Una obsesión de poder.

Caminaba en silencio con la mirada revoloteando por encima del barullo que las gentes y los carros organizaban en la avenida, no acostumbraba a pasear por lugares tan concurridos y menos cuando me encontraba únicamente con una de las damas que me acompañaba en mis tareas de Protocolo y música.
Pese a pertenecer a una familia casi de tan alto nivel como la mía era sumamente silenciosa y, para qué negarlo, aburrida. A duras penas conversábamos más que de las lecciones dadas aquel día o de cuándo se organizaría la próxima recepción por parte de alguna de las nobles familias de la ciudad, quiénes eran los jóvenes casaderos con mayores rentas... o las nuevas adquisiciones de las que eran, por cortesía, nuestras compañeras en las reuniones femeninas para tomar té.

Observé de reojo a mi acompañante evaluándola en silencio, su compañía era tan grata como la de aquellas muñecas de porcelana que me habían regalado por mi undécimo cumpleaños. Su aspecto, algo más juvenil que el de las damas que se empeñaban en continuar con aquellas enormes pelucas empolvadas con las que apenas podían mover el cuello, seguía sin alcanzar la naturalidad que por el momento comenzaba a causar furor entre la burguesía más adinerada y las clases más altas, continuaba usando aquel pálido maquillaje que a mí personalmente me causaba mareos y, si no fuese porque era una práctica algo anticuada, hubiese jurado que aquella mirada ausente provenía de alguna que otra gota de belladona echada a conciencia en los ojos.

Su aura tenía un color tan tedioso como su presencia, no podríamos haber sido más distintas ni física ni psicológicamente. De veras traté de prestar atención a toda aquella cháchara incesante sobre banalidades que no me interesaban en lo más mínimo pero no podía evitar distraerme tocando los estilizados bucles que se escapaban del sencillo recogido en que habían peinado aquel día mi cabello o pasando las manos por la suave tela del vestido que había escogido llevar, el tono celeste realzaba el matiz ligeramente dorado de mi piel denotando mi ascendencia oriental, pese a todo iba sencilla pues pasar inadvertida era de vital importancia y nunca me había agradado la gente ostentosa.

Como siempre que me hallaba con aquella joven acababa divagando sobre cualquier asunto que fuese mínimamente más interesante que lo que ella me decía.

Y en ello estaba, sumida en las profundidades de mi fuero interno cuando mi hombro chocó contra alguien haciéndome despertar de mi ensoñación de repente. Paré en seco volviéndome para observar a la persona con la que me había cruzado al tiempo que notaba un ligero dolor en el hombro.
La mujer, o más bien doncella, con la que había chocado era lo suficiente extravagante como para haber reparado antes en su presencia pero cuando me abstraía de todo rara vez me percataba de algo por muy llamativo que fuese.

Enarqué una ceja ante su palidez tan contrastada con un cabello oscuro y un hermoso vestido rojo que jamás me habría puesto pero que podía apreciar por su belleza. Podría haber hablado de su aspecto durante horas sin reparar en todos los detalles, sin embargo aquello quedó en un segundo plano cuando reparé en el aura de una palidez similar a la de su piel que la envolvía.
Un vampiro.
Y por su expresión no parecía muy alegre.
— Lo lamento, no me he percatado de vuestra presencia al pasar.— Hablé con claridad sin que me echase atrás su naturaleza y sin encogerme, el temor solo empeoraba las situaciones y a pesar del respeto que sentía hacia aquellas criaturas me mantuve serena tal y como me habían enseñado.