AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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Flores otoñales (Caroline Dunst)
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Flores otoñales (Caroline Dunst)
La noche era apacible, una agradable velada bajo un cielo cristalino, despejado y sin nubes. Sin perturbaciones, sin molestias, sin angustia o intranquilidad, todo era perfecto, equilibrado, como si un esmerado artesano hubiera buscado medir sin error las piezas a colocar sobre la balanza de plata de la que dependiera la estabilidad de aquellas horas sin sol. Todo era magnífico; todo estaba en su lugar.
¿Para qué engañarnos? Las cosas no eran diferentes que las noches anteriores, solo pequeños detalles como el clima, las parejas que paseaban bajo la luz de la luna o el estado de las hojas en los árboles variaban, pero, en lo que a mí respectaba, las cosas no cambiaban en esencia. ¿Qué importaba si lloviese, nevase o hiciese un bochorno insoportable? ¿Si los viandantes fuesen dos jóvenes enamorados o dos viejos renegones? Yo había llegado a un punto de realización tan sublime que, sucediera lo que sucediese, era capaz de soportar lo que me echaran encima y, lo que era más, buscar aquello de bello que tuviese para, así, poder saborearlo. Sinceramente, parecía haber alcanzado lo que muchos desearan, la cúspide de la vida, el máximo, y yo, en verdad, me sentía como tal.
Aquella, como decía, apacible noche, me encontraba por los alrededores de uno de los templos católicos de París, los cuales no eran poco numerosos, concretamente en la ” Cathédrale Notre-Dame”, en plena ”Île de la citté”. La gran mole gótica, uno de los mayores tesoros que albergaba la capital francesa, se encontraba en un estado bastante lamentable, a causa de las luchas durante la revolución y a pesar del mucho tiempo que había pasado desde entonces. Su estado era tal que incluso se había llegado a proponer su demolición, para enfado de un buen número de vecinos y del famoso escritor Victor Hugo, que puso el grito en el cielo ante tamaña ofensa. Por suerte para el edificio, la comisión que se encargaba de restaurar el patrimonio había designado a un tal ”Viollet-le-Duc” para su rehabilitación, del cual había oído que quería sustituir las envejecidas estatuas medievales por otras de mayor tamaño. Un reducido número de personas se dignaba a entrar, bien vestidos, a la construcción o, en cambio, a salir de él, pero mi intención no era, ni mucho menos esa; mi fin era, quizás algo más banal, pero de mucha más importancia, a mi parecer, que adorar a un Dios que, de existir, había retirado su atención de sus humildes e insignificantes siervos. Fuera como fuese, mi tarea aquella otra no era otra que, sencillamente, disfrutar, disfrutar de la naturaleza en plenitud. A pesar de que mucha gente considerara la primavera como la época de las flores, también había algunas que florecían en los meses otoñales, tales como los pensamientos, los orientales hibiscos o los deslumbrantes crisantemos, cuyo nombre ya le otorgaba suficiente belleza como para, siquiera, necesitar de su real existencia. El jardinero que se ocupara de aquellos lugares debía de ser realmente un maestro pues su buen manejo y conocimiento de las plantas parecía haberle posibilitado el conjugar especies de distintas temporadas sin que, en ninguna época del año, se dejaran calvas importantes y feas en medio de aquel conjunto armonioso. Sinceramente, se ganaba mi gratitud.
¿Para qué engañarnos? Las cosas no eran diferentes que las noches anteriores, solo pequeños detalles como el clima, las parejas que paseaban bajo la luz de la luna o el estado de las hojas en los árboles variaban, pero, en lo que a mí respectaba, las cosas no cambiaban en esencia. ¿Qué importaba si lloviese, nevase o hiciese un bochorno insoportable? ¿Si los viandantes fuesen dos jóvenes enamorados o dos viejos renegones? Yo había llegado a un punto de realización tan sublime que, sucediera lo que sucediese, era capaz de soportar lo que me echaran encima y, lo que era más, buscar aquello de bello que tuviese para, así, poder saborearlo. Sinceramente, parecía haber alcanzado lo que muchos desearan, la cúspide de la vida, el máximo, y yo, en verdad, me sentía como tal.
Aquella, como decía, apacible noche, me encontraba por los alrededores de uno de los templos católicos de París, los cuales no eran poco numerosos, concretamente en la ” Cathédrale Notre-Dame”, en plena ”Île de la citté”. La gran mole gótica, uno de los mayores tesoros que albergaba la capital francesa, se encontraba en un estado bastante lamentable, a causa de las luchas durante la revolución y a pesar del mucho tiempo que había pasado desde entonces. Su estado era tal que incluso se había llegado a proponer su demolición, para enfado de un buen número de vecinos y del famoso escritor Victor Hugo, que puso el grito en el cielo ante tamaña ofensa. Por suerte para el edificio, la comisión que se encargaba de restaurar el patrimonio había designado a un tal ”Viollet-le-Duc” para su rehabilitación, del cual había oído que quería sustituir las envejecidas estatuas medievales por otras de mayor tamaño. Un reducido número de personas se dignaba a entrar, bien vestidos, a la construcción o, en cambio, a salir de él, pero mi intención no era, ni mucho menos esa; mi fin era, quizás algo más banal, pero de mucha más importancia, a mi parecer, que adorar a un Dios que, de existir, había retirado su atención de sus humildes e insignificantes siervos. Fuera como fuese, mi tarea aquella otra no era otra que, sencillamente, disfrutar, disfrutar de la naturaleza en plenitud. A pesar de que mucha gente considerara la primavera como la época de las flores, también había algunas que florecían en los meses otoñales, tales como los pensamientos, los orientales hibiscos o los deslumbrantes crisantemos, cuyo nombre ya le otorgaba suficiente belleza como para, siquiera, necesitar de su real existencia. El jardinero que se ocupara de aquellos lugares debía de ser realmente un maestro pues su buen manejo y conocimiento de las plantas parecía haberle posibilitado el conjugar especies de distintas temporadas sin que, en ninguna época del año, se dejaran calvas importantes y feas en medio de aquel conjunto armonioso. Sinceramente, se ganaba mi gratitud.
Tristán Dall'Asta- Vampiro Clase Media
- Mensajes : 134
Fecha de inscripción : 05/09/2010
Re: Flores otoñales (Caroline Dunst)
- Lamento mucho aburrirlo con mis tormentos, padre, pero necesitaba poder expresar este banal pensamiento que ha estado habitando en mi mente últimamente – le dije al padre en las puertas de la catedral mientras sentíamos el abrazo de la noche otoñal bajo la hermosa luz de la luna.
- No te preocupes, hija mía, no es malo sentir aquel deseo, lo malo es llevarlo a cabo sin el sagrado vínculo del matrimonio, Dios no juzga el pensamiento, sino el hecho, no lo olvides. – me dijo aquel amable anciano despidiéndose con aquella amabilidad que tanto lo caracterizaba. – Ve con Dios.
- Siempre camino con él, Padre, siempre. – le sonreí al anciano alejándome sin temerle a los horrores que podría ofrecerme aquella hermosa noche, pues sabía que tenía el mejor protector que podría encontrar.
Aquel día nuevamente se me había hecho tarde confesándome, era increíble la paciencia que había mostrado conmigo aquel servidor al señor que nunca me negaba la oportunidad de conversar con él sin importar la hora que fuera. Esta era la segunda vez que lo dejaba cuando ya la oscuridad se posaba sobre Paris, pero realmente necesitaba hablar sobre esos sueños que atormentaban mis noches desde que había conocido a ese viril y elegante joven en la plaza de la ciudad, estaba consciente de que sólo había compartido con él un café pero fue lo suficiente para que su rostro y cuerpo quedaran grabados en mis pensamientos con una tinta que, por más que tratara, no podía borrar.
Mientras me alejaba, intentando borrar aquel perfecto rostro de mi mente, comencé a hurgar en mi bolso en busca de mis guantes para que alejaran el frío que producía aquel infalible viento, pero no tuve éxito en mi propósito por lo que tuve que resignarme a entregar mis manos a aquel helado acompañante y emprender el camino rápidamente a casa. No sabía qué hora era, ni cuánto tiempo había estado fuera, pues nunca me había gustado usar reloj, a pesar de tener muchos en casa encontraba que no llevarlos conmigo hacía que sintiera una libertad increíble al no tener que depender del tiempo ni disponer de él de forma limitada, entregándome a las sorpresas que me ofrecía el día sin lamentos ni remordimientos del tiempo que gastaba en cada una de ellas.
De pronto una suave brisa me abrazo provocando que me abrochara los primeros botones, los único que tenía desabrochados, del abrigo azul haciendo que me cubriera mi pecho de forma completa, luego me solté el moño que, tan elegantemente, me había acompañado durante mi salida para que mi cabello medianamente largo, bailando al compás del viento, cubriera mis orejas de aquella helada briza cayendo sobre mi cuello que estaba cubierto por un fino pañuelo, finalmente metí las manos en los bolsillos del abrigo con el fin de amortiguar un poco el frío que sentía en aquella parte de mi anatomía.
No había caminado mucho cuando la suave briza se convierte en un fuerte, repentino y fugaz viento que se llevó consigo la única tela que cubría mi cuello provocando que comenzara a seguirla, más que por el frío, porque aquel pedazo de material pertenecía a mi difunta madre. Observé, sin despegar en ningún momento mis ojos del suelo, cómo aquella escurridiza prenda turquesa comenzó a avanzar por el pavimento de la ciudad imposibilitándome la oportunidad de poder alcanzarla, pues cada vez que me acercaba a ella, ésta se alejaba más y más, hasta que, gracias a Dios se detuvo con algo ofreciéndome la posibilidad de tomarla. Sin ver lo que había a mi alrededor, me agaché para volver a tener bajo mi dominio aquel volador pañuelo y para mi sorpresa lo que la retuvo en el suelo, ayudando a mi persecución, fueron un par de zapatos negros que cubrían los pies de un joven que no había distinguido en el lugar, no precisamente por la oscuridad de la noche, sino porque estaba más preocupada de agarrar el pañuelo que de otra cosa.
Lentamente me levanté, con el pañuelo en una mano, mientras que con la otra retiraba los rebeldes cabellos que cubrían mi mejilla derecha, llegando a rozar mis labios, debido a la dirección del viento, sintiendo los ojos de aquel extraño sobre mi rostro.
- Perdóneme – le sonreí amable al desconocido – Al parecer tendremos fuertes brizas por las noches de otoño – dije amigable ante el evidente hecho de que mi pañuelo había llegado a sus pies a causa del viento.
- No te preocupes, hija mía, no es malo sentir aquel deseo, lo malo es llevarlo a cabo sin el sagrado vínculo del matrimonio, Dios no juzga el pensamiento, sino el hecho, no lo olvides. – me dijo aquel amable anciano despidiéndose con aquella amabilidad que tanto lo caracterizaba. – Ve con Dios.
- Siempre camino con él, Padre, siempre. – le sonreí al anciano alejándome sin temerle a los horrores que podría ofrecerme aquella hermosa noche, pues sabía que tenía el mejor protector que podría encontrar.
Aquel día nuevamente se me había hecho tarde confesándome, era increíble la paciencia que había mostrado conmigo aquel servidor al señor que nunca me negaba la oportunidad de conversar con él sin importar la hora que fuera. Esta era la segunda vez que lo dejaba cuando ya la oscuridad se posaba sobre Paris, pero realmente necesitaba hablar sobre esos sueños que atormentaban mis noches desde que había conocido a ese viril y elegante joven en la plaza de la ciudad, estaba consciente de que sólo había compartido con él un café pero fue lo suficiente para que su rostro y cuerpo quedaran grabados en mis pensamientos con una tinta que, por más que tratara, no podía borrar.
Mientras me alejaba, intentando borrar aquel perfecto rostro de mi mente, comencé a hurgar en mi bolso en busca de mis guantes para que alejaran el frío que producía aquel infalible viento, pero no tuve éxito en mi propósito por lo que tuve que resignarme a entregar mis manos a aquel helado acompañante y emprender el camino rápidamente a casa. No sabía qué hora era, ni cuánto tiempo había estado fuera, pues nunca me había gustado usar reloj, a pesar de tener muchos en casa encontraba que no llevarlos conmigo hacía que sintiera una libertad increíble al no tener que depender del tiempo ni disponer de él de forma limitada, entregándome a las sorpresas que me ofrecía el día sin lamentos ni remordimientos del tiempo que gastaba en cada una de ellas.
De pronto una suave brisa me abrazo provocando que me abrochara los primeros botones, los único que tenía desabrochados, del abrigo azul haciendo que me cubriera mi pecho de forma completa, luego me solté el moño que, tan elegantemente, me había acompañado durante mi salida para que mi cabello medianamente largo, bailando al compás del viento, cubriera mis orejas de aquella helada briza cayendo sobre mi cuello que estaba cubierto por un fino pañuelo, finalmente metí las manos en los bolsillos del abrigo con el fin de amortiguar un poco el frío que sentía en aquella parte de mi anatomía.
No había caminado mucho cuando la suave briza se convierte en un fuerte, repentino y fugaz viento que se llevó consigo la única tela que cubría mi cuello provocando que comenzara a seguirla, más que por el frío, porque aquel pedazo de material pertenecía a mi difunta madre. Observé, sin despegar en ningún momento mis ojos del suelo, cómo aquella escurridiza prenda turquesa comenzó a avanzar por el pavimento de la ciudad imposibilitándome la oportunidad de poder alcanzarla, pues cada vez que me acercaba a ella, ésta se alejaba más y más, hasta que, gracias a Dios se detuvo con algo ofreciéndome la posibilidad de tomarla. Sin ver lo que había a mi alrededor, me agaché para volver a tener bajo mi dominio aquel volador pañuelo y para mi sorpresa lo que la retuvo en el suelo, ayudando a mi persecución, fueron un par de zapatos negros que cubrían los pies de un joven que no había distinguido en el lugar, no precisamente por la oscuridad de la noche, sino porque estaba más preocupada de agarrar el pañuelo que de otra cosa.
Lentamente me levanté, con el pañuelo en una mano, mientras que con la otra retiraba los rebeldes cabellos que cubrían mi mejilla derecha, llegando a rozar mis labios, debido a la dirección del viento, sintiendo los ojos de aquel extraño sobre mi rostro.
- Perdóneme – le sonreí amable al desconocido – Al parecer tendremos fuertes brizas por las noches de otoño – dije amigable ante el evidente hecho de que mi pañuelo había llegado a sus pies a causa del viento.
April Von Uckermann- Humano Clase Alta
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