AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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El brujo y la joven corona |Privado
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El brujo y la joven corona |Privado
"Любо́вь сильне́е сме́рти и стра́ха сме́рти. То́лько е́ю, то́лько любо́вью де́ржится и движется жизнь."
—I. Turgénev—
—I. Turgénev—
La primera nevada del otoño era un claro indicativo de que el invierno se aproximaba a grandes pasos y tras esos tres días, era incuestionable su llegada. Todos en Rusia se preparaban ya para lo que deparaban iba a ser un largo y muy duro invierno. Las ruedas de los carruajes y los cascos de los caballos era lo único que se oía en aquella noche fría y helada de Rusia. Llevaba nevando más de tres noches sin detenerse aquel vendaval blanco que ya cubría considerablemente las calles ahora desiertas de gente. Solo algunos atrevidos salían a esa fría época del año. No obstante, ellos eran una excepción, la mayor parte de sus habitantes se encontraban refugiados en sus casas, frente un fuego o ataviados con mantas y pieles para sobrellevar las bajas temperaturas de la época de las nieves. Por ende, no muchos se atrevían a andar con este frío y aún menos, en internarse en los bosques helados de la estepa, en donde las noches eran extremadamente gélidas y mucho más duras que en la ciudad. Sin embargo, aún con ello había gente que no tenía de más opciones que refugiarse en los bosques o donde encontraban. No únicamente Rusia era un lugar de riquezas pálidas y reluciente oro blanco, sino que también se veía la otra cara de la moneda, familias en la calle, solitarios que de no encontrar refugio terminaban muriendo por hipotermia sin que nadie hiciera nada por ellos, ni socorrerles entre las calles de aquel gran país. Rusia era un paraíso para unos y un infierno helado para otros. Y para Lena, parecía ser un infierno; el peor de ellos.
Refugiada bajo unas tablas que la protegían de la tormenta su cuerpo tembloroso, Lena se abrazaba a Sasha como si le fuera la vida, lo que en efecto, podría parecer ser así. Desde la muerte de su madre semanas atrás, se había visto obligada a dejar la humilde cabaña en la que se refugiaban y a internarse en el pueblo más cercano en busca de cualquier trabajo con que poder alimentarse a ella y a su única compañía; Sasha, la husky que había adoptado y encontrado perdida por los bosques. La joven hacia noches no sentía el dolor de estómago, ni tampoco el ruido de sus tripas por encontrarse vacías. Ya se había acostumbrado a no comer o a comer migajas de lo poco que encontraba, pero aún así seguía saliendo cada día en la búsqueda de trabajo. Y de nuevo aquella noche,no había tenido suerte. Ya eran muchas noches ocupadas en esa búsqueda infructuosa de que alguien la aceptase junto con la perra, y al no ser capaz de encontrar nada, finalmente optó por encontrar refugio en la misma calle, encontrando un hueco tras las cocinas de una gran mansión en la zona más alejada y por suerte para ella; menos concurrida de la ciudad.
Se acurrucó más cerca de Sasha y rodeando con sus brazos su tupido pelaje se la llevó a su falda, contra su cuerpo, esperando que su calor pudiera mantenerla viva. Muchos habían caído en las calle y no deseaba ser la próxima aunque viera que cada vez su cuerpo resistía menos y el frío calara cada vez más profundamente sus huesos. Desde las cocinas se oían las cazuelas y el crepitar de los fuegos. Sasha se relamió olisqueando con su hocico el aroma de las verduras y de las carnes asadas que esa noche la familia de la mansión iban a cenar y Lena no pudo hacer más que lo mismo. Hacía tiempo no probaba una comida caliente en condiciones, y de solo olerlo se le hacia la boca agua.
—Algún día te traeré algo bueno de comer, te lo prometo Sasha. —Le susurró acariciándole la cabeza prometiéndole algo que esperaba poder conseguir más temprano que tarde por el bien de ambas. La perra alzó las orejas y restó unos segundos tranquila hasta que con el ruido de una puerta abrirse saltó de su falda yendo directa a entrar por aquella puerta. Lena se levantó y con apremio la siguió con miedo de que pudieran descubrirlas. Se coló por donde la cola de Sasha había desaparecido y entró en las cocinas. Miró a los lados y por suerte se encontraba a solas en aquel lugar. —Tenemos que irnos, ahora, vamos ¡Vamos! —Le urgió en un susurro, pero la perra parecía tener otros planes al acercarse en silencio a la comida. Los platos yacían preparados para llevarlos sobre las mesas y por desgracia del pollo con guarnición, estaba demasiado cerca de quien no dudó en antes de que Lena pudiese llegar a ella y apartarla, hacerse con una de sus suculentas patas.
La joven llegó en ese instante a ella, justo cuando también uno de los sirvientes entró sorprendiéndolas a ambas. — ¿Qué hacéis aquí? ¿Quienes sois?— El joven tardó unos segundos en registrar todo lo que veía y en ver la pata de pollo en las fauces del husky, pero cuando reaccionó ya era tarde, Lena había salido al exterior siguiendo a Sasha quien parecía no querer soltar el trofeo que aquella noche calmaría su hambre. — ¡Volved aquí ladronas! —Se oyó exclamar al sirviente mientras acudían todos los demás alertados por su grito.
Las piernas de Lena no eran muy fuertes y a pesar de ello, corrió como nunca alejándose de aquel lugar junto con Sasha. Intentó hablar al principio pero el mero abrigo que llevaba no era lo suficientemente tupido para protegerla del frío y rápidamente decidió morderse la lengua. Los perros no entendían de normas sociales o de penas castigadas con la cárcel o muerte. Solo entendían de necesidades, de rastros y de lealtad, por ello mismo era inútil culparla de robar un pequeño trozo de pollo, pero quienes las perseguían parecían no opinar lo mismo. Dio dos zancadas más en la nieve y un disparo resonó en las inmediaciones. Les estaban disparando o más bien a la perra y antes de siquiera pensar en lo que hacía, la joven se lanzó contra Sasha cubriéndola con su cuerpo, protegiéndola desesperadamente sin ser consciente que en aquel mismo camino en el que se encontraban aparecía un carruaje a toda velocidad y en un parpadeo, iban a tenerlo encima. Cuando oyó los cascos de los caballos y los gritos, por su mente no pasó nada. No supo que hacer y se quedó estática del miedo. ¿Qué pensar cuando ves la muerte llegar a tu puerta? Lo único que logro antes de que el carruaje y aquellos alterados caballos llegaran a ellas, fue apartar a Sasha del inminente impacto, alejarla del siniestro… llevándose ella, la peor parte del golpe cúando los caballos se precipitaron sobre su cuerpo.
Lena Z. Vasílièva- Humano Clase Baja
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Fecha de inscripción : 28/05/2015
Re: El brujo y la joven corona |Privado
- Tras dejar su residencia aquella mañana, el duque de Elbeuf había terminado por hacer que el cochero dirigiera la diligencia hacia aquel pedacito de mar que se abría frente a la ciudad. Algunos la llamaban Bahía del Neva, pero los peterburgueses la denominaban "la piscina del marqués", en honor a un ministro de la marina cuyas poco profundas aguas había considerado erróneamente como idóneas para prácticas navales. Sea como fuere, Viktor hacía años que frecuentaba sus orillas, siendo un lugar lo suficientemente cerca de San Petersburgo como para que no le llevara demasiado tiempo acercarse, pero lo suficientemente alejado como para encontrar una necesaria calma que difícilmente se encontraba en la urbe de la corte imperial. Allí, se separó del coche y comenzó a pasear en soledad para cavilar sobre las imágenes que horas antes le habían asaltado en sueños. Sabía que, eventualmente, cobrarían su importancia y, por lo tanto, no podían dejar que se diluyeran en su mente como lo hacía la nieve al caer sobre aquella lengua de agua. Luego, regresó a la vida cosmopolita. Hacía bastante frío y no tenía intenciones de que una pulmonía se interpusiera en los deberes que debían ocuparle.
El resto de la jornada la pasó sin mayor evento cuyo acaecer mereciera más que una mención. La comida en la extraordinaria residencia del príncipe Stróganov, a orillas del mismo río al que se asomaba la de su familia, resultó tan deliciosa como carente de contenido, hablando de temas banales que desilusionaron tanto como aburrieron al duque. Y de los que sí tenían importancia, ya se hallaba bien informado. Por lo tanto, hasta media tarde no pudo atender el verdadero menester que le había llevado a esos recién remodelados salones: cerrar una serie de acuerdos entre ambas familias, tanto en lo que respectaba a la predominancia de los dos apellidos en Rusia como en los asuntos de la siempre importante Francia, la cual tenía más influencia en esa aristocracia oriental de la que muchos consideraran beneficiosa para el país. Para cuando estrecharan las manos con el fin de despedirse, el sol ya había comenzado a dar por iniciado su periodo de descanso y se hallaba retirando. Y Viktor aún tenía un último cometido al que atender. Cruzando la ciudad casi hasta el otro extremo, visitó a una vieja conocida cuya amistad se basaba en la calidad de suministros que ésta le proporcionaba y que él recompensaba con una más que decente cantidad de rublos. Dicha mercancía era para uso personal, pero tan sólo él y el hombre que le llevaba hasta allí, en cuya lealtad confiaba lo suficiente como para saber que no hablaría de ello, sabían de dichos tratos. Y, en lo que respectaba a la mujer, su propia abuela había sido clienta de ella, por lo que no tenía dudas de la fidelidad de tal contacto. Una vez se cargara con una maleta de al parecer liviano peso, ordenó al lacayo que pusiera rumbo al palacio de los Yusupov.
Clavó su mirada en el cálido recubrimiento interior de la diligencia, un terciopelo granate que casi quería imitar al color de su chaleco. Y así hubiera permanecido de no ser por el brusco giro con el que el cochero tuvo la mala idea de sorprenderle. El relincho de uno de los albos caballos anticipó el repentino vuelque de la caja. Un grito en el exterior y un duro golpe fue todo lo que el duque pudo percibir antes de ser noqueado por unos instantes, y, cuando quiso recuperarse, lo primero que sintió fue un dolor tan firme y contundente como ineludible haciendo estragos en su hombro y cabeza. Se llevó la mano contraria a esta segunda, ya que, pese a desorientado, preservaba un ligero orden de prioridades, y un par de segundos más tarde pareció encontrarse en las suficientes buenas condiciones como para escapar de aquel cubículo. La puerta del carruaje cedió sin dificultad y, con evidente dificultad, el aristócrata logró ponerse sobre aquel lateral de la caja, el cual, curiosamente, en vez de en el lateral se hallaba por arriba.
- ¿En qué narices estás pensando, Malikov? – se quejó al pobre hombre, que había ido a parar despedido a unos metros más allá. Al parecer, la buena capa de nieve debía de haber amortiguado la caída, ya que con un salto se puso en pie. Aunque quizás su motivación no fuera su buen estado, sino el temer responder a su señor en una postura tan poco ortodoxa como era el espatarrarse cómodamente sobre el suelo.
- No fue mi culpa, Su Alteza. Una mujer estaba como pasmarote en medio del camino y tuve que intentar… ¡Mire, ahí sigue! Si no me cree, véalo con sus propios ojos.
Viktor siguió el recorrido del brazo que Malikov había extendido tan gentilmente, con una ligera mueca que indicaba que, efectivamente, no había salido ileso del accidente. Y, ciertamente, al final del trazo descrito se encontró a una figura andrajosa, la cual se deducía que era mujer más por las palabras del criado que por lo que la, aunque joven, oscura noche permitía observar. El duque estuvo a punto de gritar un par de improperios para maldecir a la muchacha por su necedad. Estuvo a punto, ya que una nueva punzada en su hombro le hizo detenerse. De pronto, los sucesos que acababa de vivir establecieron una relación con ciertas imágenes que le habían visitado esa misma mañana. Y, aunque esa anómala prontitud entre la advertencia y el hecho le extrañaba, no pudo sino detenerse un instante a considerar la posibilidad. Desviando la mirada hacia el otro extremo de la calle, recorrió el trazado que habían dejado sobre la nieve hasta el punto en el que el blanco se comenzaba a confundir con el rojo. No se había dado cuenta de que uno de los caballos se había roto una pierna durante la caída, ofreciendo un espectáculo ciertamente grotesco. Pero Viktor eludió mirar a los ojos de ese animal que no paraba de resoplar, sintiéndose por el contrario atraído por ese líquido que se extendía por el suelo. Volvió a sentir la misma singularidad que antes al ver sobre el lienzo que era entonces el suelo la casi abstracta silueta de un león alzado sobre sus dos patas traseras, el cual desapareció en cuanto parpadeó, dejando tras de sí el espacio negro que la sangre había creado. Se llevó entonces con gesto pensativo una mano al mostacho, retorciendo su extremo como pretendiendo acicalarlo. Luego volvió a mirar a Malikov y le hizo un gesto que él debió de entender: debía encargarse del pobre animal. Por su parte, él se las apañó para poner los pies en el suelo.
- ¿Se encuentra bien, señorita? – moduló el tono de su voz cuando ya se hallaba lo suficientemente cerca de ella como para que le pudiera escuchar – Discúlpenos, debe de haber sido un gran sobresalto para usted esta sensación – y, dicho esto, sonrió para disponerse a estirar su mano. Sin embargo, se quedó a medio camino, ya que fue en ese instante en el que se percató de que no se encontraban solos, sino que un perro se acurrucaba en las faldas de la mujer mientras clavaba sus pupilas en todo movimiento que hiciera el duque. Pero, tras el precavido impulso, terminó de extenderla para ofrecer su ayuda. Ya había tomado una decisión y no iba a echarse para atrás porque un chucho pudiera morderle.
El resto de la jornada la pasó sin mayor evento cuyo acaecer mereciera más que una mención. La comida en la extraordinaria residencia del príncipe Stróganov, a orillas del mismo río al que se asomaba la de su familia, resultó tan deliciosa como carente de contenido, hablando de temas banales que desilusionaron tanto como aburrieron al duque. Y de los que sí tenían importancia, ya se hallaba bien informado. Por lo tanto, hasta media tarde no pudo atender el verdadero menester que le había llevado a esos recién remodelados salones: cerrar una serie de acuerdos entre ambas familias, tanto en lo que respectaba a la predominancia de los dos apellidos en Rusia como en los asuntos de la siempre importante Francia, la cual tenía más influencia en esa aristocracia oriental de la que muchos consideraran beneficiosa para el país. Para cuando estrecharan las manos con el fin de despedirse, el sol ya había comenzado a dar por iniciado su periodo de descanso y se hallaba retirando. Y Viktor aún tenía un último cometido al que atender. Cruzando la ciudad casi hasta el otro extremo, visitó a una vieja conocida cuya amistad se basaba en la calidad de suministros que ésta le proporcionaba y que él recompensaba con una más que decente cantidad de rublos. Dicha mercancía era para uso personal, pero tan sólo él y el hombre que le llevaba hasta allí, en cuya lealtad confiaba lo suficiente como para saber que no hablaría de ello, sabían de dichos tratos. Y, en lo que respectaba a la mujer, su propia abuela había sido clienta de ella, por lo que no tenía dudas de la fidelidad de tal contacto. Una vez se cargara con una maleta de al parecer liviano peso, ordenó al lacayo que pusiera rumbo al palacio de los Yusupov.
Clavó su mirada en el cálido recubrimiento interior de la diligencia, un terciopelo granate que casi quería imitar al color de su chaleco. Y así hubiera permanecido de no ser por el brusco giro con el que el cochero tuvo la mala idea de sorprenderle. El relincho de uno de los albos caballos anticipó el repentino vuelque de la caja. Un grito en el exterior y un duro golpe fue todo lo que el duque pudo percibir antes de ser noqueado por unos instantes, y, cuando quiso recuperarse, lo primero que sintió fue un dolor tan firme y contundente como ineludible haciendo estragos en su hombro y cabeza. Se llevó la mano contraria a esta segunda, ya que, pese a desorientado, preservaba un ligero orden de prioridades, y un par de segundos más tarde pareció encontrarse en las suficientes buenas condiciones como para escapar de aquel cubículo. La puerta del carruaje cedió sin dificultad y, con evidente dificultad, el aristócrata logró ponerse sobre aquel lateral de la caja, el cual, curiosamente, en vez de en el lateral se hallaba por arriba.
- ¿En qué narices estás pensando, Malikov? – se quejó al pobre hombre, que había ido a parar despedido a unos metros más allá. Al parecer, la buena capa de nieve debía de haber amortiguado la caída, ya que con un salto se puso en pie. Aunque quizás su motivación no fuera su buen estado, sino el temer responder a su señor en una postura tan poco ortodoxa como era el espatarrarse cómodamente sobre el suelo.
- No fue mi culpa, Su Alteza. Una mujer estaba como pasmarote en medio del camino y tuve que intentar… ¡Mire, ahí sigue! Si no me cree, véalo con sus propios ojos.
Viktor siguió el recorrido del brazo que Malikov había extendido tan gentilmente, con una ligera mueca que indicaba que, efectivamente, no había salido ileso del accidente. Y, ciertamente, al final del trazo descrito se encontró a una figura andrajosa, la cual se deducía que era mujer más por las palabras del criado que por lo que la, aunque joven, oscura noche permitía observar. El duque estuvo a punto de gritar un par de improperios para maldecir a la muchacha por su necedad. Estuvo a punto, ya que una nueva punzada en su hombro le hizo detenerse. De pronto, los sucesos que acababa de vivir establecieron una relación con ciertas imágenes que le habían visitado esa misma mañana. Y, aunque esa anómala prontitud entre la advertencia y el hecho le extrañaba, no pudo sino detenerse un instante a considerar la posibilidad. Desviando la mirada hacia el otro extremo de la calle, recorrió el trazado que habían dejado sobre la nieve hasta el punto en el que el blanco se comenzaba a confundir con el rojo. No se había dado cuenta de que uno de los caballos se había roto una pierna durante la caída, ofreciendo un espectáculo ciertamente grotesco. Pero Viktor eludió mirar a los ojos de ese animal que no paraba de resoplar, sintiéndose por el contrario atraído por ese líquido que se extendía por el suelo. Volvió a sentir la misma singularidad que antes al ver sobre el lienzo que era entonces el suelo la casi abstracta silueta de un león alzado sobre sus dos patas traseras, el cual desapareció en cuanto parpadeó, dejando tras de sí el espacio negro que la sangre había creado. Se llevó entonces con gesto pensativo una mano al mostacho, retorciendo su extremo como pretendiendo acicalarlo. Luego volvió a mirar a Malikov y le hizo un gesto que él debió de entender: debía encargarse del pobre animal. Por su parte, él se las apañó para poner los pies en el suelo.
- ¿Se encuentra bien, señorita? – moduló el tono de su voz cuando ya se hallaba lo suficientemente cerca de ella como para que le pudiera escuchar – Discúlpenos, debe de haber sido un gran sobresalto para usted esta sensación – y, dicho esto, sonrió para disponerse a estirar su mano. Sin embargo, se quedó a medio camino, ya que fue en ese instante en el que se percató de que no se encontraban solos, sino que un perro se acurrucaba en las faldas de la mujer mientras clavaba sus pupilas en todo movimiento que hiciera el duque. Pero, tras el precavido impulso, terminó de extenderla para ofrecer su ayuda. Ya había tomado una decisión y no iba a echarse para atrás porque un chucho pudiera morderle.
Viktor A. Yusupov- Hechicero/Realeza
- Mensajes : 9
Fecha de inscripción : 23/06/2015
Re: El brujo y la joven corona |Privado
¿Qué pensar cuando ves la muerte llegar a tu puerta? Lena lo tuvo fácil, vio simplemente pasar su vida frente sus ojos, como en una película que pronto termina con su fin. Y antes siquiera de terminar aquella cinta dramática de una vida cuyo destino iba a ser el de terminar demasiado pronto su paso por aquella tierra, todo, absolutamente tal y como llegó, abruptamente terminó. La respiración se le tornó dificultosa, rasposa y con los miembros y la cabeza entumecida no se sobrepuso enseguida, sino que restó unos segundos allí inmóvil sintiendo la respiración de Sasha junto a ella, sana y viva, sin creerse que ella también pudiera correr con esa suerte. Los caballos habían pasado sobre su cuerpo y por suerte únicamente una de las ruedas del carruaje llegó a alcanzarla, desgarrándole el vestido que llevaba e hiriéndole la pierna izquierda. Sentía dolor al respirar de una de las costillas, que imaginó tendría fracturada o rota por el intenso palpito que sentía proveniente de la zona. Misteriosamente y gracias seguramente pensó la joven a su madre que aún desde el cielo cuidaba de ella, había salido bien parada de ese accidente en el que temió perder la vida. No obstante, solo había recibido las contusiones de los golpes, algún que otro arañazo y la herida de su pierna, sin contar con la costilla. Seguramente esas heridas a alguien que tuviera un hogar y medios, no supondría mucho, pero para Lena que no contaba con ningún apoyo más que el de aquella perra que la acompañaba, de no sanar bien o encontrar a alguien que pudiera ayudarla, podría infectarse y terminar febril en algún lugar de mala muerte, esperando por su último aliento. Lo sabía pero poco podía hacer ahora por ella, únicamente podía despertar e intentar moverse, probar de esa forma que todo lo demás estuviese intacto y poder con suerte apartarse antes de que el señor que oía exclamar en el lugar donde se había caído el carruaje tras pasarle por encima se le acercase a rematarla. A fin de cuentas, ella era una sin nombre. Una sin nadie.
El primer aliento profundo le costó una vida entero y un dolor que llenó sus ojos de lágrimas. Su pecho se encontraba tenso y únicamente el sentir a Sasha viva le dio las fuerzas necesarias para despertar de aquella inconsciencia. Parpadeó un par de veces y el mundo giró a su alrededor cuando finalmente abrió los ojos. Gimió de dolor y llevándose una mano al costado donde sentía las irremediables y candentes punzadas de dolor, se incorporó lo suficiente para poder examinar su maltrecha pierna. Muy lentamente el paisaje nevado de esa noche apareció ante sus ojos, al principio borroso y luego a medida pasaron los segundos, más nítido, hasta que al fijarse en su pierna y ver la sangre temió regresar a la inconsciencia. Jamás había llevado bien el ver la sangre, aún menos la propia a pesar de que no habían sido pocas las veces en que había tenido que lidiar con sus propias heridas. La única diferencia entre el ahora y el antes, es que antes contaba con el apoyo y la ayuda de su madre, que enseguida acudía y como podía vendaba sus heridas tras hacer un ungüento que aplicaba. Un suspiro escapó de sus labios y cuando estuvo por regañar a Sasha que no dejaba de revolotear sobre ella, una voz la sobresaltó por unos segundos, en que desorientada todavía tras el golpe no supo de su procedencia. ¿Serían aquellos de las escopetas? Se preguntó al recordar y fijar su mirada entelada hacia el joven que se aproximaba a ella.
Le miró sin saber que decir y desviando sus ojos hacia la mano que le tendía, no fue consciente del recelo de Sasha hasta que un gruñido le avisó del mal comportamiento de la perra. Sorprendida bajó la mirada hasta la perra que yacía en su regazo y aún sorprendida por aquel comportamiento, con la mano la hizo abandonar su falda y así abandonar esa posición de ataque o recelo que poseía ante el desconocido.
— Lo siento… es la primera vez que se comporta así, os pido perdón en su nombre. —dijo regresando a mirar al señor con una de sus primeras sonrisas de aquella noche. — Solo desea protegerme, soy lo único que le queda. — O lo único que le quedaba a ella, pensó la joven silenciando sus pensamientos y guardándoselos para sí al tiempo que alzando la mano tomaba la ajena, aceptando su ayuda. Con dificultad se sirvió de él y de su apoyo para levantarse y a pesar de querer quejarse del dolor de su pierna, simplemente se mordió los labios acallando cualquier queja hasta que estuvo finalmente de pie y pudo apoyar la pierna malherida de forma que no le doliese tanto.
—Gracias por vuestra ayuda señor y siento también lo que os ha causado mi torpeza. —Su mirada se perdió unos segundos en el carruaje que el chofer intentaba poner derecho de nuevo y volviendo a mirar al señor frente a ella, pensando en quien debía de ser, fue consciente de que aún su mano permanecía en la ajena y avergonzada de aquel comportamiento apartó la mano. No era una costumbre muy educada el mantener el contacto de las manos en la sociedad por tanto tiempo, más aún si eran dos desconocidos. —Si os pudiera ayudar de alguna forma para solventar esta caída, haré cuanto esté en mi mano por hacerlo. Por ahora, solo os puedo ofrecer mi más sincera disculpa y mi más sincero agradecimiento. — Sus ojos recorrieron el rostro masculino y terminando en el mostacho que este poseía, recordó que su madre siempre le había dicho que todo hombre quería siempre algo a cambio. Nada lo hacían por hacer, siempre había un motivo oculto, una carta escondida en su baraja. — ¿Por qué me habéis ayudado, señor? Muchos otros me habrían dejado tirada en el suelo, ni se habrían molestado en socorrerme.— Añadió con curiosidad sin saber si su madre por una vez podría haberse equivocado o de nuevo, ella siempre tenía razón.
El primer aliento profundo le costó una vida entero y un dolor que llenó sus ojos de lágrimas. Su pecho se encontraba tenso y únicamente el sentir a Sasha viva le dio las fuerzas necesarias para despertar de aquella inconsciencia. Parpadeó un par de veces y el mundo giró a su alrededor cuando finalmente abrió los ojos. Gimió de dolor y llevándose una mano al costado donde sentía las irremediables y candentes punzadas de dolor, se incorporó lo suficiente para poder examinar su maltrecha pierna. Muy lentamente el paisaje nevado de esa noche apareció ante sus ojos, al principio borroso y luego a medida pasaron los segundos, más nítido, hasta que al fijarse en su pierna y ver la sangre temió regresar a la inconsciencia. Jamás había llevado bien el ver la sangre, aún menos la propia a pesar de que no habían sido pocas las veces en que había tenido que lidiar con sus propias heridas. La única diferencia entre el ahora y el antes, es que antes contaba con el apoyo y la ayuda de su madre, que enseguida acudía y como podía vendaba sus heridas tras hacer un ungüento que aplicaba. Un suspiro escapó de sus labios y cuando estuvo por regañar a Sasha que no dejaba de revolotear sobre ella, una voz la sobresaltó por unos segundos, en que desorientada todavía tras el golpe no supo de su procedencia. ¿Serían aquellos de las escopetas? Se preguntó al recordar y fijar su mirada entelada hacia el joven que se aproximaba a ella.
Le miró sin saber que decir y desviando sus ojos hacia la mano que le tendía, no fue consciente del recelo de Sasha hasta que un gruñido le avisó del mal comportamiento de la perra. Sorprendida bajó la mirada hasta la perra que yacía en su regazo y aún sorprendida por aquel comportamiento, con la mano la hizo abandonar su falda y así abandonar esa posición de ataque o recelo que poseía ante el desconocido.
— Lo siento… es la primera vez que se comporta así, os pido perdón en su nombre. —dijo regresando a mirar al señor con una de sus primeras sonrisas de aquella noche. — Solo desea protegerme, soy lo único que le queda. — O lo único que le quedaba a ella, pensó la joven silenciando sus pensamientos y guardándoselos para sí al tiempo que alzando la mano tomaba la ajena, aceptando su ayuda. Con dificultad se sirvió de él y de su apoyo para levantarse y a pesar de querer quejarse del dolor de su pierna, simplemente se mordió los labios acallando cualquier queja hasta que estuvo finalmente de pie y pudo apoyar la pierna malherida de forma que no le doliese tanto.
—Gracias por vuestra ayuda señor y siento también lo que os ha causado mi torpeza. —Su mirada se perdió unos segundos en el carruaje que el chofer intentaba poner derecho de nuevo y volviendo a mirar al señor frente a ella, pensando en quien debía de ser, fue consciente de que aún su mano permanecía en la ajena y avergonzada de aquel comportamiento apartó la mano. No era una costumbre muy educada el mantener el contacto de las manos en la sociedad por tanto tiempo, más aún si eran dos desconocidos. —Si os pudiera ayudar de alguna forma para solventar esta caída, haré cuanto esté en mi mano por hacerlo. Por ahora, solo os puedo ofrecer mi más sincera disculpa y mi más sincero agradecimiento. — Sus ojos recorrieron el rostro masculino y terminando en el mostacho que este poseía, recordó que su madre siempre le había dicho que todo hombre quería siempre algo a cambio. Nada lo hacían por hacer, siempre había un motivo oculto, una carta escondida en su baraja. — ¿Por qué me habéis ayudado, señor? Muchos otros me habrían dejado tirada en el suelo, ni se habrían molestado en socorrerme.— Añadió con curiosidad sin saber si su madre por una vez podría haberse equivocado o de nuevo, ella siempre tenía razón.
Lena Z. Vasílièva- Humano Clase Baja
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