ¿Y cuál era el último escalón, su siguiente propósito? Ser nombrado primer ministro de Francia-. Si él, habiendo nacido pobre y con un título que no valía para nada, pudo prosperar, ¿por qué no aquel muchacho que había arrojado el tomate contra la ventana de su carruaje?
Una vez llegaron hasta el hotel, dos miembros de la Guardia Roja del Cardenal, le abrieron la puerta del vehículo para que pudiera bajar de éste. De un pequeño salto -pero sin perder su porte- bajó del susodicho, admirando la arquitectura del edificio, rememorando -durante unos instantes- sus primeros encuentros amorosos, allá en su lejana juventud -en viejos y sucios hostales-. Ah, cuánto había cambiado su vida tras el trascurso del tiempo. Les indició a sus guardias que le esperaran allí -sí, podían esperar una noche entera-. Y entró en el hotel como si el mundo le perteneciera -y en parte así creía que era. Pobre iluso-.
No le costó encontrar la habitación donde la mujer le esperaba, siempre escogían la misma, ya que tanto el dueño del lugar cómo sus trabajadores eran discretos, y nada contarían sobre lo que allí veían o imaginaban ver. Por fin, la puerta ante él, y justo cuando posó su mano en ésta respiró hondo, quedándose quieto unos segundos. Las campanas de Notre-Dame resonaban en la cabeza del Cardenal, como si pretendieran burlarse de él, como si Dios -o el Diablo, o los dos juntos- se rieran de su persona.
Pero yo os digo que cualquiera que mira a una mujer para codiciarla, ya adulteró con ella en su corazón. Por tanto, si tu ojo derecho te es ocasión de caer, sácalo, y échalo de ti; pues mejor te es que se pierda uno de tus miembros, y no que todo tu cuerpo sea echado al Infierno. Evangelio Según San Mateo.
Empero, visto lo visto, el Infierno parecía mucho más placentero que el Reino de los Cielos. Con tan solo imaginar a cientos de mujeres como Alejandría allí dispuestas, los deseos irrefrenables hacían acto de presencia en el cuerpo de Alphonse. Por lo que, no dudó más, y acabó entrando en lo que él veía como su Olimpo particular.
-Tan maravillosa como siempre, Alejandría -murmuró el Cardenal, posando su mirada unos instantes en ella justo antes de repasar la estancia, viendo una apetecible botella de vino sobre la mesa central. Se sentó en el sofá, recogiendo su capa con cuidado y sirviendo aquel líquido borgoña en las dos copas que había dispuestas. Ni un minuto había tardado en beber, muy propio en él.
Dio un largo trago, volviendo a otorgar su entera atención a la francesa. Él sabía acerca de un importante cliente de ella -uno de aquellos jacobinos que tanto le incordiaban-. Y, por eso, aquella noche, no iba a ser como las demás, aunque él en un principio quería aparentar que así sería. Y de hecho, así le hubiera gustado que fuera. Jamás había aceptado, digamos, la condición de la mujer. Y el hecho de tener que mencionarlo, le repugnaba.
-Sabes que odio vernos en un lugar como éste -después de todo, a ojos del clérigo, Alejandría no era una simple prostituta. Era más que eso-, siento que... ¿me tratas como a un mero cliente? -un trago más de la copa de vino, paseando la yema de uno de sus dedos por el contorno de ésta, distraído-. Y ambos sabemos que yo no soy un hombre como los demás, ¿hm? -o eso le gustaría a él, más bien.
Alphonse de La Rive- Inquisidor Clase Alta
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Re: Si no puedes doblegarlos, confúndelos.
La contienda atravesó la habitación y ser sirvió una copa, pero Alejandría no se movió de su posición, fumando tras la ventana, con los ojos fijos en algún punto indeducible del horizonte. Y éso que es sabido que dar la espalda al enemigo no es buena estrategia.
- Ay -Suspiró apagando su cigarro en el cenicero de cristal de Bohemia. Cruzó los brazos bajo el pecho, no sin antes cercionarse del cierre de la bata de seda negra, y se acercó también a la botella, sirviéndose unos dedos de vino. Alejandría le escuchaba con una sonrisa interior, mezcla de ternura, mezcla de compasión; y sin embargo en su rostro sólo podían leerse arrugas de confusión y desasosiego-. Tú no eres un hombre, Alphonse -Sentenció acercándose a él-. Por éso no eres como los demás.
Tuvo que ganar tiempo dando un suave beso a su copa, mojándose los labios, para pensar el camuflaje de las palabras que, sabía, su partenaire no quería escuchar. Con el dedo índice de su mano derecha, libre, rozó el mentón del arzobispo, mirándole con los ojos entrecerrados, y se alejó de él como si un suspiro fuera la fuerza motriz que la arrastraba.
- Mañana tengo una cita con un tercero. Y querría ir a confesarme después -La mujer, al contrario que su oponente, sí creía en Dios, aunque tuviese un concepto de la deidad diferente al ortodoxo-. No me mires así. No creo en el Dios socialista que tu institución lleva casi dos mil años idolatrando, confío mis pecados a la mano férrea que quiso destruir el mundo, al desalmado que decidió desatar el infierno en la Tierra haciendo que personas como tú y yo fueran concebidos. Cuando me confieso no busco un perdón, sino un castigo.
No obstante, su monólogo se vio interrumpido cuando llamaron a la puerta con tímidos golpes. La fémina, dejando la copa sobre la mesa, se acercó para abrir.
- Mi señora, lamento la interrupción -comenzó a decir un empleado del hotel ante los suspicaces ojos de Alejandría-, pero acaba de llegar un mensaje urgente para esta habitación. Sin embargo, creemos que debe tratarse de un error, pues el destinatario viene a nombre de la señora Hélène Poésy, y dicho nombre no figura en los archivos del hotel.
El aire pareció congelarse en los pulmones de la prostituta al escuchar ése nombre, y por unos momentos dejó de respirar. Miró hacia Alphonse, buscando con falsa esperanza que estuviese sumido en sus pensamientos. Dudó, y Dios, sabiendo la magnitud de su duda, perdonó a santo Tomás.
- No, no. La conozco. Vendrá mañana. -Mintió extendiendo la mano para recojer la carta, que el mozo le entregó sin reservas. Tras cerrar la puerta, abrió el sobre, y encontró tan sólo unas pocas líneas escritas con rapidez. El contenido de la misiva turbó su mente, que no su rostro, y guardó en un cajón el mensaje, procurando olvidarse del asunto mientras un demonio tan peligroso como era Alphonse de la Rive estuviese con ella en la misma habitación.
- Ay -Suspiró apagando su cigarro en el cenicero de cristal de Bohemia. Cruzó los brazos bajo el pecho, no sin antes cercionarse del cierre de la bata de seda negra, y se acercó también a la botella, sirviéndose unos dedos de vino. Alejandría le escuchaba con una sonrisa interior, mezcla de ternura, mezcla de compasión; y sin embargo en su rostro sólo podían leerse arrugas de confusión y desasosiego-. Tú no eres un hombre, Alphonse -Sentenció acercándose a él-. Por éso no eres como los demás.
Tuvo que ganar tiempo dando un suave beso a su copa, mojándose los labios, para pensar el camuflaje de las palabras que, sabía, su partenaire no quería escuchar. Con el dedo índice de su mano derecha, libre, rozó el mentón del arzobispo, mirándole con los ojos entrecerrados, y se alejó de él como si un suspiro fuera la fuerza motriz que la arrastraba.
- Mañana tengo una cita con un tercero. Y querría ir a confesarme después -La mujer, al contrario que su oponente, sí creía en Dios, aunque tuviese un concepto de la deidad diferente al ortodoxo-. No me mires así. No creo en el Dios socialista que tu institución lleva casi dos mil años idolatrando, confío mis pecados a la mano férrea que quiso destruir el mundo, al desalmado que decidió desatar el infierno en la Tierra haciendo que personas como tú y yo fueran concebidos. Cuando me confieso no busco un perdón, sino un castigo.
No obstante, su monólogo se vio interrumpido cuando llamaron a la puerta con tímidos golpes. La fémina, dejando la copa sobre la mesa, se acercó para abrir.
- Mi señora, lamento la interrupción -comenzó a decir un empleado del hotel ante los suspicaces ojos de Alejandría-, pero acaba de llegar un mensaje urgente para esta habitación. Sin embargo, creemos que debe tratarse de un error, pues el destinatario viene a nombre de la señora Hélène Poésy, y dicho nombre no figura en los archivos del hotel.
El aire pareció congelarse en los pulmones de la prostituta al escuchar ése nombre, y por unos momentos dejó de respirar. Miró hacia Alphonse, buscando con falsa esperanza que estuviese sumido en sus pensamientos. Dudó, y Dios, sabiendo la magnitud de su duda, perdonó a santo Tomás.
- No, no. La conozco. Vendrá mañana. -Mintió extendiendo la mano para recojer la carta, que el mozo le entregó sin reservas. Tras cerrar la puerta, abrió el sobre, y encontró tan sólo unas pocas líneas escritas con rapidez. El contenido de la misiva turbó su mente, que no su rostro, y guardó en un cajón el mensaje, procurando olvidarse del asunto mientras un demonio tan peligroso como era Alphonse de la Rive estuviese con ella en la misma habitación.
Alejandría- Prostituta Clase Alta
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Fecha de inscripción : 30/12/2014
Re: Si no puedes doblegarlos, confúndelos.
Sus ojos azules no se despegaban de la figura de la mujer, moviéndose insinuante -o así le parecía a él- por toda la habitación. La bata de seda poco dejaba a la imaginación, y aunque ya hubiera visto mil veces qué se ocultaba bajo ésta, le seguía sorprendiendo; digamos que su hilo de pensamientos se rompía ante su contoneo, perdiendo la concentración de lo qué deseaba decir.
Su gran amigo, aquel líquido borgoña, le ayudaba a que las horas fueran más soportables -con esto no quería decir nada desagradable acerca de Alejandría; ni por asomo, las horas con ellas se esfumaban pasmosamente, y no sólo eso, sino que también era una compañía más que apreciada por el arzobispo-. Lo movía dentro de la copa, de un lado a otro, logrando que éste bailara dentro del cristal y dejando de mirar a la mujer en esa ocasión para centrar toda su atención en el vino -néctar de los dioses-, antes de disfrutar de su aroma y dar un generoso trago. Cuando ella se sirvió también, y pronunció aquellas palabras, el Cardenal no pudo por menos reír. Una sutil y suave risa, a la vez que sacudía la cabeza.
-¿Y qué soy a tus ojos, Alejandría? Me encantaría saber que juzgas a través de ellos -¿y qué iba a ser? Se preguntó, nada más plantearle a la francesa aquella cuestión. Realmente, él no era un hombre si hablamos en un término anímico; Alphonse había perdido los últimos pedazos del alma que le convertía en un auténtico hombre -valga la redundancia- hacía demasiado tiempo. Ahora se parecía más a una de esas bestias que supuestamente debía combatir como inquisidor que aparentaba ser.
En cuanto ella se acercó, acariciando su mentón en un gesto fugaz, él quiso retener aquella sensación durante, al menos, unos segundos más, por lo que dejó que sus párpados cayeran, respirando hondo. Volvió a la realidad cuando la mujer habló, abriendo sus ojos y recostándose en el sofá, mientras una sonrisa se perfilaba en sus labios. Siempre se le había hecho extraño que ella creyera en Dios, aunque fuera a su manera.
Y, entonces, alguien irrumpió en la estancia. Alphonse no perdió nada de aquella presente escena. Se fijó en el rostro de la mujer cuando aquel nombre salió a la luz, y también en la mirada que ella le dedicaba -falsas esperanzas de que él divagara en su propio mundo-. Empero, no era así. Pendiente de cada detalle. Y la sonrisa se transformó triunfante cuando la prostituta ocultó el sobre en uno de los cajones.
-La magia del catolicismo, ¿cierto? Pecar, confesar y ser perdonado... -rió entre dientes, acabando con lo poco que quedaba en la copa. Su mirada hacia ella era divertida, tal vez irónica. Actuaba como si nadie les hubiera interrumpido, siguiendo el curso de la conversación mantenida entre ambos-. ¿Concebido yo, Alejandría? Oh, no. Yo soy su semejante -se volvió a sentar correctamente, carraspeando su garganta para luego añadir, solemne, un versículo de las Sagradas Escrituras-. Subiré al Cielo, por encima de las estrellas de Dios levantaré mi trono. Subiré sobre las alturas de las nubes, me haré semejante al Altísimo -negó varias veces con la cabeza, incorporándose levemente para tomar entre sus manos la botella con el licor en su interior, sirviéndose de nuevo hasta el borde de la copa; mientras volvía a dejarse caer, dio un sorbo a ésta, procurando que no se derramara ni una sola gota de aquella sangre de Cristo-. Ésa mano férrea que quiso destruir el mundo, ése desalmado -repitiendo lo dicho por ella-, deseaba ser superior al Señor. Ansiaba su gloria, su poder. Anhelaba derrocar el gobierno real de Dios sobre el universo. Y yo, heme aquí, soy su igual. Si miramos a nuestro alrededor, ése desalmado -énfasis en esto último-, está claro que se ha alzado victorioso, ¿no? Ahora, él gobierna el universo. Y te prometo que yo me sobrepondré a su imagen. Al menos, en este pedazo de suelo galo -¿qué pretendía con todo ese discurso? El tono burlón y cínico no desaparecía, quizá simplemente dejaba que sus pensamientos cobraran vida al ser pronunciados. O se reía de las creencias de Alejandría, y las de él mismo. Quién diablos lo sabe-. Así que por favor, no digas que yo he sido concebido por quién decidió desatar el Infierno en la Tierra -y en un mudo brindis, alzó la copa ante ella. Dio un sorbo pequeño esta vez, antes de pasar uno de sus brazos por el respaldo del sofá-. Por cierto... ¿quién es esa Hélène? Precioso nombre, muy apropiado para ti, Álex -tomándose confianzas, aunque poco importaba ya a aquellas alturas. Había actuado como si no hubiera escuchado aquel Hélène, hasta ese instante. Soltándolo como si nada, mostrando sus tablas a la hora de actuar.
Alphonse de La Rive- Inquisidor Clase Alta
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Re: Si no puedes doblegarlos, confúndelos.
Bebió para envalentonar sus palabras, pero pronto se dio cuenta que no concordarían con su expresión, pues su mirada contendría lástima, y creyó preferible el silencio a la burda interpretación.
La mujer continuó su delicado paseo por la habitación, tintineando involuntariamente con impaciencia la copa con las uñas mientras miraba por la ventana. Las opiniones e ideas del arzobispo le eran más bien indiferentes; y las ignoró no sólo por su poca intención de profundizar en cuestiones teologicas y metafísicas, también por el contenido del escrito, pero por sobre todo la falta de atención de su peligroso cliente acerca de la nueva invitada. ¿Qué significaba? ¿Lo había ignorado? ¿Se habría percatado? ¿Estaría tramando algún maquiavélico plan entre su ebriedad y su malicia?
-Qué alto le posicionas. Este dios tuyo vive a ras del suelo. Si fueses su semejante no tendrías que ascender.
Alejandría tenía un poder, que no requería de hechizos, y sin embargo tenía algo de mágico: seducía. Y seducía porque era capaz de descifrar a las personas. Quizás Alphonse de la Rive, tanto tiempo encaprichado de su puta, habría perdido su tacto encubridor, porque para Alejandría ya había perdido su cajón de los misterios. Así, la esencia psíquica del religioso de hábito no era más que un cristal: trasparente. Alphonse continuaba parlando con la verborrea presuntuosa que venía a definir su carácter, pero Alejandría continuaba con su duda. Porque la creencia de éste en un ser superior, él mismo, podía cegarle, y quizá hoy su verdadero nombre había pasado desapercibido ante su egolatría.
- Hélène es sólo una perra más con otro nombre -Respondió procurando ambigüedad; los demás veían en ello el misterio, ella veía diversión y encontraba seguridad: Así no podría ser juzgada de mentirosa, y su palabra tendría algún valor- La ciudad de Alejandría desapareció bajo el mar víctima de su propia grandeza. Su nombre no se merece ese ultraje.
Lo cierto es que ni la propia prostituta sabía que tipo de interés tenía en el cardenal. Éste le profesaba casi adoración, fruto del poder de seducción de ella y la inclinación por el capricho de él. Su cliente, en su veneración, le proporcionaba dinero, circunstancias y cierto tipo de poder que solventaban cualquiera de sus problemas; y donde Alejandría veía una posibilidad, se negaba a desperdiciarla en un subjuntivo. Y más cuando esta posibilidad, hoy y desde hace tiempo, presente, podía desvanecerse a la velocidad a la que caían los imperios.
Deseaba desalojar de la cabeza del sacerdote la escena, que pronto podría desembocar en su pasado, y deseaba seducirlo. Y de tal manera es la condición mundana del Deseo, que él mismo se define como necesidad. De este modo, dejándose llevar por su naturaleza, esto es, por su interés, ronroneó retirando la única horquilla que secuestraba su cabello, y dejó que su oscuridad cayera libre.
-No eres un dios, Alphonse de la Rive. -Caminó por detrás del sofá, ondeando su perfume como olas marinas y dibujando su sombra como majas goyescas, y, con tupido tono y atercipelado acento, pronunció sobre su oído, ronzando su oreja, aquello que antes prefirió callar:-A mis ojos, tan sólo eres carne y piel.
La mujer continuó su delicado paseo por la habitación, tintineando involuntariamente con impaciencia la copa con las uñas mientras miraba por la ventana. Las opiniones e ideas del arzobispo le eran más bien indiferentes; y las ignoró no sólo por su poca intención de profundizar en cuestiones teologicas y metafísicas, también por el contenido del escrito, pero por sobre todo la falta de atención de su peligroso cliente acerca de la nueva invitada. ¿Qué significaba? ¿Lo había ignorado? ¿Se habría percatado? ¿Estaría tramando algún maquiavélico plan entre su ebriedad y su malicia?
-Qué alto le posicionas. Este dios tuyo vive a ras del suelo. Si fueses su semejante no tendrías que ascender.
Alejandría tenía un poder, que no requería de hechizos, y sin embargo tenía algo de mágico: seducía. Y seducía porque era capaz de descifrar a las personas. Quizás Alphonse de la Rive, tanto tiempo encaprichado de su puta, habría perdido su tacto encubridor, porque para Alejandría ya había perdido su cajón de los misterios. Así, la esencia psíquica del religioso de hábito no era más que un cristal: trasparente. Alphonse continuaba parlando con la verborrea presuntuosa que venía a definir su carácter, pero Alejandría continuaba con su duda. Porque la creencia de éste en un ser superior, él mismo, podía cegarle, y quizá hoy su verdadero nombre había pasado desapercibido ante su egolatría.
- Hélène es sólo una perra más con otro nombre -Respondió procurando ambigüedad; los demás veían en ello el misterio, ella veía diversión y encontraba seguridad: Así no podría ser juzgada de mentirosa, y su palabra tendría algún valor- La ciudad de Alejandría desapareció bajo el mar víctima de su propia grandeza. Su nombre no se merece ese ultraje.
Lo cierto es que ni la propia prostituta sabía que tipo de interés tenía en el cardenal. Éste le profesaba casi adoración, fruto del poder de seducción de ella y la inclinación por el capricho de él. Su cliente, en su veneración, le proporcionaba dinero, circunstancias y cierto tipo de poder que solventaban cualquiera de sus problemas; y donde Alejandría veía una posibilidad, se negaba a desperdiciarla en un subjuntivo. Y más cuando esta posibilidad, hoy y desde hace tiempo, presente, podía desvanecerse a la velocidad a la que caían los imperios.
Deseaba desalojar de la cabeza del sacerdote la escena, que pronto podría desembocar en su pasado, y deseaba seducirlo. Y de tal manera es la condición mundana del Deseo, que él mismo se define como necesidad. De este modo, dejándose llevar por su naturaleza, esto es, por su interés, ronroneó retirando la única horquilla que secuestraba su cabello, y dejó que su oscuridad cayera libre.
-No eres un dios, Alphonse de la Rive. -Caminó por detrás del sofá, ondeando su perfume como olas marinas y dibujando su sombra como majas goyescas, y, con tupido tono y atercipelado acento, pronunció sobre su oído, ronzando su oreja, aquello que antes prefirió callar:-A mis ojos, tan sólo eres carne y piel.
Alejandría- Prostituta Clase Alta
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Re: Si no puedes doblegarlos, confúndelos.
Alphonse de La Rive era un hombre ridículo, patético, aunque él se negara a creerlo -y aún más a aceptarlo-. Sólo había que verle, creyéndose por encima -siempre- de cualquier mortal e inmortal, como si su moral se rigiera por unas normas no vigentes en el resto. Empero, la verdad era bien diferente. Ni siquiera lo que él creía haber obtenido gracias a su astucia y a su ingenio, había sido gracias a su buen hacer; necesitaba la ayuda de sus guardias, de sus consejeros y de sus espías -especialmente de una de ellas-.
En definitiva, viéndose superior a todos pero fácilmente engañado por una mujer -como le solía suceder, sin ser Alejandría la primera, y tampoco la última, obviamente-, cuando a sus ojos prácticamente todas las féminas se posicionaban en un escalón todavía más inferior que al otorgado a los hombres más simples y soporíferos. Un mero meneo, un caminar de lo más etéreo y sus deseos más primitivos salían a flote -tal vez el vino también influía, como siempre sucedía en un borracho-.
No obstante, una contradicción más. No era el hombre más inteligente sobre la faz de la Tierra -ni muchísimo menos, a pesar de que su egolatría así se lo hacía imaginar-, pero eso tampoco le hacía el más estúpido. A su mirada, Alejandría buscaba lo que muchas al seducirle -un trabajo no demasiado arduo si tenemos en cuenta lo rápido que cede ante el pecado-, poder o riqueza. ¿Qué eran, después de todo? Putas. Poco importaba si él intentara alejarlas de ese mundo -no como un gesto de bondad, qué va. Lo hacía para que fueran de su entera exclusividad-. Y Alejandría seguía siendo lo mismo que todas aquellas, a pesar de que él mismo se colocara la venda sobre los ojos... Y ahí residía la contradicción, ya que era incapaz de escapar a su hechizo -ya fuera por la impecable interpretación de la francesa, por su manipulación o por el goce que él conocía gracias a sus habilidades. O, quizá, un cóctel de todo ello-.
Y, por unos segundos, cuando ella liberó su cabello, los pensamientos que siempre acechaban en su mente, se evaporaron fugaces. Ahora, sólo podía contemplar a la mujer, y lo que paseaba por su cabeza, de igual manera, estaba dedicado a ella. Siempre le había parecido que al natural, su particular belleza resaltaba todavía más, si es que eso era posible. Con un gesto aparentemente inocente, podía acallar al testarudo hombre siempre en búsqueda de la última palabra. Y entonces, tras esa ráfaga de palabras interiores consagradas a ella, comprendió que estaba perdido, y que intentar escapar a sus encantos serían vanos esfuerzos.
Se alzaba ante él, de forma sutil, dejando que las sombras de su cuerpo fueran las que se insinuaran ante la pecaminosa mirada del clérigo, como si se tratara de aquella mujer retratada por Velázquez que en aparente modestia ocultaba su desnudez al atrevido espectador. Entrecerró los ojos, cuando el aroma de Alejandría rozó sus sentidos, sosteniendo su copa de vino con una fuerza desmedida.
-No es tan fácil distraerme, Alejandría -murmuró, mientras ella se escondía tras el sofá-. Hace un tiempo hubiera sido sencillo con tus contoneos -antes de que ella desapareciera tras su espalda, él procuró echarle un último vistazo, relamiéndose los labios sin ningún tipo de disimulo ante la imagen que se le ofrecía-; pero no ahora.
¿Qué de cierto había en esto? ¿Se intentaba autoconvencer, o por el contrario quería remarcar lo sucedido anteriormente? Ese nombre, Helena, no quedaría enterrado tan velozmente. No, sabiendo lo que significaba para el eclesiástico.
Ni siquiera sus palabras le hicieron enfadar -de hecho sucedió todo lo contrario, sonrió de lado ante aquella pequeña humillación, ya que ahí es donde nacía su gusto por ella, una mujer atrevida en su palabreo, dueña de sus acciones y sin ser temerosa del inquisidor-. Sin embargo, el susurro sí creó un estremecimiento en cada centímetro de su piel, provocando que la mencionada copa se derramara sobre sus ropajes, camuflándose el vino entre el borgoña de éstos -color propio de su cargo-. Frunció el ceño, sacudiéndose mientras murmuraba:
-Genial -respiró hondo, levantándose del sofá justo después de dejar la susodicha copa sobre la mesa-. Hm, igual sí que consigues alterarme, aunque yo intente lo contrario.
Por mucho que se esforzara, Alejandría tenía razón. Alphonse era un hombre, tan sólo carne y piel.
Alphonse de La Rive- Inquisidor Clase Alta
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Fecha de inscripción : 09/11/2014
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Re: Si no puedes doblegarlos, confúndelos.
- Oh, Alphonse, no sé si resulta más ofensivo cuando me tomas por ingenua o cuando sobrevaloro tu capacidad. Creía que sabías mejor que yo cuán poco hablan las palabras -Dijo posicionando sus manos sobre los hombros del cardenal y expandiéndolos sobre su cuerpo. Una de sus manos dibujaban un rectilíneo Nilo sobre su pecho, mientras la otra serpenteaba un Amazonas por el brazo que sostenía la copa, hasta llegar a rozar sus dedos y el cristal-. Y cuánto grita el cuerpo. -Sentenció en referencia a la fuerza con la que oprimía el recipiente; y entonces desplegó, con la misma potencia con la que estallaban revoluciones, aquello que mejor sabía hacer en un condensado susurro.
Tuvo que tragarse su suspiro cuando la copa se vertió sobre él, rompiendo el encanto que había comenzado a entonar, pero no pudo menos que rodar los ojos y morderse los labios en un angustiado e irritado mohín; es evidente su precaución: todo lo que el cardenal no podía apreciar con la mirada lo percibía con los oídos. Y es que algo hay que los ilustrados se olvidan siempre de enseñar, o bien confunden y divulgan erróneamente: Las paredes no escuchan, son los hombres los que agudizan sus sentidos y atraviesan los muros. Alphonse de la Rive era uno de estos hombres que parecen encontrarse en cada resquicio del mundo sublunar en un mismo espacio temporal, y no porque alabemos con desmesura su percepción auditiva, no -debemos recordar que, aquí nuestro señor, tenía casi sesenta años, o éso se hacía creer-,elogiamos su suspicacia, suspicacia que Alejandría, en su coraje, no se atrevía a desafiar.
- Lo sé, lo sé -Murmuraba con cierto tono de apaciguamiento, que trataba de disfrazar su desdén. Decidió apartarse entonces de allí, mientras esperaba a que su invitado terminara de transformar lo líquido en humedad. Se sentó en la mesa grande de comer, con las piernas cruzadas y una mano sujetando su barbilla, en una posición reflexiva que nada tenía de actuación. Muy al contrario, Alejandría había sido asaltada por un pensamiento inesperado, cargado de balas que pretendían profetizar su siguiente movimiento.
- Alphonse... -Comenzó, con un titubeo que nada tiene que ver con la fragilidad, sino con la manipulación- Sé que sabes muchas cosas, pero nunca compartes nada de valor conmigo -Mentira. Había poquísimos hombres, si no apenas ninguno, que no cayeran en la vorágine de la debilidad y, pretendiendo esconderla, mostraran su hombría manifestando sus conocimientos, su astucia o su arrojo cantando como golondrinas en las mañanas de primavera. Aunque bien es cierto que Alphonse solía contenerse- Y... como comprenderás, yo no puedo serte sincera si tú no te sinceras conmigo. Yo realmente no sé nada, y lo poco que sé no estoy segura de que realmente sea de agrado... o tu utilidad -Mintió enfatizando aquella última palabra, buscando algún resorte por su parte, una pizca de interés. Y así, mentira tras mentira, continuó lubricando su mente, generando, si no existía ya, un deseo.- . Te propongo un intercambio. Dime qué quieres y, si está en mi poder, te lo daré.
Llegados a este punto, pensaba Alejandría, es probable que de la Rive, o bien se creyera en posesión del mando, o bien imaginara que ésta escondía un as bajo la seda. Y, ciertamente, así era, porque el día que Alejandría no encontrara provecho, en un cesto es donde encontraría su cabeza.
- Pídeme al Rey de los judíos -Le miró maliciosamente, acercándose a él. Sonrió con complicidad, arrodillándose ante él-. ¿Qué me queréis dar, y yo os lo entregaré?.*
Mateo 26:15
Tuvo que tragarse su suspiro cuando la copa se vertió sobre él, rompiendo el encanto que había comenzado a entonar, pero no pudo menos que rodar los ojos y morderse los labios en un angustiado e irritado mohín; es evidente su precaución: todo lo que el cardenal no podía apreciar con la mirada lo percibía con los oídos. Y es que algo hay que los ilustrados se olvidan siempre de enseñar, o bien confunden y divulgan erróneamente: Las paredes no escuchan, son los hombres los que agudizan sus sentidos y atraviesan los muros. Alphonse de la Rive era uno de estos hombres que parecen encontrarse en cada resquicio del mundo sublunar en un mismo espacio temporal, y no porque alabemos con desmesura su percepción auditiva, no -debemos recordar que, aquí nuestro señor, tenía casi sesenta años, o éso se hacía creer-,elogiamos su suspicacia, suspicacia que Alejandría, en su coraje, no se atrevía a desafiar.
- Lo sé, lo sé -Murmuraba con cierto tono de apaciguamiento, que trataba de disfrazar su desdén. Decidió apartarse entonces de allí, mientras esperaba a que su invitado terminara de transformar lo líquido en humedad. Se sentó en la mesa grande de comer, con las piernas cruzadas y una mano sujetando su barbilla, en una posición reflexiva que nada tenía de actuación. Muy al contrario, Alejandría había sido asaltada por un pensamiento inesperado, cargado de balas que pretendían profetizar su siguiente movimiento.
- Alphonse... -Comenzó, con un titubeo que nada tiene que ver con la fragilidad, sino con la manipulación- Sé que sabes muchas cosas, pero nunca compartes nada de valor conmigo -Mentira. Había poquísimos hombres, si no apenas ninguno, que no cayeran en la vorágine de la debilidad y, pretendiendo esconderla, mostraran su hombría manifestando sus conocimientos, su astucia o su arrojo cantando como golondrinas en las mañanas de primavera. Aunque bien es cierto que Alphonse solía contenerse- Y... como comprenderás, yo no puedo serte sincera si tú no te sinceras conmigo. Yo realmente no sé nada, y lo poco que sé no estoy segura de que realmente sea de agrado... o tu utilidad -Mintió enfatizando aquella última palabra, buscando algún resorte por su parte, una pizca de interés. Y así, mentira tras mentira, continuó lubricando su mente, generando, si no existía ya, un deseo.- . Te propongo un intercambio. Dime qué quieres y, si está en mi poder, te lo daré.
Llegados a este punto, pensaba Alejandría, es probable que de la Rive, o bien se creyera en posesión del mando, o bien imaginara que ésta escondía un as bajo la seda. Y, ciertamente, así era, porque el día que Alejandría no encontrara provecho, en un cesto es donde encontraría su cabeza.
- Pídeme al Rey de los judíos -Le miró maliciosamente, acercándose a él. Sonrió con complicidad, arrodillándose ante él-. ¿Qué me queréis dar, y yo os lo entregaré?.*
Mateo 26:15
Alejandría- Prostituta Clase Alta
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