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En busca de la felicidad || Amanda Smith 2WJvCGs


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PARÍS, FRANCIA
AÑO 1842

Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.

Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.

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Mensaje por Asim Sáb Feb 27, 2016 9:24 am

Era noche cerrada, la luz de la luna apenas dejaba entrever las siluetas de los pocos seres que aún seguían despiertos en las peligrosas calles de El Cairo. Por suerte, la Sombra de Egipto sabía a la perfección cómo camuflarse con aquella aparente calma. Aunque las mañanas fueran bulliciosas y frenéticas, por las noches solo los animales y los que como él mismo buscaban problemas salían de los rincones menos esperados. Se cubrió un poco más con el pañuelo que llevaba al cuello mientras se aseguraba de tener su equipo preparado por si surgía algún inconveniente. Toda su ropa parecía más un conjunto de harapos que lo que en realidad era: unos pantalones ajustados pero cómodos, una camisa que él había manchado con barro para que se confundiera con los colores del desierto, su leal bolsa de viaje en la que guardaba el agua y su tesoro y sus zapatos, firmes pero flexibles; todo cubierto con arena, él mejor que nadie sabía que un disfraz, si no era realista, no servía de nada, y, ¿qué mejor manera de parecer un harapiento chico egipcio e indefenso que oler a desierto y barro? Aunque muchos creyeran que la Sombra de Egipto era un vulgar ladrón o un excelente asesino, ninguno podría imaginarse que un chico de veinte años sin más armas que una daga un tanto oxidada era en realidad la temida criatura nocturna.
Cuando acabó de repasar su lista mental, se armó de valor y salió de su escondite en el tejado irregular de una casa cercana al lugar de encuentro. Ya conocía a su misteriosa clienta, era conocida como la Luna en El Cairo, una mujer bella e inteligente, rica, extraordinariamente rica, capaz de engatusar incluso al "padre" de Asim. Ahmed, el que hacía creer que defendía la cultura y tesoros de Egipto, en realidad solo pretendía aprovecharse de su clienta, quería sacarle hasta la última moneda, pero al parecer ella no había caído en su trampa, algo extraordinario. Asim acarició durante dos segundos sin darse cuenta su bolsa, recordando que había sido ella la que le encargó encontrar una corona que al parecer había sido un regalo de un faraón para su concubina preferida. A él poco le importaba, no lo consideraba nada suyo, así que pensaba reunirse con ella y proponerle el trato de su vida: si ella tanto deseaba aquél tesoro, iba a tener que llevarle lejos de Egipto.
Caminó tranquilo mientras trataba de alejarse de las pocas luces de la calle. Llegó a la esquina acordada, por un segundo pensó en subirse a un tejado cercano y dejar allí sus ropas; había usado esa técnica antes para ver si realmente acudía su cliente o era una trampa, pero recordó que su clienta era una mujer demasiado fina e indefensa como para hacerle daño. Se quedó de pie allí, mirando la calle ya vacía del todo, esperando a aquella persona que le daría un billete para ser libre, por fin.


Última edición por Asim el Miér Mar 23, 2016 3:01 pm, editado 1 vez
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Mensaje por Invitado Miér Mar 02, 2016 7:39 am

Ahmed, el comerciante con el que había tratado desde mi llegada a Egipto, era la peor rata que había salido de todo el desierto en el que se movían como peces en el agua. De inteligencia algo brillante pero absolutamente desproporcionada para él mismo, creía ser capaz de timar a todo aquel que se le pusiera por delante, ignorante de que existían seres superiores a él en edad y en experiencias que podían ver sus pueriles artimañas y resistirse a ellas sin apenas esfuerzo. Si bien habían sido mis contactos en la región quienes me habían puesto en contacto con él dado mi creciente interés de custodiar objetos de su cultura en el Louvre, las reuniones que habíamos mantenido una vez me trasladé a la zona fueron, a falta de una palabra mejor para describirlas, decepcionantes. Él, el falso custodio, el responsable de salvaguardar las piezas que formaban su antiquísima y célebre civilización, era en realidad un vulgar ladrón que apenas resistió mis encantos y me permitió averiguar que quien se encargaba de proveer de piezas era una especie de protegido suyo, un hombre llamado La Sombra de Egipto. Algo presuntuoso para mi modesta opinión, mas poco podía decir al respecto si, desde mi llegada, yo misma había sido apodada la Luna por mi preferencia nocturna para realizar las reuniones e intercambios de opiniones, iguales al de aquella noche con la mismísima Sombra. Ignoraba de quién se trataba más allá de las imágenes vagas que había podido captar en los pensamientos de Ahmed. Solamente conocía un nombre, Asim, y una imagen harapienta recortada contra la luna que navegaba entre las dunas de la ciudad de El Cairo con una elegancia que solamente había visto en seres de la noche, como lo era yo.

Ante mi interés por una pieza en concreto, una corona que él poseía, Ahmed me había puesto en contacto, tras percatarse de su propia debilidad e incapacidad de negociar, con la mismísima Sombra, sin que en ningún momento ninguno de los dos nos hubiéramos visto directamente los rostros. La Sombra, tal vez Asim, me había citado de noche entre las calles de El Cairo, polvorientas y frías en cuanto la Luna, fuera la del cielo o yo misma, exigía su reinado en el firmamento, y yo había aceptado el encuentro para negociar que sabía que tendría lugar. Aunque apenas habíamos coincidido y esa ocasión en que nos habíamos encontrado había sido con Ahmed interviniendo, me había parecido detectar ambición en él, ambición mezclada con una desesperación que Ahmed desconocía, mas no podía estar completamente segura si no lo encaraba. Por ello, ajena al séquito que mis contactos me habían aconsejado portar por mi posición e ignorantes de mi naturaleza, abandoné la lujosa residencia donde me estaba hospedando cuando la luna ya dominaba en el firmamento y me dirigí hacia la zona acordada. Había tratado de pasar lo más desapercibida posible, de ahí que llevara incluso el rostro cubierto por aquellas telas que eran típicas de la región desértica, bastas pero abrigadas; tal vez por eso ninguna de las almas desesperadas con las que me crucé en el camino reparó en mí. Así, con total paz y mecida por la suave brisa nocturna, que se clavaba como cuchillos en la piel de aquellos insuficientemente protegidos, me aproximé al lugar donde escuchaba, de fondo y con un ritmo repetitivo, el latido de un corazón humano. No podía sino tratarse de la célebre Sombra, y aceleré mi propio paso hasta llegar a su altura, en la esquina donde nos habíamos citado, para encontrarme finalmente frente a él: apenas un niño a mis ojos, pero bien sabía yo lo mucho que las apariencias podían engañar.

– La Sombra de Egipto, asumo.
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Mensaje por Asim Miér Mar 23, 2016 3:09 pm

Cuando había sido abandonado en el desierto por Ahmed hacía ya tantos años, la primera lección que aprendió fue sencilla: no te conviertas en la comida de algo más grande que tú mismo. En cuanto distinguió un escorpión entre las dunas comenzó a cavar un hoyo con sus propias manos. Notaba la arena mezclada con su sudor, con las lágrimas que seguían cayendo mientras recordaba el rostro inexpresivo del que consideró su padre al alejarse y dejarle allí tirado como si fuera basura. Los dedos empezaron a sangrarle, el hoyo cada vez era más grande pero la arena sobre él también; se había olvidado del escorpión, del calor, del dolor y del abandono, incluso de él mismo. Se quedó quieto al darse cuenta de que ya tenía una especie de cueva bajo tierra. No estaba cómodo, arrodillado y lleno de sangre, sudor y arena, pero al menos no hacía tanto calor. Apenas debía estar medio metro bajo el suelo, como mucho, pero el viento allí había logrado crearle una pequeña casa. Apretó los dientes cuando sintió que alguien apretaba sus gemelos. No quiso volverse pero se vio obligado, para descubrir que la presión era en realidad una serpiente marrón acurrucada entre sus piernas. Quizá ella también está sola, pensó.

Aquella noche sentía una nostalgia especial. Recordaba cada lección que el desierto le había enseñado, los detalles, el dolor, la sangre y su saliva mezclándose con la arena; también la luna, la brisa nocturna, ese aroma característico de la paz que solo podía hallarse cuando estabas contigo mismo. Se recostó contra la esquina en la que esperaba pacientemente, dejando que sus ojos vagaran por los tejados rectos y lisos de El Cairo pero atendiendo a su alrededor con los cuatro sentidos restantes, incluso el aire que inspiraba por la boca tenía un sabor especial, como si aquél escorpión que tanto le había obligado a aprender sin quererlo estuviera allí. Se puso alerta pero su respiración y pulsaciones siguieron estables, sabía fingir, evaluar el peligro y actuar en consecuencia, así que solo volvió la cabeza hacia la voz que había hablado a pesar de que ya había notado su presencia hacía un rato. Observó a aquella recién llegada mientras un sentimiento extraño crecía dentro de él. Envidia.
Ella era una estrella caída del cielo, lo sabía, algo de él se lo gritaba pese a que ella iba completamente tapada. Las mujeres de los alrededores nunca habrían mirado a otro hombre aparte de sus maridos a la cara, no caminarían como si el mundo fuese suyo y pudiesen hacer con él lo que desearan, nadie, ni hombre ni mujer, habría acelerado el paso para reunirse con él, nunca. Pero sobre todo su mirada penetrante e inquisidora le indicó que estaba ante una diosa. La siguió estudiando sin tapujos, tanteando su paciencia. Se había girado al escuchar que ella hablaba porque a las personas “civilizadas” les gustaba creer que tenían el poder, pero ella lo sabía. ¿Podría leerle la mente también? ¿Matarle con solo una mirada?

Asim -por qué le había dicho su verdadero nombre no tenía un sentido real, deseaba que ella supiera que podía confiar en él aunque sabía que era peligroso-, es solo un nombre, así que si quieres llamarme de otro modo, hazlo -su inglés había sido casi perfecto a excepción de un ceceo, tenía un don innato para camuflarse y los idiomas eran solo otro método más, a pesar de que no tenía ni idea de escribir en ninguna lengua que no fuera la árabe; el chico ladeó la cabeza para tratar de imaginar cómo sería el rostro completo de aquella mujer que rezumaba fuego, sangre y poder, sin preocuparse por modales cuando no le habían pagado por ello. —Sé que has venido a pagarme por una pieza única, pero sabrás que por eso mismo, tendrá un precio demasiado elevado, Hija de la Luna -no temía utilizar el que creía que era su nombre real, no tenía nada que perder aparte de la vida, ¿y qué mayor honor que perecer a manos de una Estrella cuando toda su vida había sido dolor y soledad? Incluso se atrevió a sonreír como las serpientes le habían educado para hacer, sabiendo en su interior y sin que nadie se lo dijera que ella, igual que él, conocía el precio de la supervivencia.
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Mensaje por Invitado Dom Mar 27, 2016 8:37 am

La lengua de Shakespeare me resbalaba por los labios como si se tratara de miel, y con semejante dulzura la paladeaba y la pronunciaba a mi manera, distinta a como lo hacían en las Islas en la actualidad, y por el contrario demasiado semejante a como se pronunciaba la lengua que había aprendido yo allí de niña. Aunque mi gramática fuera intachable y mi acento no resultara demasiado fuerte, saltaba a la vista que era extranjera y que el inglés no era la lengua en la que mis pensamientos fluían, si bien en mi defensa ya no podía decir que solamente razonara en una lengua, no después del tiempo que llevaba caminando por la misma tierra que ahora compartíamos. Más ajena a mí me resultaba su lengua, el árabe, que aunque pudiera tratar de imitar de sus labios cuando se había presentado como Asim no sería sino una pálida sombra de la cadencia original. Ninguno estábamos utilizando una herramienta que nos fuera propia, como su perfecta pronunciación de su nombre (aquello sí que podía reconocerlo, pese a mi manifiesta ignorancia de su lengua) revelaba, y esa circunstancia que podía antojarse un tanto accesoria servía para acercarnos un tanto en aquella negociación que él me dejó bien claro que iba a ser ardua y complicada. Con un estremecimiento ante la posibilidad de un reto que despertara mi intelecto, distinto a la simpleza de los juegos de Ahmed, me arrebujé un tanto en mis ropajes y lo observé con atención, memorizando los rasgos de su rostro aniñado y al mismo tiempo demasiado maduro para la edad que tenía. En cierto modo, me recordaba a mí cuando había sido humana: veía la misma mezcla de rebeldía, de sed de libertad y de rebelión, mitigadas no obstante por unas circunstancias que me apresaban incluso en el sentido más literal de la palabra. Solamente por eso, no desdeñé sus palabras de inmediato y le ordené que me entregara su tesoro: quería probar de qué era capaz, y así lo haría.

– Ahmed no escatimó en valoraciones hacia tu habilidad, Asim. Quisiera reconocerlo o no, la verdad se le escapaba de las mentiras que intentaba venderme, y así reconoció que eres el mejor en lo que haces, en recuperar piezas únicas. – aclaré, aceptando con la cabeza ladeada que, efectivamente, entendía y aceptaba que el acuerdo que estábamos negociando no giraba en torno a una moneda del Imperio Romano, sino que era una pieza de primerísima calidad que, a ojos humanos y pecuniarios, tendría un valor literalmente incalculable. Incluso para aquellos que, expoliadores de los bienes de toda índole, ponían precio hasta a las obras de mayor calidad, aquellas que habían sido parte de la identidad de un pueblo y que se habían mancillado a posteriori por el valor de sus materiales.
– Comprendo que tus condiciones van a ser elevadas. Lo considero justo, aún sin escucharlas, pero también debes comprender que esto no es algo que tú me exijas y que yo vaya a aceptar. Puedo desear la pieza, pero no me tomes por alguien absolutamente desesperado: no lo soy. Avisado de ello quedas, pues. – le advertí, encogiéndome de hombros y esbozando una ligera sonrisa, que le dediqué con la curiosidad que todo en torno a él, su figura y su mito me provocaba. Con buen motivo, en realidad; tal y como Ahmed me lo había vendido, se trataba de un curtido ladrón y mercenario que imponía con solo mirarlo, y sin embargo el hombre que tenía delante pasaría desapercibido en Egipto de no ser por sus ojos claros, que se reflejaban en los míos y a los que era imposible dejar de mirar. Ocultaban demasiados secretos, muchos de ellos fascinantes sin siquiera conocerlos, y me atraían como la miel lo hacía a las moscas, de una manera que le daba un control sobre mí que no le dejaba ver en absoluto.

– Bien, para que una negociación sea justa para ambas partes, primero debería verse el objeto en cuestión y, a continuación, deberían plasmarse las condiciones para el intercambio, asuntos tan banales como el precio, la posibilidad de continuar con los encargos o, quizá, la firma de un contrato para que trabajes para mí. – expuse, con voz tan suave como lo eran mis gestos, pues la única intensidad se encontraba en mi mirada, anegada de curiosidad por él y por la joya que, sin duda, llevaba encima, aunque la ocultara con talento incluso ante mí, que era sobrehumana por naturaleza y por definición. – Por supuesto, las condiciones serán tuyas y yo decidiré si las acepto o no. Dicho eso, me gustaría preguntarte si realmente deseas reunirte aquí, en unas calles polvorientas donde estoy segura de que corremos peligro de ser atacados por vulgares ladrones de tumbas, o si prefieres retirarte a un lugar donde tengamos un techo, un té y algo para alimentarnos mientras dialogamos. – le propuse, perfectamente consciente de que estaba haciendo algo opuesto a su cultura y a la etiqueta, pero ya nuestro encuentro lo era, al haberse citado él con una mujer en mitad de la calle sin la presencia de un hombre que pudiera controlarla. Allí gozábamos, las mujeres como yo, de una situación extraordinariamente semejante a la de París, si bien la prohibición en ambos lugares tenía motivos diferentes: en uno, el decoro; en otro, la religión, en la cual yo no participaba, del mismo modo que tampoco participaba de la católica de París o de la protestante de mi corte holandesa. Por ello, no me importaba realmente aparentar ser una desvergonzada, pues los negocios estaban por encima del decoro... fuera cual fuese la situación.
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