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PARÍS, FRANCIA
AÑO 1842

Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.

Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.

¿Estás dispuesto a regresar más doscientos años atrás?



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Mensaje por Domenic Vaisser Mar Mayo 05, 2015 11:14 am

Domenic se recostó contra el respaldo del sillón del carruaje. Seguía sin poder evitar colocarse lo más lejos posible de la ventana, casi haciendo presión contra el respaldo para asegurarse de que, si por algún motivo las contraventanas fallaban, le diese oportunidad de esquivar los últimos rayos del sol que pudiesen filtrarse a través de la ventana. Llevaba más de tres siglos arriesgándose a salir a la luz del día, siempre con protección se entiende, pero aun así seguía sintiendo un terror visceral a que algún día algo fallase y el sol le quemase lentamente como un cerdo a la parrilla. Muchos nocturnos habían tomado por costumbre dormir durante todo el día y solo salir durante las horas nocturnas, pero al vampiro aquello le resultaba una pérdida de tiempo. El mundo era demasiado grande y contenía demasiadas maravillas como para desperdiciar tiempo durmiendo, independientemente de que fuese inmortal o no. Por otro lado, la idea de verse sometido a un miedo irracional y que toda su vida girase en torno a ese miedo era algo que no estaba dispuesto a soportar. Precisamente por eso había colocado contraventanas en su carruaje privado y se movía por la ciudad durante las horas de menos calor. Además, esa clase de actitud también motivaba a la gente a pensar que no se diferenciaba de un hombre normal y corriente. Cuanto menos llamabas la atención por ser un ermitaño que no salía nunca de casa, más probable era que los cazadores se te echasen encima como perros hambrientos. La simple idea de que volviesen a acercarse a él con esas intenciones, o a su familia… bueno, digamos que le herviría la sangre si aún estuviese vivo. Por nada del mundo arriesgaría a Maxine a un infierno como presa trofeo para la iglesia, antes los mataría a todos. Esa era otra razón por la que se exponía tanto en algunas ocasiones.

Por suerte, el sol ya se ocultaba tras la gran masa que era el museo del Louvre. El gran edificio que ahora servía como centro de cultura y arte de los tiempos pasados era una inmensa construcción de mármol y piedra, símbolo de la era de oro francesa y que ahora pertenecía ni mas ni menos que a una potencia extranjera, pues la conservadora y dueña del museo y que financiaba activamente a un gran número de marchantes de arte para exponer obras no era, ni más ni menos, que la mismísima reina de los Países Bajos. Una influencia extraña dentro del mismísimo corazón de Paris, pero en cierto modo entendía la estrategia. Cualquier político con dos dedos de frente sabía que había dos grandes maneras de ganarse al pueblo: la guerra y el arte. Era muy posible que la dueña de aquella joya que era el Louvre no tuviese ni idea de arte ni de la diferencia entre Donatello y Alighieri, pero que le servía para extender su influencia era algo que no se podía negar. Domenic contemplo en edificio, el cual parecía ponerse de su parte proporcionándole un cobijo para la luz del sol que tanto le molestaba. Sus curvas, su magnificencia y solemnidad le recordaba a la era dorada europea… que buenos tiempos. Lo cierto es que precisamente por esa época era por lo que estaba en el gran museo. Desde hacía bastante tiempo había estado siguiendo el rastro de una de las obras más importantes del mundo para su colección, una colección muy privada a la que ni si quiera Maxine tenía acceso. Como sospechar siquiera que alguien acababa de describirle un cuadro similar y que había visto en el Louvre. Tal posibilidad hacia que se sintiese hasta nervioso, pues no había visto la obra desde hacía más de doscientos años, y la posibilidad de poder contemplarla de nuevo le llenaba de esperanzas y buenos recuerdos. No obstante, no se hacía ilusiones, pues ya se había llevado varias decepciones a lo largo de los años cuando existía la posibilidad de encontrar lo que buscaba.

Dentro del edificio, recorrió los grandes y altos pasillos sin poder creer que el que fuera el palacio real de la monarquía en Paris se hubiese convertido en un museo público hace menos de diez años. El trazado arquitectónico era exquisito, digno de la época en la que se pensó que el poder del mundo entero estaba en la realeza. Seguro que los reyes actuales desearían que le siguiesen viendo de la misma manera. Encontró rápidamente la galería que buscaba, donde las grandes obas del s. XV empezaban a verse. Y así llegaba a la sección de Leonardo. Viendo aquella increíble colección, no pudo evitar pensar en su viejo amigo. ¿Qué diría el si supiese que algunas de sus obras estaban allí? Bueno no es que él hubiese sentido mucho afecto por los franceses, pero al menos alguna impresión le produciría. Teniendo en cuenta su desprecio a los coleccionistas baratos seguro que no sería buena. Aun así, todo recuerdo hacia su viejo compañero de veladas se desvanecieron cuando llego al final de la galería. Colgado en la pared, había un cuadro de dos metros de largo por metro de alto. En él, una mujer de oscuros cabellos castaños rojizos se sentaba en un sillón de la época. Su espalda desnuda, por donde caían sus cabellos semirizados, ocultaban sus partes femeninas, y solo la sombra de un rostro oculto por los mechones de pelo asomaba por encima de su hombro. Era el cuadro… santo cielo estaba allí. Tras tanto tiempo de búsqueda lo había encontrado. Durante largos minutos, Domenic contemplo aquella obra con el rostro desencajado por un dolor que apenas recordaba. Si hubiese estado vivo habría sentido ganas de llorar. Salto el cordón que separaba al público del cuadro y lo miro más de cerca. – Incluso después de tanto… sigues siendo una visión abrumadora. – Dijo para sí mismo sin hablar con nadie.
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Mensaje por Invitado Lun Jul 06, 2015 11:40 am

Para quienes no conocieran la planta del Louvre con tanto detalle como yo era capaz de representarla, resultaría sorprendente descubrir que se escondían tras las salas una gran cantidad de pasillos y dependencias que no quedaban a la vista del público, sino de los empleados que allí trabajaban y desarrollaban sus labores bajo mi mando. Originalmente, y vinculado al nacimiento como residencia real del ahora Museo, esas habitaciones pertenecían a la servidumbre, y los corredores que los conectaban entre ellos, semejantes al sistema de venas que se escondía bajo la piel de todos los seres, humanos o no tanto, tenían una función eminentemente práctica: comunicarlos con los lugares donde se encontraban aquellos a los que servían. Cuando me había hecho con el control del edificio, de hecho, me había visto obligada a realizar una intensa tarea de rehabilitación de aquel complejo sistema cuasi vascular escondido tras las aparentemente sólidas paredes, todo con el objeto de que mis empleados no se sintieran como si fueran mis siervos. Dado que les garantizaba un jornal y el manejo de obras de arte que me resultaban sumamente valiosas, debería haber bastado la certeza de sus condiciones para que se aseguraran de mi opinión respecto a su valía. Había preferido, no obstante y actuando con la cautela que solamente a veces me caracterizaba, ir un paso más allá, y por ello las dependencias en las que yo me encontraba en aquel instante, rodeada de lienzos en procesos de limpieza diversos, parecían pequeños gabinetes científicos, que nada tenían por qué envidiar a sus modelos auténticos. Tan bien equipados se encontraban que a mi alrededor, sobre la enorme mesa de madera que dominaba la habitación, podían encontrarse desde óleos a productos que habían destilado algunos químicos de mi confianza para asegurarse de que no dañaban la pintura. Teniendo en cuenta que me encontraba visualizando un lienzo que había sido rasgado para que encajara en un espacio menor al que ocupaba originalmente, todo siguiendo el gusto del comprador de aquella obra tan magnífica de Diego de Velázquez, parecía ser la única que tenía consideración con obras como aquella.

En todo el Museo podían hallarse obras que habían sufrido ataques semejantes en manos de compradores que no habían sentido el mismo respeto que yo por ellas, y que probablemente lo habían hecho siguiendo un impulso no de destruir la obra original, sino de acoplarla mejor a sus necesidades. En incontables ocasiones una obra que yo recordaba hecha de una determinada manera, cuando había tenido la oportunidad de asistir a su proceso creativo por supuesto, llegaba a mis manos diferente. Para un espectador cualquiera, muchas veces las modificaciones eran imposibles de percibir, pues había que reconocer el mérito de algunos artistas encargados de los repintes más sutiles que se percibían aquí y allí, pero para alguien como yo, resultaban tan obvios que en muchas ocasiones hasta dolían por el insulto a mi sobrenatural memoria que suponían. Cuando se encontraba dentro de mis capacidades intentaba devolver la obra a su estado original, de tal manera que el mensaje que el artista, en un despliegue de maestría, quedara como había sido planteado en un principio. En ocasiones, sin embargo, había tenido que reconocer mi derrota y dejar obras con repintes y añadidos posteriores ante mi incapacidad, mía y de la ciencia en conjunto, de devolver al lienzo su valía original. Por las distintas salas del Louvre aparecían colgadas, por ello, muestras tanto de mis éxitos como de mis fracasos, en una muestra agridulce que quedaba en cierto modo matizada por el carácter artístico que las envolvía a todas por igual. Éste, y solamente éste, era capaz de apartar mis pensamientos de la batalla que tenía lugar tras los muros del edificio, en las salas reservadas a los profesionales que trabajaban en las dependencias de mi museo y que yo visitaba a menudo, en una mezcla entre masoquismo puro e interés de mecenas y marchante (en ocasiones) que me era sumamente propio. Cuando las obras y sus modificaciones se me antojaban opresivas me volvía a los pasillos que visitaba el público para aislar mis pensamientos del mundanal ruido, y como tal actitud me era propia al mismo nivel que mi propio nombre, tanto el que me habían otorgado de mortal como los que había adoptado con los siglos, apenas sin darme cuenta la repetí aquella noche, que permanecía abierto pese a la escasez de público que caracterizaba las noches de libre acceso a la institución.

Mis pasos se dirigieron, con la tranquilidad propia de alguien que se sabe en su elemento, hacia las galerías de arte de hacía unos cuatro siglos, donde las mayores joyas eran aquellos cuadros de Leonardo Da Vinci que exponía con el orgullo de quien lo había llegado a conocer. Nunca dejaría de arrancarme una sonrisa, extraña por proceder de una suerte de broma interna, pensar en aquel genio que había acudido a morir a Francia, el reino donde yo me encontraba residiendo en la actualidad. Antaño lo había asociado con Ludovico il Moro, duque de Milán, que había sido su primer mecenas, y después... después había visto por mí misma cómo su genio sobresaltaba a todos aquellos que habíamos vivido para presenciarlo y que perdurábamos para recordarlo. Tal ansia me condujo hacia las obras del maestro de Vinci que exhibía, si bien la impresión pronto dio paso a una sorpresa que apenas se reflejó en mi rostro por el hombre que presencié saltando la separación entre los espectadores y las obras, el cordón de terciopelo, para plantarse frente a un lienzo anónimo que no había sido capaz de identificar pese a que hacía ya bastante que permanecía en mi colección.
– Asumo, por vuestra reacción, que sabéis más de la obra que tenéis delante que una servidora. Os ruego, por favor, que me iluminéis; siempre me ha llamado la atención que alguien con evidente talento nunca haya figurado en ningún registro de la obra, por lo que me ha resultado imposible identificarlo hasta la fecha. Tal vez podáis arrojar un poco más de luz al misterio, ¿o acaso me equivoco? – inquirí, con los brazos cruzados sobre el pecho y plantada frente a él, donde mis silenciosos pasos me habían conducido apenas un momento antes de abrir la boca. Con un primer vistazo me bastó para saber que se trataba de un inmortal, más joven que yo además, mas su relación con el lienzo me era completamente desconocida... y ese era el misterio que trataba de desentrañar en primer lugar.
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Mensaje por Domenic Vaisser Mar Ago 25, 2015 3:14 pm


El aburrimiento se cura con curiosidad. La curiosidad no se cura con nada.
- Dorothy Parker -


No podía ser real. Por un momento, Domenic sintió la necesidad de poner las manos sobre aquella pintura, pensando que quizás, solo quizás, sus manos se deslizarían por ella a través del tiempo hasta el momento exacto en que se pintó. El momento en que aquella mujer de belleza incomparable y única, decidió desnudarse con tal de que el cuadro revelase algo que él mismo había visto: no había mujer como ella. Se detuvo al ver que realmente había alzado la mano para tocar el cuadro y retiro la mano. No podía hacer semejante falta de respeto a nadie cuya obra hubiese perdurado, pero sobre todo sería un despropósito imperdonable para la mujer de cabellos castaños que miraba sin ver desde aquellos bucles desordenados pero, al mismo tiempo, tan cautivadores que resultaba imposible apartar la vista. Leonardo siempre había dicho que, de todas las mujeres de aquella época, ninguna podría haber demostrado ser mejor. Todos los hombres la miraban al pasar y le decían “bella”, ansiosos porque ella correspondiese aunque sea en un atisbo la pasión que despertaba en ellos. Todos ellos inútiles, todos ellos carentes de percepción sobre lo que era verdaderamente: inspiración, inmortalidad en su estado más puro. Todos los inmortales, incluso él, aseguraban que la eternidad era algo que nadie podía tener así como así, era algo que tenías que obtener después de morir, solo entonces podías ser consciente de lo que significaba perdurar. Pero aquella mujer… oh, ella viviría para siempre. Domenic experimento algo que no recordaba desde antes de la guerra, algo que creía que se había muerto del todo dentro de él. Sentía amor, admiración. Parecía que, incluso con el devenir de los siglos, había cosas que seguían emocionándole. A pesar de sus denodados esfuerzos por evitar que tal cosa sucediese, había cosas que simplemente eran inevitables. Maxine le había dicho muchas veces que no importaba cuan viejo pareciese, que seguía teniendo el mismo espíritu a pesar de todo. Se preguntaba si eso sería verdad, o si llegaría el momento en que aquel cuadro, aquella figura que tanto le enamoraba, acabase siendo simplemente una sombra más en sus recuerdos.

Esa idea no duro demasiado en su mente, por suerte, debido a la entrada en la sala de alguien más. Se viro dispuesto a disculparse, pero la lengua se le paralizo al escuchar las palabras de aquella mujer y, sobre todo, darse cuenta de que era vampira. Su olor, así como su forma de moverse la delataban casi con descaro, como si pretendiese hacerse notar en ese mismo momento. Domenic inclino la cabeza como alguien que acaba de ver un suceso de lo más extraño pero interesante, sobre todo por la perspectiva de ser nuevo y diferente. – Mis excusas, madmoiselle. He sido un completo descarado con esto. – Lo decía en serio, el saltarse el cordón había sido una completa muestra de descortesía, pero sobre todo lo había sido no responder correctamente desde el principio. Volvió sobre sus pasos hasta colocarse al otro lado del cordón, donde ahora lo esperaba aquella mujer. – Por favor, espero que perdonéis mi intromisión. Hacia… mucho tiempo que no veía algo así. – Dijo mirando una vez más el cuadro para volver la atención a ella posterior mente. Aunque parecía una mujer joven, alguien de la edad de Domenic no se dejaba engañar por esas cosas, pues aquellos ojos verdes y brillantes no podían en absoluto corresponder a una veinteañera. No, aquellos ojos pertenecían a una maravilla, una criatura que había visto más que él incluso. Fue entonces cuando se le encendió la bombilla. Le sorprendió no haberse dado cuenta desde el principio, pues solo existía una posibilidad de que alguien pudiese reunir el dinero suficiente y las obras como para convertir aquel palacio en un verdadero museo. – Es un placer conocerla… majestad. – Amanda Smith. Suma gobernante de los Países Bajos, cuan equivocado había estado desde el principio al pensar que era una simple mujer avara con complejos que le exigían escoger obras que no entendía. Solo alguien que había vivido para ver la obra en su comienzo podía entenderla. Tomo la mano de la mujer con caballerosidad, prácticamente pidiendo permiso con la mirada, y la llevó hasta sus labios. – Domenic Vaisser. A su servicio. – Dijo mientras sonreía, sus colmillos asomando involuntariamente. Se apresuró a guardarlos, pero con tranquilidad. Hacía años que no le pasaba nada semejante, quizás por la emoción que sentía por reencontrar el cuadro.

Aaaah, claro. Debió haber supuesto que no se sabría nada de los cuadros, a fin de cuentas no eran obras de Leonardo realmente, por mucho que siguiesen un estilo similar. Sin duda, alguien con un ojo como el de ella se habría dado cuenta. En cierto modo se sentía a gusto sabiendo que alguien más veía en el cuadro algo más que una simpleza con el estilo pictórico de la época. No obstante, no vio conveniente revelar todo lo que sabía de la obra hasta el momento, pues acababa de conocer a la mujer, y no sabía que podía esperar de ella con respecto a… bueno, con respecto a nada realmente. – Lo cierto es que sé algunas cosas, majestad. – Dijo volviéndose de nuevo a la obra y mirando fijamente cada detalle – Se dónde ha estado en los últimos trescientos cincuenta años, hasta que llego a vuestras manos de ese infame coleccionista de Viena. Se en que año se pintó…. Y quien es la modelo. – Dijo como último detalle. Evidentemente aquel era un enigma casi tan perseguido como la identidad del propio autor. El pintor se había asegurado de que el rostro de la joven quedase oculto en parte, dejando que la imaginación hiciese el trabajo de todos los hombres. Ese era uno de los detalles más extraños y característicos de la obra, pues pocos eran los cuadros den los que la cara era completamente omitida. Aun así, se preguntaba cuanto sabia de verdad la reina sobre aquel anónimo artista. Quizás, después de todo, hubiese merecido la pena haberse saltado el cordón, pues su falta de cortesía le había permitido ver algo más, una rareza que no creía posible desde que retomo su estancia en Paris. - ¿Tanto deseáis saber, mi reina? Puede que lo que descubráis no sea tan impresionante como os habíais imaginado, y no soportaría la idea de decepcionaros. – Curiosamente era verdad. No se trataba de un simple halago hecho por buena educación, sino que realmente no soportaría la idea de ver la decepción en aquellos ojos verdes.

“Curioso… muy curioso.”
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Mensaje por Invitado Lun Nov 02, 2015 7:48 am

Su descortesía se solucionó en un instante, lo que tardó en volver al espacio designado a aquellos visitantes que deseaban acercarse al cuadro que exponía en el museo, antiguo palacio de la monarquía francesa, dispuesto a mi nombre desde hacía ya un tiempo. Con movimientos tan fluidos como correspondía a nuestra condición, se decidió a volver al lugar del común de los mortales, hasta si él sabía, igual que lo había sabido yo al mirarlo a los ojos un instante, que ninguno de los dos estábamos afectados por las leyes de los cuerpos mortales. Las leyes que sí nos afectaban eran las impuestas en aquel centro del conocimiento al que apenas las clases más altas de la sociedad solían acercarse; en resumen, mis normas, que él se apresuró a cumplir con la misma presteza con la que aquel título convertido en halago, majestad, se escapó de entre sus labios. Aunque el cuadro hubiera sido el detonante de nuestro encuentro, sobre todo porque era lo que había motivado que le dirigiera la palabra, el lienzo que se ubicaba ante nosotros parecía palidecer ante la visión de un ser que ocultaba tantos secretos como la imagen que nos atañía en aquellas extrañas circunstancias. Aun así, no dejé que su cortesía ni su carisma me distrajeran, al menos no en exceso; permanecí atenta a cada una de sus palabras respecto a una obra misteriosa, ubicada cerca del resto de piezas de Leonardo Da Vinci por su proximidad en cuanto a técnica pero que yo sabía de sobra que no era de su autoría. Amén de coleccionista y dueña de un museo, y eso era algo que muchos desconocían sobre mí, era una estudiosa ávida por las obras que me pertenecían, algo que resultaba lógico teniendo en cuenta que muchas de las piezas que exponía habían nacido de un contexto del que yo había sido participante, si no protagonista. Y aquel cuadro en concreto, un misterio que parecía menos inexpugnable ahora, siempre se me había escapado de los dedos cuando parecía estar a punto de encontrar una fuente que me aclarara más datos sobre él, por lo que no estaba dispuesta a perder la oportunidad de saber algo más de él.

– Lo cierto es que aquel coleccionista creyó que podía engañarme haciéndolo pasar por una obra de Da Vinci, como si fuera una vulgar aficionada incapaz de determinar cuándo el lienzo del maestro está presente o no. Personalmente, prefiero que se encuentre en su localización actual; al menos, le doy la visibilidad que le corresponde. ¿No estáis de acuerdo, Dominic? – paladeé las palabras con educación, definiéndolas y vocalizándolas bien aunque él no necesitara de semejantes argucias para comprender lo que le estaba diciendo ni, tampoco, mi técnica. Estaba ganando tiempo para contemplar en la intimidad de mis pensamientos si merecía la pena entrar en su juego a cambio de una información que no podría confirmar o si, por el contrario, prefería hacer mis propias averiguaciones. Dado lo yermo de mi investigación sobre la obra pese a los esfuerzos que había dedicado a su estudio, que no eran pocos precisamente, opté por la solución que más provecho podría dar a un encuentro absolutamente fortuito, por mi parte al menos: instarlo a que me contara más. Pero, por supuesto, no iba a obligarlo a hacerlo, pues pocas veces la información que se extrae sin consentimiento suele ser verídica o de fiar. Prefería que se sintiera lo suficientemente relajado conmigo para asegurarme de un cierto grado de verdad en sus palabras, aunque en nuestra naturaleza estuviera implícita una negativa natural a la honestidad de la que casi ningún vampiro que conocía podía librarse. Por todo ello, le dediqué una sonrisa cordial y no exenta (en absoluto) de sinceridad y que servía como una suerte de respuesta a su última pregunta, aquella en la que me decía que, quizá, lo que tanto me fascinaba no resultaría en absoluto tan digno de las expectativas que me había creado.

– Os aseguro que, sea cual sea la respuesta a esas incógnitas, ardo en deseo de saberlas. Además, podéis estar absolutamente tranquilo: he repasado tantos posibles escenarios en mi cabeza, entre ellos que sea una falsificación reciente que trata de imitar la obra de Leonardo, que la verdad seguramente sea, amén de refrescante, una grata invitada a la que recibiré con honores. – repliqué, poniendo en palabras los gestos que hasta ese momento le había dedicado y culminando la declaración con una inclinación de cabeza que, aún más, lo invitaba a responder lo que yo tanto anhelaba saber. ¿Quién era la modelo, que era un misterio aún más grande que la autoría del cuadro? ¿Dónde se había encontrado la obra hasta que aquel avaro coleccionista se había hecho con ella para intentar sacar tajada? Pocos coleccionistas existían que fueran similares a mí en cuanto a sus motivaciones: la mayoría acaparaba obra por prestigio o para poder venderla como si fueran baratijas en un zoco de cualquier ciudad musulmana, no por auténtica pasión y por la necesidad de salvaguardar las piezas del paso del tiempo. Tal era mi caso, y por ello me había decidido a hacerme cargo del museo del Louvre, donde pasaba grandes temporadas, más largas incluso que en el palacio que me correspondía como monarca de los Países Bajos, y eso que hasta allí me desplazaba también considerablemente a menudo. Tal soledad podía resultar abrumadora si no se disponía de mis recursos y de mis contactos, que me permitían, de forma lenta pero segura, extender mi influencia y mi manera de ver el arte y las antigüedades hasta círculos cada vez más elevados.
– Por favor, decidme, no os hagáis de rogar. Anhelo desentrañar parte de ese misterio con tal intensidad… – le insté, sin rogarle, pero dejando claras mis ganas de, por fin, conocer.
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