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PARÍS, FRANCIA
AÑO 1842

Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.

Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.

¿Estás dispuesto a regresar más doscientos años atrás?



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Mensaje por Carmina Moran Mar Sep 01, 2015 1:55 pm

El oscuro velo escondía sus facciones de ojos curiosos, ocultando sus rasgos seguramente constreñidos por el dolor de la perdida, el rosario en sus manos repiqueteaba con cada movimiento, cuentas de plata contra cuentas de esmeralda, un bello adorno para una piadosa viuda, rezando por el alma de su esposo.

No era más que otra mujer virtuosa rezando en Notre Dame.

Al menos eso parecía para ojos extraños. Cualquier persona que la observara con cuidado vería que su ropa era demasiado lujosa para ser un vestido de luto, el velo estaba adornado con lágrimas de plata en el borde, una muestra de la vanidad de la mujer y de sus labios no salía ni una sola palabra que acompañase la cacofonía de voces del lugar. No, esa mujer no estaba allí para rezar.

Sus ojos estaban clavados en la puerta que llevaba a la sacristía. Un lugar en el cual las mujeres no eran bienvenidas, pero aun así ella había entrado, siguiendo los pasos de un Cardenal que no parecía estar de demasiado buen humor.

La existencia de esa mujer llevaba intrigándola desde hacía meses.

A simple vista no era más que una de las aristócratas extranjeras que tanto abundaban en Paris. Ella mima pertenecía a aquella clase. Mujeres elegantes y de cierta edad que saltaban de fiesta en fiesta, en un mundo de aparente hedonismo y lujo.

Pero al igual que ella, La Mujer no era lo que aparentaba. Bajo su bonita fachada parecía esconderse una caja misteriosa. Un secreto dentro de un misterio con un envoltorio exquisito.

No le habría prestado demasiada atención de no haberla visto varias veces en compañía del infame Cardenal. Que un hombre de Dios tomara una o dos amantes era apenas un escándalo, y entre los altos mandos de la inquisición las amantes parecían ser un símbolo de estatus. Cuanto más joven y hermosa más poderoso parecía el hombre.

Pero aquella mujer no era nada de eso, no era una jovencita vápida e inculta. La había oído hablar en una fiesta en la cual habían coincidido y sin duda tenía una mente aguda. Demasiado aguda.

Era una mujer inteligente que olía a escándalos y problemas.

Y Para más inri, estaba casada.

No es que estuviese preocupada por la reputación del Cardenal. En varias ocasiones se había referido a él como un “Sátiro amante de las intrigas” y su animadversión hacia él no era algo que mantuviese en secreto.

Lo que la preocupaba era la ya dañada reputación de la Inquisición.

No era un secreto que la institución se había corrompido con el paso de los años, y todo era culpa de hombres y mujeres como el cardenal, preocupados únicamente consigo mismos. Ladrones y falsos profetas que se deslizaban entre las filas de la iglesia, envenenándolo todo y sembrando lo que podrían ser campos de sabiduría y virtud con malas semillas que mataban a las posibles flores.

Carmina estaba dispuesta a terminar con aquello. No iba a permitir que por culpa de un hombre egoísta su amada inquisición se fuera al garete.
El sonido de la puerta de la sacristía abriéndose hizo que levantara la mirada, y en cuanto vió a la mujer salir de allí, caminando como si cada pedazo de aquel lugar le perteneciera se santiguó rápidamente y se levantó, siguiéndola silenciosamente. Dispuesta a descubrir que papel tenía en todo aquello.

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Mensaje por Cordelia Holtz Miér Sep 02, 2015 5:08 pm


La vida es un rosario de pequeñas miserias que el filósofo desgrana riendo pensaba la mujer. Palabras de Athos, el mosquetero; de Dumas, el escritor. Y finalmente paladeadas por Alphonse, el Cardenal, en su viaje hasta los oídos y posteriormente la mente de la cazadora.

Ojos cerrados y sonrisa burlona acorde al momento, la situación y los actos. El mejor complemento para llamar la atención. Broches y camafeos, ¿quién los quiere?
Su reloj de bolsillo –reliquia, objeto de colección perteneciente a uno de los muchos hombres a los que había robado, matado a lo mejor. Demasiados para acordarse, así como demasiados eran también ya los años en que comenzara su pequeña galería personal- marcaba la hora acordada. A sus doce, el Cardenal le hizo la señal. Ella acudió a la sacristía, esperando la reprimenda de su igual, cansado ya de que la mujer hiciera acto de presencia en aquel lugar y poniendo en peligro a ambos de forma pública. Nada nuevo, por otro lado.

El Arzobispo amenazante y la aristócrata vacilante. Un panorama que representaba el día a día entre ambos. No fue, sin embargo, más acertada la reprimenda del clérigo que en aquella ocasión, pues hubo una mujer para la cual los constantes encuentros entre ambos no pasaron desapercibidos.

Fue entonces que, en una ocasión no especialmente diferente al resto, la cazadora abandonó la catedral tras la pertinente conjura a manos de ambos –el hombre y ella- y comenzó a sentir una presencia que no le era conocida. Durante demasiados años había tenido que sopesar los pros y los contras de su peculiar trabajo y ser blanco de un sinfín de personas no eran más que gajes del oficio. Así pues, asumió que en adelante –al menos durante aquel día en particular- debería alejarse de todo aquello que implicaran negocios sucios. Por desgracia para ella, aquello resultó imposible. En mitad de la calle la abordó un hombre.

- ¿Eres Liz?

Un nombre falso, como todos los suyos. Como prácticamente todas sus relaciones y los papeles que fingía interpretar. Recuerda haber tomado una terrible cantidad de ellos: Anne de Breuil, Liz –que no provenía de ninguna novela de Jane Austen, sino de la flor de lis que una vez le hubieron grabado a fuego en su clavícula-, Scarlett –por el color que acostumbraba a vestir, su predilecto-,…

- Estimado caballero, he de decirle que está usted absolutamente equivocado, pues acostumbro a hacerme llamar Clara –otro más-. Tenga, unas monedas –dijo entregándole una diminuta bolsita de terciopelo con algo dentro que desde luego no eran monedas-. Estoy segura de que podrá sacarles alguna utilidad –recalcando su última frase como la que intenta dar un mensaje inapreciable para muchos, pero significativo para unos pocos-.

La cazadora continuó su camino, esperando haber cumplido con lo que se requería de ella como mujer de alta sociedad: caridad al pobre y garantizar que el resto del día se moriría de aburrimiento cosiendo en su acomodado hogar. El remedio perfecto, antídoto a todo curioso con intenciones cuestionables.
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Mensaje por Carmina Moran Jue Sep 03, 2015 2:31 pm

La Mujer era orgullosa. Podía notarlo en la manera que se movía, pasos que reclamaban cada pedazo de tierra que pisaba como suyo. E incluso entre la multitud, era imposible perderla de vista. Oh, parecía una flor delicada;  pero incluso la más delicada de las flores  podía ser venenosa, y en su caso, no había duda de que era Belladona.

La seguía de cerca, fingiendo estar interesada en los puestos de artesanía y comida que aprovechaban el barullo que se formaba cuando los miembros de  la aristocracia salían de la iglesia.  En el momento que un hombre con aspecto cuestionable se acercó a La Mujer, Carmina se paró junto a un puesto de joyería, seguramente robada y mientras no dejaba de vigilarlos compró lo que tenía que ser el collar más feo de la historia. No le sorprendería que semejante atrocidad estuviese embrujada.

En el momento en que le fue entregue la bolsa, Carmina sonrío de lado, emitiendo un silbido agudo que atrajo la atención de lo que parecían ser sus cómplices. Un grupo de unos diez jóvenes, entre seis y quince años que se colocaron discretamente junto a la mujer.


-Ma’m Moran –dijo la que parecía el líder- Siempre es un placer verla.

-El placer es todo mío, querida Muschietta... Eponine, Montparnasse –dijo, saludando a los otros- Supongo que os habéis fijado en la encantadora dama que os he dicho. ¿Cierto?

Todos asintieron, y el que parecía llamarse Montparnasse hizo un comentario que sonaba como “Una verdadera muñeca”, a lo que la Inquisidora no dudo en poner los ojos en blanco tras el velo.
-Si... si, lo que sea ‘Parnasse –les lanzó unas monedas mientras hablaba- Cincuenta francos a quien me traiga la bolsa que le ha entregado. No la abráis, ni intentéis fugaros con ella. Si se os ocurre hacerlo, no habrá lugar en la Corte de los Milagros en el que os podáis esconder. ¿Entendido?

-Sesenta si lo conseguimos en menos cinco minutos.

-Hecho.


Montparnasse se toco el ala del gastado sombrero y  desapareció, seguido por todos menos Muschietta, que  se dedicó a vigilar que la policía no se metiese en asuntos ajenos.
A sus tres, La Mujer parecía estar haciendo tiempo. ¿Tal vez comprobando que nadie la seguía? Sin duda una mujer como esa era consciente de que había alguien en su cola. De no estarlo, bueno, en ese caso Carmina al había sobrestimado y no era tan inteligente como creía.
Habían pasado tan solo dos minutos cuando únicamente Eponine volvió junto a Carmina, con la bolsita de terciopelo entre las manos, jugueteando con ella distraídamente.


-Pan comido Jefa, el pollo no se ha dado cuenta de nada –dijo sonriendo con dientes torcidos.

-Sois unos Santos –cuando la niña le entregó la bolsita, Carmina le dio lo que parecían ser más de sesenta francos, acompañados por el collar- Si pasáis por mi casa, pedidle a Roux que os de algo de comer. Parecéis esqueletos.

Abandonó el lugar, con la bolsa bien segura en uno de los bolsillos secretos de su capa. Su curiosidad le pedía que la abriese para ver que había dentro, pero sabiendo o que el Cardenal solía llevarse entre manos, no quería arriesgarse. Lo mejor era ser una buena samaritana y devolverle a La Mujer la bolsa que unos ladronzuelos le habían hurtado. Sin duda era lo correcto.

Sin correr, pero con paso decente, casi trotando, se coloco tras ella, hablándole en un Ingles claro y conciso, teñido de un suave acento Gales.


-Disculpe… creo que se le ha caído esto –dijo, sacando la bolsita de su capa y sosteniéndola en la palma de la mano-  Una bolsa tan bonita. Sería una pena que cayese en manos codiciosas. ¿No cree?
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Mensaje por Cordelia Holtz Vie Sep 04, 2015 11:19 am


Muchas fueron las reacciones que pasaron por la mente de la cazadora ante aquella situación. Durante unos segundos, perdió la mirada en la bolsa. Sus ojos pardos bailaron de un lado al otro, rebuscando aquí y allí dentro de su cabeza, esperando encontrar la respuesta adecuada a tal contratiempo.

Parecía imposible que una mujer como aquella sustrajera la bolsita al hombre encargado de portarla. Sobre todo dado su contenido. Pensó en muchas cosas. Pensó en la reprimenda que recibiría el secuaz en cuestión. Probablemente lo hicieran ahorcar. Si el hombre para el que trabajaba era demasiado impulsivo, a lo mejor no le daría ni tiempo a disculparse, encontrándose rápidamente con una bala en la cabeza. Se preguntó ante quién estaba. Sus palabras, para nada inocentes, apuntaban hacia una aventura. La posibilidad de conocer otra piedra en el camino –atestado de ellas ya, por otro lado-.

Sonrió por fin, esperando no haber dado señal alguna de inquietud y sorpresa.

- ¡Oh, Dios mío! Cuanto se lo agradezco –fingió, sintiéndose asqueada ante la situación que debía enfrentar-. Recién acababa de hacerme con ello y si se me ocurre regresar a mi hogar diciendo que lo he perdido… bueno, mi marido puede matarme –dijo aceptando la bolsa y abriéndola a continuación.- Caramelos. Coja uno, vamos. No se meterá en la boca cualquier cosa. Provienen de la India y le aseguro que vuelven loco a cualquiera. Una vez los haya probado, no podrá seguir viviendo como hasta ahora –bromeó, de forma ambigua y ofreciendo a su acompañante unos caramelos bañados en veneno-.

El Cardenal de La Rive era un hombre de recursos. Sabía lo que quería y conocía los medios adecuados para hacerse con aquello que anhelaba. Su plan, trazado hace años, consistía en un recorrido plagado de obstáculos que debía sortear, peldaños que debía subir uno a uno, ingeniándoselas siempre de forma traicionera y manipuladora.

En la ocasión que se le presentaba esta vez, debía obtener el favor de un miembro del clero –otro más, corrompido como el propio Alphonse-, perteneciente también a la Inquisición. Para ello, haría llegar a través de su ayudante de cabellos azabache el encargo de éste. Veneno, ni más ni menos, con el que poder acabar con la vida de… bueno, ¿a quién le importa?
Porque con el juicio con que juzguéis, seréis juzgados; apuntaba Mateo. Aquel de ustedes que esté libre de pecado, que tire la primera piedra; decía Juan. La Biblia tenía un montón de formas de señalar que nos ocupáramos de nuestros asuntos, y así era como acostumbraban a actuar la cazadora y el Cardenal.
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Mensaje por Carmina Moran Vie Sep 04, 2015 1:58 pm

Oh, con que esas tenían.  Si La Mujer deseaba jugar, Carmina podía hacerlo también. Bajo toda su fachada de soldado tenía alma de espía y conspiradora. A eso también contribuían los abundantes folletines que solía leer en su tiempo libre. Aunque sonase ridículo, en ese momento se sentía como un personaje de Dumas, y le encantaba.

-Sois muy amable, querida –cogió uno de los caramelos y lo sostuvo entre los enguantados dedos, observándolo con ojo crítico-Pero me he confesado y Monseñor de La Rive me ha puesto como penitencia el ayuno. Hay veces que olvido que la Gula es un pecado capital –se guardó el caramelo en uno de los bolsillos secretos de la falda. Tenía intención de pedirle a un boticario amigo suyo que analizase el dulce.
.
Sabía que estaba poniéndose en peligro. Una sola palabra de La Mujer y el Cardenal podría arruinar su vida. Su posición en la orden ya era lo suficientemente precaria. Un solo desliz y lo más probable es que terminase flotando en el Sena. Pero su sentido de la justicia era mayor que su miedo a perderlo todo. Aun así, su osadía podría valer la pena. Con suficientes pruebas podría hacer que el Cardenal cayese en desgracia, e incluso, podría guardarse para sí misma lo que descubriese y usarlo para manejar a Monseñor Sátiro. Su brazo era muy largo y alcanzaba recursos con los que ella solo podía soñar. El poder de un hombre como ese sería una adición inimaginable para su pequeña causa privada.

Se levantó el velo, dejando sus rasgos a la vista por primera vez, ojos oscuros e inteligentes que la miraban fijamente, provocándola de manera descarada, esperando que hiciese algún comentario sobre el dulce que acababa de guardar en su bolsillo o incluso que intentase recuperarlo.


-La he visto en la catedral. ¿Le ha gustado el sermón del Cardenal? –cruzó el brazo con ella como si se tratasen de amigas de toda la vida, sujetando su antebrazo con más fuerza de la que una mujer como ella parecía tener –Sin duda alguna es un hombre Pio y Beato. No me extrañaría que tras su muerte lo santificáran sonrió de forma algo agresiva, clavando los dedos en su piel- Pero usted lo conoce. Les he visto realmente cercanos el uno al otro. Sobre todo cuando le ha acompañado a la sacristía… ha sido, realmente ¿Cómo decirlo? Oh si… Sospechoso.

Rio levemente, como si compartiesen una broma privada mientras caminaban en dirección del carruaje de la Inquisidora, desde el cual un hombre negro de unos cincuenta años las esperaba con la portezuela abierta.

-O tal vez estoy leyendo demasiado en el asunto. Tan solo soy una viuda boba con demasiada imaginación que no sabe meterse en sus propios asuntos.

Se llevó la mano que tenía libre al bolsillo secreto de su falda, allí no solo tenía el caramelo, sino que también un pequeño revolver con el cual no dudaría de amenazar a La Mujer si esta se resistía y no subía al carruaje sin montar ningún escándalo.


-Por cierto, veo que no tiene un carruaje por aquí, e insisto en que me deje llevarla hasta su casa. Últimamente Paris es un lugar peligroso. Incluso he oído que están secuestrando a damas extranjeras y pidiendo un rescate.
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Mensaje por Cordelia Holtz Mar Sep 08, 2015 5:52 pm


Monseñor de La Rive. Otra boca que no era la suya, pronunciando aquel nombre. Algo que siempre conseguía provocar la sonrisa de la cazadora. Un sinfín de copias del Cardenal circulaban por todo París. Alphonse, el piadoso; Alphonse, el hombre de Dios. Mas ella sabía cual era la verdad: Alphonse, el Diablo francés; Alphonse, la perdición misma con sotana.

- No el más divertido, desde luego.

Y es que, ¿cuál de los siete pecados capitales se libraba de hacer acto de presencia en la mujer? La lujuria, patente en cada infidelidad o incluso, irónicamente, en cada consumación de su propio y deshecho matrimonio. La gula, en su caso no tanto ligada a los manjares de la época, sino a la desmedida con que su lengua y esófago absorbían los grados de una buena botella de vino, ron o cosas peores, sustancias todavía menos aceptadas. La pereza, aquella sombra que no dejó de atosigarla años atrás, a raíz de que la felicidad en su matrimonio se extinguiera, convirtiendo a la mujer en un cuerpo sin vida que iba y venía sin voluntad propia. La ira, representada en arma de fuego, en cuchillo afilado, rogando por clavarse en las entrañas de muchos, de aquellos que se ponían en el camino de la aristócrata. La envidia, obligándola a codiciar aquello que desprecia a menudo sólo porque otras lo poseen –a su marido y otras personas-. La avaricia, como guía de muchas de sus acciones, prostituyendo su pobre alma dentro de las conjuras más desleales y traicioneras que jamás se hubieran imaginado. Finalmente, la soberbia; el peor de todos, el más presente. Impregnando cada movimiento, cada gesto y palabra de Cordelia, la orgullosa.

- Irónicamente, los sermones del Cardenal de La Rive parecen proferidos por un hechicero encargado de embelesar a su público con sus malas artes: el don de la palabra y una lengua serpenteante que no deja indiferente a nadie.

Ni aquello tenía buena pinta, ni Cordelia hubo enloquecido minutos antes al creer que alguien podía observarla o seguirla.
La actitud de aquella mujer pareció volverse amenazante por momentos y la cazadora no podía amedrentarse, así funcionaba aquello.

- Lo que quiera que suceda en la sacristía entre el Cardenal y yo, es algo de lo que sólo nosotros y Dios deberíamos tener constancia, ¿no cree?. De la misma forma que estoy segura, a usted no le gustaría que nadie entrara en el confesionario cuando busca el perdón del Señorbaja el tono, Cordelia; pensaba la mujer comenzando a sentirse atacada. Y con razón-. ¿Meterse en sus propio asuntos? No es ningún pecado tener aficiones. A no ser… que éstos te lleven a cometerlos. Estoy segura de que no es de esa clase mujeres. Hipócritas que luchan por unos ideales y a la primera de cambio se convierten en el enemigo. No, usted no parece de esas.

Y fue así como continuó tratando Cordelia a aquella mujer, enmascarando mediante palabras y gestos aparentemente amables y pícaros, un más que evidente odio latente. Nunca hay que olvidar que es preferible utilizar miel y no vinagre contra las moscas que revolotean a tu alrededor. En este caso, una especialmente molesta.

No hacía falta ningún revolver apuntando a la espalda de la mujer para que ésta, encantada, aceptara el juego que se le estaba presentando.

- Mil gracias y desde luego acepto su ofrecimiento, pero… con pesar le puedo asegurar que una ingente cantidad de personas que me conocen no harían más que alegrarse de mi desaparición. Al mismo tiempo, su vida pasaría de una plácida existencia a convertirse en una huida constante, rezando por no ser maniatada y abandonada en un calabozo el resto de sus días –advirtió con seriedad, sin dejar de sonreír leve e inconscientemente-. ¡Es lo malo de ser la esposa del director del Banco de Francia-bromeó-! Que para llegar a esa posición escrúpulos es lo último que debes poseer –finalizó subiendo a un carro cuyo destino era todavía una incógnita-.
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Mensaje por Carmina Moran Mar Oct 27, 2015 8:56 pm

Alzo ambas cejas al oírla, sonriendo con complicidad, como si entendiese a lo que se refería.


-No sabía que Monsieur Director estaba casado con una extranjera… -Mientras hablaba le hizo varios signos rápidos al cochero que esperaba, sujetando la portezuela del carruaje- Parece ser que ahora nadie se casa con las pobres francesas.

El interior del carruaje era llamativo y ligeramente extravagante, con los paneles interiores forrados en seda azul, con motivos de pavos reales, mientras que los asientos estaban hechos de un cuero excepcionalmente grueso y suave, pulido al extremo; revelando más sobre su poseedora de lo que sus ropas o forma de comportarse dejaban a la vista.
Ese era el carruaje de una mujer en extremo vanidosa y que admiraba todo lo caro, al menos a primera vista no era el carruaje de una inquisidora, sino el de una esposa mimada. Para quienes supieran observar lo que había a su alrededor, resultaba un lugar interesante, con cientos de compartimentos secretos, armas escondidas y varias manchas de sangre secas.


-Me imagino los rumores si llegara a desaparecer –se quitó los guantes,  dejándolos caer junto a ella- Tal vez comentaran que se ha fugado con un atractivo caballero…

El carruaje se movía cada vez más al sur, dejando los barrios más elegantes y ricos tras ellas. Poco a poco las casas eran menores y más oscuras, las mujeres ya no lucían elegantes vestidos, sino que vestidos ajados y en muchos casos iban descalzas. El carruaje con sus lustrosos caballos destacaba como un diamante entre el carbón.

-… O tal vez pensaran que alguien ha decidido deshacerse de usted, por verse metida en una intriga política –había sacado un pequeño espejo y estaba arreglándose el maquillaje con cuidado, por su tono se diría que estaba hablando sobre el tiempo, nada indicaba que acababa de amenazarla- Las gentes de parís son aficionas a ese tipo de cotilleos, el otro día…

Se dio un golpe en los labios con la punta de los dedos, como si estuviese castigándose por hablar demasiado, fingiendo estar ligeramente avergonzada sobre lo que iba a decir.

-Lo que oí no es adecuado para compañías refinadas, un escándalo tan grande, estoy segura que son solo paparruchas para entretener a aquellas que no tenemos nada que hacer, pero, ¿Quién soy yo para resistirme a semejantes cotilleos?

Se inclinó hacia delante, sonriéndole como si fuesen amigas de toda la vida compartiendo un jugoso secreto.

-Hay gente, insinuando que nuestro queridísimo Cardenal esta deshaciéndose de sus enemigos políticos con malas artes… que incluso recurre a los servicios de… mujeres de reputación para ello –La miraba con las cejas alzadas, fijándose en cada uno de sus movimientos para intentar hacerse a la idea de lo que podía estar pensando- Aunque claro, eso no son más que habladurías.

Habladurías o no, ver en la manera en que La Mujer tenía intención de contestar tales acusaciones, le darían a Carmina una oportunidad de prever cómo debía comportarse. Si seguir con la pantomima valía la pena o si abrir el juego y confrontarla con la verdad sería más ventajoso.
Dependiendo de lo que decidiese, aquel juego estaba comenzando a resultarle demasiado divertido, y había la posibilidad de que se dejase llevar demasiado por él, causándole más problemas de los necesarios.
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Mensaje por Cordelia Holtz Miér Mayo 04, 2016 4:08 pm



La sorpresa arropó de forma repentina aquella situación y bajo el manto de lo inesperado, la cazadora rebeló más datos de los que solía dejar escapar. Sin casi percatarse, acababa de decirle quién era ella y prácticamente el cómo encontrarla. Sin olvidarnos de un acento que todavía no había desaparecido y que revelaba su procedencia a cualquiera con buen oído. ¿Qué sería lo siguiente? ¿Su nombre y talla de calzado?

- Si Isolda de Irlanda logró embrujar los sentidos de Tristán de Aragón con su belleza, ¿por qué la fortuna ha de postularse contraria a mi? Las mujeres francesas son tan del siglo XVII que, ¿quién no ha compartido ya lecho con alguna?

Faldón en mano y cual pavo real, armada hasta los dientes de orgullo, la irlandesa desfiló peldaño a peldaño hasta asentarse en el interior de aquel carruaje que sabe Dios a donde pretendía llevarla. Curiosa, inspeccionó su interior sin mover siquiera el cuello, con unos ojos color avellana que presumían de independencia y agilidad.

- Intrigas políticas –carcajeó-. Mi señora, no soy más que una devota de Dios y es por ello que estimo en demasía al cardenal. Supongo además que, como todo pastor, si una oveja de su rebaño llegara a descarriarse… bueno, a veces los sacrificios son necesarios. ¿No se sacrificó Jesús por nuestros pecados? ¿Y no se debe sacrificar una buena devota por su Señor o su cardenal en este caso, representación divina del primero en este mundo terrenal de intereses en conflicto? Galesa o irlandesa, ambas somos ovejas, querida –señaló posando su mano en rodilla ajena-. Descarriadas de distinta forma. Mas nuestro destino, insisto, en que no distará mucho. Polvo eres y en polvo te convertirás –recitó palpando la daga que descansaba contigua a su muslo, de nimio tamaño. El suficiente para pasar inadvertida incluso cuando la mujer se prestaba al tacto de manos ajenas. En este caso, no buscaba su utilización, sino precisamente todo lo contrario: la posibilidad de salir de allí sin tener que llegar a las manos y a las venas- nos recuerda el cardenal cuando regresa al Génesis en sus maravillosos sermones semanales.

El carruaje comenzaba a tambalearse. El terreno resultaba azaroso y tras un rápido vistazo, la mujer se percató de que su próxima parada no sería la mansión que solía servirle de hogar.

- Lamento no poder ayudarla, de veras. Conocedora como soy de las desventajas de mi sexo, acostumbro a dejar los entresijos de la política y el negocio en manos de los hombres. Al fin y al cabo, ¿qué podemos hacer nosotras? Sólo somos mujeres –sonrió al tiempo tomaba de la mano a su acompañante y le arrebataba delicadamente su carmín. Y fue con esa sonrisa ávida de picardía todavía a expensas que comenzó a delinear con precisión los labios de la traicionera mujer a su diestra-. En verdad, me resulta extraño. Cuanto menos, peculiar e interesante. Una mujer tan hermosa como usted, con unos ojos que dicen buscar el Reino de los Cielos pero que no prometen más que el Infierno en vida de aquel que ose mirarlos con descaro, y unos labios –continuó mientras daba color a éstos, usando sus dedos para, con mucho cuidado, eliminar cualquier error abruptamente cometido debido al movimiento del carruaje- que harían perderse al propio Ulises. Escila y Caribdis nunca han hecho tan peligroso el estrecho de Mesina como sus labios un beso, ¿me equivoco? ¿Qué es lo que hace a Helena la troyana tomar las armas? Dígamelo.

Escila y Caribdis no podían compararse en peligro a la diestra lengua de una Circe que, como siempre, usaba ésta divinamente para mal.



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