I'd kill all your darlings for you, my love | Privado

Fredika estaba impaciente. Se asomó por la ventanilla del carruaje que su tío había alquilado cuando entraron al camino que llevaba directo a la casa, y sonrió, tan ampliamente como pocas veces lo había hecho en sus quince años de vida. Se movió sobre el asiento de cuero y buscó la cercanía de Predbjørn. Lo rodeó con sus brazos con marcada vehemencia, con adoración, idolatrándolo, sin preocuparse en absoluto por el hecho de que él se diera cuenta, que percibiera con más claridad que nunca su emoción, la excitación, esa necesidad de él que se había fortalecido con los años hasta volverse una especie de obsesión, y dejó que su cabeza descansara sobre su hombro. Su entusiasmo era tanto que casi temblaba. Durante años había amado a Predbjørn en silencio, desde la distancia (a pesar de su cercanía), y finalmente su sueño de toda la vida se convertía en realidad. Estarían solos. Lo tendría para ella sola. Y él la había elegido a ella por encima de todas sus otras mujeres.

El sol ya empezaba a esconderse cuando finalmente llegaron a su destino. Apenas se abrió la puerta del coche, Fredika saltó al exterior como una niña emocionada, olvidándose por completo del cochero que le ofrecía su mano para ayudarle a bajar y de los modales recatados que se suponía toda dama debía ejecutar. Todo lo que quería era observar aquella casa, su jardín, en el que ya planeaba plantar flores en todos los rincones. Aquella idea la conmocionó y sintió que le faltaba el aliento. Se volvió para reencontrarse con su tío y su sonrisa le dijo todo. Estaba muy contenta y deseaba desesperadamente el cálido abrazo de ese hombre que no solo era su familia, también su salvador.

Más tarde, finalmente entraron a la casa, y su tío le asignó una de las habitaciones vacías, específicamente la que ella se había empeñado en ocupar: la que se encontraba justo al lado de la suya. Pero las exigencias no pararon ahí. Como buena niña caprichosa, Fredika insistió en que fuera el mismo Predbjørn y no uno de sus empleados quien le condujera hasta el cuarto y llevara su maleta, y él, que la había malcriado durante toda su vida, se lo cumplió.

La adolescente, que en ocasiones parecía no haber abandonado jamás la pubertad –o incluso la niñez-, se dejó caer sobre la cama de la que sería su habitación y observó con satisfacción a Predbjørn dejar la maleta sobre la alfombra. No obstante, no transcurrió demasiado tiempo para que recobrara la compostura e intentara comportarse como alguien mayor. Dejó sus juegos de niña, se incorporó sobre el lecho hasta quedar sentada, alisó su vestido, y lo invitó a unírsele. Él nuevamente la complació y ella estuvo encantada con ello.

—Aún no puedo creerlo —murmuró—. Me encanta esto. Tú y yo. Aquí.

Se abrazó a él y sin soltarlo miró a su alrededor, contemplando la habitación: aunque era hermosa, le pareció demasiado grande. No quería sentirse sola, como se había sentido toda su vida viviendo bajo el mismo techo que su padre. No deseaba que con el tiempo Predbjørn también se olvidara de ella, que los únicos momentos en los que se reunieran fuera durante el desayuno o durante la cena. Necesitaba como nunca el cariño del único que la quería, pero no estaba dispuesta a conformarse: lo quería a manos llenas.

—¿Puedes quedarte conmigo esta noche? —le preguntó mientras alzaba una mano y le acariciaba el rostro, utilizando la voz más dulce que pudo pronunciar, esperando que fuera tan infalible como todas las anteriores veces para que él no pudiera negarse.

Fredika conocía perfectamente los deberes de una señorita, se los habían inculcado desde muy pequeña y desde entonces sabía lo que era correcto e incorrecto, lo que le estaba permitido hacer y las ideas locas que definitivamente debía alejar de su cabeza. No obstante, le gustaba desafiar al mundo, a la autoridad, imponiéndose. Giró su cuerpo sobre el colchón y rápidamente se puso de pie hasta quedar de espaldas a él. Por un momento no dijo nada, se mantuvo en esa posición, callada, respirando agitadamente y apretando los brazos cruzados contra su pecho, el más claro gesto de su molestia. Se sentía deprimida y furiosa, sobretodo furiosa. No le gustaba ser desplazada, y justo así era como le hacía sentir Predbjørn al hacerle saber que tenía cosas más importantes que hacer. ¡No lo entendía! ¿Qué podía ser más importante que estar con ella, su sobrina favorita? Seguramente el trabajo era un pretexto. Solo la gente sin dinero, los pobretones como la negra de Do'ingn, debían preocuparse por cosas como esas, nunca un hombre como él, que además era un Østergård, nada menos. Tal vez solo quería dejarla para irse con una de esas mujerzuelas. La sangre le hirvió de solo pensarlo. No era justo que para ella esos días junto a su tío, solos y muy lejos de la presencia de Damien y la asquerosa de su criada, fueran a ser los más maravillosos de su vida entera y para él no significaran nada. Casi de manera instantánea se sintió hundida en una intensa sensación de pesar, y al cabo de un rato, al ver que él no decía nada, decidió retomar la palabra.

—¿Cómo quieres que me sienta si me has traído contigo con la promesa de cuidar de mí y me abandonarás a la primera oportunidad dejándome a cargo de una extraña? —reprochó sin darse la vuelta pero, aunque seguía molesta, su voz reflejó cierta tristeza, como si acabara de llevarse una gran desilusión—. Y además de todo me lanzas un ultimátum. ¿Así será nuestra convivencia de ahora en adelante? ¿Me amenazarás con llevarme de regreso a la casa de mi padre cada vez que sientas que te hago la vida imposible y ardas en deseos de deshacerte de mí? —hizo una mueca digna de una jovencita sumamente caprichosa como ella, descruzó los brazos, y se giró para enfrentarlo—. No puedes ser tan cruel como mi padre, ¡no conmigo! Y estás siendo descortés. Eres mi anfitrión, dices que soy la luz de tus ojos, y ni siquiera puedes cumplir mi deseo y dormir conmigo esta noche. Esto no es lo que yo tenía en mente.

Lo miró fijamente y confió plenamente en que su expresión fuera tan desarmante como pretendía que fuera. Quería provocar en él la culpa, mucho remordimiento, para que así no pudiera resistirse y salirse con la suya. Así era el juego que solía jugar Fredika con Predbjørn, el cual consistía en hacerle creer que él era quien mandaba pero, luego, haciendo uso de sus artimañas e inteligencia, lograr que terminara cumpliendo todos sus caprichos. A veces era tan magistral en ello que resultaba perversa.

En ese instante, verdaderamente lo odió, y le dolió en el alma tener que hacerlo. Jamás imaginó experimentar un sentimiento como ese por la única persona que creía que valía la pena en el mundo. Tal cosa, también la llevó a odiarse a sí misma. Sintió que lo traicionaba, pero, ¿acaso no la estaba traicionado él a ella? Nunca antes se había portado así, en su vida le había hablado de aquel modo, tan similar al tono que solía utilizar su padre cada vez que ésta le colmaba la paciencia y deseaba apartarla de su vista para no tener que seguir lidiando con sus caprichos de niña rica. Eran hermanos después de todo, la misma sangre corría por sus venas, algo debían tener en común, y desgraciadamente parecía ser la poca tolerancia que mostraban para con ella. Con Damien sabía exactamente cómo corresponder, sabía que bastaba lanzar rabietas y finalmente recriminarle haberla abandonado durante tantos años para provocar en él el devastador sentimiento de la culpa. Pero Predbjørn… él era diferente. Él no era Damien, él no cedería tan fácilmente a sus rabietas, mismas que rara vez había tenido que utilizar tratándose del menor de los hermanos Østergård.

Así que, sí, en el fondo tenía miedo. Miedo a equivocarse, a dar un paso el falso, a cometer un daño irreparable que pudiera afectar su relación para siempre. Porque ella conocía bien a su tío, y sabía perfectamente que era un hombre con una personalidad desconcertante cuyo ego podía sentirse ofendido con demasiada facilidad. En silencio meditó la situación un instante. ¿Debía corresponder de igual modo a sus mordaces comentarios, o debía ceder y darse por vencida esa noche? Su perspicaz inteligencia le susurró que sí, que la segunda de sus dos únicas opciones era la más recomendable. De momento, debía tomar su tonito novelero y guardarlo en el baúl, porque de nada le serviría esa noche. Se mordió la lengua y ahogó todo comentario. Solo se limitó a mirarlo mientras hacía un puchero y se dirigía directamente a la cama, tal y como él había ordenado. Eso era lo que le gustaba a los hombres, tener siempre la última palabra, ser obedecidos sin chistar, y ella portó por satisfacerlo para tranquilizarlo.

—Tengo que cambiarme... —susurró sumisamente con aire inocente, como si temiera terminar por despertar a la bestia que el hombre llevaba en su interior. Pero aquello no fue una petición para que él abandonara el cuarto y le diera privacidad—. ¿Podrías ayudarme con las cintas? —Pidió en el momento que se acercó al sillón donde éste se encontraba, dándole la espalda para que él tuviera total acceso a la parte trasera del corsé de su vestido.

Por supuesto, todo se trataba de una descarada pantomima de su parte, un acto aparentemente inocente que en realidad ocultaba segundas intenciones. Él no tenía porqué ayudarle a desvestirse, para eso estaba las criadas, pero a Fredika nada le satisfacía más que sentir las manos de su tío, por lo menos a través de la vaporosa tela. Mientras él comenzaba a desatar las numerosas cintas, ella aprovechó que no podía ver la expresión en su rostro y se deleito con el momento; cerró los ojos un instante imaginándose cosas que si se atrevía a contar en su próxima confesión, seguro provocaba la muerte del sacerdote a causa de un paro cardíaco. Una sonrisita maliciosa asomó entre la comisura de sus labios al imaginarse la escena.

Cuando Predbjørn terminó su labor, Fredika se dirigió hasta un precioso y elegante biombo con detalles florales y se ocultó de la vista de su tío. Allí terminó por despojarse del vestido y lo suplió por un camisón de seda y algodón que utilizaba para dormir. Se metió en la cama y se arropó hasta la cintura pero, antes de poder siquiera tomar en serio la orden que Predbjørn le había dado, lo miró intentando atraer su atención.

—¿Olvidarías por un momento lo molesto que estás conmigo y me darías mi beso de las buenas noches? —preguntó con un cándido tono de voz. Él no pareció tener la intención de responder de inmediato—. ¿Por favor? —insistió—. No podré dormir sin él. Ha sido como un ritual desde que era pequeña; aleja las pesadillas —de pronto pareció tan tierna e infantil como una niña.

Una sonrisa surcó su rostro cuando lo vio finalmente levantarse, y se le amplió todavía más al sentir el casto roce de sus labios sobre su mejilla.

—Buenas noches. No trabajes demasiado o mañana tendrás unas increíbles ojeras, y no queremos que te veas feo, ¿verdad? No, no queremos eso —intentó bromear para suavizar la tensión en el aire. Increíblemente pareció funcionar.

Sopló sobre la vela encendida de su mesita de noche hasta que ésta se apagó por completo y se dio la vuelta para intentar conciliar el sueño.