AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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Sombras (Familia Trubetzkoy)
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Sombras (Familia Trubetzkoy)
Estaba lloviendo con fuerza y las calles de París se encontraban húmedas y mojadas. Perfectas cualidades para hacer caer a cualquier persona que andase despistada. Yo, bajo la capucha de mi capa, andaba cavizbaja intentando ocultar mi rostro de todas las miradas curiosas.
Las lágrimas surcaban mis mejillas léntamente, con pesadez, como si se encontrasen cansadas. Realmente, no podía creerme lo que acababa de ver... mis padres, mi única familia, no podían estar muertos... y menos asesinados.
¿Quién en su sano juicio habría sido capaz de hacerles aquello? Que yo supiese, y aunque eran un poco estúpidos en ocasiones, no le habían hecho daño a nadie nunca. ¿Por qué? Y... ¿Por qué a mí me habían dejado con vida? Todas aquellas preguntas a las que no podía encontrarles respuesta surcaban mi mente como avispas zumbando a mi alrededor.
Mis pasos sonaban con fuerza al pisar cada uno de los pequeños charcos, mi vestido, mojado, caía sin ninguna gracia hasta encontrarse con el suelo. Mi pelo, ligeramente mojado y encrespado. ¿Aquellas realmente eran las apariencias que debía de dar una persona de mi clase? No, por supuesto que no.
Sin prestarle atención ni siquiera a mi paradero acabé en las zonas oscuras de París, llenas de callejones. Borrachos, mendigos, prostitutas... todos los marginados de la ciudad. A mí, seré sincera, aquello era lo que menos me importaba por el momento.
Una mano se posó sobre mi hombro... era una mano fuerte y grande, como la de un hombre. Me giré bastante aturdida hacia él para saber qué era exactamente lo que buscaba de mí y lo que quería.
-¿Trabajas esta noche, preciosa? -Sonrió mostrando una boca que carecía de la mayoría de los dientes. Su aliento olía a alcohol... ¿Ginebra y ron?
-Esto... disculpe señor, pero no sé de qué me habla -Me intenté deshacer de su agarre pero me fue prácticamente imposible.
La única respuesta que recibí en aquel momento fue una fuerte risa alocada acompañada de un fuerte golpe contra una de las paredes. Abrí mis labios para gritar con fuerza a la espera de que alguien fuese capaz de escucharme pero su mano tapó mi boca mucho antes de que algún sonido pudiese llegar a ser emitido. Agarró mis manos contra la pared y me quitó la capa que cubría todos mis rasgos, dejando al descubierto mi rostro y mis ropas. ¿Qué intentaba hacer? ¿Pensaba violarme allí mismo?
Las lágrimas surcaban mis mejillas léntamente, con pesadez, como si se encontrasen cansadas. Realmente, no podía creerme lo que acababa de ver... mis padres, mi única familia, no podían estar muertos... y menos asesinados.
¿Quién en su sano juicio habría sido capaz de hacerles aquello? Que yo supiese, y aunque eran un poco estúpidos en ocasiones, no le habían hecho daño a nadie nunca. ¿Por qué? Y... ¿Por qué a mí me habían dejado con vida? Todas aquellas preguntas a las que no podía encontrarles respuesta surcaban mi mente como avispas zumbando a mi alrededor.
Mis pasos sonaban con fuerza al pisar cada uno de los pequeños charcos, mi vestido, mojado, caía sin ninguna gracia hasta encontrarse con el suelo. Mi pelo, ligeramente mojado y encrespado. ¿Aquellas realmente eran las apariencias que debía de dar una persona de mi clase? No, por supuesto que no.
Sin prestarle atención ni siquiera a mi paradero acabé en las zonas oscuras de París, llenas de callejones. Borrachos, mendigos, prostitutas... todos los marginados de la ciudad. A mí, seré sincera, aquello era lo que menos me importaba por el momento.
Una mano se posó sobre mi hombro... era una mano fuerte y grande, como la de un hombre. Me giré bastante aturdida hacia él para saber qué era exactamente lo que buscaba de mí y lo que quería.
-¿Trabajas esta noche, preciosa? -Sonrió mostrando una boca que carecía de la mayoría de los dientes. Su aliento olía a alcohol... ¿Ginebra y ron?
-Esto... disculpe señor, pero no sé de qué me habla -Me intenté deshacer de su agarre pero me fue prácticamente imposible.
La única respuesta que recibí en aquel momento fue una fuerte risa alocada acompañada de un fuerte golpe contra una de las paredes. Abrí mis labios para gritar con fuerza a la espera de que alguien fuese capaz de escucharme pero su mano tapó mi boca mucho antes de que algún sonido pudiese llegar a ser emitido. Agarró mis manos contra la pared y me quitó la capa que cubría todos mis rasgos, dejando al descubierto mi rostro y mis ropas. ¿Qué intentaba hacer? ¿Pensaba violarme allí mismo?
Última edición por Iryn Steklov el Miér Sep 15, 2010 10:04 am, editado 1 vez (Razón : Natasha :3)
Iryn Steklov- Cambiante/Realeza
- Mensajes : 110
Fecha de inscripción : 17/08/2010
Re: Sombras (Familia Trubetzkoy)
”Un día perfecto”, si se llegase a notar la ironía con la que, interiormente, pronunciaba aquellas palabras. Aquel había sido especialmente tedioso, una larga e interminable jornada de trabajo que, además, se había alargado por tener que esperar a un repartidor con un encargo que no terminaba nunca de llegar. A parte de su retraso, el inventario traído era bastante cuantioso y debía ser ordenado y catalogado y, yo junto con dos compañeros, habíamos sido designados para dicho cometido. Para cuando hube querido acabar de realizar la tarea, la frialdad y oscuridad de la noche ya se había hecho dueña de la ciudad.
Las calles estaban atestadas de gente de clase baja, el populacho del que me habían enseñado a apartarme en mi severa educación en la nobleza rusa. Borrachos, rufianes, prostitutas, jugadores o jóvenes exaltados eran solo unos de los múltiples ejemplos de la clase de personas que se juntaba por aquellos lugares. Por suerte mi difunto padre había invertido bien el dinero restante de nuestro viaje a París comprando una casa en un barrio de una presencia algo más respetable, alejándonos en parte de todo aquel descontrol. Sí, no tenía en muy alta estima a la gente que frecuentaba aquellos lugares, pero, a pesar de eso, yo también me había mezclado con aquellos alguna que otra vez, en busca de diversión o, sencillamente, de olvido. Tal costumbre, a la que me había vuelto poco asiduo, me había sido inculcada por mi hermano, aunque precisamente tal rutina hubiera terminado siendo el motivo de que nuestras relaciones se terminaran. A veces me gustaba entregarme al dudoso placer de imaginarme dónde andaría él, pero, por algún casual o, sencillamente, suerte, no había llegado a tropezarme con aquel rostro tan familiar nuevamente.
Me dirigía de vuelta a mi humilde hogar, donde, si no había habido ningún contratiempo, me esperaban mi madre, mi hermana y un plato repleto de caldo de patatas. Al pensar en eso, solté una maldición: ya estaría frío. Mis pies pateaban el polvo de la calle cuando, de pronto, noté como una desagradable, aunque conocida, sensación recorría mi nuca. Allí había caído la primera gota de agua que me augurara un cambio de tiempo, lo cual no hizo sino que aumentar mi opinión de que aquel día debía de ser para no recordar. Lo cierto era que la lluvia no me pillaba desprevenido, dado que ya por la tarde había podido contemplar un amenazante cielo gris plomizo, pero, debido a que las nubes no habían descargado el agua en horas, esperaba poder evitar el chaparrón. Definitivamente, el mal fario me acompañaba.
En mi caminar, en medio del griterío de la gente y del chapoteo de la llovizna sobre el suelo embarrado, un desgarro logró sobreponerse, arribando a aquel espacio reservado que me había creado a partir de mis pensamientos y mi ceño fruncido. Esa perturbación no fue sino el alarido de una chica, poco más adelante a mi derecha, o más bien el intento de grito. Sobre ella se había abalanzado un hombre corpulento, que denotaba unas comidas generosas, aunque no una dejadez en cuanto a musculatura se refería. La muchacha se revolvía bajo el peso de aquel ingrato que, o bien trataba de abusar de ella, o bien, sencillamente, se trataba de un asunto familiar o de amigos, donde no debiera meterme. De todas formas, mucho cariño no parecía haber de aquel hombre hacia la fémina. A medida que caminaba me debatía entre si debía ayudarla o, en cambio, ser descortés y meterme en mis propios asuntos. Lo cierto era que odiaba, sinceramente, hacerme el héroe, fanfarronear delante de su ”princesa en apuros”, hacer lo propio con los amigos o que el rumor corriera como la pólvora y ser el centro de atención por un día. Prefería la discreción. Fuera como fuese, mi dubitación no duró mucho, dado que, entre aquella maraña de pelo castaño, que ya no se podía adivinar si era liso, rizo u ondulado, distinguí unos rasgos familiares. Unos ojos grandes, unos labios no demasiado carnosos y un perfil recto de nariz. No podía ser ella.
Lo cierto fue que me impactó de tal modo la aparición que, por apenas unos segundos me quedé en el sitio, intentando confirmar mis sospechas, aunque no tardé en despejarme, sabiendo que, para solventar mi duda, sería más sencillo hablar con ella. Busqué a mi alrededor, en el suelo, algo que pudiera usar, aunque entre el barro, de noche y lloviendo eso fuese bastante complicado, hasta encontrar, al fin, una piedra de tamaño considerable. Enarbolándola en mi mano, me acerqué a la pareja.
- ¡Eh! ¡Tú! – dije empujando por detrás a aquel hombre, con un acento evidentemente extranjero, a pesar de la escasez de palabras. Esperé a que aquel hombre girara su cabeza en dirección hacia a mí para impactar la roca contra su cara, dejando unas feas marcas de piel lacerada por las que no tardaron en salir sangre. Por suerte, el hombre se encontraba ebrio, lo cual jugaba bastante a mi favor, aunque su mirada de odio me indicó que estaría dispuesto a presentar batalla por dicha ofensa. A mi parecer tenía dos opciones: escapar o luchar hasta que se rindiera o quedara impedido
Las calles estaban atestadas de gente de clase baja, el populacho del que me habían enseñado a apartarme en mi severa educación en la nobleza rusa. Borrachos, rufianes, prostitutas, jugadores o jóvenes exaltados eran solo unos de los múltiples ejemplos de la clase de personas que se juntaba por aquellos lugares. Por suerte mi difunto padre había invertido bien el dinero restante de nuestro viaje a París comprando una casa en un barrio de una presencia algo más respetable, alejándonos en parte de todo aquel descontrol. Sí, no tenía en muy alta estima a la gente que frecuentaba aquellos lugares, pero, a pesar de eso, yo también me había mezclado con aquellos alguna que otra vez, en busca de diversión o, sencillamente, de olvido. Tal costumbre, a la que me había vuelto poco asiduo, me había sido inculcada por mi hermano, aunque precisamente tal rutina hubiera terminado siendo el motivo de que nuestras relaciones se terminaran. A veces me gustaba entregarme al dudoso placer de imaginarme dónde andaría él, pero, por algún casual o, sencillamente, suerte, no había llegado a tropezarme con aquel rostro tan familiar nuevamente.
Me dirigía de vuelta a mi humilde hogar, donde, si no había habido ningún contratiempo, me esperaban mi madre, mi hermana y un plato repleto de caldo de patatas. Al pensar en eso, solté una maldición: ya estaría frío. Mis pies pateaban el polvo de la calle cuando, de pronto, noté como una desagradable, aunque conocida, sensación recorría mi nuca. Allí había caído la primera gota de agua que me augurara un cambio de tiempo, lo cual no hizo sino que aumentar mi opinión de que aquel día debía de ser para no recordar. Lo cierto era que la lluvia no me pillaba desprevenido, dado que ya por la tarde había podido contemplar un amenazante cielo gris plomizo, pero, debido a que las nubes no habían descargado el agua en horas, esperaba poder evitar el chaparrón. Definitivamente, el mal fario me acompañaba.
En mi caminar, en medio del griterío de la gente y del chapoteo de la llovizna sobre el suelo embarrado, un desgarro logró sobreponerse, arribando a aquel espacio reservado que me había creado a partir de mis pensamientos y mi ceño fruncido. Esa perturbación no fue sino el alarido de una chica, poco más adelante a mi derecha, o más bien el intento de grito. Sobre ella se había abalanzado un hombre corpulento, que denotaba unas comidas generosas, aunque no una dejadez en cuanto a musculatura se refería. La muchacha se revolvía bajo el peso de aquel ingrato que, o bien trataba de abusar de ella, o bien, sencillamente, se trataba de un asunto familiar o de amigos, donde no debiera meterme. De todas formas, mucho cariño no parecía haber de aquel hombre hacia la fémina. A medida que caminaba me debatía entre si debía ayudarla o, en cambio, ser descortés y meterme en mis propios asuntos. Lo cierto era que odiaba, sinceramente, hacerme el héroe, fanfarronear delante de su ”princesa en apuros”, hacer lo propio con los amigos o que el rumor corriera como la pólvora y ser el centro de atención por un día. Prefería la discreción. Fuera como fuese, mi dubitación no duró mucho, dado que, entre aquella maraña de pelo castaño, que ya no se podía adivinar si era liso, rizo u ondulado, distinguí unos rasgos familiares. Unos ojos grandes, unos labios no demasiado carnosos y un perfil recto de nariz. No podía ser ella.
Lo cierto fue que me impactó de tal modo la aparición que, por apenas unos segundos me quedé en el sitio, intentando confirmar mis sospechas, aunque no tardé en despejarme, sabiendo que, para solventar mi duda, sería más sencillo hablar con ella. Busqué a mi alrededor, en el suelo, algo que pudiera usar, aunque entre el barro, de noche y lloviendo eso fuese bastante complicado, hasta encontrar, al fin, una piedra de tamaño considerable. Enarbolándola en mi mano, me acerqué a la pareja.
- ¡Eh! ¡Tú! – dije empujando por detrás a aquel hombre, con un acento evidentemente extranjero, a pesar de la escasez de palabras. Esperé a que aquel hombre girara su cabeza en dirección hacia a mí para impactar la roca contra su cara, dejando unas feas marcas de piel lacerada por las que no tardaron en salir sangre. Por suerte, el hombre se encontraba ebrio, lo cual jugaba bastante a mi favor, aunque su mirada de odio me indicó que estaría dispuesto a presentar batalla por dicha ofensa. A mi parecer tenía dos opciones: escapar o luchar hasta que se rindiera o quedara impedido
Última edición por Anatol K. Trubetzkoy el Dom Sep 12, 2010 12:33 pm, editado 1 vez
Anatol K. Trubetzkoy- Humano Clase Baja
- Mensajes : 779
Fecha de inscripción : 13/08/2010
Localización : Lejos de la Santa Madre Rusia
Re: Sombras (Familia Trubetzkoy)
Su sonrisa maquiavélica, su dentadura careciente de dientes, aquel aroma sobrehumano a alcohol, sus ropas rasgadas y medio rotas, su cabeza casi sin pelo y su gran cuerpo. ¿Sería alguien algún día capaz de encontrar algo de atractivo en aquel hombre? Lo dudaba, seguramente seguiría tirado por las calles de por vida sin saber hacia qué dirección dirigir su vida. Bebiendo todo lo que su escaso dinero le permitiría.
Había sido una completa estúpida en el momento en el que me introduje en aquellas zonas de la ciudad de París. Bueno, he de añadir, que todavía no me conocía muy bien Francia: Bajo el poder de mis padres apenas había podido salir de nuestro pequeño palacio situado en la zona rica y, aquella zona jamás me habría pasado por la cabeza ni que existiera. París… ciudad del amor. París… ciudad de los marginados. Eran las dos caras de la moneda.
La lluvia mojaba mi piel ligeramente al descubierto. El borracho asqueroso me estaba desnudando demasiado rápido con aquellas bruscas manazas que poseía. Intenté deshacerme de él moviéndome un poco pero lo único que conseguí fue que pegase más su cuerpo lleno de mugre y sudor al mío. ¿Cuáles eran mis posibilidades de salir de allí sana y salva ahora mismo? Una contra cien como mucho.
Eso sí, por el honor de mi familia no me dejaría arrastrar frente a aquel hombre en ningún momento, hiciera lo que hiciese. No gritaría ni lloraría. No dejaría que se llevase aquella satisfacción aunque… ¿Acaso no era suficiente con violar a un miembro de la nobleza? Claro, él no sabría aquello seguramente. Nadie en aquella zona me reconocería jamás ni vendría en mi ayuda… o al menos eso pensaba.
Gracias a Dios mis ruegos fueron atendidos por un joven y apuesto hombre. No sería muy mayor aunque sí que tendría un par de años más que yo. Era bastante alto y delgado aunque musculoso. Tenía unos ojos verdes cristalinos atrayentes. Sí, lo que yo decía, era bastante apuesto. Pero algo no encajaba… ¿Cómo se habría atrevido a acercarse a un hombre que lo duplicaba en tamaño para salvarme?
El golpe de la piedra contra el rostro de mi atacante lo hizo echarse unos pasos atrás, los suficientes para darme la oportunidad de apartarme de él y poder escapar de aquel oscuro lugar por fin. Pero claro, no podía dejar al pobre joven en aquel lugar después de su heroica entrada en escena y la idea de quedarme a luchar contra el grotesco y sucio hombre no me atraía para nada. ¿Qué hacer?
Me costó un par de segundos decidirme pero, finalmente, mi mente se aclaró y mis ideas se volvieron muy claras. Ya sabía qué debía de hacer pero temía que el ogro aquel leyese mis intenciones y no nos dejase. Dios… ¿Qué estoy diciendo? Estaba ebrio, era obvio que su cabeza no funcionase ni la mitad de bien de lo que lo hacía la nuestra.
Giré mi cuerpo hacia el chaval y lo agarré del brazo esperando que no le importase aquello. Tras ese gesto sonreí un poco.
-¡Corre! –Grité saliendo disparada hacia ninguna dirección en especial con él cogido de la mano.
Mis piernas se movían todo lo rápido que podían impulsadas por la adrenalina que me ofrecía aquella situación. ¿Nos estaría siguiendo el hombre aquel? No creía… o al menos, esperaba que así fuese y que estuviésemos a salvo. Giré varias veces por los callejones hasta que llegué a lo que parecía ser una plaza pequeña y acogedora.
Me paré esperando recuperar la respiración y miré hacia atrás por si nos habían seguido aunque por el momento parecía ser que no. Después, mi mirada se dirigió hacia mi acompañante... Ahora que lo pensaba, había algo en él que me era terriblemente familiar, como si lo conociese de antes.
-Parece… que no nos han seguido –Susurré mientras que en mi mente intentaba buscarle parentesco con alguna de las personas que conocía. Aquellos ojos claros me recordaban a alguna dinastía… ¿Podría ser que…?
-¿Anatol? –Pregunté sorprendida a la espera de que no le pareciese muy indiscreta mi pregunta.
Había sido una completa estúpida en el momento en el que me introduje en aquellas zonas de la ciudad de París. Bueno, he de añadir, que todavía no me conocía muy bien Francia: Bajo el poder de mis padres apenas había podido salir de nuestro pequeño palacio situado en la zona rica y, aquella zona jamás me habría pasado por la cabeza ni que existiera. París… ciudad del amor. París… ciudad de los marginados. Eran las dos caras de la moneda.
La lluvia mojaba mi piel ligeramente al descubierto. El borracho asqueroso me estaba desnudando demasiado rápido con aquellas bruscas manazas que poseía. Intenté deshacerme de él moviéndome un poco pero lo único que conseguí fue que pegase más su cuerpo lleno de mugre y sudor al mío. ¿Cuáles eran mis posibilidades de salir de allí sana y salva ahora mismo? Una contra cien como mucho.
Eso sí, por el honor de mi familia no me dejaría arrastrar frente a aquel hombre en ningún momento, hiciera lo que hiciese. No gritaría ni lloraría. No dejaría que se llevase aquella satisfacción aunque… ¿Acaso no era suficiente con violar a un miembro de la nobleza? Claro, él no sabría aquello seguramente. Nadie en aquella zona me reconocería jamás ni vendría en mi ayuda… o al menos eso pensaba.
Gracias a Dios mis ruegos fueron atendidos por un joven y apuesto hombre. No sería muy mayor aunque sí que tendría un par de años más que yo. Era bastante alto y delgado aunque musculoso. Tenía unos ojos verdes cristalinos atrayentes. Sí, lo que yo decía, era bastante apuesto. Pero algo no encajaba… ¿Cómo se habría atrevido a acercarse a un hombre que lo duplicaba en tamaño para salvarme?
El golpe de la piedra contra el rostro de mi atacante lo hizo echarse unos pasos atrás, los suficientes para darme la oportunidad de apartarme de él y poder escapar de aquel oscuro lugar por fin. Pero claro, no podía dejar al pobre joven en aquel lugar después de su heroica entrada en escena y la idea de quedarme a luchar contra el grotesco y sucio hombre no me atraía para nada. ¿Qué hacer?
Me costó un par de segundos decidirme pero, finalmente, mi mente se aclaró y mis ideas se volvieron muy claras. Ya sabía qué debía de hacer pero temía que el ogro aquel leyese mis intenciones y no nos dejase. Dios… ¿Qué estoy diciendo? Estaba ebrio, era obvio que su cabeza no funcionase ni la mitad de bien de lo que lo hacía la nuestra.
Giré mi cuerpo hacia el chaval y lo agarré del brazo esperando que no le importase aquello. Tras ese gesto sonreí un poco.
-¡Corre! –Grité saliendo disparada hacia ninguna dirección en especial con él cogido de la mano.
Mis piernas se movían todo lo rápido que podían impulsadas por la adrenalina que me ofrecía aquella situación. ¿Nos estaría siguiendo el hombre aquel? No creía… o al menos, esperaba que así fuese y que estuviésemos a salvo. Giré varias veces por los callejones hasta que llegué a lo que parecía ser una plaza pequeña y acogedora.
Me paré esperando recuperar la respiración y miré hacia atrás por si nos habían seguido aunque por el momento parecía ser que no. Después, mi mirada se dirigió hacia mi acompañante... Ahora que lo pensaba, había algo en él que me era terriblemente familiar, como si lo conociese de antes.
-Parece… que no nos han seguido –Susurré mientras que en mi mente intentaba buscarle parentesco con alguna de las personas que conocía. Aquellos ojos claros me recordaban a alguna dinastía… ¿Podría ser que…?
-¿Anatol? –Pregunté sorprendida a la espera de que no le pareciese muy indiscreta mi pregunta.
Iryn Steklov- Cambiante/Realeza
- Mensajes : 110
Fecha de inscripción : 17/08/2010
Re: Sombras (Familia Trubetzkoy)
Sus ojos se clavaban en los míos, cargados de toda aquella ira que, enaltecida por la bebida, había producido mi fuerte golpe contra su demacrada mejilla. El hombre parecía dispuesto a cobrarse aquella agresión como fuese, aunque, sinceramente, en el estado en el que se encontraba, dudaba que llegase a conseguir nada; sería lento y torpe. Su pelo moreno y grasiento hacía juego con su cara algo morena y, sobretodo, sucia, al tiempo que las pocas piezas de dentadura que le restaban presentaban un aspecto inmundo, como si, de no ser porque las caries estarían a punto de acabar con ellos, terminarían cayéndose por su propio peso, a pesar de que aquel bellaco no llegaba a la cuarentena de edad.
Intentó golpearme, sí, pero no me fue demasiado difícil esquivar aquel golpe que, de no haber estado borracho, hubiera tenido posibilidades de dar en el blanco, pero que, enfrentándose en esas condiciones, tenía muy pocas posibilidades de acertar. La muchacha había logrado deshacerse de su muy poco agradable abrazo y, tras moverse, terminó por gritarme para que nos marchásemos del lugar. Aquel ingrato tenía suerte, quizás hubiera necesitado desahogarme de la mala suerte que me había acompañado todo aquel día, ya que, a pesar de yo poder ser un varón algo frío o reservado, podía llegar a ser algo violento.
Mis pies respondieron a la llamada de aquella desgreñada fémina y se encaminaron a la salida de aquel lugar de mala muerte, notando como ella tomaba mi mano en un férreo intento porque no nos perdiésemos el uno del otro. Creí escuchar al hombre soltar un alarido tras nosotros, pero el seguido de un brusco y algo viscoso ruido, me indicó que, posiblemente, se habría tropezado con sus propios pasos, haciéndose tragar lodo a sí mismo. Una cruel y divertida sonrisa se instaló inconscientemente en mi rostro.
Nuestro camino se perdió por entre las callejuelas, haciéndome perder levemente el sentido de nuestro rumbo, aunque seguía teniendo una idea general de nuestra localización. Al final terminamos arribando a una pequeña plaza, como no podía ser de otra manera en aquel lugar donde las casas se amontonaban las unas junto a las otras. Al menos el sitio contaba con unos pocos árboles, presentando las tonalidades propias del otoño, y unos bancos de piedra, instalados en pequeñas isletas de suelo adoquinado. En aquel momento dejamos atrás nuestra carrera, quedándonos quietos, al menos de momento. Mi respiración aún estaba algo agitada, mezcla de la adrenalina y del repentino esfuerzo físico. Fue entonces cuando la muchacha pronunció mi nombre, haciéndome evidente que mis suposiciones, aquellas que habían sido reforzadas por el leve acento de la lejana Europa oriental que había creído escuchar en su pocas palabras, no erraban.
- Condesa Steklova – simplemente dije, asintiendo con la cabeza, en un tono serio, pero amable. Los rasgos de mi rostro se mostraban serenos, relajados, sin un ápice de tristeza o alegría, pero sí con la promesa del respeto y de una agradable compañía o, al menos, de un intento de ella.
Me quedé unos segundos mirando a aquella muchacha que, de vez en cuando, hubiera compartido conmigo alguna velada o risa en los múltiples palacios que adornaban la bella capital rusa. Había cambiado, desde luego, pero aún conservaba el porte y los rasgos armoniosos que habían caracterizado a su madre. Su presencia se me hacía amena, incluso feliz, aunque ese sabor dulce tenía unos claros tintes amargos; me recordaba a mi patria.
San Petersburgo, aquella ciudad construida sobre marismas, ni en tierra ni en mar y, por lo tanto, en los dos lugares a la vez. Abrazada por el continente, se abría hacia el Golfo de Finlandia, directo hacia el Báltico, como un galante navío de estilo neoclásico, esbelto, quizás sobrio, pero colorido. Sus líneas equilibradas, las fachadas rectas o las calles adoquinadas, todo eso echaba de menos de mi ciudad natal, pero, sobretodo, echaba de menos mi tierra.
- ¿Qué hace usted por aquí? – pregunté algo intrigado pues, a diferencia que yo, si no estaba mal informado, su familia no había tenido la obligación de abandonar las Rusias por fuerzas mayores
Intentó golpearme, sí, pero no me fue demasiado difícil esquivar aquel golpe que, de no haber estado borracho, hubiera tenido posibilidades de dar en el blanco, pero que, enfrentándose en esas condiciones, tenía muy pocas posibilidades de acertar. La muchacha había logrado deshacerse de su muy poco agradable abrazo y, tras moverse, terminó por gritarme para que nos marchásemos del lugar. Aquel ingrato tenía suerte, quizás hubiera necesitado desahogarme de la mala suerte que me había acompañado todo aquel día, ya que, a pesar de yo poder ser un varón algo frío o reservado, podía llegar a ser algo violento.
Mis pies respondieron a la llamada de aquella desgreñada fémina y se encaminaron a la salida de aquel lugar de mala muerte, notando como ella tomaba mi mano en un férreo intento porque no nos perdiésemos el uno del otro. Creí escuchar al hombre soltar un alarido tras nosotros, pero el seguido de un brusco y algo viscoso ruido, me indicó que, posiblemente, se habría tropezado con sus propios pasos, haciéndose tragar lodo a sí mismo. Una cruel y divertida sonrisa se instaló inconscientemente en mi rostro.
Nuestro camino se perdió por entre las callejuelas, haciéndome perder levemente el sentido de nuestro rumbo, aunque seguía teniendo una idea general de nuestra localización. Al final terminamos arribando a una pequeña plaza, como no podía ser de otra manera en aquel lugar donde las casas se amontonaban las unas junto a las otras. Al menos el sitio contaba con unos pocos árboles, presentando las tonalidades propias del otoño, y unos bancos de piedra, instalados en pequeñas isletas de suelo adoquinado. En aquel momento dejamos atrás nuestra carrera, quedándonos quietos, al menos de momento. Mi respiración aún estaba algo agitada, mezcla de la adrenalina y del repentino esfuerzo físico. Fue entonces cuando la muchacha pronunció mi nombre, haciéndome evidente que mis suposiciones, aquellas que habían sido reforzadas por el leve acento de la lejana Europa oriental que había creído escuchar en su pocas palabras, no erraban.
- Condesa Steklova – simplemente dije, asintiendo con la cabeza, en un tono serio, pero amable. Los rasgos de mi rostro se mostraban serenos, relajados, sin un ápice de tristeza o alegría, pero sí con la promesa del respeto y de una agradable compañía o, al menos, de un intento de ella.
Me quedé unos segundos mirando a aquella muchacha que, de vez en cuando, hubiera compartido conmigo alguna velada o risa en los múltiples palacios que adornaban la bella capital rusa. Había cambiado, desde luego, pero aún conservaba el porte y los rasgos armoniosos que habían caracterizado a su madre. Su presencia se me hacía amena, incluso feliz, aunque ese sabor dulce tenía unos claros tintes amargos; me recordaba a mi patria.
San Petersburgo, aquella ciudad construida sobre marismas, ni en tierra ni en mar y, por lo tanto, en los dos lugares a la vez. Abrazada por el continente, se abría hacia el Golfo de Finlandia, directo hacia el Báltico, como un galante navío de estilo neoclásico, esbelto, quizás sobrio, pero colorido. Sus líneas equilibradas, las fachadas rectas o las calles adoquinadas, todo eso echaba de menos de mi ciudad natal, pero, sobretodo, echaba de menos mi tierra.
- ¿Qué hace usted por aquí? – pregunté algo intrigado pues, a diferencia que yo, si no estaba mal informado, su familia no había tenido la obligación de abandonar las Rusias por fuerzas mayores
Anatol K. Trubetzkoy- Humano Clase Baja
- Mensajes : 779
Fecha de inscripción : 13/08/2010
Localización : Lejos de la Santa Madre Rusia
Re: Sombras (Familia Trubetzkoy)
Noté como el agua de la lluvia iba calando por mi ropa hasta llegar a mi piel. Aquella era una de las cosas que no me gustaban de París, solía llover con frecuencia. Además, por si faltaba poco, había olvidado mi capa sobre el suelo de aquel callejón oscuro que habíamos dejado atrás hacía demasiado tiempo para que no la hubiesen robado ya. Vaya… era mi favorita y ahora me había quedado sin ella para siempre. Siempre podría comprarme alguna nueva pero la suavidad que tenía aquella tela, las costuras perfectamente disimuladas, el amplio gorro que permitía que me ocultase de miradas ajenas, todos aquellos aspectos eran irreemplazables.
Sinceramente creo, que el día de hoy no era mi día de suerte aunque esperaba que aquello cambiase por el reencuentro que había tenido con Anatol, el conocido que había sido lo suficientemente valiente como para enfrentarse a un borracho de no muy buenas intenciones. Sí, vale, me había sorprendido encontrar algo de valentía en aquella zona de la ciudad aunque he de decir que Anatol no era una persona cualquiera. No. Él era el hijo pequeño de la dinastía Trubezkoy y el que era uno de mis compañeros de baile y cenas con la corte.
No nos conocíamos muy bien como es obvio. En ningún momento creo que hubiésemos hablado demasiado para ello, que compartiésemos parte de nuestro valioso tiempo el uno con el otro ni que bailásemos más de dos temas seguidos. Lo que sí sabía de Anatol era que la música era su pasión. Bueno, aquello no era un misterio, toda Rusia lo sabía. Seguramente si hubiese podido seguir con su instrucción en este tema habría llegado a sorprender a más de uno e incluso habría podido llegar a ser uno de los mejores músicos de la historia rusa… o al menos, aquella era mi opinión al respecto.
Para ser sincera, mi opinión podía considerarse difusa ya que en ningún momento lo había escuchado interpretar alguna pieza con algún instrumento. Yo, como gran ignorante, solo pensaba lo que había llegado hasta mis oídos. Dejándome llevar por cientos de rumores que era posible que no tuviesen fundamento alguno. ¿Debía entonces pensar que me estaba dejando influenciar como todos los demás? No pensaba que fuese así… o a lo mejor sí. De lo que estaba segura es de que jamás haría caso a un rumor que estaba hecho para hacer daño, solo me interesaban aquellos pequeños detalles que hacían que pudiese soñar despierta. Si a Anatol le gustaba la música tanto como a mí era posible que algún día pudiésemos compartir algo de nuestro saber. Al menos, podía asegurar que sería una charla animada y bastante interesante por lo menos para mí. ¿Debería quizás sacar aquel tema? No, aquel momento no parecía ser muy adecuado para empezar a hablar de música y más si contamos con el hecho de que la lluvia seguía calándome los huesos.
Busqué atentamente con la mirada algún edificio que nos permitiese resguardarnos de aquel fino pero espeso manto que cubría la ciudad. Finalmente di con lo que seguramente era el escaparate de una pastelería. Hablando de comida y cambiando de tema a la vez, tenía algo de hambre. ¿Cuántas horas llevaba vagando de un lugar a otro sin haberme parado a comer? Seguramente más de las que jamás pudiese llegar a imaginar. Era posible que mi acompañante también se encontrase hambriento, ¿Qué perdería proponiéndole una cena alrededor de una lumbre? Seguramente nada.
-Caballero, ¿Qué le parece si vamos a algún buen lugar para que recuperemos fuerzas? Sería mucho más acogedor conversar allí que aquí –Le dije con una pequeña sonrisa.
Ahora que caía en la cuenta… Hacía muchísimo tiempo que Anatol y yo no coincidíamos. ¿Cuánto tiempo llevaría viviendo en Francia? Según lo que me habían llegado a contar, el nuevo zar había expulsado a su familia por ser desleal a la corona. ¿Qué habría pasado exactamente? No era que dudase de la palabra de nuestro zar pero tampoco era que no me interesase el punto de vista de otras personas que hubiesen pasado por aquello. Tampoco era que yo fuese una curiosa pero encontrarme a un miembro de una de las dinastías más valoradas de Rusia tirado por las callejuelas de París y vestido como uno más, no era de lo que uno es capaz de ver todos los días. Sí, había acabado fijándome en que Anatol había cambiado mucho en todo aquel tiempo. Ahora podríamos decir que parecía más maduro, alto y atractivo. Pero, fuera de todos aquellos detalles en los que cualquiera sería capaz de fijarse, había algo más que había cambiado. Ya no se mostraba tan orgulloso, no andaba como debería de hacerlo un miembro de la realeza, no tenía el talante propio de Rusia. ¿Qué era lo que le había hecho aquella tierra? ¿Llegaría en algún momento a pasarme a mí lo mismo que a él?
Me dispuse a cumplir mi cometido e ir a algún buen restaurante pero, como ya he añadido en un par de ocasiones, no me conocía París y no sabía exactamente dónde nos encontrábamos. ¿Se habría dado cuenta de todo aquello Anatol? Lo más seguro era que la respuesta a aquel interrogante fuese afirmativa aunque para salir de dudas preferí aclarárselo yo misma.
-Eh… discúlpeme pero desconozco dónde nos encontramos así que deberá de ser usted el que me guíe por Francia –Sí, vale, era un poco tonta. En un principio le invitaba a cenar conmigo y ahora ni siquiera sabía dónde podríamos hacerlo… espero que él no me juzgase por aquello y que me tratase como la recién llegada que era llevándome a un lugar adecuado.
Sinceramente creo, que el día de hoy no era mi día de suerte aunque esperaba que aquello cambiase por el reencuentro que había tenido con Anatol, el conocido que había sido lo suficientemente valiente como para enfrentarse a un borracho de no muy buenas intenciones. Sí, vale, me había sorprendido encontrar algo de valentía en aquella zona de la ciudad aunque he de decir que Anatol no era una persona cualquiera. No. Él era el hijo pequeño de la dinastía Trubezkoy y el que era uno de mis compañeros de baile y cenas con la corte.
No nos conocíamos muy bien como es obvio. En ningún momento creo que hubiésemos hablado demasiado para ello, que compartiésemos parte de nuestro valioso tiempo el uno con el otro ni que bailásemos más de dos temas seguidos. Lo que sí sabía de Anatol era que la música era su pasión. Bueno, aquello no era un misterio, toda Rusia lo sabía. Seguramente si hubiese podido seguir con su instrucción en este tema habría llegado a sorprender a más de uno e incluso habría podido llegar a ser uno de los mejores músicos de la historia rusa… o al menos, aquella era mi opinión al respecto.
Para ser sincera, mi opinión podía considerarse difusa ya que en ningún momento lo había escuchado interpretar alguna pieza con algún instrumento. Yo, como gran ignorante, solo pensaba lo que había llegado hasta mis oídos. Dejándome llevar por cientos de rumores que era posible que no tuviesen fundamento alguno. ¿Debía entonces pensar que me estaba dejando influenciar como todos los demás? No pensaba que fuese así… o a lo mejor sí. De lo que estaba segura es de que jamás haría caso a un rumor que estaba hecho para hacer daño, solo me interesaban aquellos pequeños detalles que hacían que pudiese soñar despierta. Si a Anatol le gustaba la música tanto como a mí era posible que algún día pudiésemos compartir algo de nuestro saber. Al menos, podía asegurar que sería una charla animada y bastante interesante por lo menos para mí. ¿Debería quizás sacar aquel tema? No, aquel momento no parecía ser muy adecuado para empezar a hablar de música y más si contamos con el hecho de que la lluvia seguía calándome los huesos.
Busqué atentamente con la mirada algún edificio que nos permitiese resguardarnos de aquel fino pero espeso manto que cubría la ciudad. Finalmente di con lo que seguramente era el escaparate de una pastelería. Hablando de comida y cambiando de tema a la vez, tenía algo de hambre. ¿Cuántas horas llevaba vagando de un lugar a otro sin haberme parado a comer? Seguramente más de las que jamás pudiese llegar a imaginar. Era posible que mi acompañante también se encontrase hambriento, ¿Qué perdería proponiéndole una cena alrededor de una lumbre? Seguramente nada.
-Caballero, ¿Qué le parece si vamos a algún buen lugar para que recuperemos fuerzas? Sería mucho más acogedor conversar allí que aquí –Le dije con una pequeña sonrisa.
Ahora que caía en la cuenta… Hacía muchísimo tiempo que Anatol y yo no coincidíamos. ¿Cuánto tiempo llevaría viviendo en Francia? Según lo que me habían llegado a contar, el nuevo zar había expulsado a su familia por ser desleal a la corona. ¿Qué habría pasado exactamente? No era que dudase de la palabra de nuestro zar pero tampoco era que no me interesase el punto de vista de otras personas que hubiesen pasado por aquello. Tampoco era que yo fuese una curiosa pero encontrarme a un miembro de una de las dinastías más valoradas de Rusia tirado por las callejuelas de París y vestido como uno más, no era de lo que uno es capaz de ver todos los días. Sí, había acabado fijándome en que Anatol había cambiado mucho en todo aquel tiempo. Ahora podríamos decir que parecía más maduro, alto y atractivo. Pero, fuera de todos aquellos detalles en los que cualquiera sería capaz de fijarse, había algo más que había cambiado. Ya no se mostraba tan orgulloso, no andaba como debería de hacerlo un miembro de la realeza, no tenía el talante propio de Rusia. ¿Qué era lo que le había hecho aquella tierra? ¿Llegaría en algún momento a pasarme a mí lo mismo que a él?
Me dispuse a cumplir mi cometido e ir a algún buen restaurante pero, como ya he añadido en un par de ocasiones, no me conocía París y no sabía exactamente dónde nos encontrábamos. ¿Se habría dado cuenta de todo aquello Anatol? Lo más seguro era que la respuesta a aquel interrogante fuese afirmativa aunque para salir de dudas preferí aclarárselo yo misma.
-Eh… discúlpeme pero desconozco dónde nos encontramos así que deberá de ser usted el que me guíe por Francia –Sí, vale, era un poco tonta. En un principio le invitaba a cenar conmigo y ahora ni siquiera sabía dónde podríamos hacerlo… espero que él no me juzgase por aquello y que me tratase como la recién llegada que era llevándome a un lugar adecuado.
Iryn Steklov- Cambiante/Realeza
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Fecha de inscripción : 17/08/2010
Re: Sombras (Familia Trubetzkoy)
La fina llovizna de antes había ido creciendo en importancia y las leves gotas de agua se habían ido armando e, imponentes, habían terminado por convertir aquella casi imperceptible lluvia en una fuerte tormenta. Los truenos resonaban por toda la ciudad y los relámpagos iluminaban, por algunos segundos, las oscuras callejuelas de aquella zona de París. Era esa imprevisible luminosidad la que me permitía contemplar mejor a aquella joven mujer que se presentaba ante mí, trayéndome de vuelta todos aquellos recuerdos de mi Madre Patria, tan apetecibles como melancólicos. Quería rebelarme ante aquella situación, si algo había aprendido durante los largos cuatro años de exilio, era que de poco servía dejarse llevar por la autocompasión y por la añoranza de tiempos mejores, pero la presencia de Iryn Steklov me lo hacía imposible. Rememoraba bailes, vestidos lujosos y caras joyas adornando los esbeltos talles de las jóvenes, paseos interminables, grandes palacios pintados de colores suaves, largas veladas al son de música alegre, conversaciones banales y, sobretodo, despreocupación, mucha despreocupación. Mi infancia había sido feliz, encerrado en un mundo que se alejaba de todas las desdichas de la vida, con una tardía adolescencia que no terminaba de abandonar las experiencias anteriores para, de pronto, serme arrebatada de golpe, arrojándonos a mí y a mi familia de golpe a la crudeza de un mundo sin piedad: el mundo real. Todos aquellos recuerdos quedaban lejos, apartados de mi consciencia y solo llegaban a arribar a mí, a surgir a la superficie cuando algún ingrato tenía la mala idea de insultar a mi linaje, que defendía fieramente, a pesar de la deshonra de mi hermano, o cuando perdía el control sobre mí mismo, y las veces que sucedía eso eran bastante escasas.
Mi respiración ya comenzaba a calmarse, a volverse más parsimoniosa y menos sonora, al tiempo que mis músculos se relajaban y volvían a sentir el frío del ambiente, bajo aquella fina capa de tela que configuraba mi camiseta. La muchacha frente a mí era hija de uno de los múltiples condes que afloraban por toda la geografía del Imperio ruso, uno del norte, si no recordaba mal, de la zona cercana al Mar Blanco. ”Arjánguelsk” me dije interiormente, pues, si no recordaba mal, aquel importante puerto norteño era el hogar de los Steklov. A pesar de que un buen número de nobles rusos, que no eran sino una pequeña parte del total, residían normalmente en San Petersburgo o, en su defecto, Moscú, era imposible llegar a conocer a la mayoría de dicho colectivo y, ciertamente, se debería considerar una gran coincidencia que me hubiera encontrado con una de las que sí me había tratado anteriormente. Ciertamente, nuestra relación era muy efímera, tan poco profunda como correspondía a las buenas maneras de la clase social a la que yo en teoría pertenecía, aunque no en práctica, que se basaban en las apariencias y en ocultar los sentimientos, fuesen buenos o malos. La identidad era un rasgo más bien escaso y que, muchas veces, se consideraba ofensivo. Fuera como fuese, yo había impuesto mi voluntad en una parcela de mi vida, negándome a que las costumbres de la adinerada aristocracia se inmiscuyera en lo que más me había importado en la vida o, siquiera, a compartirlo con ella. La música y yo, éramos uno, y esa conjunción solo la permitía contemplar a un muy reducido número de personas, allegados a mí: mis padres, hermanos y mi antiguo instructor de música.
La muchacha propuso que nos moviésemos a algún lugar donde pudiéramos secarnos y conversar sin la incomodidad de la humedad. Lo cierto era que sus intenciones no contradecían para nada a las mías, el único inconveniente era que mis bolsillos se hallaban vacíos, como de costumbre, pues no solía llevar dinero encima, ya que prefería ahorrarlo a gastarlo en cosas banales.
- Lo lamento, pero no puedo ir ahora mismo a ninguna taberna o café – me disculpé, con una ligera mueca en mi cara para mostrarle mi pena -, pero si quiere puede acompañarme a mi casa, quizás allí podamos entrar en calor junto a la chimenea – le sugerí, para enmendar lo anterior, aunque, posiblemente fuese una mala idea mostrarle el estado en el que había acabado mi familia y hasta qué extremos habíamos llegado, careciendo de gran cosas de las cosas que antes se nos habrían hecho imprescindibles
Mi respiración ya comenzaba a calmarse, a volverse más parsimoniosa y menos sonora, al tiempo que mis músculos se relajaban y volvían a sentir el frío del ambiente, bajo aquella fina capa de tela que configuraba mi camiseta. La muchacha frente a mí era hija de uno de los múltiples condes que afloraban por toda la geografía del Imperio ruso, uno del norte, si no recordaba mal, de la zona cercana al Mar Blanco. ”Arjánguelsk” me dije interiormente, pues, si no recordaba mal, aquel importante puerto norteño era el hogar de los Steklov. A pesar de que un buen número de nobles rusos, que no eran sino una pequeña parte del total, residían normalmente en San Petersburgo o, en su defecto, Moscú, era imposible llegar a conocer a la mayoría de dicho colectivo y, ciertamente, se debería considerar una gran coincidencia que me hubiera encontrado con una de las que sí me había tratado anteriormente. Ciertamente, nuestra relación era muy efímera, tan poco profunda como correspondía a las buenas maneras de la clase social a la que yo en teoría pertenecía, aunque no en práctica, que se basaban en las apariencias y en ocultar los sentimientos, fuesen buenos o malos. La identidad era un rasgo más bien escaso y que, muchas veces, se consideraba ofensivo. Fuera como fuese, yo había impuesto mi voluntad en una parcela de mi vida, negándome a que las costumbres de la adinerada aristocracia se inmiscuyera en lo que más me había importado en la vida o, siquiera, a compartirlo con ella. La música y yo, éramos uno, y esa conjunción solo la permitía contemplar a un muy reducido número de personas, allegados a mí: mis padres, hermanos y mi antiguo instructor de música.
La muchacha propuso que nos moviésemos a algún lugar donde pudiéramos secarnos y conversar sin la incomodidad de la humedad. Lo cierto era que sus intenciones no contradecían para nada a las mías, el único inconveniente era que mis bolsillos se hallaban vacíos, como de costumbre, pues no solía llevar dinero encima, ya que prefería ahorrarlo a gastarlo en cosas banales.
- Lo lamento, pero no puedo ir ahora mismo a ninguna taberna o café – me disculpé, con una ligera mueca en mi cara para mostrarle mi pena -, pero si quiere puede acompañarme a mi casa, quizás allí podamos entrar en calor junto a la chimenea – le sugerí, para enmendar lo anterior, aunque, posiblemente fuese una mala idea mostrarle el estado en el que había acabado mi familia y hasta qué extremos habíamos llegado, careciendo de gran cosas de las cosas que antes se nos habrían hecho imprescindibles
Anatol K. Trubetzkoy- Humano Clase Baja
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Localización : Lejos de la Santa Madre Rusia
Re: Sombras (Familia Trubetzkoy)
La lluvia trajo consigo fuertes truenos y relámpagos que permitían a la escena adquirir un toque típico de película de miedo. Rodeados de callejuelas desconocidas, oscuridad y una pequeña iluminación proveniente de los rayos. ¿Desde cuándo la tormenta había pasado de ser tranquila a eléctrica? La verdad es que no podía considerar aquel día como uno de los mejores de mi vida. En primer lugar mis padres asesinados, después me perdía por París y un borracho intentaba cosas indecentes conmigo y, por último, comenzaba una tormenta llena de electricidad. Me siento obligada a admitir que en ningún momento de mi vida la lluvia había llegado a gustarme pero… no era nada parecido a lo que sentía por los rayos, relámpagos y truenos. Los temía. Desde pequeña les había tenido miedo y al parecer, todavía no había sido capaz de superarlo.
Sin embargo no me podía permitir el hecho de mostrarme débil en aquel momento. No podía esconderme en cualquier rincón oscuro y taparme los oídos porque no serviría de nada. Ahora mismo lo único que se encontraba dentro de mis posibilidades era mostrarme como una buena dama de la realeza y no como una cría pequeña y miedosa que no era capaz de superar sus más antiguos miedos. Sí, hasta yo lo decía, era patética.
Recuerdo que cuando era una niña lo único que me hacía tranquilizarme era un vaso de leche caliente que me preparaban mis padres. Después me abrazaban con fuerza y me cantaban pequeñas nanas para que me tranquilizara. Realmente, ahora que me doy cuenta, es una estupidez pero… siempre conseguía que todos mis miedos desapareciesen.
También, soy capaz de acordarme de una noche de tormenta como aquella. Una fría noche de otoño. En aquella ocasión todos mis familiares se habían ido a un baile y yo me había quedado sola con unos sirvientes de los que desconfiaba. Me encontraba rodeada por mis sábanas de seda cuando un fuerte ruido me hizo despertar. Estaba lloviendo y, entre las cortinas, se podía divisar como cientos de rayos caían sobre la ciudad de San Petersburgo, la que era mi residencia en aquel tiempo. Recuerdo el miedo que recorrió mi cuerpo en aquel momento, las lágrimas que se escaparon de mis ojos y que la única solución que se me ocurrió fue encerrarme en uno de los armarios a la espera de que la tormenta amainara.
Allí fue donde me refugié hasta que llegó la mañana y las nubes comenzaron a disiparse. En aquel oscuro y pequeño armario de madera fue en el lugar en el que mis padres me encontraron tras varias horas buscándome. Desde entonces habían procurado no dejarme nunca sola cuando hubiera posibilidades de lluvia. Sin embargo, después de todas aquellas promesas que me habían hecho cuando era una cría, ahora no se encontraban a mi lado.
Otro trueno cayó sobre la ciudad de Francia. Aterrorizada no pude evitar el hecho de agarrar a mi acompañante del brazo mientras miraba de un lado a otro horrorizada y deseando que no cayese ninguno más. Dándome cuenta de lo ridícula que había resultado mi reacción rápidamente lo solté.
-Lo… siento –Dije en lo que no fue más que un susurro entrecortado y con una voz teñida del miedo que sentía. Finalmente había terminado dejándome llevar por mis instintos, permitiendo que Anatol se diese cuenta de lo que pasaba.
Parecía que su situación económica había empeorado bastante. Creo que nunca, en mis 16 años de vida, alguien de la nobleza me había rechazado la proposición de ir a un café para calentarnos. Aquello quería decir que había perdido gran parte de su riqueza o al menos esa era mi opinión. Además, parecía bastante cansado… como si hubiese pasado una tarde bastante atareada. Su expresión me recordaba bastante a la de mi jardinero cuando salía de trabajar. Estaba satisfecho por su trabajo pero a la vez cansado por todas las horas de constante rendimiento que había tenido que hacer.
Aún así estaba dispuesto a llevarme a su casa para que pudiese secar mis ropas. La oferta era muy tentadora aunque no sabía si sería adecuado que la aceptase. En primer lugar porque era posible que él me la hubiese hecho solamente por cumplir y en segundo lugar porque acabaría en la casa de un hombre joven y en mi estatus social, aquello no se veía muy bien. De todas formas había conseguido encontrar a alguien con quien podía comunicarme en ruso, mi idioma materno. Además, algo me decía que la conversación podría llegar a ser bastante entretenida y tocar temas que realmente llegaban a interesarme.
Otro rayo.
-Si no le importa… Aceptaré su oferta –En aquel preciso instante lo que más deseaba era irme de aquel lugar sin importarme realmente a dónde me llevase. Estaba atemorizada, tenía frío, estaba mojada y encima, por si faltaba poco, se estaba comenzando a levantar algo de viento.
Sin embargo no me podía permitir el hecho de mostrarme débil en aquel momento. No podía esconderme en cualquier rincón oscuro y taparme los oídos porque no serviría de nada. Ahora mismo lo único que se encontraba dentro de mis posibilidades era mostrarme como una buena dama de la realeza y no como una cría pequeña y miedosa que no era capaz de superar sus más antiguos miedos. Sí, hasta yo lo decía, era patética.
Recuerdo que cuando era una niña lo único que me hacía tranquilizarme era un vaso de leche caliente que me preparaban mis padres. Después me abrazaban con fuerza y me cantaban pequeñas nanas para que me tranquilizara. Realmente, ahora que me doy cuenta, es una estupidez pero… siempre conseguía que todos mis miedos desapareciesen.
También, soy capaz de acordarme de una noche de tormenta como aquella. Una fría noche de otoño. En aquella ocasión todos mis familiares se habían ido a un baile y yo me había quedado sola con unos sirvientes de los que desconfiaba. Me encontraba rodeada por mis sábanas de seda cuando un fuerte ruido me hizo despertar. Estaba lloviendo y, entre las cortinas, se podía divisar como cientos de rayos caían sobre la ciudad de San Petersburgo, la que era mi residencia en aquel tiempo. Recuerdo el miedo que recorrió mi cuerpo en aquel momento, las lágrimas que se escaparon de mis ojos y que la única solución que se me ocurrió fue encerrarme en uno de los armarios a la espera de que la tormenta amainara.
Allí fue donde me refugié hasta que llegó la mañana y las nubes comenzaron a disiparse. En aquel oscuro y pequeño armario de madera fue en el lugar en el que mis padres me encontraron tras varias horas buscándome. Desde entonces habían procurado no dejarme nunca sola cuando hubiera posibilidades de lluvia. Sin embargo, después de todas aquellas promesas que me habían hecho cuando era una cría, ahora no se encontraban a mi lado.
Otro trueno cayó sobre la ciudad de Francia. Aterrorizada no pude evitar el hecho de agarrar a mi acompañante del brazo mientras miraba de un lado a otro horrorizada y deseando que no cayese ninguno más. Dándome cuenta de lo ridícula que había resultado mi reacción rápidamente lo solté.
-Lo… siento –Dije en lo que no fue más que un susurro entrecortado y con una voz teñida del miedo que sentía. Finalmente había terminado dejándome llevar por mis instintos, permitiendo que Anatol se diese cuenta de lo que pasaba.
Parecía que su situación económica había empeorado bastante. Creo que nunca, en mis 16 años de vida, alguien de la nobleza me había rechazado la proposición de ir a un café para calentarnos. Aquello quería decir que había perdido gran parte de su riqueza o al menos esa era mi opinión. Además, parecía bastante cansado… como si hubiese pasado una tarde bastante atareada. Su expresión me recordaba bastante a la de mi jardinero cuando salía de trabajar. Estaba satisfecho por su trabajo pero a la vez cansado por todas las horas de constante rendimiento que había tenido que hacer.
Aún así estaba dispuesto a llevarme a su casa para que pudiese secar mis ropas. La oferta era muy tentadora aunque no sabía si sería adecuado que la aceptase. En primer lugar porque era posible que él me la hubiese hecho solamente por cumplir y en segundo lugar porque acabaría en la casa de un hombre joven y en mi estatus social, aquello no se veía muy bien. De todas formas había conseguido encontrar a alguien con quien podía comunicarme en ruso, mi idioma materno. Además, algo me decía que la conversación podría llegar a ser bastante entretenida y tocar temas que realmente llegaban a interesarme.
Otro rayo.
-Si no le importa… Aceptaré su oferta –En aquel preciso instante lo que más deseaba era irme de aquel lugar sin importarme realmente a dónde me llevase. Estaba atemorizada, tenía frío, estaba mojada y encima, por si faltaba poco, se estaba comenzando a levantar algo de viento.
Iryn Steklov- Cambiante/Realeza
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Fecha de inscripción : 17/08/2010
Re: Sombras (Familia Trubetzkoy)
Nos estábamos, literalmente, empapando. La lluvia caía torrencialmente, una de las primeras tormentas del otoño, y no débil, precisamente. Si no decidíamos pronto nuestro destino, nos sería difícil caminar por aquellas estrechas calles, embarradas y que, además, pronto quedarían inundadas por fuertes riachuelos. Mis ojos se habían clavado en aquella muchacha, esperando respuesta y que, al parecer, se había perdido en sus pensamientos por un momento, hasta que, de pronto, un trueno, la sacó de golpe de aquel estado, haciéndola buscar el soporte más cercano que tuviese a mano, es decir, mi brazo. Su espontaneidad casi logró arrancarme una ligera sonrisa, pero, por suerte, no llegó a aquellos extremos.
- No importa – negué con la cabeza, relajándome, quizás algo incómodo por el contacto físico, cosa que no dejé mostrar. Ciertamente, me había vuelto algo reacio al contacto ingenuo e inocente, quizás cariñoso, posiblemente por una búsqueda de algo más visceral, irremediable, o el rechazo de lo banal. En aquel mundo al que me habían desterrado no se permitían las falsas fachadas con las que había crecido, más bien se construían otras, diferentes, pero igual de agresivas y peligrosas.
Aquellos últimos cuatro años habían hecho mucha mella en mí. Seguía siendo el hijo menor de los Trubetzkoy, aunque en esos momentos me sintiese como el mayor, el heredero legítimo, ya que mi hermano había hecho todo lo posible para no ganarse su lugar. Seguía sintiéndome orgulloso de mi nombre y de mis antepasados, de la gloria que recibía a través de ellos, solo deshonrada por la estupidez de Vasili, algo que difícilmente llegaría a perdonarle. Seguía siendo, por lo tanto, algo arrogante, pero, sin embargo, había cambiado bastante en otros muchos aspectos. De pequeño era algo reservado y, en cierta medida, lo seguía siendo, pero ahora, en vez de basar mi separación del mundo en la música, lo hacía en mi frialdad, en mi alejamiento y, quizás, desconfianza. No me podía permitir fiarme de buenas a primeras sin una razón, al menos si eso ponía en peligro a mi madre y a mi hermana, que, junto a alcanzar el perdón del zar, eran mi razón para existir. De todas formas, a aquella muchacha la conocía de antes de que toda aquella desgracia sucediera, por lo que un voto de confianza podía prestarle, sobretodo teniendo en cuenta los sucesos acabados de acaecer.
- Bien, vamos entonces – contesté antes de girar sobre nuestros talones y dirigirme a salir de aquella plazuela por el lugar por el que habíamos entrado
No pronuncié palabra en el camino, al menos no sentía la necesidad de iniciar una conversación ni tenía la intención de forzar una. La anchura de las calles lucía por su ausencia, más aún teniendo en cuenta que, en el centro de las mismas, se estaba formando un rápido arroyo que crecía por momentos. Mis botas ya contaban con una importante suela de lodo pegadas a ellas, algo que me molestaba, pero que sería estúpido intentar remediar pues, pronto, volvería a contar con una cantidad igual incomodándome al andar. Por suerte el camino hasta aquel lugar al que llamaba hogar no fue demasiado largo y, pronto, me encontré llamando fuertemente a la puerta que una mano amiga apresuró a abrir. Mi madre apareció detrás, con su cabello castaño recogido en un moño y con un blanco delantal cubriendo su vestido. Su mirada se clavó, suave, sobre mí, interrogante respecto a aquella muchacha que me acompañaba.
- Es Iryn Steklov, la condesa de Arjangelgorod– le comuniqué, dado que, al parecer, ella no se acordaba de ella, al tiempo que me introducía en el interior de la vivienda, invitando a la chica a imitarme -. Hola, Tasha – saludé a mi hermana, que se hallaba sentada junto al fuego
La estancia en la que nos encontrábamos era algo grande, ya que, a nuestra derecha se encontraba la cocina, con una mesa que usábamos, generalmente, para comer, mientras que, a nuestra izquierda, se hallaba un pequeño salón, con dos sofás de incómoda madera, recubiertos de cojines. La habitación se alargaba frente a nosotros en un pasillo, a cuyos lados se abrían las tres puertas que llevaban a las habitaciones. Supuse que mi madre se habría encargado de terminar de hacerla entrar en el lugar pues pronto escuché la puerta cerrase tras nosotros, pudiendo sentir de pleno el bochorno que hacía en la pieza; no tardaríamos mucho en secarnos. Me acerqué al sofá libre y me senté, no sin antes invitar a Iryn a imitarme tras haber presentado a mi hermana también.
- Bien, condesa Steklov, ¿qué hacías sola por esta zona de París? Es bastante peligrosa a estas horas – le dije, aunque ya supiera que lo había podido comprobar en su propia carne
- No importa – negué con la cabeza, relajándome, quizás algo incómodo por el contacto físico, cosa que no dejé mostrar. Ciertamente, me había vuelto algo reacio al contacto ingenuo e inocente, quizás cariñoso, posiblemente por una búsqueda de algo más visceral, irremediable, o el rechazo de lo banal. En aquel mundo al que me habían desterrado no se permitían las falsas fachadas con las que había crecido, más bien se construían otras, diferentes, pero igual de agresivas y peligrosas.
Aquellos últimos cuatro años habían hecho mucha mella en mí. Seguía siendo el hijo menor de los Trubetzkoy, aunque en esos momentos me sintiese como el mayor, el heredero legítimo, ya que mi hermano había hecho todo lo posible para no ganarse su lugar. Seguía sintiéndome orgulloso de mi nombre y de mis antepasados, de la gloria que recibía a través de ellos, solo deshonrada por la estupidez de Vasili, algo que difícilmente llegaría a perdonarle. Seguía siendo, por lo tanto, algo arrogante, pero, sin embargo, había cambiado bastante en otros muchos aspectos. De pequeño era algo reservado y, en cierta medida, lo seguía siendo, pero ahora, en vez de basar mi separación del mundo en la música, lo hacía en mi frialdad, en mi alejamiento y, quizás, desconfianza. No me podía permitir fiarme de buenas a primeras sin una razón, al menos si eso ponía en peligro a mi madre y a mi hermana, que, junto a alcanzar el perdón del zar, eran mi razón para existir. De todas formas, a aquella muchacha la conocía de antes de que toda aquella desgracia sucediera, por lo que un voto de confianza podía prestarle, sobretodo teniendo en cuenta los sucesos acabados de acaecer.
- Bien, vamos entonces – contesté antes de girar sobre nuestros talones y dirigirme a salir de aquella plazuela por el lugar por el que habíamos entrado
No pronuncié palabra en el camino, al menos no sentía la necesidad de iniciar una conversación ni tenía la intención de forzar una. La anchura de las calles lucía por su ausencia, más aún teniendo en cuenta que, en el centro de las mismas, se estaba formando un rápido arroyo que crecía por momentos. Mis botas ya contaban con una importante suela de lodo pegadas a ellas, algo que me molestaba, pero que sería estúpido intentar remediar pues, pronto, volvería a contar con una cantidad igual incomodándome al andar. Por suerte el camino hasta aquel lugar al que llamaba hogar no fue demasiado largo y, pronto, me encontré llamando fuertemente a la puerta que una mano amiga apresuró a abrir. Mi madre apareció detrás, con su cabello castaño recogido en un moño y con un blanco delantal cubriendo su vestido. Su mirada se clavó, suave, sobre mí, interrogante respecto a aquella muchacha que me acompañaba.
- Es Iryn Steklov, la condesa de Arjangelgorod– le comuniqué, dado que, al parecer, ella no se acordaba de ella, al tiempo que me introducía en el interior de la vivienda, invitando a la chica a imitarme -. Hola, Tasha – saludé a mi hermana, que se hallaba sentada junto al fuego
La estancia en la que nos encontrábamos era algo grande, ya que, a nuestra derecha se encontraba la cocina, con una mesa que usábamos, generalmente, para comer, mientras que, a nuestra izquierda, se hallaba un pequeño salón, con dos sofás de incómoda madera, recubiertos de cojines. La habitación se alargaba frente a nosotros en un pasillo, a cuyos lados se abrían las tres puertas que llevaban a las habitaciones. Supuse que mi madre se habría encargado de terminar de hacerla entrar en el lugar pues pronto escuché la puerta cerrase tras nosotros, pudiendo sentir de pleno el bochorno que hacía en la pieza; no tardaríamos mucho en secarnos. Me acerqué al sofá libre y me senté, no sin antes invitar a Iryn a imitarme tras haber presentado a mi hermana también.
- Bien, condesa Steklov, ¿qué hacías sola por esta zona de París? Es bastante peligrosa a estas horas – le dije, aunque ya supiera que lo había podido comprobar en su propia carne
Anatol K. Trubetzkoy- Humano Clase Baja
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Localización : Lejos de la Santa Madre Rusia
Re: Sombras (Familia Trubetzkoy)
Solté un gran suspiro cuando comenzamos a andar en una dirección desconocida para mí. Me encontraba aliviada de que por fin, después de tanto rato bajo la lluvia, hubiésemos decidido el lugar al que dirigirnos. Lo malo de todo aquello, es que el camino no era ni muy estable ni muy seguro. La iluminación era mínima, las callejuelas estaban llenas de suciedad por todos lados y una acumulación de agua comenzaba a correr por ellas. Por si fuera poco, algunas de ellas ni se encontraban asfaltadas y… ¿Qué pasa si juntas agua y tierra? Efectivamente, barro.
Mis zapatos, por si todavía no lo había dejado claro, no eran los más adecuados para andar por aquellas zonas resbaladizas. Una capa de barro fue cubriéndolos lentamente haciéndome muy incómodo el hecho de andar. Claro, que no pensaba quejarme como una niña mimada. No, me fastidiaría subida en aquellas dos montañas de tierra mojada durante un rato más al menos.
Mi pelo mojado comenzó a ocultarme la visión, impidiéndome ver y garantizándome un resbalón. Desearía tener alguna pinza que me ayudase a quitármelo de la cara pero no las poseía. Al final acabé destrozando todo el peinado que llevaba y echándome hacia atrás el flequillo. Si alguien me viese ahora mismo jamás sería capaz de reconocerme. Estaba demasiado destrozada, mojada. Supongo que así es como debían de sentirse normalmente las personas de clase baja. Supongo que no era la primera que tenía todas aquellas quejas mentales.
Ahora que me percataba, el silencio y el misterio inundaban a Anatol. Incluso cuando era pequeño era muy callado, muy tímido. ¿Seguiría siendo por eso? Aunque también podría estar sintiéndose incómodo porque yo estaba allí y solo me había invitado a su casa por cumplir. Esperaba que las cosas no fuesen así y que lo hubiese hecho porque realmente le interesaba encontrarse a mi lado de nuevo… Aunque en un pasado tampoco es que fuésemos amigos íntimos ni hubiésemos mantenido muchas conversaciones. La verdad era que desconocía todo de Anatol.
Continuamos caminando por calles que se cruzaban unas con otras, con pequeños cauces de agua a nuestro alrededor y con un suelo cada vez más resbaladizo. Además, la lluvia cada minuto que pasaba era más intensa y adquiría mayor peligro. Ligéramente encogida sobre mí misma y aguantándome las ganas de llorar me pregunté por qué habría decidido salir aquel día a la calle. Había sido una decisión alocada y poco adecuada. La próxima vez juro que pensaría mejor las cosas antes de actuar. Claro, que en un momento de frustración, impotencia y tristeza era difícil mantenerse tranquilo en un sitio seguro y resguardado.
Finalmente acabamos llegando a una casa con una pequeña entrada a la que Anatol llamó. Me fijé en que estaba llena de agua por todos lados. Intenté quitarme un poco el agua del vestido y del pelo estrujándolo. Sé que aquella no era una manera muy adecuada de encontrarme así que, mientras lo hacía, deseé que nadie abriese la puerta todavía.
Justo en el momento en el que terminé aquella dura tarea alguien atendió a la llamada de Anatol. ¿Su madre? La verdad es que me costó reconocerla, estaba muy cambiada a la última vez que la había visto. Vestida con un delantal color blanco un poco manchado que dejaba ver un poco el borde de un vestido algo estropeado. Además, llevaba el pelo recogido en un moño, que si se me permite decir, estaba mal hecho. Sin maquillaje y con una sonrisa cansada. ¿Qué le habría pasado exactamente a la fortuna de aquella familia? Nunca había visto a un miembro de la realeza rusa en aquellas situaciones, tampoco me habría imaginado jamás que la situación económica de Anatol fuese tan mala y, mucho menos, que la siempre perfecta dama Trubetzkoy.
-Señora, es un placer verla de nuevo –Dije haciendo una pequeña reverencia antes de entrar en la sala, con una pequeña sonrisa.
La estancia era amplia aunque allí estaba colocada media casa. Cocina, salón y comedor, todo junto. ¿Cómo podrían vivir tan apretujados? El cambio realmente debería de haber sido horroroso para todos los miembros de aquella familia. La lujosa y cómoda vida cambiada por una vida llena de problemas, hambrunas y poco sueño.
Me di cuenta de que allí había otra muchacha más cerca de la chimenea. ¿La conocía? Si mi memoria no me fallaba la respuesta era negativa. La verdad es que se parecía bastante a su madre pero estaba prácticamente segura de que era la primera vez que nos veíamos.
-Buenas noches –Le saludé haciendo otra pequeña reverencia. Algún día de estos se me partirían las piernas de tantas reverencias que hacía… la verdad, es que había días que incluso me habían llegado a doler por aquella razón, aunque, ya me encontraba aconstumbrada.
Avancé hasta donde se encontraba Anatol y me senté en el sofá a su lado, con las piernas cruzadas por detrás y las manos sobre ellas.
-La verdad es que me dejé llevar por mis instintos y tras enterarme de una noticia no muy positiva salí corriendo de casa para estar un rato sola. Después de caminar sin ningún rumbo establecido acabé en estas callejuelas completamente perdida –Dije eligiendo cada una de mis palabras para no empezar con dramas aquella charla.
-¿Y usted caballero? Aunque permítame que pregunte más bien: ¿Qué hace en Francia? –Pregunté con un poco de curiosidad que no pude fingir. Quizás no debería de mostrarme tan confiada y hablar un poco con más frialdad o Anatol podría pensar que solo quería meterme en la vida de su familia.
Mis zapatos, por si todavía no lo había dejado claro, no eran los más adecuados para andar por aquellas zonas resbaladizas. Una capa de barro fue cubriéndolos lentamente haciéndome muy incómodo el hecho de andar. Claro, que no pensaba quejarme como una niña mimada. No, me fastidiaría subida en aquellas dos montañas de tierra mojada durante un rato más al menos.
Mi pelo mojado comenzó a ocultarme la visión, impidiéndome ver y garantizándome un resbalón. Desearía tener alguna pinza que me ayudase a quitármelo de la cara pero no las poseía. Al final acabé destrozando todo el peinado que llevaba y echándome hacia atrás el flequillo. Si alguien me viese ahora mismo jamás sería capaz de reconocerme. Estaba demasiado destrozada, mojada. Supongo que así es como debían de sentirse normalmente las personas de clase baja. Supongo que no era la primera que tenía todas aquellas quejas mentales.
Ahora que me percataba, el silencio y el misterio inundaban a Anatol. Incluso cuando era pequeño era muy callado, muy tímido. ¿Seguiría siendo por eso? Aunque también podría estar sintiéndose incómodo porque yo estaba allí y solo me había invitado a su casa por cumplir. Esperaba que las cosas no fuesen así y que lo hubiese hecho porque realmente le interesaba encontrarse a mi lado de nuevo… Aunque en un pasado tampoco es que fuésemos amigos íntimos ni hubiésemos mantenido muchas conversaciones. La verdad era que desconocía todo de Anatol.
Continuamos caminando por calles que se cruzaban unas con otras, con pequeños cauces de agua a nuestro alrededor y con un suelo cada vez más resbaladizo. Además, la lluvia cada minuto que pasaba era más intensa y adquiría mayor peligro. Ligéramente encogida sobre mí misma y aguantándome las ganas de llorar me pregunté por qué habría decidido salir aquel día a la calle. Había sido una decisión alocada y poco adecuada. La próxima vez juro que pensaría mejor las cosas antes de actuar. Claro, que en un momento de frustración, impotencia y tristeza era difícil mantenerse tranquilo en un sitio seguro y resguardado.
Finalmente acabamos llegando a una casa con una pequeña entrada a la que Anatol llamó. Me fijé en que estaba llena de agua por todos lados. Intenté quitarme un poco el agua del vestido y del pelo estrujándolo. Sé que aquella no era una manera muy adecuada de encontrarme así que, mientras lo hacía, deseé que nadie abriese la puerta todavía.
Justo en el momento en el que terminé aquella dura tarea alguien atendió a la llamada de Anatol. ¿Su madre? La verdad es que me costó reconocerla, estaba muy cambiada a la última vez que la había visto. Vestida con un delantal color blanco un poco manchado que dejaba ver un poco el borde de un vestido algo estropeado. Además, llevaba el pelo recogido en un moño, que si se me permite decir, estaba mal hecho. Sin maquillaje y con una sonrisa cansada. ¿Qué le habría pasado exactamente a la fortuna de aquella familia? Nunca había visto a un miembro de la realeza rusa en aquellas situaciones, tampoco me habría imaginado jamás que la situación económica de Anatol fuese tan mala y, mucho menos, que la siempre perfecta dama Trubetzkoy.
-Señora, es un placer verla de nuevo –Dije haciendo una pequeña reverencia antes de entrar en la sala, con una pequeña sonrisa.
La estancia era amplia aunque allí estaba colocada media casa. Cocina, salón y comedor, todo junto. ¿Cómo podrían vivir tan apretujados? El cambio realmente debería de haber sido horroroso para todos los miembros de aquella familia. La lujosa y cómoda vida cambiada por una vida llena de problemas, hambrunas y poco sueño.
Me di cuenta de que allí había otra muchacha más cerca de la chimenea. ¿La conocía? Si mi memoria no me fallaba la respuesta era negativa. La verdad es que se parecía bastante a su madre pero estaba prácticamente segura de que era la primera vez que nos veíamos.
-Buenas noches –Le saludé haciendo otra pequeña reverencia. Algún día de estos se me partirían las piernas de tantas reverencias que hacía… la verdad, es que había días que incluso me habían llegado a doler por aquella razón, aunque, ya me encontraba aconstumbrada.
Avancé hasta donde se encontraba Anatol y me senté en el sofá a su lado, con las piernas cruzadas por detrás y las manos sobre ellas.
-La verdad es que me dejé llevar por mis instintos y tras enterarme de una noticia no muy positiva salí corriendo de casa para estar un rato sola. Después de caminar sin ningún rumbo establecido acabé en estas callejuelas completamente perdida –Dije eligiendo cada una de mis palabras para no empezar con dramas aquella charla.
-¿Y usted caballero? Aunque permítame que pregunte más bien: ¿Qué hace en Francia? –Pregunté con un poco de curiosidad que no pude fingir. Quizás no debería de mostrarme tan confiada y hablar un poco con más frialdad o Anatol podría pensar que solo quería meterme en la vida de su familia.
Iryn Steklov- Cambiante/Realeza
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Fecha de inscripción : 17/08/2010
Re: Sombras (Familia Trubetzkoy)
Me encontraba algo irritado, no tanto por la pesada ropa empapada o por el cabello chorreante como por el sofocante y abrumador ambiente que había en la estancia, demasiado caluroso para mi gusto. Lo cierto era que la lluvia me agradaba: la fría humedad, la tranquilidad de su repiqueteo, el chapotear sobre los charcos, el correr bajo aquella interminable capa de gotas, la sobrecogedora imagen de los rayos y el impactante sonido de los truenos. Lo cierto era que aquellos días encapotados lograban sacar a la superficie una parte distinta de mí, pero aquel estaba demasiado cansado como para poder disfrutar de ello. Fuera como fuese, gracias a la providencia, aquella pesadez se contrarrestaba con el agua de mis ropas, aunque eso no llegase a durar mucho. En aquel estado, mi primera reacción fue malcontestar a aquella muchacha, quizás por una envidia malsana por ella aún conservar su patrimonio y honor, aunque logré contenerme suficientemente a tiempo.
- Supongo que se habría enterado de lo del destierro – le dije, sabiendo que, seguramente toda la clase noble rusa habría tenido conocimiento del tema -. Mi padre eligió París como lugar para nuestro exilio, aunque quizás debíamos habernos llevado más dinero – dije cogiendo aire al tiempo que alzaba la vista al cielo. Era evidente el por qué de aquellas palabras, pues nuestra casa era bastante humilde. De todas formas casi debíamos de dar gracias, era de las mejores del lugar, pero no a lo máximo que yo aspiraba. Tras que mi padre muriera, el peso de la familia había caído en mí y mi madre, ya que mi hermano mayor se hallaba demasiado sumido en la autocompasión y mi hermana era demasiado pequeña. Pero, de una u otra manera, si a alguien le tocaba restituir el honor perdido por los Trubetzkoy, ese era a mí, y era algo por lo que estaba dispuesto a luchar, aunque no supiera muy bien cómo
- ¿Quieren algo de tomar? ¿Un café? ¿Un té? – preguntó mi madre, algo que, en parte me sorprendió, ya que nuestras reservas de dichos lujos eran limitadas. Por otro lado, éramos rusos, con una gran tradición por la hospitalidad, y era mejor recibir bien una visita a que los alimentos se pudrieran en la despensa, sobretodo teniendo en cuenta de qué clase era la invitada
- Yo nada, madre. Solo un vaso de agua – contesté girándome con una fina sonrisa, que no llegaba a destruir la expresión segura de mi cara, para volver a dirigirme pronto, aunque sin prisas, hacia al frente
Según me había dicho la muchacha, ella había escapado de su casa tras recibir una mala noticia, lanzándose a callejear por París. Lo cierto era que, si no conocía muy bien la ciudad, su actuación había sido bastante temeraria; si no hubiera aparecido yo en ese momento, habría acabado bastante mal. La curiosidad me había invadido, quería saber aquella revelación, aunque, si no había mencionado aquel motivo, posiblemente fuese porque no lo quisiera mostrar. De todas formas, mi madre se me adelantó.
- Sus padres deben de estar muy preocupados por usted, condesa – dijo ella algo preocupada, aunque siempre dulce, mientras rellenaba el vaso de agua que, supuse, estaba destinado a mí -. Si me permite, querida, ¿cuál fue aquella mala noticia que te hiciera correr del hogar?
- Supongo que se habría enterado de lo del destierro – le dije, sabiendo que, seguramente toda la clase noble rusa habría tenido conocimiento del tema -. Mi padre eligió París como lugar para nuestro exilio, aunque quizás debíamos habernos llevado más dinero – dije cogiendo aire al tiempo que alzaba la vista al cielo. Era evidente el por qué de aquellas palabras, pues nuestra casa era bastante humilde. De todas formas casi debíamos de dar gracias, era de las mejores del lugar, pero no a lo máximo que yo aspiraba. Tras que mi padre muriera, el peso de la familia había caído en mí y mi madre, ya que mi hermano mayor se hallaba demasiado sumido en la autocompasión y mi hermana era demasiado pequeña. Pero, de una u otra manera, si a alguien le tocaba restituir el honor perdido por los Trubetzkoy, ese era a mí, y era algo por lo que estaba dispuesto a luchar, aunque no supiera muy bien cómo
- ¿Quieren algo de tomar? ¿Un café? ¿Un té? – preguntó mi madre, algo que, en parte me sorprendió, ya que nuestras reservas de dichos lujos eran limitadas. Por otro lado, éramos rusos, con una gran tradición por la hospitalidad, y era mejor recibir bien una visita a que los alimentos se pudrieran en la despensa, sobretodo teniendo en cuenta de qué clase era la invitada
- Yo nada, madre. Solo un vaso de agua – contesté girándome con una fina sonrisa, que no llegaba a destruir la expresión segura de mi cara, para volver a dirigirme pronto, aunque sin prisas, hacia al frente
Según me había dicho la muchacha, ella había escapado de su casa tras recibir una mala noticia, lanzándose a callejear por París. Lo cierto era que, si no conocía muy bien la ciudad, su actuación había sido bastante temeraria; si no hubiera aparecido yo en ese momento, habría acabado bastante mal. La curiosidad me había invadido, quería saber aquella revelación, aunque, si no había mencionado aquel motivo, posiblemente fuese porque no lo quisiera mostrar. De todas formas, mi madre se me adelantó.
- Sus padres deben de estar muy preocupados por usted, condesa – dijo ella algo preocupada, aunque siempre dulce, mientras rellenaba el vaso de agua que, supuse, estaba destinado a mí -. Si me permite, querida, ¿cuál fue aquella mala noticia que te hiciera correr del hogar?
Anatol K. Trubetzkoy- Humano Clase Baja
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Fecha de inscripción : 13/08/2010
Localización : Lejos de la Santa Madre Rusia
Re: Sombras (Familia Trubetzkoy)
Miré hacia mi vestido alisando las arrugas que se le estaban quedando por aquel mal secado. Apelmazado y arrugado. Odiaba cuando los vestidos de fiesta cosidos a mano se quedaban con tales características. Claro, que eso no era nada comparado con el hecho de que estaba tan mojado que se me pegaba excesivamente al cuerpo hasta llegar a las piernas. Intenté disimular aquel detalle aunque estaba casi segura de que ninguno de los presentes sería capaz de darse cuenta.
Ahora que me fijaba, podía notar como a Anatol la camiseta le hacía el mismo efecto pegándose a su torso bien trabajado, además, si te fijabas bien podías ver parte de sus pectorales porque la camiseta se llegaba a transparentar un poco. Bajé la mirada rápidamente avergonzada por fijarme en aquellas cosas que claramente no eran propias de mí. En aquel momento esperé y deseé a la vez que no se hubiese dado cuenta de mi atrevimiento. No debería de estar pensando en aquellas cosas y menos en esta situación.
Alcé la vista cuando comenzó a hablar para que no pensase que lo estaba ignorando. La verdad es que todos nos habíamos enterado de la expulsión de su familia aunque realmente en ningún momento habíamos llegado a saber el por qué. La única respuesta que se nos había dado era que habían deshonrado a la familia real, a la hija del zar concretamente. ¿Por qué no habían dado más explicaciones? Todo había sido excusas y palabras imprecisas e inexactas. La gente no se había conformado con aquella información y lo único que se habían llegado a hacer para remediarlo era pagarles por su silencio.
-Lo siento… Debe de haber sido muy duro para toda su familia el alejarse tanto de su hogar –Dije apoyando una de mis manos sobre su hombro intentando darle conocimiento de lo muchísimo que lo sentía. A continuación me percaté de que aquella manera de comunicarlo no era muy adecuada y acabé apartándola y volviéndola a poner sobre mis piernas, entrelazándola con la otra. Aquellas confianzas que me estaba tomando seguramente no me iban a traer muy buenos resultados. Es decir, era posible que estuviese incomodándolo con tanto contacto así que me obligué a mí misma a pensar antes de reaccionar por una vez en toda la noche.
Una voz suave me hizo salir de mis ensoñaciones y malos modales, dándome cuenta de dónde me encontraba realmente. La madre de Anatol se había acercado a nosotros para, hospitalariamente, ofrecerme alguna sustancia de la que alimentarla. Dada las circunstancias en su hogar prefería no ser de más molestia y no gastar todos sus recursos.
-Muchas gracias pero ahora mismo no tengo hambre –Dije con una sonrisa inclinando un poco mi cabeza. Estaba mintiendo ya que me moría de hambre pero no podía acabar con sus víveres para mi propio abastecimiento cuando yo tenía de sobra en mi hogar. En mi solitario castillo…
Había algo que me gustaba de aquella casa y mucho. El calor del hogar, de la familia. El aroma a comida recién hecha, la dulzura y el cariño que se mostraban unos a otros… ojalá yo pudiese tener aquello alguna vez más. Lo sabría apreciar mucho más que cualquier otra persona. Daba igual cuánto dinero poseyeras ya que aquello no daba la felicidad a nadie. Sin embargo el amor que podía sentir una madre por su hijo, el cariño con el que se ayudaban unos a otros, la sonrisa de satisfacción cuando conseguían algún propósito juntos. Aquello era a lo que yo llamaba felicidad y obviamente nunca se podría comprar ni con todo el dinero del mundo.
Debajo de todas mis ropas cosidas a mano, de mi peinado hecho aquella misma tarde por mis sirvientas, de mis joyas… detrás de todo aquello solo había una niña pequeña e inmadura que añoraba algo de cariño. Así era como me sentía en aquel oscuro y triste día de mi vida.
-La ausencia de éstos –Respondí levantando la mirada hacia la dama de la casa. Como era obvio nadie en la ciudad se había enterado todavía de su muerte. –Mis padres han muerto, señora Trubetzkoy –Declaré con una voz seca y directa aunque mis ojos se encontrasen un poco húmedos. Era la primera vez que declaraba aquello en voz alta y no querría volver a decirlo nunca más. Jamás. Sin embargo, a mi parecer, me quedaban muchísimas más charlas como aquella.
-Disculpen –Dije bajando la mirada hacia el suelo y quitándome las lágrimas de los ojos.
Ahora que me fijaba, podía notar como a Anatol la camiseta le hacía el mismo efecto pegándose a su torso bien trabajado, además, si te fijabas bien podías ver parte de sus pectorales porque la camiseta se llegaba a transparentar un poco. Bajé la mirada rápidamente avergonzada por fijarme en aquellas cosas que claramente no eran propias de mí. En aquel momento esperé y deseé a la vez que no se hubiese dado cuenta de mi atrevimiento. No debería de estar pensando en aquellas cosas y menos en esta situación.
Alcé la vista cuando comenzó a hablar para que no pensase que lo estaba ignorando. La verdad es que todos nos habíamos enterado de la expulsión de su familia aunque realmente en ningún momento habíamos llegado a saber el por qué. La única respuesta que se nos había dado era que habían deshonrado a la familia real, a la hija del zar concretamente. ¿Por qué no habían dado más explicaciones? Todo había sido excusas y palabras imprecisas e inexactas. La gente no se había conformado con aquella información y lo único que se habían llegado a hacer para remediarlo era pagarles por su silencio.
-Lo siento… Debe de haber sido muy duro para toda su familia el alejarse tanto de su hogar –Dije apoyando una de mis manos sobre su hombro intentando darle conocimiento de lo muchísimo que lo sentía. A continuación me percaté de que aquella manera de comunicarlo no era muy adecuada y acabé apartándola y volviéndola a poner sobre mis piernas, entrelazándola con la otra. Aquellas confianzas que me estaba tomando seguramente no me iban a traer muy buenos resultados. Es decir, era posible que estuviese incomodándolo con tanto contacto así que me obligué a mí misma a pensar antes de reaccionar por una vez en toda la noche.
Una voz suave me hizo salir de mis ensoñaciones y malos modales, dándome cuenta de dónde me encontraba realmente. La madre de Anatol se había acercado a nosotros para, hospitalariamente, ofrecerme alguna sustancia de la que alimentarla. Dada las circunstancias en su hogar prefería no ser de más molestia y no gastar todos sus recursos.
-Muchas gracias pero ahora mismo no tengo hambre –Dije con una sonrisa inclinando un poco mi cabeza. Estaba mintiendo ya que me moría de hambre pero no podía acabar con sus víveres para mi propio abastecimiento cuando yo tenía de sobra en mi hogar. En mi solitario castillo…
Había algo que me gustaba de aquella casa y mucho. El calor del hogar, de la familia. El aroma a comida recién hecha, la dulzura y el cariño que se mostraban unos a otros… ojalá yo pudiese tener aquello alguna vez más. Lo sabría apreciar mucho más que cualquier otra persona. Daba igual cuánto dinero poseyeras ya que aquello no daba la felicidad a nadie. Sin embargo el amor que podía sentir una madre por su hijo, el cariño con el que se ayudaban unos a otros, la sonrisa de satisfacción cuando conseguían algún propósito juntos. Aquello era a lo que yo llamaba felicidad y obviamente nunca se podría comprar ni con todo el dinero del mundo.
Debajo de todas mis ropas cosidas a mano, de mi peinado hecho aquella misma tarde por mis sirvientas, de mis joyas… detrás de todo aquello solo había una niña pequeña e inmadura que añoraba algo de cariño. Así era como me sentía en aquel oscuro y triste día de mi vida.
-La ausencia de éstos –Respondí levantando la mirada hacia la dama de la casa. Como era obvio nadie en la ciudad se había enterado todavía de su muerte. –Mis padres han muerto, señora Trubetzkoy –Declaré con una voz seca y directa aunque mis ojos se encontrasen un poco húmedos. Era la primera vez que declaraba aquello en voz alta y no querría volver a decirlo nunca más. Jamás. Sin embargo, a mi parecer, me quedaban muchísimas más charlas como aquella.
-Disculpen –Dije bajando la mirada hacia el suelo y quitándome las lágrimas de los ojos.
Iryn Steklov- Cambiante/Realeza
- Mensajes : 110
Fecha de inscripción : 17/08/2010
Re: Sombras (Familia Trubetzkoy)
Como cada noche, y en especial ésta, seguía cosiendo el vestido que estaba elaborando, preparándolo para poderlo lucir en alguna fiesta o simplemente para pasearme un día con él por el barrio de clase alta y poderme sentir como lo que era, una princesa.
Era un vestido al que no le faltaba ningún detalle, era de una tela pesada y vaporosa de un precioso color marfil, al cual le había bordado filigranas con hilo de seda satinado de color crema. En la zona del pecho había empezado un bordado con hilos dorados y ocres haciendo los dibujos de diminutas filigranas, cada una más elaborada que la anterior. En el taller de costura, siempre me encargaba de bordar los detalles más precisos ya que gracias a mis finos y largos dedos era capaz de manejar la aguja con firmeza y precisión.
Estaba sentada en uno de los sofás del salón cuando vi entrar a mi hermano acompañado de una enigmática joven de cabellos oscuros, ambos empapados. Me quedé un poco sorprendida al verles pero simplemente decidí saludarles con educación y permanecer en silencio escuchándoles. Cuando mi madre llegó, terminé la filigrana y dejé a buen recaudo la aguja recogiendo un poco el vestido - Voy a por unas toallas - susurré disculpándome con la cabeza, y tras levantarme pasé por al lado de mi hermano poniendo mi mano sobre su hombro apretándoselo suavemente de forma cariñosa.
Me alejé por el pasillo de la casa en dirección al baño para sacar del mueble dos toallas de ducha limpias. Cuando entré en el baño no pude evitar mirarme en el espejo y colocarme un fino mechón ondulado que se había escapado caprichosamente del semirecogido que me había hecho. Me sonreí a mí misma y cargué con ambas toallas entre los brazos, sujetándolas contra mi pecho.
Crucé de nuevo el pasillo y llegué al salón justo cuando la acompañante de mi hermano dijo que sus padres habían muerto. Me detuve en el umbral de la puerta, en ese momento recordé a mi padre, y a cómo recibimos la noticia de que había fallecido. Mi mirada se deslizó hasta los ojos de mamá con tristeza, y no pude evitar carraspear y acercarme a la pareja.
Dejé sobre el respaldo del sofá las toallas y abrí una de ellas poniéndosela sobre los hombros a Iryn, pues protocolariamente antes debían ser atendidos los invitados- Siento la pérdida - le susurré agachándome un poco frente a ella y pasándole la toalla por los hombros cubriéndola y frotándole levemente los brazos con mis manos cariñosamente. Intenté decirle alguna palabra más de aliento, pero el mirarla a los ojos y ver su expresión provocó en mí que la tristeza que envolvía el recuerdo de la muerte de mi padre aflorase. Tragué saliva para evitar que el labio inferior empezase a temblarme a causa de las ganas de llorar y me incorporé cogiendo la otra toalla, pasándosela a Anatol por los hombros.
Junté ambos extremos de la toalla sobre su pecho, y me incliné sobre él besándole en la frente protectoramente para luego mirarle unos segundos a los ojos y apartarme de ellos, para regresar a mi antiguo asiento. Puse sobre mi regazo el vestido y seguí con las filigranas sin dejar de prestar atención a la pareja, en especial a nuestra invitada.
Entonces, se me ocurrió que podría dejarle algo de ropa seca a la chica, así que alcé la mirada hacia ella - Si lo desea puedo dejarle algo de ropa limpia y seca - dije con la mejor de las intenciones.
Era un vestido al que no le faltaba ningún detalle, era de una tela pesada y vaporosa de un precioso color marfil, al cual le había bordado filigranas con hilo de seda satinado de color crema. En la zona del pecho había empezado un bordado con hilos dorados y ocres haciendo los dibujos de diminutas filigranas, cada una más elaborada que la anterior. En el taller de costura, siempre me encargaba de bordar los detalles más precisos ya que gracias a mis finos y largos dedos era capaz de manejar la aguja con firmeza y precisión.
Estaba sentada en uno de los sofás del salón cuando vi entrar a mi hermano acompañado de una enigmática joven de cabellos oscuros, ambos empapados. Me quedé un poco sorprendida al verles pero simplemente decidí saludarles con educación y permanecer en silencio escuchándoles. Cuando mi madre llegó, terminé la filigrana y dejé a buen recaudo la aguja recogiendo un poco el vestido - Voy a por unas toallas - susurré disculpándome con la cabeza, y tras levantarme pasé por al lado de mi hermano poniendo mi mano sobre su hombro apretándoselo suavemente de forma cariñosa.
Me alejé por el pasillo de la casa en dirección al baño para sacar del mueble dos toallas de ducha limpias. Cuando entré en el baño no pude evitar mirarme en el espejo y colocarme un fino mechón ondulado que se había escapado caprichosamente del semirecogido que me había hecho. Me sonreí a mí misma y cargué con ambas toallas entre los brazos, sujetándolas contra mi pecho.
Crucé de nuevo el pasillo y llegué al salón justo cuando la acompañante de mi hermano dijo que sus padres habían muerto. Me detuve en el umbral de la puerta, en ese momento recordé a mi padre, y a cómo recibimos la noticia de que había fallecido. Mi mirada se deslizó hasta los ojos de mamá con tristeza, y no pude evitar carraspear y acercarme a la pareja.
Dejé sobre el respaldo del sofá las toallas y abrí una de ellas poniéndosela sobre los hombros a Iryn, pues protocolariamente antes debían ser atendidos los invitados- Siento la pérdida - le susurré agachándome un poco frente a ella y pasándole la toalla por los hombros cubriéndola y frotándole levemente los brazos con mis manos cariñosamente. Intenté decirle alguna palabra más de aliento, pero el mirarla a los ojos y ver su expresión provocó en mí que la tristeza que envolvía el recuerdo de la muerte de mi padre aflorase. Tragué saliva para evitar que el labio inferior empezase a temblarme a causa de las ganas de llorar y me incorporé cogiendo la otra toalla, pasándosela a Anatol por los hombros.
Junté ambos extremos de la toalla sobre su pecho, y me incliné sobre él besándole en la frente protectoramente para luego mirarle unos segundos a los ojos y apartarme de ellos, para regresar a mi antiguo asiento. Puse sobre mi regazo el vestido y seguí con las filigranas sin dejar de prestar atención a la pareja, en especial a nuestra invitada.
Entonces, se me ocurrió que podría dejarle algo de ropa seca a la chica, así que alcé la mirada hacia ella - Si lo desea puedo dejarle algo de ropa limpia y seca - dije con la mejor de las intenciones.
Natasha K. Trubetzkoy- Mensajes : 121
Fecha de inscripción : 14/09/2010
Localización : París, Rusia en mi corazón.
Re: Sombras (Familia Trubetzkoy)
Iryn rechazó la proposición de mi madre, algo a lo que no presté demasiada atención, concentrada mi visión sobre las llamas que danzaban sobre los troncos, abstrayendo mi mente, pero con parte de mi atención puesta sobre la conversación. De todas formas, esto último me resultaba algo difícil, pues el fuego, sencillamente, me llamaba, me atraía a su peligroso baile, siguiendo un compás inexistente, caótico. Tal era mi estado que, cuando Iryn llegó a tocar mi hombro, me sobresalté, llevando mi espalda totalmente hacia el respaldo al tiempo que mi espalda se tornaba casi completamente erecta. Su contacto me había afectado, no negativamente, no positivamente, sencillamente era como si hubiera dejado una ligera impronta en mí, como si me hiciera algo más consciente de su presencia.
Mi hermana había desaparecido de la escena en pos de ir a recoger algo con lo que secarnos, dejando tras de sí un raudo fulgor rubio, producto del colorido de su pelo y su gracilidad de movimientos. De esta forma nos quedamos solos en la estancia, yo, mi madre e Iryn. Mi madre se acercó a darme el recipiente con aquel líquido transparente, dedicándome una sonrisa al tiempo que yo la agradecía el gesto. Precisamente en ese momento, la condesa rusa se había dispuesto a contestar a la señora de la casa dejándonos a todos en estado de conmoción. Yo giré raudo mi rostro hacia ella, buscando el engaño en sus palabras pero, tras comprobar el estado en el que estaba, simplemente aspiré profundamente aire y perdí mi mirada en el suelo, con la expresión seria que llevaba bastante rato posada en mis facciones. Así que los condes de Arjangelgorod estaban muertos. Debía de ser un duro golpe para la chica y ahora entendía su reacción sin sentido, pues yo también había perdido a mi padre haría ya dos años, a causa del trabajo con carbón. A pesar de eso, no sabía bien cómo reaccionar. De pronto, noté algo rozando mis hombros, lo cual hizo girarme hacia esa perturbación. Se trataba de mi hermana, que, tras colocar bien el trozo de tela, se agachó a colocar un beso sobre mi frente, a lo cual contesté con un intentó de sonrisa, que desapareció rápido por la severidad de la situación.
Al final, tuve que levantarme, casi de golpe, pronunciando un leve ”Dios” en un suspiro. No sabía el porqué pero todo eso me turbaba. Dirigí mis pasos a aquel espacio que separaba los bancos de la cocina, empezando a andar en círculos, quizás en un vago intento por ahuyentar esa mala sensación de mí, obviamente en vano. Lo cierto era que no conocía en gran medida a la familia Steklov, sencillamente encuentros efímeros en las múltiples celebraciones en la capital rusa, rodeados de música y una banalidad efímera, máscaras de buenos modales que no dejaban una profunda impronta en la gente que transitara aquellas lujosas salas. A pesar de todo, parecía que, el que hubiera salvado a aquella chica de ser deshonrada por un sucio y maloliente borracho me hubiera unido un mínimo a aquella chica, o quizás fuese el cansancio de una larga jornada en el trabajo; fuera como fuese, aquel no era un buen día, definitivamente.
Mi madre, en cuanto se hubo recuperado de la fuerte impresión corrió en dirección a la muchacha, poniéndose de rodillas frente a ella, cogiéndola suavemente de la barbilla y, viendo sus ojos llorosos, decidió sentarse justo a su lado, casi obligándola a que su cabeza reposara sobre su pecho.
- ¡Oh! ¡Pobrecilla! – exclamó ella, obviamente aún conmocionada - ¿Pero cómo? ¿Qué ha sucedido? ¿Cómo ha sido? – preguntó ella, acariciando su cabello suavemente
- Madre; no creo que sea buen momento – simplemente dije, concentrando mi mirada hacia a ella, solo para volverla a perder segundos después, dirección a mi derecha, a algún lugar en el entorno de la puerta. Sencillamente, no sabía qué hacer
Mi hermana había desaparecido de la escena en pos de ir a recoger algo con lo que secarnos, dejando tras de sí un raudo fulgor rubio, producto del colorido de su pelo y su gracilidad de movimientos. De esta forma nos quedamos solos en la estancia, yo, mi madre e Iryn. Mi madre se acercó a darme el recipiente con aquel líquido transparente, dedicándome una sonrisa al tiempo que yo la agradecía el gesto. Precisamente en ese momento, la condesa rusa se había dispuesto a contestar a la señora de la casa dejándonos a todos en estado de conmoción. Yo giré raudo mi rostro hacia ella, buscando el engaño en sus palabras pero, tras comprobar el estado en el que estaba, simplemente aspiré profundamente aire y perdí mi mirada en el suelo, con la expresión seria que llevaba bastante rato posada en mis facciones. Así que los condes de Arjangelgorod estaban muertos. Debía de ser un duro golpe para la chica y ahora entendía su reacción sin sentido, pues yo también había perdido a mi padre haría ya dos años, a causa del trabajo con carbón. A pesar de eso, no sabía bien cómo reaccionar. De pronto, noté algo rozando mis hombros, lo cual hizo girarme hacia esa perturbación. Se trataba de mi hermana, que, tras colocar bien el trozo de tela, se agachó a colocar un beso sobre mi frente, a lo cual contesté con un intentó de sonrisa, que desapareció rápido por la severidad de la situación.
Al final, tuve que levantarme, casi de golpe, pronunciando un leve ”Dios” en un suspiro. No sabía el porqué pero todo eso me turbaba. Dirigí mis pasos a aquel espacio que separaba los bancos de la cocina, empezando a andar en círculos, quizás en un vago intento por ahuyentar esa mala sensación de mí, obviamente en vano. Lo cierto era que no conocía en gran medida a la familia Steklov, sencillamente encuentros efímeros en las múltiples celebraciones en la capital rusa, rodeados de música y una banalidad efímera, máscaras de buenos modales que no dejaban una profunda impronta en la gente que transitara aquellas lujosas salas. A pesar de todo, parecía que, el que hubiera salvado a aquella chica de ser deshonrada por un sucio y maloliente borracho me hubiera unido un mínimo a aquella chica, o quizás fuese el cansancio de una larga jornada en el trabajo; fuera como fuese, aquel no era un buen día, definitivamente.
Mi madre, en cuanto se hubo recuperado de la fuerte impresión corrió en dirección a la muchacha, poniéndose de rodillas frente a ella, cogiéndola suavemente de la barbilla y, viendo sus ojos llorosos, decidió sentarse justo a su lado, casi obligándola a que su cabeza reposara sobre su pecho.
- ¡Oh! ¡Pobrecilla! – exclamó ella, obviamente aún conmocionada - ¿Pero cómo? ¿Qué ha sucedido? ¿Cómo ha sido? – preguntó ella, acariciando su cabello suavemente
- Madre; no creo que sea buen momento – simplemente dije, concentrando mi mirada hacia a ella, solo para volverla a perder segundos después, dirección a mi derecha, a algún lugar en el entorno de la puerta. Sencillamente, no sabía qué hacer
Anatol K. Trubetzkoy- Humano Clase Baja
- Mensajes : 779
Fecha de inscripción : 13/08/2010
Localización : Lejos de la Santa Madre Rusia
Re: Sombras (Familia Trubetzkoy)
Parece que mi respuesta había causado un gran asombro en la sala y casi pude decir que escuché un: ooh…. Por parte de los presentes. Yo, todavía afectada, preferí bajar la mirada hacia el suelo y no hacer ningún comentario más hasta que aquellos sentimientos de tristeza se difuminaran aunque solo fuese un poco. Sin embargo y aunque realmente no quería que pasase, dos pequeñas lágrimas bailaron por mis mejillas, mojándolas con su roce.
Mientras tanto, parece ser, que la hermana de Anatol había ido a por unas toallas para permitir que nuestro secado fuese mucho más rápido y efectivo. Y, que de camino, no cogiésemos una pulmonía… que últimamente con la de gente que se había muerto sería el colmo de los colmos.
Sequé mis lágrimas todo lo rápido que pude y alcé la mirada hacia ella con una pequeña sonrisa bastante falsa, inclinando la cabeza para agradecerle aquel gesto de amabilidad por su parte. Me apretujé contra la toalla rodeándome el cuerpo un poco, justo en el momento en el que ella me frotó para ayudarme a quitar el agua que seguía corriendo por mis brazos.
-Muchas gracias… -Susurré volviendo a sonreír de aquella manera tan falsa. ¿Se notaría? Seguramente. Era mala mintiendo cuando me encontraba en aquellas ocasiones… en los demás momentos puedo asegurar que nadie jamás descubriría lo que pasa por mi mente si yo no lo quisiera así.
El hombre de la casa se levantó repentinamente y se puso a dar vueltas alrededor de la pequeña estancia como si se intentase marear a posta. Algo me dijo que aquella reacción era por la impotencia y la pena que sentía por la muerte de mi familia. Realmente… ellos no la conocían mucho pero sin embargo, se estaban portando muy bien conmigo y me estaban tratando lo mejor que podían. Me veo con el derecho de incluso decir que era como si me acabasen de adoptar automáticamente.
Me sentía muy agradecida por todo aquel cariño y calor que desprendían hacia mí, pero, a la vez, estaba bastante sorprendida. Seguramente mi familia no se hubiese comportado de aquella manera si el que hubiese salido perjudicado fuese Anatol… ¿O sí? La verdad es que nunca habíamos estado en tales situaciones así que no podía decir de una forma muy acertada cuál sería su comportamiento. Sin embargo algo en mi interior, llamémoslo x, me hacía pensar y casi tener la certeza de que aquello sería así.
Me encontraba tan ensimismada en mis pensamientos que casi me asusté cuando la hermana de Anatol, cuyo nombre seguía desconociendo, me preguntaba si quería algún vestido de su propiedad para poder cambiarme.
-No me gustaría ser una molestia… -Dije alzando la mirada hacia ella y clavándola en sus claros ojos. Eran de un color azulado pero igual de claros que los ojos que poseía Anatol. ¿Sería aquella una característica propia de la familia? La verdad es que eran bastante atrayentes y estaba casi segura de que con aquellos ojos, habrían conseguido más de una vez lo que querían.
Giré la cabeza hacia la madre de la familia, que me hizo apoyar
Mientras tanto, parece ser, que la hermana de Anatol había ido a por unas toallas para permitir que nuestro secado fuese mucho más rápido y efectivo. Y, que de camino, no cogiésemos una pulmonía… que últimamente con la de gente que se había muerto sería el colmo de los colmos.
Sequé mis lágrimas todo lo rápido que pude y alcé la mirada hacia ella con una pequeña sonrisa bastante falsa, inclinando la cabeza para agradecerle aquel gesto de amabilidad por su parte. Me apretujé contra la toalla rodeándome el cuerpo un poco, justo en el momento en el que ella me frotó para ayudarme a quitar el agua que seguía corriendo por mis brazos.
-Muchas gracias… -Susurré volviendo a sonreír de aquella manera tan falsa. ¿Se notaría? Seguramente. Era mala mintiendo cuando me encontraba en aquellas ocasiones… en los demás momentos puedo asegurar que nadie jamás descubriría lo que pasa por mi mente si yo no lo quisiera así.
El hombre de la casa se levantó repentinamente y se puso a dar vueltas alrededor de la pequeña estancia como si se intentase marear a posta. Algo me dijo que aquella reacción era por la impotencia y la pena que sentía por la muerte de mi familia. Realmente… ellos no la conocían mucho pero sin embargo, se estaban portando muy bien conmigo y me estaban tratando lo mejor que podían. Me veo con el derecho de incluso decir que era como si me acabasen de adoptar automáticamente.
Me sentía muy agradecida por todo aquel cariño y calor que desprendían hacia mí, pero, a la vez, estaba bastante sorprendida. Seguramente mi familia no se hubiese comportado de aquella manera si el que hubiese salido perjudicado fuese Anatol… ¿O sí? La verdad es que nunca habíamos estado en tales situaciones así que no podía decir de una forma muy acertada cuál sería su comportamiento. Sin embargo algo en mi interior, llamémoslo x, me hacía pensar y casi tener la certeza de que aquello sería así.
Me encontraba tan ensimismada en mis pensamientos que casi me asusté cuando la hermana de Anatol, cuyo nombre seguía desconociendo, me preguntaba si quería algún vestido de su propiedad para poder cambiarme.
-No me gustaría ser una molestia… -Dije alzando la mirada hacia ella y clavándola en sus claros ojos. Eran de un color azulado pero igual de claros que los ojos que poseía Anatol. ¿Sería aquella una característica propia de la familia? La verdad es que eran bastante atrayentes y estaba casi segura de que con aquellos ojos, habrían conseguido más de una vez lo que querían.
Giré la cabeza hacia la madre de la familia, que me hizo apoyar
Iryn Steklov- Cambiante/Realeza
- Mensajes : 110
Fecha de inscripción : 17/08/2010
Re: Sombras (Familia Trubetzkoy)
Parece que mi respuesta había causado un gran asombro en la sala y casi pude decir que escuché un: ooh…. Por parte de los presentes. Yo, todavía afectada, preferí bajar la mirada hacia el suelo y no hacer ningún comentario más hasta que aquellos sentimientos de tristeza se difuminaran aunque solo fuese un poco. Sin embargo y aunque realmente no quería que pasase, dos pequeñas lágrimas bailaron por mis mejillas, mojándolas con su roce.
Mientras tanto, parece ser, que la hermana de Anatol había ido a por unas toallas para permitir que nuestro secado fuese mucho más rápido y efectivo. Y, que de camino, no cogiésemos una pulmonía… que últimamente con la de gente que se había muerto sería el colmo de los colmos.
Sequé mis lágrimas todo lo rápido que pude y alcé la mirada hacia ella con una pequeña sonrisa bastante falsa, inclinando la cabeza para agradecerle aquel gesto de amabilidad por su parte. Me apretujé contra la toalla rodeándome el cuerpo un poco, justo en el momento en el que ella me frotó para ayudarme a quitar el agua que seguía corriendo por mis brazos.
-Muchas gracias… -Susurré volviendo a sonreír de aquella manera tan falsa. ¿Se notaría? Seguramente. Era mala mintiendo cuando me encontraba en aquellas ocasiones… en los demás momentos puedo asegurar que nadie jamás descubriría lo que pasa por mi mente si yo no lo quisiera así.
El hombre de la casa se levantó repentinamente y se puso a dar vueltas alrededor de la pequeña estancia como si se intentase marear a posta. Algo me dijo que aquella reacción era por la impotencia y la pena que sentía por la muerte de mi familia. Realmente… ellos no la conocían mucho pero sin embargo, se estaban portando muy bien conmigo y me estaban tratando lo mejor que podían. Me veo con el derecho de incluso decir que era como si me acabasen de adoptar automáticamente.
Me sentía muy agradecida por todo aquel cariño y calor que desprendían hacia mí, pero, a la vez, estaba bastante sorprendida. Seguramente mi familia no se hubiese comportado de aquella manera si el que hubiese salido perjudicado fuese Anatol… ¿O sí? La verdad es que nunca habíamos estado en tales situaciones así que no podía decir de una forma muy acertada cuál sería su comportamiento. Sin embargo algo en mi interior, llamémoslo x, me hacía pensar y casi tener la certeza de que aquello sería así.
Me encontraba tan ensimismada en mis pensamientos que casi me asusté cuando la hermana de Anatol, cuyo nombre seguía desconociendo, me preguntaba si quería algún vestido de su propiedad para poder cambiarme.
-No me gustaría ser una molestia… -Dije alzando la mirada hacia ella y clavándola en sus claros ojos. Eran de un color azulado pero igual de claros que los ojos que poseía Anatol. ¿Sería aquella una característica propia de la familia? La verdad es que eran bastante atrayentes y estaba casi segura de que con aquellos ojos, habrían conseguido más de una vez lo que querían.
Giré la cabeza hacia la madre de la familia, que me hizo apoyar la mía propia sobre su pecho. Noté sus manos sobre mi pelo, acariciándolo. Sonreí un poco… la verdad es que no me podía quejar para nada de la amabilidad y el cariño que me trataban. Ojalá me lo hubiesen dado dadas otras situaciones. Aunque si lo pensaba por otro lado, si mis padres no hubiesen llegado a morir, no habría acabado en aquella casa rodeada de aquella gente tan agradable. Ojo, esto no quiere decir que me alegrase de la muerte de mis padres por poder encontrarme allí en aquel momento. No, no. Significaba más bien que hasta en el peor de los casos intentaba encontrar algo positivo, una pequeña luz que me ayudase a guiarme.
-No sé muy bien qué ha pasado… solo que han sido asesinados, madamme –Dije cerrando un momento los ojos visiblemente afectada. Moví mis manos alrededor de la cintura de aquella mujer y me abracé a ella intentando buscar ese consuelo que no había obtenido en todo aquel tiempo de oscura y triste soledad.
-Anatol… no se preocupe… no pasa nada –Intenté decirle al inquieto caballero que continuaba en mitad de la estancia y que parecía que ahora se encontraba algo menos nervioso. Sonreí un poco mentalmente, no me esperaba aquella reacción por su parte y, la verdad, la encontraba bastante curiosa.
-Gracias a todos… pero… estoy bien –Mentí incorporándome un poco.
Mientras tanto, parece ser, que la hermana de Anatol había ido a por unas toallas para permitir que nuestro secado fuese mucho más rápido y efectivo. Y, que de camino, no cogiésemos una pulmonía… que últimamente con la de gente que se había muerto sería el colmo de los colmos.
Sequé mis lágrimas todo lo rápido que pude y alcé la mirada hacia ella con una pequeña sonrisa bastante falsa, inclinando la cabeza para agradecerle aquel gesto de amabilidad por su parte. Me apretujé contra la toalla rodeándome el cuerpo un poco, justo en el momento en el que ella me frotó para ayudarme a quitar el agua que seguía corriendo por mis brazos.
-Muchas gracias… -Susurré volviendo a sonreír de aquella manera tan falsa. ¿Se notaría? Seguramente. Era mala mintiendo cuando me encontraba en aquellas ocasiones… en los demás momentos puedo asegurar que nadie jamás descubriría lo que pasa por mi mente si yo no lo quisiera así.
El hombre de la casa se levantó repentinamente y se puso a dar vueltas alrededor de la pequeña estancia como si se intentase marear a posta. Algo me dijo que aquella reacción era por la impotencia y la pena que sentía por la muerte de mi familia. Realmente… ellos no la conocían mucho pero sin embargo, se estaban portando muy bien conmigo y me estaban tratando lo mejor que podían. Me veo con el derecho de incluso decir que era como si me acabasen de adoptar automáticamente.
Me sentía muy agradecida por todo aquel cariño y calor que desprendían hacia mí, pero, a la vez, estaba bastante sorprendida. Seguramente mi familia no se hubiese comportado de aquella manera si el que hubiese salido perjudicado fuese Anatol… ¿O sí? La verdad es que nunca habíamos estado en tales situaciones así que no podía decir de una forma muy acertada cuál sería su comportamiento. Sin embargo algo en mi interior, llamémoslo x, me hacía pensar y casi tener la certeza de que aquello sería así.
Me encontraba tan ensimismada en mis pensamientos que casi me asusté cuando la hermana de Anatol, cuyo nombre seguía desconociendo, me preguntaba si quería algún vestido de su propiedad para poder cambiarme.
-No me gustaría ser una molestia… -Dije alzando la mirada hacia ella y clavándola en sus claros ojos. Eran de un color azulado pero igual de claros que los ojos que poseía Anatol. ¿Sería aquella una característica propia de la familia? La verdad es que eran bastante atrayentes y estaba casi segura de que con aquellos ojos, habrían conseguido más de una vez lo que querían.
Giré la cabeza hacia la madre de la familia, que me hizo apoyar la mía propia sobre su pecho. Noté sus manos sobre mi pelo, acariciándolo. Sonreí un poco… la verdad es que no me podía quejar para nada de la amabilidad y el cariño que me trataban. Ojalá me lo hubiesen dado dadas otras situaciones. Aunque si lo pensaba por otro lado, si mis padres no hubiesen llegado a morir, no habría acabado en aquella casa rodeada de aquella gente tan agradable. Ojo, esto no quiere decir que me alegrase de la muerte de mis padres por poder encontrarme allí en aquel momento. No, no. Significaba más bien que hasta en el peor de los casos intentaba encontrar algo positivo, una pequeña luz que me ayudase a guiarme.
-No sé muy bien qué ha pasado… solo que han sido asesinados, madamme –Dije cerrando un momento los ojos visiblemente afectada. Moví mis manos alrededor de la cintura de aquella mujer y me abracé a ella intentando buscar ese consuelo que no había obtenido en todo aquel tiempo de oscura y triste soledad.
-Anatol… no se preocupe… no pasa nada –Intenté decirle al inquieto caballero que continuaba en mitad de la estancia y que parecía que ahora se encontraba algo menos nervioso. Sonreí un poco mentalmente, no me esperaba aquella reacción por su parte y, la verdad, la encontraba bastante curiosa.
-Gracias a todos… pero… estoy bien –Mentí incorporándome un poco.
Iryn Steklov- Cambiante/Realeza
- Mensajes : 110
Fecha de inscripción : 17/08/2010
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