Algo caliente y dos viejos amigos (Milagros Lamberg)

Me alegra comprobar que no hace mucho frío, porque he salido a la calle sin el gabán. Seguramente habrá quien se lamente de que termine el verano y regrese el mal tiempo, pero soy un cortesano y mis compañías no gustan de proponerme a menudo meriendas campestres en los clubes de campo de los ricos. Naturalmente tengo amigos de aficiones caras, sobre todo amigas que podrían permitirse tener un club propio, pero gozo de la desventaja de no ser alguien a quien se pueda exhibir. Para mis amistades de buena reputación soy un secreto pecaminoso, y por supuesto no sería de mi brazo del que querrían agarrarse para salir a pasear. De lo que más me alegro, por otra parte, porque me aburre de forma indecible la vida social impuesta. Ya de niño comprendí que iba a llevar una existencia sumida en el hastío si tenía que estar saltando continuamente de reunión en reunión, y eso que el día de mi matrimonio contaba únicamente con ocho años y todos entendían que quisiera prestar más atención a mis juguetes que a mi esposa. Me envuelvo en mis propios pensamientos como siempre que recuerdo épocas pasadas, y todavía - después de tanto tiempo - no sabría decir si lo añoro o no. Nunca he sabido si catalogar de desdicha o de buena fortuna que un complot político me forzara a escapar de mi palacio como un vulgar ratero por la puerta de atrás, o que tuviera que pasar los años siguientes vagando de un punto a otro del mapa de Francia con las caravanas de gitanos y vendedores ambulantes.

Subo el cuello de la chaqueta fina que he escogido cuando empieza a llover. No había que ser muy listo para predecir cómo iba a transcurrir la jornada nada más ver las nubes henchidas y cuajadas de agua que se han posado sobre la ciudad toda la noche; y aun así parece que las primeras gotas sorprenden a algunas damas y caballeros que se apresuran a buscar cobijo bajo los travesaños de madera de los porches de algunos locales. Un trueno hace que los cimientos de la capital se sacudan bajo mis pies, y al oír el chillido aterrado de una mujer entrada en años no puedo evitar soltar una alegre carcajada y apretar el paso para no tener que sufrir su ofendida dignidad. Salto sobre los adoquines mojados con cuidado de no resbalar en ellos, y finalmente me detengo cerca de una cancela metálica porque no sé a dónde he llegado. Parece una calle respetable, o al menos no demasiado aterradora para los estándares que tengo acostumbrados, pero está desierta probablemente debido al clima. Los pocos transeúntes que pudieran haber salido de sus casas se han amparado al calor de la lumbre en un café con un rótulo desconchado en el que no se puede leer nada. Hay un gato negro pintado con el lomo erizado, y quizá porque su pelo de nudos rebeldes me recuerda al mío propio me decido a entrar. Tomo asiento en una mesa pequeña porque no espero compañía, y disimuladamente saco los pies de las botas empapadas y los acerco al fulgor lejano de una estufa medio camuflada detrás del armario de la vajilla.