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PARÍS, FRANCIA
AÑO 1842

Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.

Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.

¿Estás dispuesto a regresar más doscientos años atrás?



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Mensaje por Raffaella di Bravante Sáb Ago 15, 2015 4:32 pm

<<Siempre me vas a querer. Yo represento para ti todos los pecados que nunca has tenido el coraje de cometer. >>
Oscar Wilde

El velo de la eternidad se había corrido, revelándole un escenario desconocido, adverso, doliente. No pertenecía a los vivos, tampoco a los muertos. Los inmortales la miraban con recelo: había dedicado su vida a cazarlos, torturarlos, asesinarlos y a entrenar a otros para que lo hicieran. Los religiosos habían decidido desterrarla, expulsar su existencia de la faz de la Tierra. Era una hereje para propios y extraños. Nombrarla era traición, olvidarla una obligación. No tenía familia, había perdido a sus hijos, a su gran amor. Sólo le había quedado Asmodeo, y de esto no estaba tan segura. Se había lanzado al viento y éste la había llevado por un camino sinuoso; toda la seguridad que alguna vez fue su respaldo, se había esfumado. Pero Raffaella resistía, no lograrían quebrarla con la indiferencia. Luchaba contra su nueva naturaleza, con la depredadora que había despertado en ella, con su deseo sanguinario, y era la batalla más fuerte que le había tocado librar. A pesar de los cinco años de destierro, no lograba amoldarse a sus bajos instintos, seguía aferrada a los vestigios de humanidad, al amor maternal que nada haría desaparecer.

Me arruinaste, Lastor —murmuró como cada noche al despertar. Miró a su alrededor. ¿De qué le servían los lujos? Su compañero ya no estaba, seguramente había desaparecido en busca de ese pasado que lo perseguía. Jamás le había gustado estar sola, le agradaba estar rodeada de personas que le recordasen la gran mujer en la que se había convertido. Los sirvientes que había contratado le temían, pero no la respetaban. Por supuesto, sabían quién había sido y lo devaluada que estaba su imagen. —Ésta es tu venganza… —repitió, dándole un golpe al mismo mueble convertido en víctima día tras día. Se había negado a que lo cambiaran, por más desvencijado que éste estuviese.

Pero Raffaella estaba harta del anonimato, de la negación. Aún continuaba en el mundo terrenal, no la acabarían con tanta facilidad. La hora de la verdad había llegado, y caviló su reaparición mientras se quitaba la ropa, tomaba un baño, elegía el vestido favorito de Lastor: el carmesí que había usado en su último aniversario. Veinte años juntos y se deseaban como el primer día, ese era el último recuerdo feliz junto a quien fue el amor de su vida. Su plan rondaba como un espectro silencioso mientras una doncella la peinaba con un tocado sencillo, recogido en la coronilla y adornado con una tiara de diamantes. Tampoco la abandonó mientras le colocaban el maquillaje, los chapines y, finalmente, el perfume, una exquisita combinación de ciruela Mirabel, jazmín sambac, flores blancas, pachuli, sándalo y vetiver, creado exclusivamente para ella. Colocó la fragancia detrás de las orejas, en el escote y las muñecas. Adornó sus lóbulos con unos diminutos pendientes de diamantes, culminando el conjunto con una gargantilla y una delgada pulsera del mismo material. Se miró al espejo durante largos minutos, y la imagen que le devolvió le gustó tanto como la de la juventud. Se sintió en su mejor momento.

Si gritas, te mueres, Celine —le susurró a la empleada de su antigua casa, que había acudido a la cocina cuando escuchó extraños ruidos provenientes de allí. Menuda sorpresa se llevó cuando descubrió a su antigua ama, enfundada en su elegante y costoso vestido, cocinando como en los viejos tiempos. —Ayúdame con el faisán, por favor. Lastor va a llegar pronto y quiero que la mesa esté servida para ese entonces —la mujer actuó con celeridad, intentando esquivar la gélida mirada de di Bravante, que acomodaba los platos, las copas y el candelabro con pericia. A pesar de la posición que siempre había ostentado, Raffaella había tenido una natural inclinación por las tareas domésticas, y gustaba del protocolo ceremonial que los grandes eventos demandaban. Y esa noche, por supuesto, estaba esperando una gran celebración. —Ahora puedes retirarte, yo le serviré al señor. Ah, y te agradecería que no emitieses el más mínimo sonido. Sabes que te aprecio y has sido una fiel servidora de la familia, no me gustaría que termináramos en malos términos —le sonrió, observándola retirarse y tropezándose con sus propios pies.

El sonido de la puerta de entrada le llegó a los oídos, reconoció su aroma, el traqueteo de sus pasos, la música de su respiración. Podía escuchar su corazón latiendo acelerado. Por supuesto, no era normal que la cocina estuviese tenuemente iluminada a la medianoche, tampoco que el olor de la comida recorriese cada rincón, devolviéndole el aspecto de hogar a esa casa venida a menos, ruina de lo que alguna vez fue la felicidad. Lo vio detenerse bajo el umbral, ¿qué le había ocurrido? Ese no era el Lastor que ella alguna vez amó, el hombre al que ella admiraba, ese caballero gallardo y orgulloso. Al parecer, él también había recibido un poco de su propio veneno. Dio un paso adelante, sosteniendo una copa de vino en cada mano. Una sonrisa de dientes perfectos y colmillos brillantes se dibujó en su rostro. Era incapaz de aceptar que lo había añorado.

Bienvenido a casa, cariño. ¿Me extrañaste? —le habló en italiano, como Lastor le pedía en la intimidad. Se alegró, seguía perturbándolo. —
La mesa está servida.



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Mensaje por Lastor Valtray Dom Oct 04, 2015 3:25 am

“No one can hate you more than someone who used to love you.”
― Rick Riordan




Lastor regresaba de una larga temporada de cacería que había resultado exitosa pero extenuante, en la que había estado a punto de morir. Todos los que le conocían sabían que era capaz de cualquier cosa, uno de los hombres más preparados y con más experiencia dentro de la inquisición; en pocas palabras, un hueso duro de roer. Sin embargo, ni todas las habilidades y pericia que poseía para salir siempre victorioso, lograrían exentarlo jamás de los peligros a los que cualquier otro soldado mortal se enfrentaba en batalla. Como muchos otros, había resultado herido. Un vampiro que había logrado arrebatarle a otro soldado su ballesta, había utilizado el arma para dispararle cobardemente a Valtray, mientras éste yacía de espaldas. “Una muestra de tu propio veneno, inquisidor”, había dicho el inmortal agresor, luego de haber logrado incrustar un virote con punta metálica en el omóplato izquierdo de Lastor, a apenas unos centímetros de donde yace el corazón. Dispuesto a no desaprovechar la lesión de Valtray, el vampiro se había acercado a él dispuesto a terminarlo pero, justo en ese momento, un soldado joven que había sido uno de sus tantos alumnos, llegó oportunamente al lugar y le salvó la vida.

En pocas palabras, eso explicaba perfectamente la maltrecha apariencia de Valtray, que apareció inesperadamente en su antigua casa, esa que apenas visitaba de vez en cuando a causa de sus múltiples tareas y el escaso tiempo libre que éstas le dejaban. Llevaba el cabello alborotado, sucio y grasiento, y el rostro cubierto de polvo y sudor. Su ropa también yacía rasgada, y aunque llevaba encima una cazadora de piel color negra que lograba disimular bastante bien lo que había debajo, la camisa también estaba rota y la tenía empapada de sangre seca y nueva porque la herida no había dejado de supurarle. Se sentía hambriento, cansado y dolorido, pero se mantenía erguido y de pie, como un viejo árbol de roble que ha sufrido las atrocidades de la naturaleza y se niega a morir.

Antes de entrar, el inquisidor experimentó una extraña sensación. Sus sentidos lo alertaron sobre algo que estaba a punto de suceder. El inesperado sentimiento obligó al hombre a detenerse en el umbral de la puerta y a sostener con firmeza la ballesta que llevaba consigo. Examinó con detenimiento el lugar, y aunque a simple vista no encontró nada sospechoso, su naturaleza le dictó que se mantuviera en guardia. Así, cruzó la estancia y avanzó sigilosamente por el largo pasillo que conducía hasta el comedor, el cual encontró iluminado e inundado por el delicioso y cálido aroma de una cena recién servida, algo que le resultó verdaderamente inusual, puesto que sus hijastros no se encontraban en casa y él no había anunciado su visita. Cuando entró, se encontró cara a cara con una aparición.

Raffaella, que hacía cinco años había desaparecido abruptamente de su vida, lo esperaba como en los viejos tiempos. Encontrarla allí, con aquella sonrisa tan natural impregnada en los labios, lo desconcertó a niveles insospechados. Por un momento Lastor casi dudó que todo lo que había ocurrido con ella fuese verdad, tan solo producto de un muy mal sueño del que por fin despertaba, pero la punzada que sintió en el corazón fue demasiado verdadera y lo regresó rápidamente a la realidad. Sintió ira y alivio a la vez, pero ambas cosas supo disimularlas demasiado bien. Miró a su ex mujer con una expresión impasible y, sin aflojar ni un segundo los dedos alrededor de su arma, se sentó desgarbadamente ocupando el lugar vacío que solía utilizar en el pasado. Era una de esas largas mesas, hecha de maderas muy finas, en la que los dos asientos principales se encontraban en cada extremo, de modo que cuando se sentaban a tomar los alimentos, las personas quedaban a una distancia considerable, pero uno frente al otro. La tensión entre ellos era innegable.

¿Qué quieres, Raffaella? —habló al fin rompiendo el silencio que se perpetuó por algunos instantes—. ¿Verificar que tus hijos estén bien? Lo están. ¿Sabes por qué están bien? Porque están lejos de ti.

Aunque sus palabras no eran para nada afectuosas y dejaban entrever sus verdaderos sentimientos hacia ella, Lastor hizo un gran esfuerzo para que la voz le saliera serena, negándose a que notara su real nivel de irritación. Había pasado el tiempo suficiente al lado de esa mujer para saber que ella sentiría una satisfacción particular si conseguía provocarle. Hizo una breve pausa, momentos que aprovechó para observarla con detenimiento, con la misma expresión insondable. Estaba claro que ella componía una bella imagen. Estaba allí, ataviada en el elegantísimo y sensual vestido carmesí que Lastor recordaba perfectamente, porque había sido el mismo que le había quitado justamente en ese lugar, luego de haber tomado la cena con motivo de su último aniversario, para después continuar su celebración de una manera mucho más íntima. Tales recuerdos le estrujaron el alma, pero Lastor, que desde que ella se había ido se había vuelto un hombre mucho más rígido, áspero y desapacible en el trato, no se permitió externarlo. Continuó como si todo aquello hubiera pasado desapercibido para él.

Te recomiendo no acercarte demasiado a ellos —añadió reanudando la conversación—. Para Jarko y Katriina, su madre murió hace cinco años. Ahora eres el enemigo. Soy la única persona que reconocen como familia, y aunque por nuestras venas no corra la misma sangre, te aseguro que ahora son más míos que tuyos.

Lastor estaba convencido de que en ocasiones las palabras también podían ser utilizadas como armas, de ahí que hubiera elegido decirle aquello. Hablarle a Raffaella sobre sus hijos, sobre lo mucho que ahora la odiaban, era equivalente a clavarle un puñal en el corazón. Quería herirla, hacerle experimentar por lo menos un poco del gran dolor y la decepción que ellos habían tenido que vivir a causa de su traición. Estaba consciente de que aquello no terminaría bien, Raffaella tenía que suponerlo también. Tomarían la cena -o por lo menos él lo haría-, hablarían y se dirían lo que tuvieran que decirse. Quizá él estaba dispuesto a permitirlo únicamente porque sabía que sería la última vez, antes de que tuviera que ocurrir lo inevitable. Aunque en el fondo le doliera en el alma tener que hacerlo, Raffaella di Bravante no podía salir con vida de allí. Antes que sus sentimientos, estaba su deber.


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Mensaje por Raffaella di Bravante Lun Dic 21, 2015 6:04 pm

La inmortalidad no le había otorgado el poder de ser inmune a las palabras de Lastor. La conocía demasiado, más de lo que ella hubiera querido; le habría gustado decirle que no era la misma mujer que un día desapareció de su vida, porque en parte era verdad, pero lo más cierto era que Raffaella no lograba desprenderse de aquella parte humana que la aferraba a sus hijos y que la había llevado hasta allí, poniendo en peligro no sólo su integridad, sino también la de Asmodeo. Él le repetía que dejara de encapricharse con el sentimiento materno, que debía extirparlo de su vida, que ya no le pertenecía. ¿Pero cómo hacerlo? Raffaella tenía una naturaleza voluble y sentimental, dramática, ¡muy dramática! y, también, extremadamente caprichosa. Amaba a sus hijos, los amaba con más fuerza, con la fuerza de lo imposible, de lo que ya nunca podría tener. Sabía que los había perdido, sabía que ellos amaban a Lastor con devoción, y por eso también le odiaba. De haber sabido cómo los hechos se desencadenarían, jamás habría fomentado la relación paternal entre él sus dos retoños. Ellos habían vivido en su vientre y los había parido con dolor, con sangre, y había disfrutado de ver sus rostros pequeños e hinchados apoyados sobre su pecho transpirado. Los había amado desde que sabía que estaban dentro de ella, y los amaría por toda la eternidad que le restaba por vivir.

Lastor sabía, exactamente, qué decir para destrozarla. La leía como a un pergamino viejo y arrugado, que lo había acompañado durante muchos años. Conocía lo mejor y lo peor de ella. Y a pesar de mantenerse impávida y con una sonrisa de desinterés en sus enrojecidos labios, su corazón muerto se estrujaba dentro de su pecho. Y él sabía que eso estaba sucediendo, y lo disfrutaba. Tenían la necesidad de hacerse daño, y en parte, la vampiresa, lo disfrutaba. Había aprendido a gozar del maltrato de su antigua pareja, como en la actualidad gozaba de la indiferencia de su concubino. Raffaella estaba destinada al desamor, tenía la vida marcada por los hombres fuertes que siempre la pondrían en un segundo plano, mientras ella los ubicaba en pedestales para adorarlos. Si tan sólo hubiera tenido esa actitud con sus hijos, todo en su vida habría sido tan diferente… Pero había crecido creyendo que los hijos le pertenecían a la vida, y que sólo le quedaría el hombre para terminar sus días. Sólo que ahora, en ese presente oscuro, sus días nunca terminarían.

No vine aquí para hablar de mis hijos —comentó finalmente, mientras se ubicaba junto a Lastor, a su izquierda, y depositaba la copa de vino que a él le correspondía. — ¿No te parece un déjàvu? Míranos, sentados como en los viejos tiempos, es maravilloso —se apoyó en el respaldar de la silla, dueña de sí misma, como si realmente aquella fuera otra de las cenas felices de un pasado que había perecido junto a la familia que una vez le perteneció. —Hasta siento que el tiempo no ha pasado para nosotros —continuó, cínica, con total tranquilidad. —En realidad, para mí no ha pasado. Para mí el tiempo se detuvo, pero tampoco es algo de lo que haya venido a conversar contigo, Lastor… —simuló un suspiro— Aún te llevo en mi piel, ¿sabes? Pero creo que, conociéndote, estuviste a punto de arrancarte el brazo con tal de borrar mi nombre de la posteridad. ¿Cierto? —su sonrisa se amplió, hasta mostrar sus brillantes colmillos adornando su rostro. —Sí, es cierto —entornó los ojos, sin quitarlos de la cara de quien fue el amor de su vida.

Raffaella adoraba el tatuaje que rezaba el nombre del hombre que había sido su compañero durante veinte años. Era otro de los recuerdos de los que sería incapaz de desprenderse, le recordaba por qué ahora era lo que era. Lastor la había llevado hasta el filo del acantilado y la había obligado a saltar. Era llevar la marca del demonio, para decirse a sí misma que, si buscaba culpables, sólo debía desnudarse y mirarse en el espejo, hacer que su mirada descendiera hasta su costado izquierdo y allí, en sus costillas, encontraría la respuesta a todas sus preguntas, el resumen de sus días. Instintivamente, apoyó su mano derecha sobre el sitio donde se encontraba el tatuaje, protegiéndolo. Su actual pareja lo detestaba, en más de una oportunidad le insistía para que lo borrase pero no, la vampiresa sería incapaz de hacer semejante aberración. Lo convertiría en una cicatriz, y Lastor siempre sería una herida sangrante, putrefacta, gangrenada. El día que lograse arrancarse el odio que le carcomía el alma –si es que aún poseía una- quizá, sólo quizás, tendría el valor para deshacerse de la tinta que representaba el principio y el fin de todo. Aunque quisiera, no podía simplemente, hacer que él ya no existía, que le era indiferente.

En fin… —susurró, quitándole la tensión al ambiente, si es que algo semejante era posible. —Quiero que disfrutes de tu comida, estoy segura que hace demasiado tiempo que no comes algo tan delicioso. Celine nunca se caracterizó por ser demasiado buena cocinera, y no veo a mi Katriina haciéndose cargo de alimentar a su padrastro —tomó la copa de vino, y la alzó. —Pero antes de un buen banquete, siempre hay que brindar, y yo quiero brindar por ti, por mí, por nosotros, por la familia que construimos y por la familia que destruimos. Brindo por lo que fuimos, por lo que somos, y por lo que nunca seremos —chocó su copa con la de él. —Vamos, amor, ¿por qué brindas? ¿No estás de acuerdo con mis palabras? Cambia un poco tu expresión, relájate, no quiero que la cena te haga mal —deseaba acabar con Lastor Valtray, con el mismo anhelo con el que había deseado convertirse en su esposa, llevar su apellido y darle hijos. Pero él le había negado esos sueños, le había negado ser una mujer honrada; habían vivido en pecado, y si bien nunca le interesó demasiado, Raffaella había sido aislada de su familia por semejante afrenta a las buenas costumbres. ¿Cómo no odiarlo, si había roto sus esperanzas de ser feliz? Al fin y al cabo, lo único que había querido, alguna vez, era amar y ser amada con la misma intensidad.



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Mensaje por Lastor Valtray Lun Mar 28, 2016 6:42 pm

Lo que más le dolía a Lastor de lo ocurrido con su ex mujer, era la traición. Jamás se lo había dicho a nadie, pero él habría soportado cualquier cosa, menos eso. Le habría perdonado que ya no lo amara, que se hubiera cansado de él y de esa vida que le daba, incluso habría aceptado su decisión de dejarlo por otro hombre, siempre y cuando se lo hubiera dicho a la cara. En lugar de eso, Raffaella se llenó de secretos, se volvió una mujer sombría y decidió actuar por su propia cuenta, de la peor manera. Una noche desapareció, sin dejarle a él o a sus hijos una explicación o algún rastro que les ayudara a dar con su paradero. Los siguientes meses significaron un verdadero martirio para su familia; demasiados días imaginando lo peor, creyéndola muerta. Más tarde descubrieron que no solo los abandonó por decisión propia, sino que lo hizo para huir no con un hombre, sino con un vampiro, el mismo vampiro asesino de Niels Räsänen, quien tanto sufrimiento sumó a sus vidas y que, no conforme con eso, ahora también era el culpable de que Raffaella fuera un monstruo, aunque no lo reflejara a simple vista.

Mentiras. Cinismo. Infamias. A eso se había reducido la relación con la mujer de su vida. ¡Cuán decepcionado estaba de ella! Qué triste que habiéndola amado con pasión y locura, ahora no provocara en él más que rechazo y deseos de venganza. ¿Acaso era su castigo por haberse quedado con la mujer de su mejor amigo, luego de que éste muriera? No podía negar que en su afán de querer encontrar una posible respuesta a lo ocurrido, lo había considerado. En su lecho de muerte, él le había prometido a Niels cuidar de su esposa, proteger a sus hijos y vigilar su educación, pero en lugar de eso había ocupado su lugar en aquella familia, en su casa, en la cama de Raffaella. ¿Y para qué? Todo había sido en vano. De haber sabido que ella le pagaría así, probablemente se habría evitado cargar con ese remordimiento que aún a la fecha lo acompañaba en los peores momentos. Lastor se negaba a reconocer abiertamente lo arrepentido que se sentía por haberle hecho eso a su amigo, especialmente ahora que la propia Raffaella se había encargado de abrirle los ojos.

No tengo hambre —refutó, haciendo evidente su mal humor, cuando ella insistió en que cenara.

Mentía, pero la rabia que le provocaba la presencia de Raffaella le revolvía el estómago y todas las entrañas, arruinándole el apetito. No obstante, un poco de vino sí que le venía bien en un momento como ese, en el que debía armarse de valor y mantenerse sereno para no cometer una equivocación. Tomó la copa y permitió que ella la rellenara de vino, mas no brindó. No tenía nada de qué regocijarse y fingir lo contrario le parecía una hipocresía, y él odiaba a la gente hipócrita. Raffaella chocó su copa contra la suya y Lastor bebió de golpe todo su vino. Cuando terminó, la miró fijamente, devorándola con los ojos, pensando en que su cinismo parecía no tener límites, sospechando que la razón de todo aquel numerito era que ella estaba tratando de tomar el control de la situación.

Por qué no nos dejamos de rodeos y me dices de una vez qué es lo que buscas —dijo con la misma voz serena, mientras dejaba la copa vacía sobre la mesa—. Si no has venido a buscar a tus hijos, ¿entonces a qué? ¿Acaso crees que con toda esta… pantomima de la cena y el vino lograrás convencerme de que sigues siendo la misma mujer de antes?  —una de sus cejas de alzó y un atisbo de sonrisa sardónica apareció en sus labios, aunque no por demasiado tiempo—. Raffaella, no pierdas tu tiempo ni me hagas perder el mío. Tú y yo no tenemos nada que decirnos, así que te agradecería que fueras al grano.

La mujer que solía ser, se ha ido. No permitas que te engañe, que juegue con tus debilidades humanas. Se fuerte. No confíes. Despréciala. Ódiala. Verás que a la larga esas serán tus mejores armas. El finlandés recordó las palabras que hacía tiempo había dicho a Jarko y se aferró a ellas como si de eso dependiera su vida, del mismo modo que su mano se apretaba fuertemente al puñal que llevaba oculto debajo de la chaqueta, listo para utilizarlo cuando llegara el momento oportuno. No le daría el gusto de verlo derrotado. No, mientras aún estuviera con vida.


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Mensaje por Raffaella di Bravante Mar Ago 09, 2016 12:03 am

Lastor, Lastor, Lastor… ¿Dónde había quedado el encanto de ese hombre al que había amado hasta la locura? ¿Ya no había nada de ese caballero que la había rescatado de la viudez, de criar sola a sus hijos? ¿Ni un céntimo de ese Valtray al que había admirado y que la había orillado a ese camino del que ya no había retorno? Raffaella lo observaba con detenimiento, con curiosidad, descubriendo la ruina del que había sido su pareja. Parecía un mendigo, y no pudo evitar sentir cierta nostalgia, cierta tristeza. Debía odiarlo por haberla obligado a abrazar la inmortalidad, pero la nueva imagen de Lastor había logrado aplacar aquel sentimiento, cediéndole el lugar a esa melancolía que tanto se esmeraba en ocultar. Lo miró desde el borde de la copa de vino, que luego llevó a sus labios, los cuales embebió en el colorado líquido, lo que le sirvió para desviar sus ojos un instante. No se sentía capaz de seguir soportando el paso de los años, todo el daño que se habían hecho. Comprobar que seguía siendo vulnerable al inquisidor, no le agradaba, especialmente, porque debía despojarse de sus emociones humanas. ¡Le era tan difícil! Raffaella sería siempre una apasionada, a la que siempre la dominaría el corazón.

Íntimamente, en aquellos recovecos de su orgullo, le dolía que Lastor rechazase su comida. Con cierta ingenuidad, había esperado que él la devorase con avidez, pero esa parte suya que lo conocía tanto, sabía que no la tocaría y despreciaría lo que había hecho con sus manos. La vampiresa suspiró, escuchándolo. Ahora estaba del otro lado, de ese que habían jurado combatir y que ella había traicionado. Ya no podía dar media vuelta y desandar, el hombre que había elegido para compartir tantos años de su vida, con sus desprecios y su desamor, la había instado a ser todo lo que había odiado, a serle desleal al recuerdo del único que la había querido de la manera que merecía. Su pobre y adorado Niels, seguramente, se retorcía en su tumba de verla; si hubiera podido, habría bajado del Cielo para asesinarla con sus propias manos. Si él hubiese estado vivo, la habría estado mirando con los ojos inyectados de odio y desprecio, tal como lo hacía Lastor en ese momento. O no… Porque si su esposo no hubiese muerto, jamás habría sido presa de la inseguridad que la había hecho aferrarse a los últimos rastros de juventud.

No quiero convencerte de que soy la misma, Lastor. Claramente, no soy la misma mujer que estuvo contigo siendo infeliz tantos años… —depositó la copa en la mesa y se apoyó en el respaldar de la silla. —Y tampoco tengo interés de volver a serlo. Cambié. Cambié para mejor, porque tú me obligaste a que lo hiciera —a pesar del reproche, sonaba serena, aunque denotaba una profunda ira. — ¿Realmente crees que no tenemos nada que decirnos? —alzó una ceja, porque le parecía imposible que ya no quedase nada entre ellos, ni siquiera palabras. No podía ser que él no tuviese deseos de soltarle una catarata de insultos o de preguntarle por qué había actuado de la forma que lo había hecho. Se negaba a creer que el inquisidor la había soltado con tanta facilidad, que ya no prodigase por ella ningún tipo de sentimientos, aunque fuesen oscuros. Si Lastor se había convertido en aquel hombre sombrío, era porque seguía afectado, porque sin ella había perdido la luz. Sí, así debía ser. Raffaella quería convencerse de eso. Se negaba a ser olvidada; en especial, porque ella no había podido arrancárselo de la mente.

Quería verte de nuevo —admitió. No había fines románticos en sus palabras, tampoco en sus intenciones. —Quería saber si aún pensabas en mí, quería saber si alguna vez me amaste en la misma medida que te amé —apretó el puño que descansaba sobre el mantel, junto al plato. —Porque te amé, Lastor. Te amé hasta perderme a mí misma, te amé más que a nadie en éste mundo —tragó saliva, porque ya no se permitía llorar. Pero cuánto habría deseado hacerlo… —Pero tu…tú nunca me valoraste, nunca sentiste por mí lo mismo que yo por ti. Te di una familia, confort, prestigio, pero sólo fui eso, ¿verdad? No fui más que una forma de acabar con tu vida mundana y aburrida. Quería verte, sí, para comprobar que no estuve veinte años engañada, creyendo que me habías amado, aunque sea un poco. Y ahora que te veo así, tan…tan…cambiado —buscó la palabra menos ofensiva— tengo la certeza de que mi paso en tu existencia no fue en vano. Sin mí, no eres más que un despojo.



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Mensaje por Lastor Valtray Dom Mar 12, 2017 1:56 pm

Un despojo. Así era como lo veía. Sin inmutarse, Lastor le sostuvo la mirada sin parpadear, y un silencio lleno de tensión rápidamente comenzó a propagarse por la casa. Que se refiriera a él de ese modo, era lo más degradante que le había ocurrido en meses, un verdadero insulto que a nadie le hubiera permitido, pero se negó a dejarse arrastrar por la provocación de su ex mujer. La conocía, y si la intención de Raffaella era ofenderlo, avergonzarlo o intimidarlo con sus palabras, tristemente no lo conseguiría. Así como tampoco lograría hacerle cargar con la culpa de su fracaso como pareja.

Era absurdo que lo responsabilizara de todo, incluso de haber tomado la estúpida decisión de abrazar la inmortalidad. Que hubiera corrido a los brazos de otro, lo entendía –aunque no lo disculpaba-, después de todo era lo habitual tras una ruptura, ¿pero terminar convertida en un monstruo? ¿Acaso él también había tenido que ver con el abandono a sus propios hijos? ¡Por favor! Sus argumentos eran absurdos, completamente incongruentes; nada justificaría sus acciones. Además de traidora, Raffaella era una pésima madre, un ser egoísta y miserable, cuya ausencia al final había resultado ser lo mejor para todos. Habían sido profundamente lastimados, mas Lastor consideraba que gracias a ello Jarko y Katriina se habían forjado un carácter ideal. El evidente resentimiento que los hermanos sentían hacia su progenitora se había convertido, sin duda, en la mayor de sus fortalezas, en una ira demasiado profunda que a menudo utilizaban a su favor.  

Por un breve instante, el inquisidor tensó los labios en algo demasiado parecido a una sonrisa burlona, pero ésta desapareció tan rápido como apareció. Luego, guardándose de hacer algún comentario, se levantó lentamente de su silla y se dirigió a la que Raffaella todavía ocupaba. Se detuvo allí, justo detrás de la morocha. Lastor parecía relajado, pero en ningún momento su mano abandonó el mango del puñal que llevaba debajo de su cazadora de piel; debía permanecer alerta.

Ya me has dado tu opinión sobre mí, así que permíteme expresar lo que yo veo en ti… —comentó al fin, inclinándose por encima de su hombro, hasta que su boca estuvo muy cerca de su oído. Un canoso y sucio mechón de cabello le cayó por encima de la cara, mientras que el de su ex mujer, que era sedoso y muy negro, le rozaba la barbilla.

Con aquella cercanía, Lastor percibió su aroma, ése que muy a su pesar no había olvidado. El estómago le dio un vuelco, la piel se le calentó cuando algunas memorias -los únicos vestigios que quedaban de su vida con ella- se agolparon inoportunamente en su mente, pero bastó que recordara su deslealtad, el engaño, la ingratitud hacia sus hijos, para que inmediatamente se le enfriara. La odiaba, en verdad lo hacía. Sentía unas tremendas ganas de gritárselo, de escupirle en la cara, pero cuando abrió la boca para continuar hablando, lo que salió de ella fue una voz imperturbable.

Eres un fraude, Raffaella di Bravante —afirmó con cierto aire triunfal, susurrándole al oído, como si se tratara de un secreto que quizá ella pensaba estaba bien guardado, pero que a él no le había costado nada deducir. Era la desventaja de haber vivido con él por tantos años: la conocía mejor de lo que pensaba—. Quieres ser un demonio, pero en el fondo eres tan frágil, emocional y tan carente de autoestima como cuando te largaste. Vienes hasta aquí, a hablarme de todo esto, como si tu nueva tú realmente te satisficiera. ¿Por qué no admites que tu nueva naturaleza no ha sido lo que tú esperabas? Que lejos de significar un regalo, ha llegado a enfermarte, tanto, que has tenido que venir hasta aquí, desesperada por un poco de atención de los que alguna vez fueran tu familia.

Su familia. ¿Alguna vez los había considerado como tal? Y los demás, ¿los habían visto así, o solo como el hombre que se había enredado con la mujer de su mejor amigo y la mujerzuela cuyo luto había sido tan breve, que a tan solo unos cuantos meses de la muerte de su esposo, había buscado consuelo en brazos de otro? Pobre Niels, debe estar retorciéndose en su tumba, mientras ellos se revuelcan en su cama. Esa era una de las tantas cosas que se habían dicho a sus espaldas, provenientes de mentes perversas que aseguraban que la relación de Valtray y di Bravante, había nacido incluso antes de que Räsänen dejara de existir. Una mentira, desde luego, puesto que Lastor fue siempre leal a su amigo, respetando a su esposa y a sus hijos.

El apego entre ellos dos se había dado después, y sin proponérselo. Desde el inicio consideró a Raffaella una mujer sumamente atractiva y deseable, pero jamás se habría atrevido a tocarla si Räsänen no hubiera fallecido. Aunque algunos opinaran lo contrario, no era esa clase de hombre. Por eso se había negado a casarse con Raffaella, a tener hijos propios con ella, por respeto a su memoria. Había prometido cuidar de su familia como si se tratara de la suya propia, no construir una nueva. Raffaella jamás lo entendería, lo supo luego de que la escuchara echarle en cara aquellas cosas, sugiriendo nunca haberla amado. A simple vista no parecía ser el tipo de hombre de quien puede esperarse profundidad en sus afectos, pero lo había hecho, a su manera, con total y absoluta devoción.

¿Vas a atreverte a decir que lo que digo como una afirmación, no es más que uno de mis delirios? Te conozco, Raffaella. Vampiro, licántropo, cambiante… qué más da. Nunca serás mejor de lo que fuiste porque el mal lo llevas dentro. Estás podrida —le espetó fríamente, sin ningún tacto, pero manteniendo la voz baja y tranquila—. Sólo mírate. ¿De verdad piensas que tu cambio fue para mejor? Quizá debas repetírtelo a ti misma unas cuantas veces, hasta que realmente empieces a creerlo.


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Mensaje por Raffaella di Bravante Dom Mar 19, 2017 10:15 pm

Lastor había perdido la clase, la higiene, incluso su atractivo se había visto considerablemente disminuido, pero había algo de lo que no se había despojado: su capacidad para reducirla a escombros. Raffaella tensó su mandíbula cuando él se acercó y le habló de aquella manera que le conocía a la perfección, pero que jamás había dirigido a ella. No fueron tanto sus palabras, sino la forma en la que las pronunció, lo que le afectaron de sobremanera. La vampiresa, aún, no había logrado despojarse de los sentires humanos y de sus reacciones. Si había algo que caracterizaba a los de su especie, era el temple para enfrentar ciertas situaciones que los acercaban a un costado humano, costado que Raffaella tenía que asesinar lo más pronto posible, antes de que éste acabara con ella.

Lo observó de reojo, tragó con dificultad y dejó la copa de vino sobre la mesa, haciendo uso del autocontrol que había adquirido en sus largos años de entrenamiento. Pero, esas aptitudes, jamás le habían servido cuando se trataba de Lastor. Tampoco se había esmerado demasiado en implementarlas, y tras más de veinte años de relación, no comenzaría en ese momento a ser una dama sumisa y tranquila. Con él, siempre había explotado; la misma pasión para amarse, la habían adoptado en sus peleas, y era ella la que, generalmente, lanzaba sus bombas al objetivo. Él le había tenido paciencia, quizá mucha más de la que merecía, pero Raffaella no había sido capaz de ver esas partes de la relación, y terminó aferrada a todas las carencias y al vacío que le significaba que él jamás quiso casarse y formar una verdadera familia, una católica familia con ella. Finalmente, se había dado cuenta que él priorizaba la memoria de un muerto y no el amor que se tenían que, claramente, no había sido tan fuerte ni tan especial como ella lo creía.

Agradezco que, aún, me tengas en tan alta estima como siempre —contestó, con cierta mordacidad. Aunque, a leguas, se notaba la amargura en su voz. Ya no quedaba demasiado de esa mujer bien plantada que había preparado un banquete y una velada especial para quien fuera el amor de su vida. Lastor había derribado las barreras de la inmortalidad y la había hecho chocar de frente con la pared que implicaban sus emociones humanas. Pero no se avergonzaba de ello. A pesar de todo, continuaba siendo más sincera de lo que él había sido durante el tiempo que permanecieron juntos y que, para la vampiresa, se había convertido en una farsa.

Con la agilidad y fuerza que le había otorgado el vampirismo, se puso de pie en un movimiento rápido, y empujó a Lastor a la pared más cercana. Lo tomó de la muñeca, antes de darle tiempo a tomar la daga que siempre llevaba en el mismo lugar, y la inmovilizó sobre su cabeza; a la mano libre, la colocó en su garganta. Toda su humanidad lo aprisionaba, impidiéndole moverse. Estuvo atenta a que él aún tenía su otra mano para defenderse, pero no le sería tan fácil hacerle daño. Había sido letal en su época de inquisidora, eso no había cambiado.

Lastor… Lastor… Jarko y Katriina siguen siendo mis hijos. Lo serán hasta el final, aunque me repudien —que él los usara, le provocaba una profunda ira. —Y, a pesar de que crees tener derechos sobre ellos, te recuerdo que no son tuyos, a pesar de que participaste en su crianza —detestaba parecer ingrata. Raffaella siempre le había agradecido el rol paternal que había tenido para con sus hijos. —Tus demás opiniones me tienen sin cuidado —mentía vilmente—, pero no uses a mis hijos. Ellos son míos, Jarko y Katriina salieron de mis entrañas, como hubiera salido el hijo de tu sangre que engendré y que me vi obligada a abortar —aquella confesión la tomó desprevenida. El recuerdo la asaltó por sorpresa, pero se recompuso rápidamente. —No me mires de esa forma. Fueron tu desamor y tu desprecio lo que lo provocaron. Yo siempre quise darte un hijo, Lastor, y nunca me lo permitiste —las lágrimas también fueron una novedad.



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