AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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Un nuevo comienzo - libre
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Un nuevo comienzo - libre
Suspiró, levantando la mirada de las hojas ya amarillentas de unas cartas que no recordaba haber recibido. Allí, un supuesto amor, el hombre que había sido su luz, su faro, le expresaba cuanto la amaba. Pero ahora, esas palabras, aquellas dulces frases, solo provocaban en ella, el mismo sentimiento que uno de los libros que solía leer en las largas y solitarias tardes, en que huía de su mansión, con el solo interés de no pensar.
Dobló con cuidado las hojas, colocándolas dentro de un pequeño cofre que guardaba muchas más como esas, todas dispuestas ordenadamente en su interior, atadas con cintas de terciopelo rojo. Sonrió con tristeza al deslizar sus dedos por la superficie de aquellas cintas, - ¿cómo eras Maryeva, que provocaba en ti la alegría o la tristeza…? es tan extraño sentir que no eres parte de mi pasado, solo puedo contemplar tus cosas, como una entrometida, jamás podré volver a ser tú, nunca podré reconstruir el pasado, solo me resta intentar construir uno nuevo, que sea solo mío -. Cerró con delicadeza el pequeño cofre y lo volvió a guardar en el fondo del armario.
Observó los bellos vestidos, aquellos que sentía, no le pertenecían, o talvez sí, pero sabía perfectamente que no podría usarlos. Por eso, dedicó el resto de la mañana, con ayuda de dos de sus doncellas a guardar en baúles toda la ropa, tanto la que fuera de Maryeva, como la de aquel hombre que no lograba recordar. Tras terminar la tarea, y haber regalado algunos de ellos a sus ayudantes, pidió a su cochero que la llevara hasta un lugar, un taller de alta costura, le habían dicho que la dueña de ese negocio, solía comprar los vestidos de las damas de alta sociedad, refaccionarlos y volverlos a vender. No se demoró mucho, la comerciante estuvo más que satisfecha por los ejemplares que le había llevado y aunque por un momento desconfió del posible origen, pero el botín era demasiado suculento como para despreciarlo.
Con el dinero que había conseguido, compró comida, cobijas y abrigos, también algunos zapatos, en una tienda de ramos generales. Con su nueva carga se dirigió al lugar donde desde un principio había deseado llevar su ayuda . Sus ojos se fijaron en el cartel, algo deslucido ya por el maltrato del tiempo y la desidia, allí escrito con letras blancas nombraba al lugar El Albergue, - nada tiene de acogedor o lugar donde refugiarse – se lamentó. Pero era el único sitio donde podían terminaban sus vidas muchos de los indigentes de la cuidad, la mayoría de los ancianos que no podían cuidarse solos, o las mujeres que por amor, ingenuidad, violaciones, o por infinidad de razones, terminaban siendo madres solteras, aquel gran pecado que la casta sociedad parisina no podía perdonar, ni menos dejar que se supiera que existían. Apenas el coche se detuvo, descendió con prontitud, una campana servía de llamador, la hizo funcionar y esperó a que alguien la atendiera.
Dobló con cuidado las hojas, colocándolas dentro de un pequeño cofre que guardaba muchas más como esas, todas dispuestas ordenadamente en su interior, atadas con cintas de terciopelo rojo. Sonrió con tristeza al deslizar sus dedos por la superficie de aquellas cintas, - ¿cómo eras Maryeva, que provocaba en ti la alegría o la tristeza…? es tan extraño sentir que no eres parte de mi pasado, solo puedo contemplar tus cosas, como una entrometida, jamás podré volver a ser tú, nunca podré reconstruir el pasado, solo me resta intentar construir uno nuevo, que sea solo mío -. Cerró con delicadeza el pequeño cofre y lo volvió a guardar en el fondo del armario.
Observó los bellos vestidos, aquellos que sentía, no le pertenecían, o talvez sí, pero sabía perfectamente que no podría usarlos. Por eso, dedicó el resto de la mañana, con ayuda de dos de sus doncellas a guardar en baúles toda la ropa, tanto la que fuera de Maryeva, como la de aquel hombre que no lograba recordar. Tras terminar la tarea, y haber regalado algunos de ellos a sus ayudantes, pidió a su cochero que la llevara hasta un lugar, un taller de alta costura, le habían dicho que la dueña de ese negocio, solía comprar los vestidos de las damas de alta sociedad, refaccionarlos y volverlos a vender. No se demoró mucho, la comerciante estuvo más que satisfecha por los ejemplares que le había llevado y aunque por un momento desconfió del posible origen, pero el botín era demasiado suculento como para despreciarlo.
Con el dinero que había conseguido, compró comida, cobijas y abrigos, también algunos zapatos, en una tienda de ramos generales. Con su nueva carga se dirigió al lugar donde desde un principio había deseado llevar su ayuda . Sus ojos se fijaron en el cartel, algo deslucido ya por el maltrato del tiempo y la desidia, allí escrito con letras blancas nombraba al lugar El Albergue, - nada tiene de acogedor o lugar donde refugiarse – se lamentó. Pero era el único sitio donde podían terminaban sus vidas muchos de los indigentes de la cuidad, la mayoría de los ancianos que no podían cuidarse solos, o las mujeres que por amor, ingenuidad, violaciones, o por infinidad de razones, terminaban siendo madres solteras, aquel gran pecado que la casta sociedad parisina no podía perdonar, ni menos dejar que se supiera que existían. Apenas el coche se detuvo, descendió con prontitud, una campana servía de llamador, la hizo funcionar y esperó a que alguien la atendiera.
Eva- Cambiante Clase Alta
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Re: Un nuevo comienzo - libre
Al igual que para muchos, su pasado era una página del libro de la vida que no le gustaba admitir, ni tampoco mirar atrás; y francamente, ¿quién lo haría? Aquel era un pasado con manos ensangrentadas, enfermas y sucias, al mismo tiempo que era un pasado cuyos ojos habían visto morir a tantos, especialmente a quienes alguna vez fueron sus seres queridos. Pero hoy en día las cosas eran diferentes: sus manos habían trabajado por quitarse la sangre y la suciedad de encima y, aunque ahora trabajaban manchándose con más sangre -aunque sangre diferente-, trabajaban arduamente para que aquellos quienes tienen sus manos sucias y enfermas tengan la oportunidad de una mejor vida.
Con el tiempo había aprendido a manejar su tiempo y rutina en busca de hacer su trabajo, tanto de cazador como de conde y, a veces, ¿por qué no ambos al mismo tiempo? Por ello era que aquel día, vestido en su uniforme militar -como siempre-, tenía planeada la visita mensual al albergue, con el pesar de no poder hacerlo más seguido pero con el consuelo de que al menos los albergados sabían que al menos estaban siendo cuidados por alguien y que aquello mantenía sus esperanzas de salir adelante. Sin embargo, al llegar, se encontró con la sorpresa de que había otro coche estacionado frente a la entrada, y una joven muchacha esperando a que la ama de llaves respondiera al llamado de la puerta.
Su propio coche se estacionó tras el otro e inmediatamente bajó de este con el bolso que llevaba preparado, cerrando la puerta tras de sí y subiendo los pocos peldaños que daban a la puerta.- Buenas tardes, señorita. -Saludó a la muchacha, volviendo a tocar la campanilla de su forma usual: tres veces seguidas.- ¿Viene a visitar a alguien en especial? -Preguntó, tanto por curiosidad como por precaución, puesto que varias veces se había llevado gente de aquel lugar y los había ubicado en otro mejor, encontrándose luego con gente que los visitaba tal cual como se encontraba ahora con la muchacha.
Casi inmediatamente luego, la puerta frente a ellos se abrió y la ama de llaves se asomó a recibirlos, junto con los únicos dos niños que aún vivían en aquel lugar, quienes de inmediato ĺe saludaron gritando eufóricamente «¡Conde Rivaille!», tal y como lo hacían cada mes. Sin embargo, antes de acercarse, le hizo un gesto a la muchacha para dejarla pasar primero.- Sonará cliché, pero las damas primero. -Dijo intentando ser cortés, moviéndose a un lado.
Con el tiempo había aprendido a manejar su tiempo y rutina en busca de hacer su trabajo, tanto de cazador como de conde y, a veces, ¿por qué no ambos al mismo tiempo? Por ello era que aquel día, vestido en su uniforme militar -como siempre-, tenía planeada la visita mensual al albergue, con el pesar de no poder hacerlo más seguido pero con el consuelo de que al menos los albergados sabían que al menos estaban siendo cuidados por alguien y que aquello mantenía sus esperanzas de salir adelante. Sin embargo, al llegar, se encontró con la sorpresa de que había otro coche estacionado frente a la entrada, y una joven muchacha esperando a que la ama de llaves respondiera al llamado de la puerta.
Su propio coche se estacionó tras el otro e inmediatamente bajó de este con el bolso que llevaba preparado, cerrando la puerta tras de sí y subiendo los pocos peldaños que daban a la puerta.- Buenas tardes, señorita. -Saludó a la muchacha, volviendo a tocar la campanilla de su forma usual: tres veces seguidas.- ¿Viene a visitar a alguien en especial? -Preguntó, tanto por curiosidad como por precaución, puesto que varias veces se había llevado gente de aquel lugar y los había ubicado en otro mejor, encontrándose luego con gente que los visitaba tal cual como se encontraba ahora con la muchacha.
Casi inmediatamente luego, la puerta frente a ellos se abrió y la ama de llaves se asomó a recibirlos, junto con los únicos dos niños que aún vivían en aquel lugar, quienes de inmediato ĺe saludaron gritando eufóricamente «¡Conde Rivaille!», tal y como lo hacían cada mes. Sin embargo, antes de acercarse, le hizo un gesto a la muchacha para dejarla pasar primero.- Sonará cliché, pero las damas primero. -Dijo intentando ser cortés, moviéndose a un lado.
Rivaille- Realeza Francesa
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Fecha de inscripción : 22/01/2015
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