Paper faces on parade, masquerade! ― Antonio de Carvajal

Hide your face, so the world will never find you!
Masquerade!
Every face a different shade. Look around there's another mask behind you!

Muchos animales se mueven en manada. Esa fue la idea que rondó por la mente del vampiro cuando los últimos minutos de aquel día morían para dar paso a otra misteriosa noche. El cuerpo, rígido como una estatua de mármol impoluto, comenzó a adquirir pequeños movimientos. Al igual que una pequeña descarga eléctrica invadió las puntas de sus dedos, luego se trasladó hacia las manos y finalmente a las piernas. Pestañeó incontables veces para espantar el polvo que se había acumulado en sus parpados y gimió. Existían animales sociales, que se desplazaban juntos por distintos motivos como la defensa frente a depredadores, o la facilidad en la búsqueda de alimento y las ventajas de la caza en grupo. Sin embargo el ser humano estaba, supuestamente, por encima de cualquier otro animal y a pesar de que vivían en ciudades, siendo cantidades enormes, sus vidas eran efímeras y eran unas criaturas muy frágiles. Daban pena.    

El cuerpo del vampiro se levantó, por fin, de su descanso y movió con increíble facilidad la pesada tapa del sepulcro donde dormía. Escuchó a la perfección el correteo de las arañas que huían molestas por la repentina actividad. Incluso oyó alguna que otra rata y colocó una preciosa mueca de asco. Había animales que le desagradaban, eso estaba claro. El muchacho de aparentes veinte años movió el cuello de un lado a otro, como si este tuviera una contractura, de varios décadas, que intentara quitarse. Luego se desperezó, cual humano normal y no un muerto que se levanta de una tumba todas las noches para robar vida a las pobres victimas que se crucen por su camino. Ante este último pensamiento no pudo evitar preguntarse cuál sería el sendero que tomaría aquella noche. El rumor de París llegaba a su cabeza y comenzaba a abrumarlo. Una parte de sí mismo extrañaba su mausoleo personal. Llevaba siglos sin dormir en el Antinoeion, quizá porque los recuerdos se tornaban cada vez más tormentosos y apenas podía soportar aquella sensación de soledad. Él no era un animal social, ni siquiera sabía con exactitud qué diantres era pero tenía más de mil seiscientos años vagando por aquella tierra sin consuelo que le valiera.

Un carruaje pasó por el camino más cercano al sitio donde había decidido instalarse durante las últimas décadas. Los caballos galoparon con fuerza el terreno, deseando pasar aquel tramo con toda la prisa posible. Quizá presintiendo la espantosa presencia del vampiro, que recién acababa de despertar y podía olfatear con facilidad el aroma de la sangre. Dos señoritas viajaban hacia el Palacio Royal, muy bien emperifolladas con sus mejores galas, luciendo extravagantes perfumes embadurnando sus sonrojados cuellos y también collares de perlas. Pero lo que más llamó la atención de Antinoo fueron las mascaras de papel que descansaban sobre sus regazos y las risas juveniles, cargadas de traviesa emoción, que conversaban sobre la que sería la fiesta del año en París, por no decir toda Francia. Confirmaban los pensamientos del vampiro, acerca de lo frágiles e indefensos que podían ser los humanos aún reuniéndose todos bajo el mismo techo adornado con un millón de luminosas velas. Aunque quisieran no podían escapar de los depredadores ni de ellos mismos, por más que intentaran ocultar sus rostros detrás de máscaras y antifaces. Sólo podían disfrutar de los fugaces momentos que componían sus tristes y perdidas vidas. Eran hermosos y dignos de lástima, todos tan humanos.

El joven de Bitinia emprendió su camino hasta la mansión donde había decidido vivir los últimos años. Una casona que era mayormente habitada por todos sus criados en lugar de él mismo. Apenas se pasaba un par de horas por allí, principalmente para darse un baño en agua caliente y vestirse con nuevas prendas todas las noches. Porque, cada vez que dormía, el polvo parecía querer apoderarse de su presencia. Incluso cuando quería sacudirlo de su cabello, el mismo, se impregnaba a las hebras color castaño y le hacían ver sucio, como un joven sin hogar. Lo detestaba. Él ya había tenido toda una vida como esclavo, todo un tiempo acumulando polvo y ahora deseaba sentirse limpio y vivo. Así que se relajó durante una hora en la tina con agua vaporosa y luego salió para vestirse con un distinguido traje color negro. Y aguardó impaciente a que uno de sus mozos regresara de realizar el encargo, que le había hecho, de último momento. Un antifaz de oro, eso requisaba. El joven apareció corriendo con el accesorio bien protegido entre sus brazos, dentro de una caja de terciopelo rojo. Antinoo se colocó la máscara que le cubría medio rostro y contempló su reflejo en el espejo. Lo detestó, incluso cuando el mozo se atrevió a decir que lucía sin igual, que era la perfección encarnada. El vampiro se debatió entre torcerle el cuello o acorralarle contra uno de los muebles y que juntos coquetearan a la muerte. Acto seguido abandonó la habitación.

Su propio carruaje lo aguardaba ante la puerta principal de la casona. Antinoo se subió al mismo sin requerir que alguien más le abriera la puerta ni muchos otros modales agotadores, los cuales implicaban una perdida de tiempo. Necesitaba llegar al baile y perderse entre la multitud de criaturas frágiles. Y así hizo. En cuanto llegó al Palacio se dirigió de inmediato hacia el primer salón de baile y contempló admirado el número elevado de personas que allí había aglomeradas dentro de una sala que parecía ya pequeña. El calor humano acarició el rostro del vampiro y fue como una dulce bofetada. A donde mirara había extravagantes mascaras ocultando rostros sin nombre y luciendo cuellos casi al descubierto. Una invitación más tentadora que otra. Antinoo comenzaba a dudar de que hubiera sido buena idea asistir a aquel baile. Después de todo seguía sintiéndose solo, allí apartado contra una pared, contemplando los cuerpos danzantes y contando los latidos de los corazones.