AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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El fin justifica los medios | Flashback
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El fin justifica los medios | Flashback
Seis años atrás. París.
Las palabras ya no brotaron más. Próximos a su boca y a punto de ser proferidos por ésta habían quedado los últimos resquicios de lo que el hombre estaba por decir cuando su laringe comenzó a cerrarse y terribles nauseas conquistaron sus adentros. Imposibilitando sus movimientos y el comunicarse con sus allegados, aquello que roía sus órganos hizo que ríos de sangre se precipitaran a borbotones por su boca y éste cediera a la gravedad hasta dar de bruces contra el suelo. Un sinfín de dolores se manifestaban en él. Dolores que producirían tarde o temprano la parálisis de su sistema circulatorio pero que hasta el momento se cebaban en sus riñones, hígado y bazo. Cefaleas, convulsiones… las pistas de un acertijo cuyo desenlace era la muerte del cuerpo y de la persona en sí.
_______
- Estás loco, ¡loco!, ¿me oyes?
De nuevo, la misma cantinela. Hacía ya días que Alphonse de La Rive instaba a la mujer para que ésta le ayudara con un proyecto que tenía entre manos y que por falta de ayuda no había podido poner en marcha antes. Al principio sólo se había limitado a insinuar sus planes, como un juego tonto, un comentario inofensivo. Con el paso de los días las insistencias de aquel vicario de Dios se volvieron plúmbeas y a la aristócrata ya no le quedaba más remedio que hacer a éste partícipe de su locura por pedirle algo semejante.
Por aquel entonces la británica ya no podía escapar ni del contrato firmado hacía años por ambos ni de las emociones que sus pequeñas aventuras patrocinadas por de La Rive le ofrecían. Ella podía no asemejarse mucho a las mujeres con las que compartía rango social, e incluso sus venas podían ser recorridas por algún tipo de insania que ésta desconociera -¿cómo sino iba a gozar de aquella manera de la mano de De La Rive?-, pero lo que no estaba era loca.
- No, no, no y no –sentenció una y otra vez mientras el clérigo intentaba convencerla-. ¿Sabes? Creo que esos libros que lees sobre magia negra y nigromancia no te hacen nada bien, porque crees que puedes controlar tanto mi vida como mi muerte y no sé si te das cuenta de que si te sigo en tus locuras, ¡locuras como ésta!, ya no habrá más Cordelia. ¡Nunca! Sé que me tienes bastante poco aprecio y que para ti sólo soy un soldado, un esclavo, un juguete, pero en esto me planto. ¡NO!
Su boca decía no. Todo su cuerpo, su espíritu, su instinto de supervivencia… gritaban al unísono que no. Sin embargo, algo dentro de ella estaba tan ávido de aventuras que rogaba por probar lo que el religioso quería darle. Esa hybris, maldita fuera. Aquella que amenazaba con provocar la caída de todo aquel héroe griego que se aventuraba hasta el confín del mundo sin cautela alguna para después arrancarle la vida por haber sido de todo menos comedido. Quizás esa fuera la enfermedad que corría por las venas de la mujer, imparable llegados a ese punto y que tarde o temprano provocaría su muerte.
Cordelia Holtz- Cazador Clase Alta
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Re: El fin justifica los medios | Flashback
En ese preciso momento, mientras él disfrutaba del dulce sabor de aquel vino tinto, alguien estaba pereciendo, envuelto en un terrible sufrimiento. Implorando -tal vez- a un Dios que no se dignaba a aparecer. Quizá la figura que se alzara ante él era la que menos esperaba -y la que menos querría ver en una situación semejante-. El mismísimo Diablo, envuelto en un perfecto disfraz con tal de pasar desapercibido entre los mortales. Bajo la imagen de uno más, paseándose entre los cercanos al Señor. De este modo, ¿quién iba a desconfiar de él? Ten cerca a tus amigos, pero aún más cerca a tus enemigos. El ángel caído sabía cómo jugar en aquella eterna guerra. Y ese alguien había perdido una de las muchas batallas. ¿Lo peor de todo? No había luz alguna, no había salvación ni para los de su condición.
Quien sostenía la copa, movía ésta de un lado a otro. El vino removiéndose, como la sangre del moribundo debía contonearse en su cuerpo, dispuesta a abrirse paso hasta llegar a su boca, precipitándose por ésta en unas cruentas cascadas. La muerte atravesando la puerta, moviéndose invisible salvo para el agonizante. Unos inapreciables susurros, la última llamada. Ya era la hora. El último sorbo y sonriente, aquel demonio disfrazado, salió de su infierno particular para disfrutar y deleitarse con el dolor de los mortales. Como su terrorífica obra permanecía imparable, como ni siquiera el Todopoderoso podía detenerle.
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Verborrea interminable. Gritos que se clavaban en su mente como la peor de las agujas. No soportaba a las mujeres -a excepción de en determinados momentos. Y aún así, en la mayoría de los casos, se decantaba por la compañía de los hombres. A sus ojos más inteligentes, cautelosos y calmados. Ellas, pecadoras por naturaleza, dejándose llevar por impulsos propios de animales-; mas era necesario tratar con las hijas de Eva. Y sobre todo con aquella, la irlandesa de fuerte carácter -la mujer que aparecía por sorpresa en los sueños inconfesables del clérigo, muy su pesar-.
Por aquel entonces solo era un vicario general. Vivía a la sombra de uno de los obispos que pululaban por la archidiócesis de París. Estaba a su servicio, y sus funciones dependían de la voluntad del otro. El poder absoluto todavía no se había rendido a sus pies -empero no tardaría. No si todo seguía el curso que él mismo había planeado con una minuciosidad pasmosa-. De hecho, si se había reunido con la británica era, precisamente, para llevar a cabo su plan. De su mente a la realidad. Y la necesitaba -por mucho que le molestara reconocerlo-. Confiaba en su criterio, en su buen hacer y en que sobreviviría a cualquier penuria -solo había que tener en cuenta el motivo por el cual se conocieron-. En definitiva, confiaba en ella.
-Estás atada a mí, Cordelia. Conoces perfectamente las cláusulas de aquel contrato. El cual, por cierto, aún conservo. ¿Quieres volver a los brazos de tu marido, quién te traicionó? -como si fuera mejor estar a la merced del eclesiástico. Un títere sin voluntad, moviéndose gracias a sus órdenes, sin poder dar un paso sin que él lo supiera, o lo deseara-. No seas estúpida, por favor. Los dos sabemos que, afortunadamente, no cojeas de ese mal -para variar, sobre su escritorio, reposaba una botella de vino. Y dos copas. Una de ellas vacía, por supuesto. ¿Cuál? La suya propia. La otra permanecía llena, sin que la mujer se dignara a probar aquella delicia-. Vamos, confía en mí. ¿No creerás que he envenenado esa copa, cierto? -rió entre dientes, tomando la que estaba llena para dar un más que generoso trago. Posteriormente, cogió la botella para así depositar una buena cantidad de vino en la que permanecía vacía-. ¿Ves? No hay truco. Tampoco pretendo emborracharte para que termines aceptando este trabajo. Lo aceptarás quieras o no, no hay escapatoria alguna, querida mía.
Y dicho esto, volvió a dejar la susodicha copa sobre la mesa. Por situaciones como aquella, se divertía junto a la compañía de la espía. Ingenua, a su manera. Dulce, como si todavía fuera la niña en apuros que una vez rescató de morir purificada. Y allí estaba, negándose ante lo que debía hacer, sin pararse a pensar en que sin él, no podría ni siquiera estar allí de pie, gritando como una posesa. Le debía su actual existencia.
-No hables tan alto, Cordelia. ¿Acaso quieres que nos escuchen? Ni para ti ni para mí sería beneficioso que el resto sepa acerca de... mis pasatiempos -se apartó del escritorio, no sin antes abrir uno de los cajones. De éste sacó lo que parecía ser un joyero, forrado en terciopelo rojo. Un lazo negro a su alrededor. Sonrió a la aristócrata, tendiéndole lo que acababa de tomar, a la vez que susurraba-. No creo que pueda controlar tu vida y muerte. Sé que ya controlo tu comienzo y fin, desde que posé mis ojos sobre los tuyos -sonrisa perpetúa, cínica como todo él-. Confía en mí, al igual que yo confío en ti.
Dicho esto, y esperando que ella abriera el joyero para ver qué se ocultaba en su interior, se apoyó sobre la mesa, cruzando sus brazos. No quería perderse detalle de su reacción.
Pobre Cordelia, pobre ingenua... Alphonse no debía esforzarse demasiado en engatusarla. Ella misma se dejaba, apenas ponía empeño en enfrentarse a su dueño. El francés no era estúpido, sabía que ella disfrutaba con todo aquello. Con el juego, el peligro y la incertidumbre. Sus ruegos y plegarias, las dudas que parecía plantear eran solo una forma de mentirse a sí misma. De decirse falsamente que ella no era así, que ella, después de todo, solo quería ser libre. Ilusa. Tan ilusa como su guardián, el hombre que también se creía libre. Ocultando cada extraño sentimiento en lo más hondo de su ser. Como si él no dependiera, de igual forma, de la se había convertido en su única amiga -¿amiga? Al menos por su parte. Así lo consideraba cuando había depositado en ella su absoluta confianza-. Los dos se mentían, entre ellos y a ellos mismos. Unas mentiras que cada vez tornaban en formas más peligrosas; desde que había posado aquella azulada mirada en la candidez de la joven perdida. Una mujer en apariencia, pero salvaguardando todavía una ingenua niña en su interior. Aquella inocencia, aquella creencia en el bien y la esperanza. Aquello que le cautivó desde que comenzó a conocerla. Tendida sobre las sábanas de su residencia, y creyendo cada manipulación que salía de los labios del religioso. Alphonse temía que todo esto desapareciera, que la pureza de su mirada se apagara por su culpa. Y si esto sucediera, ¿qué le quedaba a él? Su motivación en la vida ya no era solo el poder -para su desgracia, una mujer se había cruzado en su camino. Y se sentía tentado, terriblemente tentado. Y ya sabía que las oraciones o las confesiones de poco servían en estos casos-. La niña había crecido, pero todavía podía intuirla cada vez que Cordelia hablaba, o caminaba, le hablaba o insultaba.
Alphonse de La Rive- Inquisidor Clase Alta
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Re: El fin justifica los medios | Flashback
El contrato. Aquel contrato maldito al que el hombre recurría con frecuencia para excusar todos y cada uno de los actos y fechorías que encargaba a la mujer y que ésta se negaba a perpetrar. Si supiera que no hacía falta contrato alguno… aunque sin saberlo ella, mucho menos él. El orden lógico que algunas personas se saltan. No estos dos. Luchando todavía por pisotear sin ser pisoteado, por dominar aun siendo dominado. Daba igual el ámbito, lo importante era la dominación en sí.
- Tengo que verme en sus brazos prácticamente todas las noches, una más no será peor que el infierno que suponen el resto –musitó la irlandesa entre dientes-.
Cordelia rechazaba muchas de las ocasiones que el religioso le daba para contestar a sus provocaciones, actuando sólo en determinados y muy seleccionados momentos donde las palabras que de su boca salían, tuvieran cabida realmente. Si se decantara por contestar a absolutamente todo lo que decía aquel hombre, la conversación no acabaría nunca, buscando éste siempre dar la estocada final con la última de sus punzantes frases.
¿Quién en aquel momento podía dedicar un instante al aroma del vino? No se trataba de un juego de niños a pesar de que Alphonse estuviera a punto de usar a ésta como su muñeca particular, articulando brazos y piernas atendiendo a antojos personales.
- ¿Sabes? Deberías dedicarte al ajedrez. Sin duda es un pasatiempo más inofensivo- aunque no del todo, pues como en la vida real, los peones caían a manos de los reyes como estaba a punto de hacer la británica ante su soberano particular-.
Cordelia observó con recelo los movimientos de Alphonse, la pieza más negra de todo el tablero. Éste tramaba derrocar a su contrario con la táctica más antigua y manida de todas: hacer trampa. Había escogido pronto arma para la batalla. Se trataba de un estuche. Aterciopelado con la sangre de los caídos y en cuyo interior se encontraba el corazón de aquel que había logrado conquistar tantos nobles como tableros: el de Alphonse de La Rive. Arrancado de su pecho nada menos que por una mujer. ¿Qué podía hacer con él dadas las circunstancias sino entregarlo como tributo a los dioses para apaciguar la ira divina y conseguir de éstos todo aquello que anhelaba? En este caso, obediencia y sumisión absolutas.
Aquel tributo no era otra cosa que un colgante y, engarzado en éste, reinando frente a la sutileza hecha cadena, un ardiente rubí que hipnotizó salvajemente a la mujer. No cabía duda, ya era toda suya.
- ¿Por qué? –preguntó Cordelia asombrada, hechizada, asustada, pensativa, sin fiarse de las intenciones del hombre, pero cautivada al mismo tiempo por aquella joya que no dejaba de mirarla. Al fin algo en la sala que brillaba más que la azulada mirada de Alphonse.
El rubí. Famoso por proteger de la desgracia y combatiente de la mala salud. Si Cordelia aceptaba aquel regalo, no sólo estaba aceptando un caro obsequio, sino que, de alguna manera, significaba también la aceptación de la misión y todo lo que ella conllevaba. He ahí el motivo por el cual Alphonse le regalaba aquello, más como amuleto protector que como regalo desinteresado. Y aun así, las habladurías con respecto a la piedra preciosa no se quedaban ahí. Era bien conocido que el rubí era símbolo tanto de amistad como de amor, subtexto que por desgracia o por suerte para de La Rive, se perdió para Holtz.
- Sangre de los caídos, regalo de los dioses:
Cordelia Holtz- Cazador Clase Alta
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Re: El fin justifica los medios | Flashback
Las mujeres, pobres inocentes. Pobres tontas. Eran fáciles de engañar. Ellas, el sexo débil, se creían por encima de las mentiras. Se creían damas y señoras en el arte de la mentira, mas eran las más vapuleadas por la Historia y por quiénes más querían -adulterio, hijos pródigos, Dios y su rechazo a mujeres de dudosa reputación-. Por supuesto que Cordelia no era como las demás. Destacaba en no pocas cualidades. Sin embargo, no era capaz de alcanzar la astucia de nuestro Cardenal -o eso creía él, pobre crédulo-.
El rubí. Entregarle a ella, aquella piedra preciosa, no era un acto totalmente desinteresado. Era como una justificación de lo que, posteriormente, tendría que hacer la irlandesa. Un perdón por adelantado. El mismo regalo que le dan los maridos a sus amantes. Oh, perdóname. Dejaré a mi mujer cuando me sea posible, mientras tanto toma este presente. El rubí era pasión y furia. No era un regalo para esposas. Era un regalo para mujeres como Cordelia. Alphonse sonreía. La reacción de la aristócrata era la esperada. Cada gesto, cada palabra y cada entonación de éstas. Había secretos entre ambos, era obvio. Pero no en aquellos juegos del cuerpo, cuando uno intentaba mentir al otro.
-Un regalo, Cordelia. ¿Tan extraño te parece? Son muchos años juntos, y eres mi mejor hombre en los menesteres que nos atañen -recalcó la palabra hombre. El trabajo de Cordelia, si se le podía llamar así, estaba dedicado a valientes caballeros. Sin embargo, la británica era infinitamente mejor que cualquier espía varón en las filas del ejército privado de Alphonse-. Déjame ponértelo y admirar como luce en tu cuello, por favor.
Se incorporó. Unos pocos pasos y ya estaba a la altura de su querida Cordelia. Tomó el colgante entre sus manos, no sin aprovechar para dejar una fugaz caricia en las ajenas -tan fugaz que parecería más un accidente que una provocación. Aunque viniendo del cardenal, bien podría sospechar la irlandesa de cualquiera de sus actos-. Se situó a continuación tras ella, con el susodicho entrelazado entre sus dedos, con su mano libre apartó el azabache cabello de la mujer -ah, aquel aroma. Inundaba ya toda la habitación, todo su ser. Entrecerró los ojos, procurando que no desapareciera en cuanto decidera abrir éstos. Y, también, siendo amo y señor de sus instintos más pueriles, luchando contra el irrefrenable deseo de hundir su rostro en la negra melena que tenía ante él. Embelesarse con el tacto de su piel, hundiendo su rostro finalmente en los rincones más ocultos de su cuerpo-. Respiró hondo, volviendo, de nuevo, a la realidad.
-Espero que no te moleste el frío de la piedra. Aunque, seguramente, tu piel esté todavía más álgida que el propio rubí -dijo, en el momento en el cual el colgante fue colocado sobre la nívea piel de la mujer-. De ahora en adelante, solo tienes que admirar este rubí para saber que yo estaré contigo. Incluso en los peores momentos.
Para saber que me perteneces, pensó, y que no tienes escapatoria alguna.
Alphonse de La Rive- Inquisidor Clase Alta
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Re: El fin justifica los medios | Flashback
De ahora en adelante, solo tienes que admirar este rubí para saber que yo estaré contigo. Incluso en los peores momentos.
Y no fue para menos. Los días se sucedieron, pero el calendario se encargó de marcar los idóneos para las tomas. Los idóneos para evitar la muerte de la cazadora y garantizar la de un tercero.
¿Cómo llevaron a cabo el Cardenal y la mujer sus planes en adelante? Cordelia debía permanecer al cuidado de alguien en todo momento, pues así lo requería la complejidad de la situación. Fue entonces que su ilustrísima tomó la decisión de utilizar su propio Palais, custodiado y atendido constantemente. Una decisión peligrosa si llegaba a oídos de cualquiera que tuviese algo en contra del clérigo. Sin embargo, las actitudes misteriosas y los escondrijos secretos… eso sí que dispara el interés del más curioso. Motivo por el cual la decisión se decantó por los derroteros que atañían a sus aposentos privados –ayudando también a que la mujer aceptase la situación dada la comodidad del lugar y las atenciones de su igual-.
El Cardenal se informó -¿qué menos?- de la tasa de viabilidad que podían llegar a tener sus planes. Buscó asesoramiento en médicos, curanderos, y todo aquel que pudiera haberse aventurado a algo similar. Leyó sobre los Borgia, los Médici, los Orsini, Sforza y Barbarigo. Cuyas intrigas familiares mantuvieron el veneno como moneda de cambio y tradición.
Tiempo después, logró hacerse con la herramienta de sus triquiñuelas: la cantarela. Un veneno que se obtiene mezclando arsénico y vísceras de cerdo. Similar al azúcar en cuanto a apariencia, provoca la muerte de todo el que lo ingiere sin librarle de terribles tormentos internos.
____________________
Primer día
La cazadora advirtió a su marido de que pronto partiría para encontrarse con su madre de nuevo en Irlanda –siempre la misma mentira, mentira que nunca y a la vez siempre se tragaba-. Hizo alguna maleta y en lugar de pedir al cochero que pusiera rumbo al puerto, le dio otra dirección bien diferente.
Allí se encontró pues, entrando en lo que posiblemente se convertiría en su mausoleo particular, el último sitio del que probablemente nunca saldría. El lugar al que iría a morir.
Luchó por apartar de su mente aquellos pensamientos. ¿Cómo era tan estúpida de aceptar algo como aquello? Todavía se lo preguntaba. Y es que la vida de casada, la vida de clase alta, el exceso de comodidades… era algo que podía empujar a cualquiera al suicidio. ¿Qué diferencia había entonces de su muerte en vida antes de conocer al Cardenal, a lo que podría pasarle si seguía adelante?
La habitación era enorme y aunque se alegrara de su aspecto, sabía que con los días la aborrecería. Que soñaría con sus paredes resquebrajándose y el techo cayéndose a pedazos. Con una cama que la ataría de pies y manos mientras almohadas y sábanas vestirían el verde, marrón y rojo de los deshechos de la cazadora. Sangre escapando de su boca y vómito acompañándola.
Era imposible no pensar en una experiencia similar como un reto a superar, como la posibilidad de caer al abismo y volver a renacer llena de esas ganas por vivir que tanto le hacían falta.
Se tomó el veneno. Una pequeña toma, lo suficiente para que su cuerpo pudiera con él. Las horas pasaron y los síntomas comenzaron a aparecer. Dolor, fiebre, hemorragias internas, vómitos, diarrea, riñones y pulmones sentían también los efectos. No había marcha atrás.
Cordelia Holtz- Cazador Clase Alta
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