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PARÍS, FRANCIA
AÑO 1842

Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.

Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.

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Mensaje por Daphne McQuoid Miér Ago 09, 2017 2:54 am

Nunca he apreciado el contacto con otras personas, porque me es muy exasperante tener que lidiar con los demás. Y no, no es por considerarme mejor que cualquiera, es por tener una insana manera de no sentirme cómoda al lado de otros; ni siquiera puedo estarme tranquila con mi propia familia. Se me hace especialmente insufrible, como si tuviera una enorme piedra encima, asfixiándome y usando su peso para matarme lentamente. Quizá esté exagerando un poco, pero no tengo mejor manera de explicar las sensaciones que consumen mi cuerpo cada vez que me expongo a situaciones tan desagradables. ¿Saben qué es lo peor? Que mi tía Brigitte no para de hacer reuniones en casa, alardeando de ser una mujer en una buena posición... ¡hipócrita! ¿Cree que así va a dejar de estar menos sola? Es una verdadera pérdida de tiempo y recursos. Aunque, pensándolo bien, es su problema, no el mío. Lo que me indigna es que quiera obligarme a ser como ella, cuando nuestras personalidades distan muchísimo; somos como agua y aceite.

Por eso esta mañana hemos discutido. No fue algo que amerite mi expulsión, simplemente, fue una discrepancia de ideas, nada más. No alcé la voz en ningún momento, sólo dejé salir gran parte de mis inquietudes, y ella muy bien no lo tomó. ¡Claro! Se ha acostumbrado a tener ese enfermizo control sobre sus hijas, pero conmigo es diferente. Desde luego, porque no soy su hija, y mucho menos permito que quiera tener la osadía de moldearme a sus modos, ¡nunca! Ya bastante daño me ha hecho con retenerme en su hogar forjado a base de hipocresías constantes. ¿Por qué mis padres no me llevan con ellos?

De nuevo, y como cosa rara en mí (debo ironizar con absoluta franqueza), el recuerdo de mis hermanos mayores y mis padres, me ha hecho flaquear, derrumbarme en esas memorias tan condenadamente lacerantes. Pero no sólo es tristeza lo que me agobia, es rabia, es rencor... son muchas cosas. Hay veces que quiero atravesar las puertas que me separan de la verdad; deseo irme lejos de todo esto, sin pensar en las consecuencias, ¡sin pensar en nada! Aun así, admito que soy demasiado cobarde como para atreverme a tanto. Después de todo no soy como Klaus, o como Ludovic, ¡no! Ellos son valientes... y yo quisiera ser así. ¡Lo sé! Es exigirle muchas cosas a la vida, y tampoco tengo muchas alternativas, salvo hallar paz en algo diferente a ello.

Aunque parezca extraño, sobre todo viniendo de una persona como yo, los paseos al aire libre me colman de cierta tranquilidad; es una paz que no puedo encontrar entre las cuatro paredes de una habitación, que siento cada vez más pequeña. ¡Al fin! Entre tanto caos, es algo que, por lo menos, me hace sentir un poco mejor; aliviada, diría con total seguridad. Quizá el silencio de la naturaleza, la armonía de su sobriedad, ella en sí misma... me levanta mejor el ánimo. Tengo, incluso, la capacidad de razonar mejor mi situación tan lamentable, como si de repente pudiera hallar la salida en ese odioso laberinto de mis frustraciones. Pero, a pesar de estar rodeada de esa solemnidad que tanto disfruto, presiento que algo no está bien, como si, tras mis pasos, se hallara un depredador a punto de atacarme. ¡Bien! Tiendo a delirar más de la cuenta, porque constantemente me siento amenazada y espero que esta vez no sea tan real...

¿Y lo será él? Esa silueta que reconozco vagamente en la distancia no me agrada en lo más mínimo. Es de esas personas que, más que mi indiferencia, se han ganado un lugar en el almacén de mis desprecios. ¿Por qué los chicos ricos tienen que ser tan jactanciosos? No quiero razonarlo por más tiempo, antes debo alejarme. Sí, antes de que descubra mi presencia y quiera fastidiarme con sus imprudencias. ¡Pero él fue más rápido! Por suerte, mi ventaja era que me hallaba algo lejos y podría librarme fácilmente de su hostigamiento si aceleraba más el paso.

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Mensaje por Serge Auric Miér Sep 13, 2017 3:02 pm


El asunto sobre el tener que casar a Serge se hizo más y más constante en la casa Auric, y el directamente afectado, lo encontraba tedioso. Su hermano mayor y su padre parecían complotar en su contra, sabían que tenían a un pequeño diablo entre manos, y que encontrarle una mujer que lo aguantara era complicado, al menos, Serge agradeció que fueran tan débiles de corazón, otro padre hubiera soltado a su sabueso endemoniado que tenía como hijo, y que se hartara de la carne inocente, pero no Étienne, que aún parecía tener algo de escrúpulos, y que conocía al menor de sus retoños demasiado bien. Eso prolongaba lo inevitable. Pero sólo eso, sólo lo prolongaba, mas no lo anulaba.

¿Qué no lo veían? ¿Qué no veían que había una grandeza mayor en su futuro? Que casarlo era sólo tratar de detener una bestia voraz, que a la larga se liberaría, más furiosa y más hambrienta. Serge no pensaba en casarse, aunque disfrutaba con romper las ilusiones de las chicas de su edad; Serge sólo pensaba en la gloria, el poder y la eternidad. Serge soñaba en rojo y en negro.

Todas esas chiquillas, posibles candidatas para él, eran huecas, ninguna le brindaba estímulo alguno. Claro que era de tomarse en cuenta que para entonces y a pesar de su juventud, Serge ya sólo gozaba con el sufrimiento y la crueldad. Todas eran así, o casi todas…

Se alejó de la casa Auric, pues se hartó rápido de escuchar tantas sandeces, peor aún, que su padre y hermano trataran de decidir su futuro. Les dio esa ilusión, les hizo creer que podían, ni siquiera refutó, aunque no pudo evitar las muecas de desprecio en su rostro blanco. Entonces, con un chasquido de dedos, pidió a un cochero que lo sacara de ese sitio.

Fue así como llegó hasta ahí, donde comenzó a caminar, pensando en las atrocidades que podía cometer una vez que alguien le diera el beso de la inmortalidad, posibilidad que le estaban birlando con saña, y que sólo hacía que se enfureciera más con el mundo. Serge no era paciente, pero cuando se trataba de este tema, era muy estoico. No es como si tuviera más opciones.

Entonces la vio a la distancia. Podía reconocerla aún si ambos habitaran planetas completamente diferentes. Y lo hacían, en un sentido más simbólico. Si todas las niñas tontas de la alta sociedad parecían perder lo poco que les quedaba de coherencia estando él cerca, Daphne no. Daphne se destacaba y se erigía victoriosa. Algo en eso, en esa marcada diferencia, provocaba en Serge querer acabarla con especial inquina. Apretó el paso, pues ella comenzó a caminar en dirección contraria. Sonrió.

Si quería jugar al gato y al ratón, jugaría.

Fueron varios minutos de persecución. Otro más tonto creería que simplemente no lo había visto, pero Serge siempre pensaba lo peor de las personas, y siempre acertaba. Esa era su ventaja, por sobre todas las cosas. ¿Qué mejor conocedor de la crueldad, que aquel que se regodea en ella?

McQuoid. —Alzó la voz, sin llegar a gritar, una vez que estuvo cerca—. McQuoid, no huyas, sabes que no tienes ningún lugar al cual huir. —Lo dijo como si se tratara de una broma entre ambos, aunque la realidad era más terrible. Al fin la alcanzó y la tomó de un hombro—. McQuoid —repitió—, ¿qué no ves que te vengo siguiendo desde hace rato? —La miró a los ojos, fingió sorpresa y ofensa en su rostro.
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Mensaje por Daphne McQuoid Vie Oct 13, 2017 2:36 am

Tenía yo un rechazo indescriptible, casi insoportable, hacia la sociedad en general. Juraría, en el peor de los casos, que estar cerca de las personas me consumía de manera lenta y desesperante, como si me asfixiara entrar en contacto con otros. Odiaba al mundo con una sed que abrasaba cada fragmento de mi propia conciencia. ¡Yo no lo aguantaba más! Esa pesadumbre constante de mi espíritu me hacía desear, sin poder evitarlo, la muerte. Siempre ella se mostraba en mis sueños, como una nana arrullándome en sus brazos cadavéricos... Pero despertaba, y de nuevo tenía que enfrentarme a todo lo que aborrecía, y me hundía en ese letargo funesto de una tristeza agotadora.

No menos agotadora que mi tía, una mujer tan poco agraciada, que me hacía sentir de las peores maneras. Bien sabía que no era estúpida, que buscaba excusas para suponer que quería ayudarme; pero sólo me lastimaba más. ¿Tan difícil era entender que yo prefería la soledad de mis pensamientos? ¡No había lengua alguna en la que pudiera expresar mis deseos hacia esa mujer! No se cansaba. Terminaba arrojándome a las fauces de la bestia cada vez que podía. Una parte de mí me consolaba, haciéndome comprender que Brigitte sólo quería lo mejor para mí, sin embargo, no medía las consecuencias. Y esa parte destructiva de mi conciencia atacaba, como un león furioso, queriendo acabarlo todo. Empezando por sí mismo.

Fue entonces cuando, en uno de esos intentos fallidos de querer relacionarme con otros jóvenes de mi edad, que Brigitte me empujó hacia el peor animal de todos. Uno que, a diferencia mía, ansiaba la inmortalidad; una existencia prolongada, casi ebria de poder absoluto. Él y yo estábamos en lugares opuestos del tablero, aunque con el mismo deseo de destrucción, sin importar cómo demonios lo usaríamos más adelante. Nuestra supuesta relación, hipócrita y detestable, se parecía más a un juego de damas. Y aún no habíamos decidido quién sería rojo, o quién sería negro...

Serge Auric se había ganado mi antipatía, más que cualquier otra persona; incluso más que mi tía. Él representaba todo lo que yo detestaba, y sus deseos de eternidad me daban asco. Pero él era demasiado orgulloso, y mi rechazo se convirtió en su ferviente anhelo de acabarme, ¡cómo si yo no lo estuviera! Aun así, ¿quién, en su sano juicio, iba a ser capaz de hacerlo entrar en razón? Ni siquiera su padre poseía suficiente autoridad sobre él. Lo sé, porque me percaté de ello desde la primera vi que los conocí. No me fue complicado. Debo regodearme en mi capacidad de observación, siempre guardando la debida discreción de mi interés, sin levantar el menor atisbo de sospecha.

No obstante, hubo algo con lo que no conté jamás, y fue el hecho, simple y sencillo, de que el desgraciado destino que me atormentaba, me condujo directamente hacia el verdugo que yo tanto condenaba. Y cuando quise huir, él fue más rápido. Me alcanzó, tuvo la osadía de ponerme un dedo encima; fue capaz de dirigirse hacia mí por mi apellido. Y mis ojos brillaron de odio, casi queriendo fulminarlo con la mirada, rechazando su tacto de inmediato. Me alejé tanto como podía, pero no demasiado, porque mi propia terquedad no me permitía pasar por cobarde, y menos ante él.

—Yo no lo llamaría huir, diría que sólo quiero ahorrarme el dolor de cabeza que significa tu presencia, Auric —le dije, con esa irreverencia que usaba con casi todos, especialmente con aquellos que se empeñaban en fastidiarme—. ¿Acaso no tienes mejores cosas que hacer? Ah, ¡no me digas! Como no puedes ser inmortal, entonces te dedicas a perseguir a... ¿A quién exactamente? —Irritante, esa era la palabra adecuada para describir el tono que empleaba en contra suya. Y el que seguiría usando, por supuesto—. ¿A mí? ¿Y para qué? Digo, el gran Serge Auric jamás pierde su tiempo en jovencitas tontas, porque su obsesión por la asquerosa eternidad es su único y ejemplar objetivo, ¿verdad?
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Mensaje por Serge Auric Lun Nov 27, 2017 9:55 pm


Abrió ligeramente más los ojos, complacido al notar el desprecio en Daphne. Y es que Serge era un ser que se alimentaba de odio y rabia, de lo más oscuro que brotaba por las heridas de los humanos, esa raza de la que, a cada día que pasaba, se sentía más y más ajeno, como si navegara en sentido contrario y las corrientes naturales lo condujeran a lado opuesto. Claro, esa leve satisfacción desapareció rápido y ensanchó las fosas nasales, introduciendo aire a sus pulmones en un ademán de furia contenida.

No sabes de lo que estás diciendo, McQuoid —respondió. Algo en que ella y su sucia mortalidad hablara de eso que tanto ansiaba le disgustó de sobremanera. Eso, y que la chiquilla era la única con agallas para hacerle frente, ya ni siquiera su familia que prefería darle por su lado; ese asunto era más bien contradictorio en su interior, por supuesto que lo enfurecía, pero también lo encontraba extrañamente atrayente.

En eso, tienes razón, mi tiempo es muy valioso, y por ello deberías agradecer que vine a saludarte, porque aunque no lo creas, no te considero una niña tonta, un dolor de cabeza sí, pero no tonta —dijo con terrible condescendencia, halagó de un modo velado y sincero, a pesar de todo. Avanzó y salvó la distancia entre ambos. La miró directo a los ojos, Daphne poseía características que interesaban e intrigaban a Serge, lo cual era peligroso para la propia chica, pues nadie en sus cinco sentido querría la atención de alguien como el menor de los Auric.

No obstante, Daphne, como él, no parecía estar del todo en sus cabales. Eran funcionales en sociedad, dentro de lo que cabía, pero evidentemente sus aspiraciones trascendían el plano terrenal y llegaban a lo metafísico, y por ello mismo, resultaba imposible tratar de describirlos a ellos como individuos, peculiares cada uno a su modo, y ya ni decir en conjunto: juntos eran entropía, una que se elevaba por encima de todos los demás, o se hundía hasta lo más profundo del Averno. Como fuera, quedaba vedado de los alcances de todos los demás.

Dejemos de lado mi gran meta en esta vida, aunque admito que me halagas al recordarlo tan claramente. Maldigo, eso sí, el día en que te enteraste. Eres demasiado perspicaz para tu propio bien, McQuoid, pero recuerda que la curiosidad mató al gato —habló todavía con esa brutal arrogancia que parecía demasiada, considerando su juventud. Arqueó una ceja con gesto altivo y sonrió—. Mejor dime, gatita, ¿qué haces tan lejos de casa? —preguntó. Enfatizó en esa forma nueva que halló para llamarla, porque sabía que iba a detestarlo.

Ven. —La miró con desdén y comenzó a caminar—. Acompáñame, necesito despejarme. —dijo con un tono de hartazgo, no de ella, sino de la situación que lo había conducido hasta ese sitio. Ahí estuvo otra vez, concediéndole el honor y cualquier sensato saldría corriendo en dirección contraria en ese mismo instante. Sin embargo, Serge, que la miró por sobre su hombro, no quería que Daphne fuera sensata, esas eran fruslerías para el resto, pero no para ellos dos, que transitaban sus propias realidades, ni siquiera una compartida, sino una diferente cada quien, con sus propios colores y su propio ritmo.

Apresúrate, McQuoid, no tengo todo el día —urgió. Se detuvo y se giró para verla—. ¿O viniste a un día de campo y lo estoy arruinando? —se burló. No llegó a reír, pero su boca trémula amenazó con hacerlo, así con la saña que él bien conocía. Se relamió los labios, y de todas las cosas que pudo hacer, hizo la que menos esperaría cualquiera: estiró la mano en dirección a Daphne, comprobando así que Serge era muchas cosas, menos predecible.
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Mensaje por Daphne McQuoid Miér Dic 20, 2017 12:16 am

Mi primera impresión, cuando aquel desquiciado se acercó, fue echarme a correr y desaparecer en la lejanía, en donde no pudiera alcanzarme su decrépita figura; en donde no pudiéramos coincidir nunca. Pero una parte de mí prefirió avanzar a un paso lento, terriblemente torturador para mi frágil paciencia, porque, muy en el fondo de mi ser, yo quería largarme e ir a lo más lejos que mis pies pudieran llevarme. Sin embargo, el orgullo voluble que a veces surgía de los abismos de mi carácter, prefirió obligar a mi cuerpo a plantarse frente a Auric, de manera cautelosa por supuesto.

Lo repudiaba tanto. El aire que ahora compartíamos, se hacía pesado, espeso, difícil de respirar. Me asfixiaba estar ahí; la ansiedad presionaba mis músculos con fuertes deseos de torturarme, y yo no podía hacer mucho para deshacerme de esa maldita sensación; ni siquiera me hallaba en condiciones de luchar en contra ella. Me repetía, una y otra vez, que aquello terminaría pronto, que él se aburriría y se marcharía. Pero no, muy al contrario de mis auténticas ganas de que aquello ocurriera, él decidió quedarse ahí, incluso dirigiéndome la palabra, como si realmente me interesara escucharlo. ¡No! Maldición, no... La ansiedad dio paso a la ira, lo que me obligaba a mantener las articulaciones demasiado tensas, hasta el punto en que temblaban por estar en posiciones incómodas.

Me importaba muy poco su intención genuina de no considerarme como el resto de las jovencitas descerebradas de mi edad. Yo, siempre supe, que era diferente a todas ellas. Porque ellas siempre tenían deseos de vivir, de hallar la felicidad en algún cuento inventado por sus madres reprimidas. Yo me paseaba por el lado contrario, rozando peligrosamente el borde del abismo, sin poder, aún, arrojarme con determinada proeza. Me daba igual todo; me daba igual vivir... Y odiaba a Serge Auric por balbucear tonterías sobre la inmortalidad. ¿Por qué? Si andar en una existencia breve era nefasto, ¿cuánto más lo sería no encontrar el abrazo de una muerte próxima? Sencillamente no podía concebir semejante idea descabellada.

Menos pude aceptar su invitación, ni sus amenazas. ¿Qué tenía que temer? De él nada, porque mi mente funcionaba de formas diferentes a la de otros mortales corrientes. No me asustaba, tampoco me agradaba. Me daba muy igual, como casi todo.

—Un felino enjaulado puede ser peligroso si lo acorralas el tiempo suficiente. ¿Has llegado a pensar que ese apodo no quedaría muy bien? ¿O crees que es insultante que me llames de ese modo? Las apariencias engañan, Auric, y no conoces mis límites, porque nunca me los he trazado. ¿Acaso tú lo has hecho? —dije, luego esbocé una sonrisa burlona. Me estaba mofando de la poca genialidad de él, pero no podía cantar victoria, porque para eso faltaba muchísimo—. No eres nadie para cuestionarme nada, ni mucho menos para darme órdenes. Tú no mandas en mí...

Y empecé a retroceder, no con miedo, sino con esa perversidad que me obligaba a hacer lo contrario de lo que siempre se me exigía. Con Auric no habrían excepciones, en realidad, con él eran más fuertes esos deseos de querer fastidiarlo, hasta hacer que la bestia saliera de su guarida, para enfrentarse al linchamiento de su propia especie. Pero luego se me cruzó por la mente una tontería: decidir acercarme complacida para sujetarle la mano. Cuando lo hice, tiré de ésta hasta hacer que Serge perdiera el equilibrio, y cuando lo vi conmoncionado, y notablemente molesto por eso, salí corriendo.

—¿Quién es el gatito ahora? —exclamé, pero lo hice mientras me echaba a correr por ese campo demasiado alejado de la sociedad. Incluso rasgué la molesta falda en lo que me perdía en la distancia, aún con la mala espina de que él no se quedaría de brazos cruzados.

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Mensaje por Serge Auric Lun Abr 09, 2018 9:26 pm


Antes de poder seguir avanzando, Serge se sintió apabullado por las reflexiones de Daphne, en un buen sentido. Torció el gesto de tal modo que parecía contento e intrigado a la vez, inclinó también la cabeza y abrió la boca para refutar. No sabía si ella lo estaba disfrutando tanto como él, y es que al chico le entretenían las cosas más extrañas de verdad, y muchas de ellas mórbidas también. Al menos, creyó, en eso coincidían, aunque su acercamiento a la muerte fuera tan condenadamente distinto.

Pero nada de eso logró salir de su boca, cuando la joven tomó su mano se sintió brevemente triunfal, para que luego eso le fuera arrebatado con la facilidad con la que él arrebataba felicidad. Cayó de bruces sobre la hierba sin poder meter las manos, y aunque su pantalón confeccionado a la medida no sufrió daño aparente, salvo las manchas de tierra mojada en él, sus rodillas detrás, recubiertas por la tela, le ardieron y no pudo revisarse en ese momento, pero lo más seguro era que se las había raspado.

Alzó un poco el rostro y miró allá a donde Daphne había corrido. Contrajo los dedos de las manos que se hundieron en el suelo húmedo y se puso de pie. Se sacudió la ropa y a pesar del dolor en sus rodillas, pegó la carrera también, para ir tras ella, maldiciéndola en voz alta.

Estúpido gato —escupió, aun ni cerca de poder atraparla. Pudo haber dicho más, gritarle más, pero era eso o seguir corriendo a buen ritmo, y aunque Serge era delgado, carecía de buena condición física, demasiado metido en libros oscuros todo el tiempo.

Una o dos veces quiso resbalar pero pudo mantenerse en pie y seguir corriendo, hasta que la vio más cerca y sacando fuerza de quién sabe dónde, aceleró el paso y estiró la mano… ¡estaba a milímetros de ella! Las puntas de sus dedos rozaron la tela del vestido ajeno y aventó el cuerpo al frente, para de ese modo tomarla por el cuello, aunque fue insuficiente: ambos ejerciendo fuerza dirigida a lados contrarios provocó que rasgara la prenda y se quedara con un buen pedazo de ella.

¡Ten pudor, McQuoid! —dijo en voz alta sin llegar a gritar y por fin deteniéndose para tomar aliento, con el pedazo de vestido en una mano—. ¿Ya te viste? —preguntó y aventó al suelo con furia aquel paño irregular.

Deja de jugar, gatita, mejor ven y muéstrame hasta dónde puedes llegar, ya que no has trazado límites —retó y alzó el mentón a pesar de que seguía bastante agotado por haber corrido de ese modo—, quizá podamos conocerlos hoy, o comprobar que no existen —dijo en un tono mucho más sereno y sombrío, como si estuviera vaticinando el Apocalipsis, lugar y hora exactos del fin de los tiempos. Al parecer se le había ocurrido algo y eso no era nada bueno.

Que Serge tuviera una idea nunca auguraba buenas cosas para el mundo. Que esa tarde estuviera involucrada Daphne resultaba todavía peor.
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Mensaje por Daphne McQuoid Miér Mayo 02, 2018 11:07 pm

Mientras corría como un alma errante, sintiendo la libertad cada vez más cerca, recordé los momentos más gratos de mi infancia, cuando donde solía hacer esas cosas junto con Klaus. Casi podía rozar aquel momento, tan significante, con la punta de los dedos; podía sentir el olor de la hierba fresca invadir mis sentidos, y el aire golpeando contra mi rostro se había convertido en una suave caricia. Casi podía jurar que todos mis demonios quedaban atrás junto con ese insensato de Auric. Ni siquiera presté atención a sus palabras, simplemente me dediqué a ser libre, a ser yo, a no permitir que nadie detuviera mi huida, como si llevara necesitándola desde hacía mucho.

La emoción de ese momento me motivó a no detenerme. No estaba acostumbrada a semejantes acciones de mi parte, pero haber llevado a cabo tal idea, en definitiva, me hacía experimentar un ánimo que no había sentido desde que habitaba la residencia de mi odiosa tía. Fue tanta la adrenalina de mi espíritu, que extendí los brazos hacia los lados y sonreí; sonreí como nunca lo había hecho. Me hundí en esas sensaciones placenteras que se anidaban en mi pecho en ese instante, y cuando regresé a la realidad, ese monstruo me hizo detenerme en seco. ¡Ni siquiera me percaté de que estaba siguiéndome! O sea, ¿cuándo lo hizo?

Luché contra su agarre, y para cuando me zafé, una parte de mi vestido quedó en sus manos. Le dediqué una mirada rabiosa, y no me importó un poco el accidente que había sufrido mi prenda. ¡Él me cortó las alas! Hizo que mi vuelo se desmoronara de manera tan abrupta.

—¡Eres un maldito estúpido, Serge! —gruñí, y fue tanta mi rabia, que cuando empuñé las manos, me lastimé con el filo de las uñas—. ¡Deja de provocarme! ¿Acaso crees que le tengo miedo a un mocoso como tú?

Estaba demasiado molesta, indignada como nunca. Toda ese resentimiento que llevaba tiempo acumulando, amenazaba con escaparse de su prisión. Era cierto, yo no conocía mis propios límites, y menos cuando tocaba los extremos, sobre todo cuando me provocaban del modo en el que él lo hacía. Incluso sentí mi respiración acelerarse, y supe, muy tarde, que ya no había marcha atrás. Me abalancé sobre él y rodeé su cuello con mis manos. Ambos nos derrumbamos en el suelo húmedo, y yo estando encima, se me hacía más fácil intentar ahocarlo, aunque él luchara porque yo no le ganara la batalla.

—¿Quieres la inmortalidad? Pues te la daré, aunque no sea del modo que esperabas, maldito infeliz —vociferé, completamente fuera de sí—. Te lo advertí...

Y quizá había sido un error de mi parte haber cometido tal tontería. Aun así, no podía negar que fue una manera de liberar todo ese mal que llevaba acumulándose con los años. Ese pensamiento me distrajo tanto que, sin siquiera pensarlo, perdí el control de la situación. ¿Me arrepentería? No. Eso jamás. Yo no lo tenía miedo a ese estúpido de Serge Auric. Nunca lo haría.
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