Un accidente inusual [Yves Poulenc]

La lluvia lo había agarrado desprevenido saliendo de la biblioteca, donde había ido a revisar un par de cosas que no pudo hallar en ninguno de los libros de su colección, que no eran pocos. El asunto era meramente de Historia, nada que ver con su obsesión por los señores del inframundo y cómo invocarlos. Miró el cielo cerrado por nubarrones arrebujados y cargados. Después de un par de pasos, el agua que empapaba su ropa le calaba los huesos. No era para nadie sorpresa que se sintiera tan molesto en ese instante, ya que prácticamente todo lo que salía de su control lo enojaba.

Lamentó no haber llevado un carruaje, le gustaba caminar por París, esa era la verdad, conocer sus rincones, porque quien lo sabe todo, todo lo domina. Por eso le era atrayente él mismo experimentar los colores, sabores, aromas y sensaciones de la ciudad que lo vio nacer. Siempre había sido así, pero ahora que era autónomo, sin la vigilancia paternal, era más libre de hacerlo.

Al doblar una esquina, pegado a la pared para que las cornisas de las casas lo ayudaran a menguar la lluvia, escuchó un estrépito. Madera astillándose y metal retorciéndose. Relinchidos de caballos y gritos desesperados. Acudió con prontitud al sitio del siniestro. Bueno… había sido una buena idea no llevar un carruaje y terminar así. Su eterna intriga por lo mórbido lo hizo quedarse ahí de pie, tras la multitud ayudado por su estatura, viendo la escena, la sangre corriendo por la calle empedrada mezclándose con la lluvia. La torpeza humana al ser incapaz de reaccionar y el shock. Desde luego, contrario a todos los presentes, él se sentía complacido. Clavó los ojos en una mano que salía por debajo del carro volcado y sonrió.

Pero pronto algo más llamó su atención. El aire enturbiado le trajo algo de no muy lejos. Alzó el rostro, buscando, sólo lograba ver rostros de horror y los primeros actos de heroísmo tratando de sacar a la gente atrapada, hasta que éstos se detuvieron. Entonces lo vio, un chiquillo con paraguas.

Se movió entre la concurrencia con premura, no podía dejar que se fuera. Avanzaba entre el gentío y veía una y otra vez a su objetivo, seguía ahí, susurraba algo. Estaba controlando a la gente a su alrededor de algún modo. Al fin lo alcanzó, pero antes de encararlo de frente, se posó detrás de él y puso una de sus blancas manos en su hombro.

—¿No crees que es injusto? —Le susurró—, déjalos llorar, déjalos horrorizarse, es la naturaleza humana —continuó con voz queda, ligeramente agachado para poder hablarle más de cerca. Apretó más el agarre y lo hizo girarse y fue como un interruptor, en cuanto el chico lo encaró, la gente pareció recuperar su estado de ánimo, que en ese instante era desordenado. Mil emociones a la vez, una tortura, supuso, para alguien como el joven.

—Yo puedo enseñarte a no dejarte maniatar por lo que otros sienten —ofreció, en medio del caos, de los gritos y de la lluvia; si bien él no tenía la capacidad del muchacho, conocía a la perfección lo que era sentir desinterés y apatía por el resto. Le sonreía, pero era esa sonrisa que recordaba lo que Yves era, un demonio que aparece a la mitad de una voluta de humo y te ofrece todo lo que has deseado a cambio de un precio muy alto.

Lo soltó con suavidad y se irguió de nuevo. Alrededor de ambos, la confusión seguía reinando. Le sonrió ante su respuesta pero guardó silencio, sólo se quedó ahí parado, como estatua que aguanta todas las inclemencias del tiempo con estoicismo.

—No tienes que disculparte —al fin abrió la boca y dijo con voz desapasionada, apenas audible por sobre el caos imperante—, esa habilidad que tienes no es nada de lo que debas avergonzarte —continuó. Yves, como era de suponerse, creía que sus propios dones de hechicero lo colocaban en una posición ventajosa por encima de otros mortales —porque no dejaba de ser eso—, y a pesar de su egoísmo nato, no negaba tales privilegios a otros que como él y como su hermana, como toda su familia, eran capaces de manipular la realidad, entre otras cosas.

—Pero tu mentor tenía razón. Los humanos son humanos porque sienten, negarles eso es negarles su humanidad —retomó la conversación. A pesar de su tono de voz distante, frío como él era, se le notaba ligeramente amable. Después de todo quería ganarse la confianza del chico, no podía ser el grandísimo hijo de puta que siempre era, no de manera tan deliberada al menos.

Negó suavemente con la cabeza cuando el muchacho preguntó. Lamentó no tener su habilidad en ese momento, sin duda. Hubiera significado un eslabón para unirlos, un punto de partida, algo a lo cual agarrarse y no soltarlo. Pero sin duda, su curiosidad al respecto podía jugar ese papel.

—Axel —repitió saboreando cada letra de aquel nombre, hizo una ligera reverencia y se llevó una mano de largos dedos al pecho—. Me llamo Yves, y no me digas señor que no soy tan mayor —escuchar a Yves hacer un comentario cándido de esa naturaleza era todo un suceso—. Me alegra haberte sido de ayuda, pero creo que puedo hacer más por ti, si me lo permites. Tu poder puede causarte problemas si no logras controlarlo como hoy, pero también grandes recompensas si logras dominarlo.

Conforme hablaba se fue agachando de nuevo, más y más hasta quedar a la altura de Axel, pero se volvió a erguir en un movimiento raudo. Se acomodó al lado del más joven, de modo que ambos dieron la espalda a la escena del accidente. Colocó su mano, una vez más, en el hombro ajeno y empujó ligeramente.

—Ven, es momento de irnos si no queremos que vuelva a suceder —parecía un acto de buena fe, pero eso no existía en el universo del joven Poulenc. Era lo que él deseaba, disfrazado con una amabilidad aprendida desde la cuna, una a la que decirle que no parecía ofensa divina.

Con calma, con movimientos estudiados pero delicados como pinceladas, tomó el paraguas que sostenía Axel y lo utilizó para cubrirlos a ambos de la lluvia que seguía permeando la escena del accidente. Avanzó, dejando atrás la vorágine, llevándose consigo al joven empático.  

Aminoró el paso, pero no dejó de avanzar con el chico a su lado. No sabía con exactitud su edad, apenas poseía su nombre (suficiente por ahora), pero no difería tanto. Lo que los hacía más heterogéneos era la altura, y es que Yves era un hidalgo largo y enjuto que parecía atalaya de guerra. No respondió de inmediato; al contrario que Axel, él no podía sentir las emociones ajenas o interferir con ellas, y tenía que valerse de otros métodos para poder actuar en consecuencia. Y carente de esa habilidad, sólo hizo uso de la mano que sostenía al joven por el hombro, lo sintió destensarse y supo que alejarlo de la escena había sido buena idea.

—Lejos de tantas emociones —al fin habló y dijo con tal aplomo que pareció un dios sentenciando a los mortales desde su trono de plata. Lo dijo como si fuera ley; ni siquiera miró a Axel, sus ojos se mantuvieron fijos al frente—. A veces controlar nuestras capacidades no es mejor camino a tomar. A veces lo único que queda es llevarlas al límite hasta el colapso —su máscara de impertérrita indiferencia se vino abajo al momento que adornó su rostro con esa sonrisa fina como una herida que aún mana sangre. Lo miró al fin y se detuvo en una plaza pública poco concurrida, donde el agua de la lluvia se estancaba a orillas del abrevadero de una fuente de piedra blanca al centro, donde también la precipitación pluvial se mezclaba con el agua del fontanal.

Regresó el paraguas a su dueño y asintió. Era brillante, comprobó y eso sólo lo ayudó a corroborar sus elecciones. Humilde era una cosa que no era y se auto congratuló de su elección, diciéndose que pocas veces fallaba.

—Exacto. ¿Qué mejor persona que alguien como yo para ayudarte? Alguien que no te trasmite mucho, o nada. Conmigo puedes estar en mejor dominio de tus poderes —pausó y levantó el rostro con aire regio—. Cuando te digo que a veces es mejor el colapso, no me refiero a algo que pueda dañarte, al contrario, algo que te haga más fuerte. Porque cuando retuerces el metal, llega un punto en el que se quiebra. No quiero romperte, sólo… transformarte, por extraño que eso suene. Para bien, claro —estaba jugando con el lenguaje. Estaba danzando en la linde de la verdad de sus intenciones y la mentira para cubrir lo realmente atroces que eran.

—Me gusta vernos como partes de un todo. ¿Me entiendes? Tú atizas las emociones como ascuas de una fogata y yo las extingo —diciendo eso, alzó ambos índices de las manos y luego los junto—. Juntos somos parte de una misma idea. Dime, Axel… ¿qué es lo que quieres? No ahora, sino a futuro —habló raudo y claro, como el demonio que busca cerrar el trato con el mortal. Trataba de convencerlo al tiempo que se encomiaba a él mismo.


Off: No te preocupes, no ha sido tanto. Y lo que pasa allá afuera es más importante.

Arqueó una ceja intrigado. Yves era hábil manipulando y creyó que sería tan fácil como romper un mondadientes, debido a la edad, pero sobre todo a la necesidad de Axel. Sin embargo, no fue así. Lejos de sentirse molesto, tomó aquello tan sólo como un contratiempo y como una muestra más de que su elección no había sido errada. Y aunque el joven Poulenc llevaba su propia habilidad de apatía al extremo, inherente a él, húmeda con su propia sangre y era incapaz de sentir empatía, podía entender las dudas del joven frente a él. Era cuidadoso, sobre todo cuando quería conseguir algo, como era el caso y en lugar de presionar, como hubiera sido lo normal viniendo de él, veleidoso y arrepticio, no lo hizo.

Negó levemente con la cabeza. Era difícil saber ante qué de todo decía que no. Sólo hizo aquel movimiento mientras las gotas de lluvia le mojaban el cabello y resbalaban por la angulosa nariz.

—¿Crees en el destino? Yo… no creo en él precisamente, pero sí creo que los hechos, como habernos encontrado esta tarde pluviosa, creo que ellos nos indican el camino. Nos hablan, nos dan señales, ¿me comprendes? ¿Comprendes lo que digo? No es que mi ofrecimiento no pudiera encajar con cualquier otro con tu habilidad, o viceversa. Es el hecho de que nos encontramos y antes de que pudiera suceder un accidente, pude ayudarte. No creo que sea coincidencia que el marco haya sido tan aparatoso accidente… —pausó repentinamente y carraspeó, por primera vez pareció descontrolado de sus propias emociones—, los grandes rituales exigen ofrendas de sangre, la de esos inocentes fue la que tuvo que se derramada para que nuestros caminos se cruzaran —él bien sabía de eso. Era de esos recónditos y oscuros rincones que provenía su magia, de los sitios más terribles y los hechos más espeluznantes.

—¿No lo ves? —Buscó la mirada de Axel con la propia, como si la pregunta hallara su respuesta en ellos—, en eso nos parecemos, yo tampoco quiero tener una familia —aunque en su caso, era más por el hecho de que nunca podría engendrar niños sanos con su hermana—. Y si tu pasión son los libros, yo poseo muchos. Axel, al final, la decisión es tuya y lamento si sueno muy ansioso, pero es que lo estoy —mintió en aquella falsa cortesía. Aunque sí estaba ansioso.

Había algo en el joven que lo llamaba como un aullido animal. La promesa de la corrupción. La materia dispuesta para que sus hábiles manos lo moldearan. Imaginó la grandeza de ambos trabajando juntos. Yves constantemente lamentaba no poseer habilidades que otros hechiceros sí, pero no era tan tonto como para que la envidia le ganara. En cambio buscaba aliarse con esas personas, sacarles partido. Usualmente se acercaba a cada uno ofreciendo algo a cambio. Un trato en apariencia justo, pero el Diablo siempre se hace con tu alma en una transacción de la que sólo Él sale beneficiado.

—Quizá —respondió—, pero si tienes dudas, déjame mostrarte. ¿Qué es lo que más deseas? —El descaro fue más evidente esta vez. A Yves sólo le faltaban las patas de cabra como fauno y los cuernos afilados. Necesitaba que el chico estuviera cien por ciento seguro, pues requería de su lealtad.