De aquellos encuentros que trae la noche » Milagros Lamberg

Al caer la noche, Jerome salió de la oscuridad de su hogar encaminándose a la Academia Leviathan, su frac de color negro acompañándole como siempre y un sombrero de copa nuevo que había adquirido tras su visita a la sastrería ocultando sus rizos inmóviles. Ascendió al coche de punto, mientras Gerard, su cochero, realizaba una genuflexión demostrando sus respetos, Jerome le concedió una reverencia también, para luego ajustarse al interior de su transporte por excelencia. Tenía una clase que había esperado poder ver desde que había decidido entrar al recinto de enseñanza para los seres de su clase. La asignatura de Música había llamado su atención en el boletín que se le había dado cuando se había enterado de las posibilidades que obsequiaba tal lugar para los jóvenes como él, convertidos a una tierna edad, condenados a morar en la noche y a renunciar a las posibilidades de una vida diurna.

Gerard chasqueó las riendas de Ares y el caballo relinchó antes de ponerse en marcha fuera de las tierras del vampiro. Apoyó su rostro contra la palma de su mano, mientras el coche atravesaba los caminos sinuosos lejos de su propiedad, saltando cada tanto a causa de los montículos de hierba que se adherían a las ruedas. Escuchó el deslizar de las riendas cada vez que su cochero las movía para acelerar el paso del semental, la respiración errática del hombre debido a sus años y el cansancio proveniente de una juventud que se deslizaba en una nube vaporosa, el latir de su corazón más lento también, lejos de los momentos en que había aleteado como un pájaro escapando de la lluvia. La vejez se sentía sombría pero, así como las cosas más nimias de la humanidad, Jerome no paraba de añorarla. Se quedaría en sus perpetuos diecinueve por los siglos de los siglos, si no llegaba a encontrarse con nadie que amenazara su vida de manera permanente.

Para cuando llegaron a los callejones vía a la Academia, Jerome había viajado a través de sus memorias, escuchando el batiburrillo de los parisinos, los carruajes y caballos, los niños jugando, los hombres silbando a las prostitutas y estas agitando sus pestañas para hacerse desear.

Le solicitó a Gerard que se detuviera cuando se encontró con un hombre que molestaba a una joven, que por su vestimenta, el vampiro reconocía que pertenecía a la clase social baja. Cerró sus manos en puños, sabía que tenía que alejar la mirada, él no debía entrometerse en la vida de los demás y no tenía gusto por las damas en apuros, no le gustaban las damas en general, pero había un instinto por debajo de su piel que le calaba y si bien, él no era ningún príncipe encantador, simplemente se veía incapaz de ignorar tal situación. Si podía utilizar su condición para ayudar, en lugar de solo herir, definitivamente podría tomarla. Pensó en su clase de Música y sacudió la cabeza, esto parecía un escenario que necesitaba de su presencia, ya tendría tiempo para discutir de sus arreglos con su maestro y deleitarse con las piezas de sus compañeros.

Se bajó del coche de punto con las manos firmemente asentadas en sus laterales. Si Gerard tenía opinión alguna, no la comentó, le permitió a su amo caminar directo hacia la escena, chasqueando las riendas para alejarse unos cuantos metros, era algo que, desde el principio, Jerome le había solicitado. No quería ponerlo en peligro, nunca se sabía con qué clase de criaturas podría encontrarse y ciertamente, respetaba la vida de todos los que le servían, como para poner en peligro alguna por sus caprichos sobrenaturales.

—¿Se puede saber qué hace usted molestando a una dama? —Si era necesario que mostrara los colmillos y que su semblante predador saliera a la luz de la luna, no dudaría en hacerlo. En ese momento, miró el rostro de la joven y supo que había tomado la decisión correcta al bajar de su coche e intervenir en la situación. Podía ser un sodomita, una vergüenza para la iglesia, un enfermo y un demonio; pero al menos era uno que se enorgullecía de los actos benevolentes que de vez en cuando llegaba a realizar.