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PARÍS, FRANCIA
AÑO 1842

Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.

Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.

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Mensaje por Octavien Chevigné Dom Ene 25, 2015 10:40 pm

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«¡Amo! ¡Amo!» Se escuchó gritar a una sirvienta antes de correr de vuelta a la mansión. No era para menos el anuncio de una visita muy especial: el prometido de la hija querida de la familia. Hacía muy poco se habían terminado las negociaciones entre las familias Boissieu y Chevingé y era hora de emprender el primer paso de la cena para conocer al novio. Precisamente a ese evento acudía el menor de la familia de cazadores no sin haberse resistido en primera instancia a la voluntad de Zaccharie, el heredero. El frustrado escritor juraba no olvidar nunca a la mujer que conoció esa una desafortunada noche en que casi la perdió tan pronto como la conoció, pero guardaba sus caprichos personales para las páginas guarecidas en sus cajones. Sucedía que su matrimonio podía salvar la honra de toda una dinastía. Era su deber.

Bajó del carruaje con solemnidad en el rostro. Nadie debía sospechar que tras esa calma centellaban los versos de un artista de la prosa.

Octavien Chevigné. Qué gusto. —salió a recibirlo el padre de la novia.

Señor Boissieu —se compartió un formal abrazo.

Por favor, pase.

Ingresaron a una ornamentada sala. No había duda de por qué Zaccharie había elegido esa familia en particular para atarse a ella con un lazo como el suyo; se notaba a la legua que estaban muy bien posicionados por los lujos expuestos. Debían ser como clanes gemelos el suyo y el de su prometida en cuanto a riquezas. Y en esos mismos muebles con los que se podía pavonear un emperador, los hombres tomaron asiento.

Para mí y mi familia es un honor, Octavien. Nunca ha sido fácil para un padre desprenderse de una hija. —suspiró con cierta nostalgia antes de esbozar una sonrisa más cálida— Pero entregándola en sus manos quedo tranquilo y satisfecho.

Gracias, Don Vikor. —asintió.

Y ahora hay que hablar de otro asunto que le dije a su hermano que hablaría con usted.

Octavien percibió ese tono más frío empleado por el amo y señor de la mansión. Era el mismo color de voz que se le colaba a su madre por la garganta cuando traía malas noticias. Pero en el mundo real eso sólo podía significar una cosa: dinero. Y como el romántico que era, odiaba los temas económicos. Sentía que la familia de su prometida ya hacía demasiado levantando el honor de su núcleo con su unión como para contaminarlo con asuntos de francos.

Por ningún motivo, honrado señor. No podría ofender a su familia recibiendo una dote por la señorita Chantal.

Pero por favor, Octavien. Es lo que corresponde.

Ante la insistencia, el malogrado cazador decidió usar la delicadeza.

Las familias aristócratas ya han hecho demasiados sacrificios para que cazadores e inquisidores se mantengan salvaguardando la integridad de todos nosotros. —expresó con medido ahínco— La virtud y la belleza de su hija son más que suficientes para mí.

Se levantaron de sus cojines y estrecharon sus manos una última vez antes de afianzar el trato.

Bienvenido a mi familia, Octavien.

Señor Boissieu.

Se procedió a mandar a llamar a la hija querida, el tesoro de su padre. Y él la vio bajar de las escaleras. Vio a esa joven de aspecto virginal y remoto. Chantal era muy bella, pasiva, de miembros y piel suaves a la vista. Su aspecto de modestia contrastaba con la sensible actitud expectante de Octavien. Un contraste que sólo aumentó cuando la tuvo enfrente. Había recibido un retrato de ella, pero… Zaccharie no le había dicho lo hermosa que era en persona. Si le hubiera mencionado tal cualidad antes, Octavien hubiera podido prepararse para hacer frente a su culpabilidad. Porque mientras más virtudes hallaba en la muchacha —y éstas no parecían acabar— más miserable se sentía de no amarla con cada fibra de su ser.

Señorita Chantal. Es un privilegio. Soy un afortunado de comprobar con mis propios ojos que su belleza parece aumentar con cada luna nueva. —se inclinó y besó su mano sin tocar su piel con los labios tan pronto ella la ofreció. Estaba a un milímetro de que le temblara la voz.

Tomaron asiento con su padre observándolos. Pero Octavien estaba tan ensimismado en al presencia de Chantal que apenas recordaba que estaba ahí. Acababa de caer en cuenta de que aquella mujer se convertiría en su esposa, la madre de sus hijos, en un vínculo indisoluble. Toda una vida para hacerse felices o mortalmente infelices. Dependía de él, que sería su protector y su compañero. Una flor para cuidar. No tenía derecho a amargar ese gesto de rosa por mucho que estuviera enamorado de otra mujer.

Tengo entendido que recibió mi carta, señorita —comenzó hablando bajo, como si temiera romperla— Comprendo perfectamente que pueda creer que mi discurso sea simple y puro egoísmo. He de decirle que es puro, sí, pero no es pretensión que sea egoísta en lo absoluto. Porque siendo sincero con usted desde ya, además de tomarla como esposa no sé lo que quiero de usted. Me entrego a la desconocido yendo en su dirección. Estoy sin reservas ni defensas, totalmente desarmado para entrar en lo desconocido. Sólo es necesario el compromiso entre los dos de apartar todo, incluso a nosotros mismos, y dejar de ser dos para que aquello que es absolutamente nuestro pueda ocurrir y ser uno.
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Mensaje por Chantal F. Boissieu Sáb Feb 28, 2015 10:38 pm

Había despertado con las primeras luces del alba, incapaz de contener la emoción por más tiempo. Llevaba soñando toda la noche con el momento que estaba a punto de suceder, y antes que eso, los últimos días desde hacía unas semanas, no había podido dejar de fantasear con ello. Por fin, por fin después de tanto tiempo finalmente iba a conocer al que, si todo iba bien, acabaría por convertirse en su esposo en breve. Y entonces, quizá, pudiera comprender del todo aquello que se decía del amor en los cientos y cientos de libros que había leído a lo largo de su infancia y adolescencia. Entendería y experimentaría todas aquellas hermosas palabras que los amantes se decían los unos a otros. Sentiría finalmente en su piel el sabor y la calidez de esos besos con los que hasta entonces se había limitado a soñar. Notaría esas mariposas en el estómago de las que otros hablaban, y que ella sólo había llegado a imaginar. ¡Todo sería maravilloso! Su padre le había jurado que Octavien Chevigné era el candidato perfecto para conquistar su corazón, y Chantal, la dulce e inocente Chantal, se juró a sí misma que se lo entregaría en bandeja a aquel joven del que, por ahora, sólo conocía su nombre y las bonitas palabras que le había dedicado unos días antes. ¿Tendrían ellos también un final feliz? No le cabía la menor duda. Tenía plena y absoluta fe en ello.

Y así como se había pasado noches y días pensando en el momento del encuentro entre ella y su amado, también había estado dándole vueltas y más vueltas al vestido que debería escoger para la ocasión de su primer encuentro, o cómo peinarse. Qué debía decir. Cómo debía sentarse. Hacia dónde debía dirigir la mirada. Millones de detalles que en cualquier otro momento le hubieran parecido ridículamente banales y carentes de interés, en aquella última semana se habían convertido en todo su mundo. Quería ser la prometida perfecta, la esposa perfecta. Quería que Octavien realmente pensara que ella estaba a la altura, aunque no se sintiera en absoluto como esa mujer ideal de la que hablaban todos sus libros. A la que todos pretendían, y que podría enamorar a cualquiera con una simple mirada. No. Ella era de pocas palabras, simple, y quizá demasiado dada a pasar más tiempo dentro de sus propios pensamientos, que viviendo en el aquí y ahora. Aunque también tenía sus virtudes, o eso la instaba a pensar su siempre amable y amoroso padre, que recordaba una y otra vez que la educación y las formas exquisitas de su hija eran envidiables, a pesar de que Chantal no tuviera del todo claro que eso fueran realmente virtudes.

Sea como fuera, finalmente el día había llegado. Ahora, la suave tela del vestido cubría su piel, recordándole que en cuanto llamaran a la puerta, tendría que disponerse a bajar para recibir a su prometido, al hombre al que ya comenzaba a amar sin haberlo conocido todavía, gracias a las más que cordiales palabras de su padre hacia él. Inspiró y expiró varias veces, para tratar de tranquilizarse, mientras practicaba sobre la silla del tocador la postura más adecuada para sentarse ante el joven. La espalda bien recta, la cabeza un poco gacha, las manos sobre las rodillas y las piernas juntas. La postura de las señoritas, como decía su madre. Alzó la vista y se miró fugazmente al espejo, para luego dibujar una sonrisa satisfecha. Haría todo lo posible por convertirse en ese prototipo de esposa perfecta que siempre le habían insistido que debía ser. Que ella deseaba ser. Porque si esa era la única forma de experimentar la felicidad de la que los libros hablaban, trabajaría todo cuanto pudiera para conseguirla. Y para compartirla con Octavien.

Justo en ese momento, una de las doncellas llamó a su puerta, para luego indicarle que su padre la llamaba en la sala donde aguardaba su prometido. Por un momento, deseó bajar corriendo por las escaleras, para alcanzar lo más deprisa posible el que se había convertido en su destino... Pero no lo hizo. Y no supo si por vergüenza o si realmente había recordado en ese momento que esa no era la forma adecuada de comportarse. Pero a medida que se acercaba al final de la escalinata, sentía que su corazón palpitaba más y más deprisa, llegando a un punto álgido, que fue nada más y nada menos que cuando alcanzó a divisar, por fin, al verdadero Octavien. Su padre fue el encargado de llevarla hasta su presencia, soltándole la mano al mismo tiempo que ella la ofrecía al joven, en un movimiento casi cronometrado. La joven agachó la vista con timidez al casi notar los labios del joven sobre el dorso de su mano, dejando relucir una dulce sonrisa que acompañó con una leve reverencia.

- M-monsieur Octavien... Es un honor para mi el conoceros finalmente. Vuestras palabras son muy halagadoras. -Dijo con la voz levemente entrecortada, para luego notar cómo sus mejillas se sonrojaban. El señor Boissieu acudió en "auxilio" de su hija, ofreciendo a ambos que se sentaran en uno de los sillones que decoraban la sala. La sonrisa en la cara del hombre era de evidente felicidad, puesto que el nerviosismo de su hija únicamente podía significar una cosa: que la primera impresión había sido más que positiva.

Cuando finalmente tomaron asiento los dos prometidos, el padre hizo un gesto para que la doncella se acercara con un par de tazas de té. Entonces, y sólo entonces, la futura novia respondió. - S-sí, mi señor, recibí vuestra carta y la verdad es que tenía preparada la respuesta pero... No me atreví a enviarla. No sabía si era adecuado que lo hiciera. Aunque aún la conservo, la he estado guardando hasta este momento, en el que habríamos de conocernos. S-si deseáis leerla... Siempre la llevo conmigo. -Y tras tenderle un pergamino perfectamente doblado y decorado con un suave y delicado hilo de seda, sus mejillas volvieron a enrojecer levemente, aunque supo disimularlo tomando la taza que la doncella había puesto frente a ella.

Carta:

Aún recordaba lo dichosa que se había sentido al recibir la carta, y lo ilusionada que quedó después de leerla. En ese momento había decidido que amaría con todas sus fuerzas a Otavien. Y ella siempre cumplía sus promesas. Observó de reojo a su prometido, con una sonrisa, que pese a ser pequeña, no podía ocultar del todo su entusiasmo. - Ambos vamos a adentrarnos a lo desconocido, monsieur... pero os juro que me esforzaré por dejar a un lado el temor que aún alberga mi corazón, y depositaré en vos toda mi confianza para que ambos, como uno solo, podamos encontrar aquello que deseamos... -Murmuró en un hilo de voz. De nada habían servido todos aquellos ensayos frente al espejo. Se sentía como una inexperta hablando de un tema que desconoce, y eso la ponía nerviosa... Pero saber que Octavien también sentía parte de esa incertidumbre la hacía sentir algo mejor. Finalmente, su padre sí que había escogido un prometido perfecto para ella.
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Mensaje por Octavien Chevigné Miér Mar 25, 2015 9:58 pm

Aquella moza estaba nerviosa, tanto o más que él. Sus ojos tiritaban y sus manos se inquietaban. Parecía el aleteo de una mariposa. Así que no era el único inquieto. Con que los novios del año

Una lástima que no fuese una moza detestable y poco virtuosa; así se hubiera sentido menos culpable de casarse con ella amando a otra. Desgraciadamente Dios había querido que se sintiera el peor de los canallas frente a

Chantal era una mujer alta, hermosa, la perla preciada de su familia, como podía deducirse del rostro entre acongojado y orgulloso de su padre. Poseía esa expresión candorosa, rica en inocencia y vivacidad, que llega a inspirar a los hombres ideas de dulce voluptuosidad. Verdad es que si Zaccharie le hubiese advertido antes de aquellos méritos, el fuego de la vergüenza habría encendido sus frescas mejillas. Y le hubiese costado más trabajo sentarse con propiedad a tomar el té con su prometida. Su futura esposa, Santo Cielo. Nunca pudo soñar Octavien que una dama de gran distinción, una flor tan hermosa y bien vestida, le jurase amor.

Gracias por su delicadeza, señorita Chantal. Me hace dar cuenta de cuánto lo guarda en su corazón. Lo leeré con su permiso. —se disculpó antes de tomar la carta, camuflando en lo posible su entusiasmo.

¿Por qué tenía que ser así, tan atenta, tan pura? Octavien sintió candor y a la vez culpa con cada una de las frases. Ahora tenía una carga más grande. Bajó el papel sonriendo, pero por dentro se quedó fijo en la muchacha sentada frente a él. No tenía excusa para que no fuera feliz. Era una joven de intenciones benignas, tal y como las princesas de los cuentos infantiles. Pero Chantal no tendría un final trágico. Aunque ella intentase hacerse con la responsabilidad, Octavien se convertiría en su marido, quien reemplazaría a su padre en los cuidados y atenciones.

Con cuidado volvió a poner la carta en posición y la ubicó dentro de su abrigo. Llegando a casa, si es que lograba esquivar a Octavien, lo primero que haría sería guardarle en su cajón. Bueno… no en ese otro cajón por obvias razones. Ni hablar de ubicar las cartas de su prometida junto a los poemas hacia su amor imposible. El descaro no le daba para tanto.

Hermosas palabras, señorita. Una cualidad más por la cual hoy me siento dichoso. Mas guarde sus fuerzas para que las tempestades no mojen a nuestra naciente familia —posó su mano sobre la mesa, junto con la de Chantal, cuidando de no tocarla frente a su padre, pero estaban igualmente cerca. Si hubiera podido, hubiera posado su palma sobre la de ella— Mejor dígame qué puedo hacer por usted, porque seré fuerte por los dos y mi fuerza aumentará conforme lo haga la familia. Ser fuerte es saber decidir qué es lo que nos mantiene así. Ya no se trata de mí. No me enfocaré de la misma manera en los hombres. Será solamente usted, así como la tierra dispone de un solo sol, una misma alma.

No se hacía ilusiones, aunque podía escribirlas para ella. Estaba condenado. Chantal era joven, había sucumbido a su camino, pero podía recibir toda la unción de Dios. En cambio él… él estaba condenado. Se lo decía, entre toras cosas, una señal que nunca engañaba: el miedo. Miedo de fallarle, de hacerla miserable.

Fue así que expresó su preocupación a medias; la otra mitad estaba hecha de formalismos. No le gustaban, pero era lo único que podía emplear con Don Viktor observando de cerca.

¿Cree que la amaré lo bastante como para que me corresponda el resto de nuestras vidas? —y siguió, porque así como el pintor seguía al pincel, el escritor celaba a sus palabras— Sí, lo sé. Hablar de amor es precipitado, pero ¿qué es el matrimonio sino una temeridad consagrada por Dios? Es preciso decirlo: mi amor no es paciente, pero la esperará, Chantal.
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Mensaje por Chantal F. Boissieu Vie Abr 03, 2015 5:49 pm

No iba a negar que al principio, en el momento en que supo de los planes de su padre de casarla se había sentido profundamente molesta, incluso dolida por esa actitud. Aunque desde siempre había sabido que en un momento de su vida se vería obligada a contraer matrimonio, lo cierto es que pensó que esa idea se borraría de la mente su progenitor, al verla convertida en una mujer de provecho. Cuán grande había sido la sorpresa, y el terror, que se había instalado en su corazón al comprender que no solo se lo habían planteado, sino que ya habían seleccionado al candidato sin contar con su aprobación. Y lo que le había dolido no fue el hecho de casarse en sí, que casi lo creía lógico, sino que ni siquiera hubieran tenido la decencia de consultarle. ¿Acaso la veían como una joven problemática, o en alguien en quien no pudieran confiar? ¡Claro que no! Toda su vida se había esforzado por actuar siempre de forma correcta, siguiendo estrictamente las normas y los protocolos, autoconvenciéndose de que ese era el único camino para obtener la felicidad. Sólo había esperado un poco de consideración por parte de sus progenitores, como forma de mostrarle que todos aquellos esfuerzos que había hecho para ser "doña perfecta" no habían sido en vano.

Sin embargo, a medida que había ido descubriendo cosas sobre su prometido, a través de las halagadoras palabras de su padre para con él, se dio cuenta de que había sido la mejor decisión que podrían haber tomado. Que su molestia había sido una simple rabieta. Porque si había algo de lo que estaba completamente segura, era de que su padre jamás escogería a alguien que no pudiera hacerla feliz. Y si el viejo Viktor, tan poco dado a hacer cumplidos a los demás hablaba tan bien de Octavien, era porque realmente consideraba que era el mejor esposo que ella pudiera tener. Ahí se disiparon todos sus miedos, toda su incomodidad respecto al enlace que tendría lugar en tan poco tiempo. Y apareció el nerviosismo. Esta vez dirigido hacia ella misma, por supuesto. ¿Sería lo bastante buena para él? ¿Daría la talla? ¿Conseguiría poner en práctica las muchas enseñanzas de su madre, sobre cómo ser una buena esposa, una buena amante, una buena compañera, y en el futuro, una buena madre? Cada vez que su padre elogiaba la figura de su prometido, los nervios comenzaban a corroerla por completo. Se sentía demasiado insegura para conseguir todo lo que se esperaba de ella, aunque no pararía de esforzarse por conseguirlo. Ahora que lo tenía justo delante se daba cuenta de que su padre tenía razón en elogiarlo. Y aunque el nerviosismo persistía, sus palabras llenas de calidez le demostraron que incluso aunque ella no fuera la esposa perfecta, no se lo recriminaría. Quizá sí que estuviesen hechos el uno para el otro. Como en esas historias...

- Mi amor corresponderá al vuestro más allá de lo que duren nuestras vidas, mi Señor, porque me temo que con una existencia no sería suficiente. Así que no temáis, mi amor hacia vos ya es como una creciente flor de primavera. Desde este momento, en que nuestros corazones se han encontrado por primera vez, no hará más que crecer, hasta acercarse lo máximo posible al que vos profesáis por mi persona. Que no dudo que es grandioso, y es mi deseo honrarle poniendo todos mis esfuerzos en ser la mejor esposa que pueda llegar a ser. -Y no tenía duda de que lo conseguiría. No pararía hasta convertir a aquel muchacho de modales y belleza inmaculada el hombre más dichoso sobre la faz de la tierra. ¿Acaso no era un trato equitativo, teniendo en cuenta que él sería el encargado de mostrarle esa felicidad de la que hablaban sus libros, la que siempre había soñado obtener? ¡Haría todo cuanto estuviera en su mano no sólo por corresponderle, sino por satisfacer todos sus deseos! Esa sería su principal valor, una vez sus almas estuviesen unidas por aquel sagrado vínculo. Un vínculo indestructible, que los haría al mismo tiempo, a ambos, mucho más fuertes, capaces de enfrentarse a cualquier cosa.

Las mejillas de la joven se tiñeron nuevamente, al oír el suave pero claramente audible carraspeo de su padre, probablemente motivado por la cercanía que la joven había provocado entre ambos, al decir aquellas palabras. Había sido un simple roce, entre su propio dedo meñique, y el meñique ajeno, pero fue suficiente para que su corazón comenzara a agitarse, a palpitar desbocadamente. Y entonces supo que su felicidad ya había comenzado. ¿Cómo si no iba a sentirse de aquella manera? Mareada, pero dichosa, con el vientre extrañamente agitado, sin que esa sensación fuese incómoda en realidad. Y una sonrisa avergonzada, pero terriblemente dulce asomó a su semblante, antes de que alejara nuevamente su mano de la del joven. - Me alegra que las palabras de una humilde servidora fueran de vuestro agrado, mi Señor. Ni de lejos alcanzan vuestra maestría al describir un amor naciente, pero espero hayan servido para dar más sentido a mis torpes balbuceos. -El padre se acercó entonces a ambos, con una gran sonrisa, y tras depositar una mano en el hombro de cada uno, les confesó lo agradecido que se sentía por la unión venidera. Los ojos de Chantal se clavaron en los de su prometido, indagando en su interior, buscando la respuesta a la pregunta que nunca llegaría a formular: ¿qué pensaba él de ella? Ni siquiera estaba segura de querer saberlo.
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Mensaje por Octavien Chevigné Sáb Abr 25, 2015 11:34 pm

El padre de Chantal pronunció sus agradecimientos con cierto orgullo risueño que halagó a Octavien, aunque luego le produjo bochorno, pues recordó que su prometida confiaba plenamente en el criterio de su padre, que sin duda estaba errado. No podía llamarse un hombre de honor si mentía desde su corazón, pero lo sería menos si le ponía cadenas en pos de un matrimonio bien constituido.

Don Viktor comenzó a tratar otros temas ahí mismo, relacionado con negocios. Octavien presentía que en sus palabras elegantes supuestamente al azar, el buen hombre buscaba aconsejarlo sobre las finanzas de la casa, para que así le diera una buena vida a Chantal y que la fortuna jamás decreciera, sino al contrario. El escritor frustrado creía que, en el fondo del asunto, al padre de familia le era indiferente que hubiese o no una autoridad en Francia que fiscalizara los monopolios, o que subiera o no los precios del té y del azúcar. Cualquier cosa que no fuese la propia felicidad de su hija.

La charla se arrastró unos minutos más, penosamente, y al cabo el señor Boisseiu se excusó por verse obligado a dejar a los prometidos a cargo del mayordomo para retirarse a sus asuntos financieros. Alegó que tenía un asunto urgente esperándole. Una vez que estuvo fuera, el Chevigné miró a su prometida con fraternidad y dijo:

Es esclavo del deber —se disculpó por Don Viktor, sin querer meter el dedo en la yaga de una hija amorosa.

Siendo vigilados de cerca por un sirviente de confianza, Octavien se soltó sólo un poco para no aburrir a su prometida. Era consciente de su postura no muy derecha, de la torpeza que le generaban los nervios, pero en definitiva no tener a su futuro suegro respirándole en la oreja le quitaba un peso de encima. Quedaban los que él mismo se autoimponía.

Se levantó de su asiento y ofreció su mano a Chantal.

Venga conmigo y tome un poco de aire fresco. Le hará bien; está un poco pálida, madeimoselle.

En los ojos de ella campeaba la misma inquieta y atemporal inquietud de estar viendo a la cara al resto de su vida.

Ahora, en la terraza, no estaba sino Chantal y él solos. O casi solos, de no ser por un sirviente que apenas se notaba que estaba ahí. Y era una soledad especial, honda, porque ella le había dicho “salgamos de este silencio incómodo” sólo con su mirada, en la forma en que se dicen los secretos más delicados. Eran cómplices de ese estar juntos. Se echarían ambos a andar, simplemente.

Caminaron unos dos, tres, cuatro minutos sin despegar los labios. A Octavien no se le ocurría de qué hablar; sus versos estaban mudos. Pero imaginaba que ella interpretaría su silencio como una actitud deliberada, así que actuó.

¿Sabe lo importantes que son para mí esas palabras que me dedicó con sus ojos?

¿Sabría que esa forma tan sutil de comunicación los haría sobrevivirse? ¿Qué así se tomarían de las manos hasta el final de sus vidas?
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Mensaje por Chantal F. Boissieu Miér Jun 03, 2015 11:47 pm

Nada alberga más ternura que la mirada de cariño de un padre hacia su pequeña niña, y más en el momento en que comprende que ésta se está haciendo mayor. Que en apenas unos instantes, unos días, o unas semanas, ella dejaría de ser su niña, y pasaría a pertenecer a otro hombre. A un hombre que desde el momento en que se desposaran pasaría a ser responsable de su felicidad, de su bienestar, de su seguridad. Era una responsabilidad que un padre jamás depositaria sobre alguien que no fuese de su confianza. Y aunque por su forma de ser nunca hubiera podido decir que estaba completamente seguro de confiar en Octavien, el aspecto de ese joven, junto con sus modales refinados y su galante forma de tratar a su pequeña, le indicaban que intentaría, por lo menos, hacerla feliz. ¿Y no debía bastarle con eso? Muchos hombres que se hacían llamar caballeros únicamente se consideraban como tal por ser de género masculino y por tener la fortaleza necesaria para proteger a una dama. ¿Pero podían después protegerlas de ellos mismos?

La joven sonrió a su padre cuando éste se excusó para marcharse, para después dibujar una sonrisa esa vez más tímida dirigida a su prometido. - Lo sé... Mi padre siempre ha sido un hombre muy ocupado. -Asintió con la cabeza para luego tomar su mano con delicadeza, como esa joven distinguida que siempre le habían dicho que debía aspirar a ser. - La verdad es que estoy bastante nerviosa, como habéis podido comprobar... apenas si se me entiende cuando hablo... -Caminó junto a él con la cabeza gacha, tal era el bochorno que sentía. El momento se acercaba, el instante en que sus destinos se unirían. Y no podía estar más feliz por ello. - Recuerdo que en mi niñez se perdió muchas ocasiones importantes a causa de sus negocios... Luego siempre se excusaba por ello, por supuesto, pero una vez mi madre se enfadó tanto porque olvidó su aniversario que estuvo varias semanas sin hablarle... y... oh... creo que no debería hablar de estas cosas... -Sus mejillas enrojecieron instantáneamente al recordar aquellas palabras que su institutriz tanto le había repetido antaño: las señoritas no deben hablar a menos que se lo pidan.

Pero la verdad es que no podía evitarlo. Se sentía dichosa de por fin haber conocido al hombre que la desposaría, y sobre todo porque sabía que su padre lo había escogido para ella. Y más que nunca, desde que lo viese, confiaba en su criterio. ¿Cómo no hacerlo? Era gentil, respetuoso, atractivo y por si fuera poco, sabía comprender lo que sus ojos decían, sin necesidad de mencionar palabra. Ni siquiera se dio cuenta de que estaba sonriendo como una boba enamorada al escuchar la risilla de fondo del criado que continuaba siguiéndoles. La osada hija del Señor Boissieu, enamorada de su pretendiente. Ella, que tanto había idealizado las relaciones y rechazado ciertas costumbres que le parecían de bastante mal gusto, sin darse cuenta había aprobado aquella acción sin siquiera planteárselo. Y es que, ¿cómo iba a negar su corazón los sentimientos que le producían aquel brillo en la mirada del joven?

- ¿Y qué es lo que mis ojos, traicioneros estos, os han confesado sin yo darles permiso? Decidmelo, mi Señor... Para así ser más cuidadosa con lo que van diciendo por ahí... ¡No sea que otras personas, ajenas a nosotros, también lo descubran! -Susurró la joven, en un hilo de voz, desviando un momento la mirada para observar al sirviente que, como si de un centinela se tratase, les vigilaba desde la espalda, pero sin llegar a romper la magia de aquel encuentro tan íntimo, tan cercano entre dos corazones que recién empezaban a conocerse.
Chantal F. Boissieu
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