AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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Precious Illusions || Privado
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Precious Illusions || Privado
“Todo lo que componía una gran fragancia, un perfume: delicadeza, fuerza, duración, variedad y una belleza abrumadora e irresistible. Había encontrado la brújula de su vida futura.”
Patrick Süskind
Patrick Süskind
Burdeos, Francia.
Geneviève detestaba la temporada de caza. Le parecía perversa la idea de un grupo de hombres persiguiendo a un animal asustado e indefenso, quizá por ello había agradecido encontrarse en el exterior durante tantos años, lejos de ésta práctica aberrante. Le parecía increíble el jolgorio que se generaba, cómo su abuela y su madre, felices, departían órdenes por doquier, organizando el evento, la celebración y la cena, cena que sería el jabalí más grande que trajesen de los bosques. Como Duque de Aquitana, su abuelo, Auguste, poseía la residencia más grande de la región, y en la cual Geneviève había nacido veintiún años atrás. Las habitaciones se habían acondicionado para recibir a los cuarenta y tres invitados, que se alojarían en la mansión compuesta por cincuenta y siete, sin contar los aposentos del ejército de empleados. La suntuosidad del lugar rayaba lo obsceno, si no fuese por el toque de distinción que la duquesa le impregnaba a la decoración. La aristocracia europea le prendía velas al Santísimo para recibir la invitación de los Lemoine-Valoise, y festejaban en privado cuando descubrían en las epístolas el lacre con el logo de la familia. El terreno era de unas 12.000 ha, alejado del centro de Burdeos, que en el siglo que acababa de pasar, se había convertido en la joya de la Francia. La misma París estaba siguiendo sus pasos para convertirse en esplendorosa, pues aún no se desprendía de sus rasgos medievales. Hasta la zona costera estaba compuesta de varios muelles, sin contar las edificaciones esplendorosas en la zona urbana. El ducado había sido uno de los partícipes fundamentales del crecimiento.
Como se negaba a colaborar, pues para ella no había nada que festejar, Geneviève pasaba los primeros días retozando en su habitación, disfrutando de la visual que le otorgaba el tercer piso, especialmente de las Landas de la Gascuña, con la cual la residencia limitaba. A lo lejos se distinguía la delgada línea de la costa. Sólo compartía la comida con su familia y los primeros invitados que iban llegando lentamente, además de no tolerar a su prometido, famoso por ser un excelente cazador. Como en tres oportunidades acusó un dolor de cabeza, dejaron de pedirle que cantase. No podría brindar su arte en medio de la feroz práctica, no podría alegrar un ambiente de sangre y muerte. Le llevó una semana acondicionar el cuartillo, alejado de la casa principal, donde instaló su taller, y del cual sólo ella tenía la llave. Ahí se acomodaría durante las horas del día para fabricar perfumes, jabones y cremas, algo que había debido abandonar casi en su totalidad durante su estadía en la ciudad. Hacerse cargo del comedor comunitario y asistir a cuanto ridículo evento social la invitaban, le había robado el tiempo para dedicarse a eso que tanto placer le generaba.
Esa mañana de viernes, cuando ya todos los hombres se habían retirado con sus armas a darle caza al pobre jabalí o al pobre venado, y las mujeres se habían situado en las carpas cómodamente acondicionadas para que conversasen, comiesen y bebiesen sin sentir el frío de finales de otoño, Geneviève se retiró a su taller. Se había visto obligada a despedirse de su prometido con una pompa que la marcaba como propiedad de ese caballero. El árabe, hermosamente ataviado en su atuendo y sobre su corcel negro, había hecho uso y abuso de su galantería, y la cantante había tenido que despedirlo con una media sonrisa que denotaba su incomodidad, especialmente porque no estaba acostumbrada a sonreír. Cuando su madre la tomó del brazo para ingresar a la carpa, le informó que se encontraba indispuesta, y se le permitió regresar a la residencia. Nadie conocía, a excepción de su abuelo, su habilidad secreta con las plantas, flores y semillas. Antes de cruzar el umbral, había buscado con la mirada a Áedán Zaitegui, que había terminado instalándose en la familia. La desconfianza que le generaba, iba en proporción con la innegable atracción que sentía por él. Se había resignado a los latigazos de cosquillas que sentía cada vez que él la rozaba –con o sin intención- y hacía gala de toda su templanza cuando la provocaba. Había aprendido a conocerlo, o al menos eso creía. En más de una ocasión se habían cruzado en la biblioteca, y a solas, había descubierto que tenían gustos literarios parecidos. La había deleitado con historias de batallas, y una tensa armonía se había generado entre ellos. Pero, había algo muy poderoso, su intuición, que le dictaba que debía cuidarse de él, y eso le impedía coquetear; sólo en su primer encuentro habían experimentado una cercanía peligrosa, y ella, desde ese día, hacía casi tres meses, evitaba una nueva situación parecida.
Enfundada en un sencillo atuendo color verde musgo, el cabello recogido de manera desprolija en un rodete, no tardó demasiado en encender un pequeño fuego que calentó rápidamente la estancia, con tres de sus cuatro paredes cubiertas de estantes que contenían los ingredientes, debidamente ordenados, que utilizaba. Los vidrios se empañaron en contraste con el frío del exterior. Aún no lograba sacarse la frustración de no haber encontrado al militar entre los hombres, se preguntaba si había partido con la primera comitiva, la que estaba dirigida por su padre. <<Quizá no fue por su pierna, sería un riesgo>> caviló, aunque la preocupación de que se haya arrojado a tal empresa a pesar de su leve discapacidad, la asaltó. Se decidió a concentrarse en lo suyo, quería fabricar un líquido para que su abuelo se afeitase, él se lo había pedido exclusivamente. Nuevamente, la visión del español la sorprendió, y recordó la cercanía de su boca aquella noche. Tragó con dificultad y, a pesar de que sabía que no se la entregaría, decidió hacer una manteca para sus labios, que estaban levemente agrietados, o eso había notado durante la cena. Las bajas temperaturas tenían ese efecto. Mientras buscaba entre sus pertenencias un molde y una olla, descubrió el perfume que había fabricado para él tiempo atrás. Apretó el pequeño frasco, para ella, su mejor creación. Había pasado tres jornadas enteras logrando la perfección. Para componer su nota de salida, es decir, el primer aroma que se siente, había utilizado bergamota y madera de gaiac, determinando la personalidad del perfume. Para determinar la familia olfativa, o lo que es lo mismo, su nota corazón, había optado por el vetiver, el cedro y la Pimienta de Sichuan, que se la había permutado a un oriental en el puerto, una mañana que salió embozada para que nadie notase que era ella. Y las notas de fondo, para definir su persistencia, eran de cacao y ámbar. Para infundirse valor, destapó la botellita e inspiró su aroma. Se dijo que la dejaría sobre la mesa, mientras fabricaba la manteca.
El proceso estaba casi terminado. La cera y la manteca de cacao se habían cocido, y estaban en proceso de solidificación. Para matar el tiempo, decidió que fabricaría unos jabones para Auguste, ya totalmente recuperado de su problema de salud, y que había partido a cazar como si fuese un muchacho. Seguramente, el anciano duque, llegaría con las manos destrozadas por culpa, no sólo del clima, sino también de empuñar el arma y por la vegetación. Más de uno llegaba con pequeñas laceraciones. Un sonido la sacó de la abstracción, mientras decidía los ingredientes. Pensó que era su imaginación, hasta que la puerta sonó nuevamente, tres golpes suaves, pero firmes. Se preguntó quién sería, pues sólo su doncella principal era la que estaba enterada de sus prácticas. Aún era temprano para que Auguste estuviese de vuelta. Se limpió las manos con un trapo húmedo, y cuando abrió, la sorpresa le cortó la respiración.
—Áedán —susurró. —Monsieur Zaitegui —se corrigió inmediatamente, mientras le era imposible detener el rubor que se acentuaba en sus mejillas, su garganta y de su pecho, ya enrojecidos a causa de la actividad y el calor propio de la habitación. — ¿Qué hace aquí? —preguntó, de pronto sintiéndose invadida. Ese era su sitio privado, su refugio, y la idea de ser descubierta se le antojaba terrible. Recordó su aspecto desalineado, y eso no colaboró con su humor. Estaba algo sudada, la piel había tomado coloración y una suave capa de transpiración se la había perlado. Llevaba mechones sueltos por doquier, su rodete era un desastre, y recordó que llevaba puesto un delantal, que se había ensuciado.
Geneviève detestaba la temporada de caza. Le parecía perversa la idea de un grupo de hombres persiguiendo a un animal asustado e indefenso, quizá por ello había agradecido encontrarse en el exterior durante tantos años, lejos de ésta práctica aberrante. Le parecía increíble el jolgorio que se generaba, cómo su abuela y su madre, felices, departían órdenes por doquier, organizando el evento, la celebración y la cena, cena que sería el jabalí más grande que trajesen de los bosques. Como Duque de Aquitana, su abuelo, Auguste, poseía la residencia más grande de la región, y en la cual Geneviève había nacido veintiún años atrás. Las habitaciones se habían acondicionado para recibir a los cuarenta y tres invitados, que se alojarían en la mansión compuesta por cincuenta y siete, sin contar los aposentos del ejército de empleados. La suntuosidad del lugar rayaba lo obsceno, si no fuese por el toque de distinción que la duquesa le impregnaba a la decoración. La aristocracia europea le prendía velas al Santísimo para recibir la invitación de los Lemoine-Valoise, y festejaban en privado cuando descubrían en las epístolas el lacre con el logo de la familia. El terreno era de unas 12.000 ha, alejado del centro de Burdeos, que en el siglo que acababa de pasar, se había convertido en la joya de la Francia. La misma París estaba siguiendo sus pasos para convertirse en esplendorosa, pues aún no se desprendía de sus rasgos medievales. Hasta la zona costera estaba compuesta de varios muelles, sin contar las edificaciones esplendorosas en la zona urbana. El ducado había sido uno de los partícipes fundamentales del crecimiento.
Como se negaba a colaborar, pues para ella no había nada que festejar, Geneviève pasaba los primeros días retozando en su habitación, disfrutando de la visual que le otorgaba el tercer piso, especialmente de las Landas de la Gascuña, con la cual la residencia limitaba. A lo lejos se distinguía la delgada línea de la costa. Sólo compartía la comida con su familia y los primeros invitados que iban llegando lentamente, además de no tolerar a su prometido, famoso por ser un excelente cazador. Como en tres oportunidades acusó un dolor de cabeza, dejaron de pedirle que cantase. No podría brindar su arte en medio de la feroz práctica, no podría alegrar un ambiente de sangre y muerte. Le llevó una semana acondicionar el cuartillo, alejado de la casa principal, donde instaló su taller, y del cual sólo ella tenía la llave. Ahí se acomodaría durante las horas del día para fabricar perfumes, jabones y cremas, algo que había debido abandonar casi en su totalidad durante su estadía en la ciudad. Hacerse cargo del comedor comunitario y asistir a cuanto ridículo evento social la invitaban, le había robado el tiempo para dedicarse a eso que tanto placer le generaba.
Esa mañana de viernes, cuando ya todos los hombres se habían retirado con sus armas a darle caza al pobre jabalí o al pobre venado, y las mujeres se habían situado en las carpas cómodamente acondicionadas para que conversasen, comiesen y bebiesen sin sentir el frío de finales de otoño, Geneviève se retiró a su taller. Se había visto obligada a despedirse de su prometido con una pompa que la marcaba como propiedad de ese caballero. El árabe, hermosamente ataviado en su atuendo y sobre su corcel negro, había hecho uso y abuso de su galantería, y la cantante había tenido que despedirlo con una media sonrisa que denotaba su incomodidad, especialmente porque no estaba acostumbrada a sonreír. Cuando su madre la tomó del brazo para ingresar a la carpa, le informó que se encontraba indispuesta, y se le permitió regresar a la residencia. Nadie conocía, a excepción de su abuelo, su habilidad secreta con las plantas, flores y semillas. Antes de cruzar el umbral, había buscado con la mirada a Áedán Zaitegui, que había terminado instalándose en la familia. La desconfianza que le generaba, iba en proporción con la innegable atracción que sentía por él. Se había resignado a los latigazos de cosquillas que sentía cada vez que él la rozaba –con o sin intención- y hacía gala de toda su templanza cuando la provocaba. Había aprendido a conocerlo, o al menos eso creía. En más de una ocasión se habían cruzado en la biblioteca, y a solas, había descubierto que tenían gustos literarios parecidos. La había deleitado con historias de batallas, y una tensa armonía se había generado entre ellos. Pero, había algo muy poderoso, su intuición, que le dictaba que debía cuidarse de él, y eso le impedía coquetear; sólo en su primer encuentro habían experimentado una cercanía peligrosa, y ella, desde ese día, hacía casi tres meses, evitaba una nueva situación parecida.
Enfundada en un sencillo atuendo color verde musgo, el cabello recogido de manera desprolija en un rodete, no tardó demasiado en encender un pequeño fuego que calentó rápidamente la estancia, con tres de sus cuatro paredes cubiertas de estantes que contenían los ingredientes, debidamente ordenados, que utilizaba. Los vidrios se empañaron en contraste con el frío del exterior. Aún no lograba sacarse la frustración de no haber encontrado al militar entre los hombres, se preguntaba si había partido con la primera comitiva, la que estaba dirigida por su padre. <<Quizá no fue por su pierna, sería un riesgo>> caviló, aunque la preocupación de que se haya arrojado a tal empresa a pesar de su leve discapacidad, la asaltó. Se decidió a concentrarse en lo suyo, quería fabricar un líquido para que su abuelo se afeitase, él se lo había pedido exclusivamente. Nuevamente, la visión del español la sorprendió, y recordó la cercanía de su boca aquella noche. Tragó con dificultad y, a pesar de que sabía que no se la entregaría, decidió hacer una manteca para sus labios, que estaban levemente agrietados, o eso había notado durante la cena. Las bajas temperaturas tenían ese efecto. Mientras buscaba entre sus pertenencias un molde y una olla, descubrió el perfume que había fabricado para él tiempo atrás. Apretó el pequeño frasco, para ella, su mejor creación. Había pasado tres jornadas enteras logrando la perfección. Para componer su nota de salida, es decir, el primer aroma que se siente, había utilizado bergamota y madera de gaiac, determinando la personalidad del perfume. Para determinar la familia olfativa, o lo que es lo mismo, su nota corazón, había optado por el vetiver, el cedro y la Pimienta de Sichuan, que se la había permutado a un oriental en el puerto, una mañana que salió embozada para que nadie notase que era ella. Y las notas de fondo, para definir su persistencia, eran de cacao y ámbar. Para infundirse valor, destapó la botellita e inspiró su aroma. Se dijo que la dejaría sobre la mesa, mientras fabricaba la manteca.
El proceso estaba casi terminado. La cera y la manteca de cacao se habían cocido, y estaban en proceso de solidificación. Para matar el tiempo, decidió que fabricaría unos jabones para Auguste, ya totalmente recuperado de su problema de salud, y que había partido a cazar como si fuese un muchacho. Seguramente, el anciano duque, llegaría con las manos destrozadas por culpa, no sólo del clima, sino también de empuñar el arma y por la vegetación. Más de uno llegaba con pequeñas laceraciones. Un sonido la sacó de la abstracción, mientras decidía los ingredientes. Pensó que era su imaginación, hasta que la puerta sonó nuevamente, tres golpes suaves, pero firmes. Se preguntó quién sería, pues sólo su doncella principal era la que estaba enterada de sus prácticas. Aún era temprano para que Auguste estuviese de vuelta. Se limpió las manos con un trapo húmedo, y cuando abrió, la sorpresa le cortó la respiración.
—Áedán —susurró. —Monsieur Zaitegui —se corrigió inmediatamente, mientras le era imposible detener el rubor que se acentuaba en sus mejillas, su garganta y de su pecho, ya enrojecidos a causa de la actividad y el calor propio de la habitación. — ¿Qué hace aquí? —preguntó, de pronto sintiéndose invadida. Ese era su sitio privado, su refugio, y la idea de ser descubierta se le antojaba terrible. Recordó su aspecto desalineado, y eso no colaboró con su humor. Estaba algo sudada, la piel había tomado coloración y una suave capa de transpiración se la había perlado. Llevaba mechones sueltos por doquier, su rodete era un desastre, y recordó que llevaba puesto un delantal, que se había ensuciado.
Geneviève Lemoine-Valoise- Humano Clase Alta
- Mensajes : 72
Fecha de inscripción : 13/04/2013
Localización : Ciudadana del mundo
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Re: Precious Illusions || Privado
Tres largos meses habían transcurrido ya desde su llegada. Para el español, era más de lo que alguna vez había imaginado duraría su estancia junto a aquella familia, más de lo que alguna vez creyó poder soportar. Pero lo había hecho, y de algún modo había aprendido a sobrellevarlo bastante bien. Dejando de lado a Auguste, quien claramente lo aborrecía por sus intenciones, se había ganado la simpatía de todos, en especial la de las mujeres de la casa, que no dejaban de adularlo a la menor oportunidad. Todas y cada una de ellas coincidían en que era un hombre por demás interesante y su silencio, ése que en determinadas situaciones hacía acto de presencia, en lugar de levantar sospechas, no hacía más que sumarle misterio, un ingrediente que más de una calificaba como atractivo. Edna, madre de Geneviève, no era la excepción. La mujer estaba tan fascinada con él, casi como lo estaba con Al-Saud, su adinerado y futuro yerno árabe. De saber que Zaitegui pretendía arruinar la boda y de paso destruir la reputación de su hija, seguramente no pensaría lo mismo de él, pero como el resto, ignoraba sus planes.
De todas las damas, la que más sensatez había mostrado, era Geneviève -quien irónicamente también era la más joven-, que parecía no haber sido alcanzada por su embrujo. Desde el primer día se lo dijo, que no se fiaba de él, y no conforme con ello, se atrevió a amenazarle. Le recomiendo que deje de lado los planes que tenga, porque voy a descubrirlo. Y cuando sepa quién es, prometo que le haré la vida imposible, recordó Áedán sus acaloradas palabras, mientras espiaba a la cantante desde la ventana de la habitación que le habían asignado. Ella volvía del bosque hacia la casa, había escuchado que encontraba desagradable aquella actividad. El militar tampoco tenía pensado participar en la cacería, pues dadas las circunstancias, lo consideraba una distracción. No estaba allí para congeniar con nadie, tampoco para divertirse. Su deber era concentrarse en su propósito y actuar rápido para acelerar el momento al que deseaba llegar. Por eso, observaba, incluso cuando Geneviève creía que no lo hacía. La vigilaba día y noche y no perdía la oportunidad de cruzarse en su camino, la mayoría de las veces fingiendo que se debía a una coincidencia, como tenía pensado hacer en esta ocasión.
La siguió, y cuando al fin descubrió dónde se encontraba, en una habitación bastante alejada del resto de la casa, tocó la puerta y esperó. Como nadie acudió a su encuentro, insistió. La puerta finalmente se abrió.
—Geneviève —exclamó el hombre con falsa sorpresa, pero su asombro fue real cuando la vio en aquellas fachas—. Así que se trata de usted. Paseaba por los alrededores de la casa y… entonces… —se distrajo observando su rodete mal hecho y casi se le escapa una sonrisa al percatarse de que llevaba delantal— me pareció escuchar ruidos. ¿Qué hace aquí? Imaginé que asistiría al evento. ¿Está sola? —entrecerró los ojos y frunció el entrecejo. Su mirada viajó de su rostro sudoroso al interior de la habitación. A lo lejos pudo distinguir una mesa y varios estantes, pero no quedó satisfecho. Su curiosidad fue tal que decidió averiguar qué se traía entre manos la pelirroja—. ¿Me permite pasar? —ni siquiera le dio tiempo de responder, avanzó despacho e hizo que ella se hiciera a un lado, dejándole libre el paso.
Ya adentro, Áedán se metió las manos en los bolsillos del pantalón y con la mirada recorrió el lugar. El ambiente estaba caliente y vaporoso, imaginó que a causa de los recipientes que yacían sobre el fuego. Cuando se acercó para husmear, percibió algunos olores familiares como el cacao y la cera. De pronto se sintió intrigado. ¿Qué significaba todo aquello? Los moldes y uno que otro instrumento que estaba sobre la mesa le hicieron hacerse una idea, pero no podía esperar a preguntar. Su mirada regresó a Geneviève, que parecía abochornada, aunque no supo si por su apariencia o por su secreto descubierto. La barrió de arriba abajo, ya sin discreción, y sonrió.
—Luce linda —se mofó, aunque eso no significaba que fuera mentira. Desaliñada o no, era una criatura encantadora, aunque ella no parecía pensar lo mismo de sí misma. Notó un sutil “no me fastidie” en el gesto que le dedicó a continuación—. No sé por qué me mira así, lo digo en serio. Pero ya que veo que no es capaz de aceptar un cumplido, me aventuraré a preguntar qué es este lugar y qué hace en él. Está tan apartado. Es como si estuviera escondiéndose de algo… o de alguien. Sólo espero que no de mí.
Desvió la mirada un momento y un pequeño frasco que no había notado antes captó su atención. El recipiente era bonito, con un esmalte en color plateado y un tapón de vidrio pulido. Seducido por su bella apariencia, sacó las manos de sus bolsillos y lo alzó. Giró una vez y, cuando la tapa cedió, miró a Geneviève, que lo observaba estupefacta por su atrevimiento.
—¿Puedo? —preguntó, como si estuviera pidiéndole permiso. Pero de nuevo no esperó y lo pasó dos veces muy cerca de su nariz para olfatearlo.
De todas las damas, la que más sensatez había mostrado, era Geneviève -quien irónicamente también era la más joven-, que parecía no haber sido alcanzada por su embrujo. Desde el primer día se lo dijo, que no se fiaba de él, y no conforme con ello, se atrevió a amenazarle. Le recomiendo que deje de lado los planes que tenga, porque voy a descubrirlo. Y cuando sepa quién es, prometo que le haré la vida imposible, recordó Áedán sus acaloradas palabras, mientras espiaba a la cantante desde la ventana de la habitación que le habían asignado. Ella volvía del bosque hacia la casa, había escuchado que encontraba desagradable aquella actividad. El militar tampoco tenía pensado participar en la cacería, pues dadas las circunstancias, lo consideraba una distracción. No estaba allí para congeniar con nadie, tampoco para divertirse. Su deber era concentrarse en su propósito y actuar rápido para acelerar el momento al que deseaba llegar. Por eso, observaba, incluso cuando Geneviève creía que no lo hacía. La vigilaba día y noche y no perdía la oportunidad de cruzarse en su camino, la mayoría de las veces fingiendo que se debía a una coincidencia, como tenía pensado hacer en esta ocasión.
La siguió, y cuando al fin descubrió dónde se encontraba, en una habitación bastante alejada del resto de la casa, tocó la puerta y esperó. Como nadie acudió a su encuentro, insistió. La puerta finalmente se abrió.
—Geneviève —exclamó el hombre con falsa sorpresa, pero su asombro fue real cuando la vio en aquellas fachas—. Así que se trata de usted. Paseaba por los alrededores de la casa y… entonces… —se distrajo observando su rodete mal hecho y casi se le escapa una sonrisa al percatarse de que llevaba delantal— me pareció escuchar ruidos. ¿Qué hace aquí? Imaginé que asistiría al evento. ¿Está sola? —entrecerró los ojos y frunció el entrecejo. Su mirada viajó de su rostro sudoroso al interior de la habitación. A lo lejos pudo distinguir una mesa y varios estantes, pero no quedó satisfecho. Su curiosidad fue tal que decidió averiguar qué se traía entre manos la pelirroja—. ¿Me permite pasar? —ni siquiera le dio tiempo de responder, avanzó despacho e hizo que ella se hiciera a un lado, dejándole libre el paso.
Ya adentro, Áedán se metió las manos en los bolsillos del pantalón y con la mirada recorrió el lugar. El ambiente estaba caliente y vaporoso, imaginó que a causa de los recipientes que yacían sobre el fuego. Cuando se acercó para husmear, percibió algunos olores familiares como el cacao y la cera. De pronto se sintió intrigado. ¿Qué significaba todo aquello? Los moldes y uno que otro instrumento que estaba sobre la mesa le hicieron hacerse una idea, pero no podía esperar a preguntar. Su mirada regresó a Geneviève, que parecía abochornada, aunque no supo si por su apariencia o por su secreto descubierto. La barrió de arriba abajo, ya sin discreción, y sonrió.
—Luce linda —se mofó, aunque eso no significaba que fuera mentira. Desaliñada o no, era una criatura encantadora, aunque ella no parecía pensar lo mismo de sí misma. Notó un sutil “no me fastidie” en el gesto que le dedicó a continuación—. No sé por qué me mira así, lo digo en serio. Pero ya que veo que no es capaz de aceptar un cumplido, me aventuraré a preguntar qué es este lugar y qué hace en él. Está tan apartado. Es como si estuviera escondiéndose de algo… o de alguien. Sólo espero que no de mí.
Desvió la mirada un momento y un pequeño frasco que no había notado antes captó su atención. El recipiente era bonito, con un esmalte en color plateado y un tapón de vidrio pulido. Seducido por su bella apariencia, sacó las manos de sus bolsillos y lo alzó. Giró una vez y, cuando la tapa cedió, miró a Geneviève, que lo observaba estupefacta por su atrevimiento.
—¿Puedo? —preguntó, como si estuviera pidiéndole permiso. Pero de nuevo no esperó y lo pasó dos veces muy cerca de su nariz para olfatearlo.
Aedan Zaitegui- Inquisidor Clase Media
- Mensajes : 58
Fecha de inscripción : 28/04/2012
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Re: Precious Illusions || Privado
Invasivo, insoportable y malditamente encantador. Lo observó pasearse por la estancia, a sus anchas, y su porte era tan imponente, que la cojera se disimulaba por completo, se volvía inexistente. A pesar de que debía enojarse y protestar, mantuvo un silencio casi perturbador, con el gesto adusto asentado en las cejas y los labios levemente curvados en señal de disgusto. Tuvo un estúpido deseo de golpearlo y salir corriendo, casi como una travesura algo violenta, lo que le parecía sumamente nefasto para una dama de su clase. Jamás alguien, ni siquiera su abuelo, se había atrevido a surcar su espacio de aquella manera. Nadie sospechaba sobre sus actividades, que si bien no eran ilícitas, podían ser juzgadas como una pérdida de tiempo, y allí radicaba el mayor de sus temores: que mancillaran su arte con prejuicios. Su padre le prohibiría continuar con aquel labor, ninguna Lemoine-Valoise trabajaría, y ella, de cierta forma, lo hacía, a pesar de que no le sacaba ganancias a sus creaciones. Ya le permitían demasiado con el canto, aquel jueguito de gitanos, como lo había calificado Pierre una vez que supo sobre la hija de un amigo que se dedicaba a lo mismo, era completamente repudiable.
Chasqueó la lengua con su cumplido, y retorció el delantal que la adornaba, especialmente, porque no sabía qué hacer con sus manos. Estaba convencida de que lucía espantosa; pero lo que más odiaba, era que el calor le acentuaba el rostro y el pecho pecosos. Odiaba las pintitas que le cubrían la piel, herencia materna. Según su abuela, eran adorables; Geneviève las juzgaba poco elegantes y las consideraba manchas. Desvió su mirada de Áedán, no soportaba su atractivo y la manera en que la miraba. Su soberbia la obligó a regresar sus ojos hacia el militar, ¿se creía el centro de su mundo? Claro que no estaba escondiéndose de él; tenía cosas realmente importantes de las cuales preocuparse. De hecho, procuraba mantenerlo a la vista, porque quería observarlo y descubrir quién era realmente. A pesar de las treguas que se habían dado en alguna que otra oportunidad, continuaba alerta a sus movimientos. A punto de replicar, notó que había divisado el perfume que había creado inspirada en él, y el corazón se le aceleró tanto, que creyó que se le saldría por la boca. Se acercó a Zaitegui con premura, pero ya era tarde. El aroma parecía haberse expandido por toda la estancia, opacando a los demás.
— ¿Quién se cree que es para invadirme de ésta manera? —reaccionó, finalmente. Estiró sus manos pequeñas para quitarle con brusquedad el frasquito, y no fue ajena a las cosquillas que le provocó el instante que duró el contacto con las del español. —No sé qué clase de modales le han enseñado, Monsieur, pero está siendo sumamente descortés conmigo —continuó, envalentonada. — ¿No le dijeron, alguna vez, que es de mala educación tocar lo que no le pertenece? Esto es mío, todo esto es mío —extendió los brazos, señalando la totalidad de la habitación— y es en extremo incómodo que se crea amo y señor de éste espacio, que me pertenece —bajó la voz, consciente de que su tono era demasiado elevado. —Es de muy mal gusto su actitud, Monsieur. Lo consideraba otra clase de hombre, más respetuoso. Pero me equivoqué —lo desafió con la mirada—, como seguramente se han equivocado todos mis familiares con respecto a usted —suspiró, ofuscada. Tapó el recipiente y lo guardó con recelo en el bolsillo del delantal. Estúpidamente, esperaba un veredicto por parte de Zaitegui.
—Éste es mi secreto mejor guardado —se sinceró, sin darle tiempo a replicar. Geneviève era una joven de pocas palabras, pero tenía la profunda necesidad de dar explicaciones. —Lo aprendí de niña, en uno de los tantos lugares en los que estudié. Se convirtió en un bálsamo; aquí no hay presiones y nada que aparentar, como se habrá dado cuenta —y con una mano, señaló su deplorable vestimenta. Se apoyó en la mesa, con los brazos cruzados. —Disculpe, me excedí con mi trato. Es que…realmente me está invadiendo, ésto es demasiado personal, y nunca lo he compartido con nadie —volvió a sacar el perfume y jugó con el mismo, con la cabeza gacha, avergonzada. Era otra Geneviève, ¿era la real? — ¿Y bien? ¿Qué le pareció? Es una fragancia que estoy intentando perfeccionar. Ya que se ha atrevido a usurparme, y a colocarme en ésta indecorosa situación de ser una mujer comprometida a solas con un hombre soltero, mínimamente, podría darme su opinión sobre esto — lo miró de reojo, con completa desconfianza. Los dedos le escocían del anhelo por pasarlos entre su abundante y oscura cabellera. Nunca había visto una como la suya, porque si bien ya no era un jovencito, conservaba el color y la cantidad. Muchos, a su edad, ya estaban cubiertos de canas. Su propio padre, que no era tan mayor, parecía veinte años más viejo que Áedán.
Chasqueó la lengua con su cumplido, y retorció el delantal que la adornaba, especialmente, porque no sabía qué hacer con sus manos. Estaba convencida de que lucía espantosa; pero lo que más odiaba, era que el calor le acentuaba el rostro y el pecho pecosos. Odiaba las pintitas que le cubrían la piel, herencia materna. Según su abuela, eran adorables; Geneviève las juzgaba poco elegantes y las consideraba manchas. Desvió su mirada de Áedán, no soportaba su atractivo y la manera en que la miraba. Su soberbia la obligó a regresar sus ojos hacia el militar, ¿se creía el centro de su mundo? Claro que no estaba escondiéndose de él; tenía cosas realmente importantes de las cuales preocuparse. De hecho, procuraba mantenerlo a la vista, porque quería observarlo y descubrir quién era realmente. A pesar de las treguas que se habían dado en alguna que otra oportunidad, continuaba alerta a sus movimientos. A punto de replicar, notó que había divisado el perfume que había creado inspirada en él, y el corazón se le aceleró tanto, que creyó que se le saldría por la boca. Se acercó a Zaitegui con premura, pero ya era tarde. El aroma parecía haberse expandido por toda la estancia, opacando a los demás.
— ¿Quién se cree que es para invadirme de ésta manera? —reaccionó, finalmente. Estiró sus manos pequeñas para quitarle con brusquedad el frasquito, y no fue ajena a las cosquillas que le provocó el instante que duró el contacto con las del español. —No sé qué clase de modales le han enseñado, Monsieur, pero está siendo sumamente descortés conmigo —continuó, envalentonada. — ¿No le dijeron, alguna vez, que es de mala educación tocar lo que no le pertenece? Esto es mío, todo esto es mío —extendió los brazos, señalando la totalidad de la habitación— y es en extremo incómodo que se crea amo y señor de éste espacio, que me pertenece —bajó la voz, consciente de que su tono era demasiado elevado. —Es de muy mal gusto su actitud, Monsieur. Lo consideraba otra clase de hombre, más respetuoso. Pero me equivoqué —lo desafió con la mirada—, como seguramente se han equivocado todos mis familiares con respecto a usted —suspiró, ofuscada. Tapó el recipiente y lo guardó con recelo en el bolsillo del delantal. Estúpidamente, esperaba un veredicto por parte de Zaitegui.
—Éste es mi secreto mejor guardado —se sinceró, sin darle tiempo a replicar. Geneviève era una joven de pocas palabras, pero tenía la profunda necesidad de dar explicaciones. —Lo aprendí de niña, en uno de los tantos lugares en los que estudié. Se convirtió en un bálsamo; aquí no hay presiones y nada que aparentar, como se habrá dado cuenta —y con una mano, señaló su deplorable vestimenta. Se apoyó en la mesa, con los brazos cruzados. —Disculpe, me excedí con mi trato. Es que…realmente me está invadiendo, ésto es demasiado personal, y nunca lo he compartido con nadie —volvió a sacar el perfume y jugó con el mismo, con la cabeza gacha, avergonzada. Era otra Geneviève, ¿era la real? — ¿Y bien? ¿Qué le pareció? Es una fragancia que estoy intentando perfeccionar. Ya que se ha atrevido a usurparme, y a colocarme en ésta indecorosa situación de ser una mujer comprometida a solas con un hombre soltero, mínimamente, podría darme su opinión sobre esto — lo miró de reojo, con completa desconfianza. Los dedos le escocían del anhelo por pasarlos entre su abundante y oscura cabellera. Nunca había visto una como la suya, porque si bien ya no era un jovencito, conservaba el color y la cantidad. Muchos, a su edad, ya estaban cubiertos de canas. Su propio padre, que no era tan mayor, parecía veinte años más viejo que Áedán.
Geneviève Lemoine-Valoise- Humano Clase Alta
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Re: Precious Illusions || Privado
Respiró el aroma de aquel magnífico perfume. Era tan maravilloso, tan embriagante, que el militar no pudo evitar cerrar los ojos por unos segundos, como si de ese modo fuera posible gozarlo aún más. Inspiró por segunda vez y la esencia de maderas lo golpeó, cautivándolo por completo. Entre sus ingredientes, le pareció distinguir el olor a cedro, pero no estuvo muy seguro. De cualquier modo, el aroma era exquisito e increíblemente adictivo. No obstante, a punto de olfatearlo por tercera ocasión, el frasco le fue arrebatado por la creadora de aquella joya, quien esta vez no tuvo empacho en mostrarse abiertamente molesta por su intromisión y atrevimiento. El hombre enarcó las cejas cuando la vio alterarse y hablarle de aquella manera. No era la primera vez que presenciaba uno de sus arranques enérgicos. En realidad, con el paso del tiempo, éstos se habían vuelto cada vez más frecuentes, en especial cuando él estaba cerca. ¿Significaba que lo detestaba y lo encontraba aún más intolerable conforme lo iba conociendo? No, no era posible. La punzante tensión que se disparaba entre ellos no podía ser una alucinación suya.
—Tranquila. No hay necesidad de que se altere —pronunció él con suavidad. De pronto se le notó mucho más serena, aunque una emoción profunda continuaba enrojeciendo sus mejillas—. Si lo que le preocupa es que yo vaya y abra la boca con el resto de su familia, puede estar tranquila. Sé que no confía en mí, me lo dejó bastante claro desde el inicio, pero su secreto está a salvo conmigo. Tiene mi palabra.
Pero sus palabras no la tranquilizaron del todo. Notó que continuaba nerviosa. Probablemente se preguntara si él realmente mantendría su promesa. Si bien las intenciones para con ella no eran nada buenas, lo cierto era que delatarla no haría la diferencia. Cumpliría, sí, tal y como se lo aseguraba. Con un poco de suerte le demostraría con hechos y no solo con palabras que podía fiarse de él, lo que a su vez resultaba oportunamente conveniente para sus planes. Necesitaba desesperadamente que ella le permitiera acercarse, pero estaba consciente de que eso no ocurriría mientras su opinión sobre él no cambiara. Cuanto antes, tenía que empezar a sumar puntos.
—Ahora entiendo por qué defiende tan recelosamente este espacio —prosiguió, con el mismo tono amable, tras una breve pausa—. Supongo que piensa que su familia no la apoyaría, que probablemente le exigirían poner fin a su peculiar oficio. No pienso contribuir a esa causa. No ahora que he descubierto lo talentosa que es, Geneviève. Porque debo admitirlo, estoy sorprendido —avanzó hacia ella, mostrando una discreta, encantadora, pero sinuosa sonrisa—. Desde mi punto de vista, y créame cuando le digo que es el más objetivo que poseo, pienso que su fragancia es tan buena, que bien podría estar vendiéndose en las más importantes perfumerías de Francia —ah, ¿acaso existía un mejor método para ganarse a la gente, que no fuera mediante halagos? Dudoso, muy dudoso—. Aunque, usted no tiene necesidad de eso, por supuesto, y su manera de expresarse me ha dejado claro que no lo hace con el fin de obtener algún tipo de beneficio a cambio. Es admirable, si me permite decirlo, que poseyendo usted tal habilidad no busque ningún tipo de reconocimiento.
Clavó su aguda mirada en ella y mostró una astuta sonrisa cómplice que tenía como fin cautivarla, desequilibrar su mundo, despertar todos sus sentidos. No sabía cómo lo lograría, pero ella sucumbiría a él, tarde o temprano. Estaba dispuesto a arriesgarse, a jugar todas sus cartas. El hombre permaneció de pie, frente a ella, unos segundos, en silencio, observándola. Como ella tampoco habló, supuso que su mejor jugada era mostrarse pesaroso a causa de sus acciones y emprender la retirada, como haría un caballero respetuoso para enmendar sus errores.
—Así que, descuide —añadió, aproximándose un poco más, hasta que se encontró junto a ella—. No voy a truncar este placer suyo. Puede seguir viniendo aquí las veces que sean necesarias. Y si mi presencia le resulta tan intolerable, no volveré a presentarme, se lo aseguro. Sepa disculpar mi intromisión. Con su permiso.
Sin decir nada más, con un leve movimiento de cabeza, se despidió y emprendió el camino rumbo a la salida. Lo hizo lentamente, sin girarse o mostrarse dubitativo en algún momento, pero quiso creer que antes de que él pudiera cruzar la puerta, ella lo detendría.
—Tranquila. No hay necesidad de que se altere —pronunció él con suavidad. De pronto se le notó mucho más serena, aunque una emoción profunda continuaba enrojeciendo sus mejillas—. Si lo que le preocupa es que yo vaya y abra la boca con el resto de su familia, puede estar tranquila. Sé que no confía en mí, me lo dejó bastante claro desde el inicio, pero su secreto está a salvo conmigo. Tiene mi palabra.
Pero sus palabras no la tranquilizaron del todo. Notó que continuaba nerviosa. Probablemente se preguntara si él realmente mantendría su promesa. Si bien las intenciones para con ella no eran nada buenas, lo cierto era que delatarla no haría la diferencia. Cumpliría, sí, tal y como se lo aseguraba. Con un poco de suerte le demostraría con hechos y no solo con palabras que podía fiarse de él, lo que a su vez resultaba oportunamente conveniente para sus planes. Necesitaba desesperadamente que ella le permitiera acercarse, pero estaba consciente de que eso no ocurriría mientras su opinión sobre él no cambiara. Cuanto antes, tenía que empezar a sumar puntos.
—Ahora entiendo por qué defiende tan recelosamente este espacio —prosiguió, con el mismo tono amable, tras una breve pausa—. Supongo que piensa que su familia no la apoyaría, que probablemente le exigirían poner fin a su peculiar oficio. No pienso contribuir a esa causa. No ahora que he descubierto lo talentosa que es, Geneviève. Porque debo admitirlo, estoy sorprendido —avanzó hacia ella, mostrando una discreta, encantadora, pero sinuosa sonrisa—. Desde mi punto de vista, y créame cuando le digo que es el más objetivo que poseo, pienso que su fragancia es tan buena, que bien podría estar vendiéndose en las más importantes perfumerías de Francia —ah, ¿acaso existía un mejor método para ganarse a la gente, que no fuera mediante halagos? Dudoso, muy dudoso—. Aunque, usted no tiene necesidad de eso, por supuesto, y su manera de expresarse me ha dejado claro que no lo hace con el fin de obtener algún tipo de beneficio a cambio. Es admirable, si me permite decirlo, que poseyendo usted tal habilidad no busque ningún tipo de reconocimiento.
Clavó su aguda mirada en ella y mostró una astuta sonrisa cómplice que tenía como fin cautivarla, desequilibrar su mundo, despertar todos sus sentidos. No sabía cómo lo lograría, pero ella sucumbiría a él, tarde o temprano. Estaba dispuesto a arriesgarse, a jugar todas sus cartas. El hombre permaneció de pie, frente a ella, unos segundos, en silencio, observándola. Como ella tampoco habló, supuso que su mejor jugada era mostrarse pesaroso a causa de sus acciones y emprender la retirada, como haría un caballero respetuoso para enmendar sus errores.
—Así que, descuide —añadió, aproximándose un poco más, hasta que se encontró junto a ella—. No voy a truncar este placer suyo. Puede seguir viniendo aquí las veces que sean necesarias. Y si mi presencia le resulta tan intolerable, no volveré a presentarme, se lo aseguro. Sepa disculpar mi intromisión. Con su permiso.
Sin decir nada más, con un leve movimiento de cabeza, se despidió y emprendió el camino rumbo a la salida. Lo hizo lentamente, sin girarse o mostrarse dubitativo en algún momento, pero quiso creer que antes de que él pudiera cruzar la puerta, ella lo detendría.
Aedan Zaitegui- Inquisidor Clase Media
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Re: Precious Illusions || Privado
La condescendencia con la que la trataba el militar, la lastimaba. Geneviève era la clase de mujer que detestaba los halagos, que no soportaba el trato amable exagerado, y de pronto, sintió que Zaitegui la veía como a una niña, como si sus palabras tuvieran como objetivo conformarla para que no hiciera berrinches como una pequeña caprichosa. Ella, que era madura e independiente, de pronto, se vio reducida a una infante quisquillosa. Y la culpa era toda suya. Jamás había demostrado el trato que el visitante de su abuelo merecía, en primer lugar, porque la desconfianza que le generaba, crecía conforme pasaban los días; en segundo lugar, porque él le decía las cosas que todos cuidaban de reproducir, ya que debían ser correctos con la estrella de la familia; y por último, porque no sabía cómo frenar la marea de sensaciones que acudían a ella cuando estaba en su presencia o, simplemente, cuando acudía a sus pensamientos de forma estruendosa. Había anhelado un momento de intimidad como aquel, pero se cuidaba de acallar sus deseos, que no hacían más que perturbarla y desconcentrarla. Geneviève se había jactado, una y mil veces, de que jamás perdería la cabeza por un hombre, y allí estaba, con sus defensas completamente derribadas por su sonrisa.
Si él quería desestabilizarla, lo lograba. Sin embargo, ella siempre se mostraba vacía de emociones, su actitud no la delataba, y se mantenía en su lugar, escuchándolo. Intentaba, con gran dificultad, mantener su respiración con normalidad, pero ésta se había vuelto pesada. Lo escuchó con atención y una profunda desilusión la invadió cuando él anunció que se retiraba. Era lo mejor, se repitió. Asintió, incapaz de agradecerle sus elogios o de pedirle que se quedara. Inspiró su aroma cuando pasó por su lado. La muchacha giró su rostro para observarlo retirarse, así debía ser. Cuando la puerta se cerró, lejos de sentirse aliviada, comprendió que no quería que se fuera, que lo quería allí, en ese sitio tan privado. Apoyó el frasquito en la mesa, y a sabiendas de que se arrepentiría cada instante de su vida, siguió el impulso que la orillaba al abismo, y corrió hacia la entrada, que abrió pocos segundos después de que él la hubiera cruzado. Se quedó muda, sin saber realmente qué decirle. Zaitegui había intentado hacer las paces con ella, y se había comportado de manera infantil. Era la mejor excusa que tenía para retenerlo.
—Espere —salió, y el frío le quitó el aliento por un momento. Rogó que él volteara y, cuando finalmente lo hizo, quiso entrar nuevamente y desaparecer. Pero era tarde, su dignidad estaba en juego. —No me he portado bien con usted. Debe considerarme una chiquilla insoportable, y de cierta forma, lo soy —sí que lo era. Por eso había elegido la soledad como modo de vida. Nadie sería capaz de tolerarla; siempre pensando en su profesión, perfeccionista y ordenada hasta la médula, metódica y recta. Cada segundo de su vida era un plan trazado previamente, no había lugar para el vértigo o las situaciones inesperadas. De aquella manera tan particular, que parecía encadenarla, se sentía completamente dueña de su libertad, y debía disfrutarla lo más que pudiera. Su casamiento se acercaba y todo aquello que la hacía feliz, desaparecería. La sola idea la ahogaba.
—Entre, por favor. Lo invito a tomar un té, es lo menos que puedo hacer luego de que prometiera conservar el silencio en cuanto a esto —estaba visiblemente nerviosa, no quería que nadie la viera allí. Su cabello colorado era reconocible a leguas. —Me alegraría que aceptara. Ya que ha estado aquí, puedo…puedo mostrarle mis otras creaciones y…puede elegir algo para usted —aquel ataque de amabilidad se debía en exclusiva a la ansiedad que le generaba estar tan expuesta, no sólo ante Zaitegui, sino ante los ojos de cualquier curioso al que se le diese por aparecer o por asomarse de los ventanales de la mansión. Claro que su refugio no era visible fácilmente, pero así como Áedán había llegado hasta allí, cualquier otro podría hacerlo. —Es una oferta que no puede rechazar —le costaba demasiado ser simpática, y se forzó a sonreír, sin éxito. Geneviève siempre estaría cubierta por aquel halo de tristeza que la había acompañado desde que nació. Había llegado al mundo con el alma marchita.
Si él quería desestabilizarla, lo lograba. Sin embargo, ella siempre se mostraba vacía de emociones, su actitud no la delataba, y se mantenía en su lugar, escuchándolo. Intentaba, con gran dificultad, mantener su respiración con normalidad, pero ésta se había vuelto pesada. Lo escuchó con atención y una profunda desilusión la invadió cuando él anunció que se retiraba. Era lo mejor, se repitió. Asintió, incapaz de agradecerle sus elogios o de pedirle que se quedara. Inspiró su aroma cuando pasó por su lado. La muchacha giró su rostro para observarlo retirarse, así debía ser. Cuando la puerta se cerró, lejos de sentirse aliviada, comprendió que no quería que se fuera, que lo quería allí, en ese sitio tan privado. Apoyó el frasquito en la mesa, y a sabiendas de que se arrepentiría cada instante de su vida, siguió el impulso que la orillaba al abismo, y corrió hacia la entrada, que abrió pocos segundos después de que él la hubiera cruzado. Se quedó muda, sin saber realmente qué decirle. Zaitegui había intentado hacer las paces con ella, y se había comportado de manera infantil. Era la mejor excusa que tenía para retenerlo.
—Espere —salió, y el frío le quitó el aliento por un momento. Rogó que él volteara y, cuando finalmente lo hizo, quiso entrar nuevamente y desaparecer. Pero era tarde, su dignidad estaba en juego. —No me he portado bien con usted. Debe considerarme una chiquilla insoportable, y de cierta forma, lo soy —sí que lo era. Por eso había elegido la soledad como modo de vida. Nadie sería capaz de tolerarla; siempre pensando en su profesión, perfeccionista y ordenada hasta la médula, metódica y recta. Cada segundo de su vida era un plan trazado previamente, no había lugar para el vértigo o las situaciones inesperadas. De aquella manera tan particular, que parecía encadenarla, se sentía completamente dueña de su libertad, y debía disfrutarla lo más que pudiera. Su casamiento se acercaba y todo aquello que la hacía feliz, desaparecería. La sola idea la ahogaba.
—Entre, por favor. Lo invito a tomar un té, es lo menos que puedo hacer luego de que prometiera conservar el silencio en cuanto a esto —estaba visiblemente nerviosa, no quería que nadie la viera allí. Su cabello colorado era reconocible a leguas. —Me alegraría que aceptara. Ya que ha estado aquí, puedo…puedo mostrarle mis otras creaciones y…puede elegir algo para usted —aquel ataque de amabilidad se debía en exclusiva a la ansiedad que le generaba estar tan expuesta, no sólo ante Zaitegui, sino ante los ojos de cualquier curioso al que se le diese por aparecer o por asomarse de los ventanales de la mansión. Claro que su refugio no era visible fácilmente, pero así como Áedán había llegado hasta allí, cualquier otro podría hacerlo. —Es una oferta que no puede rechazar —le costaba demasiado ser simpática, y se forzó a sonreír, sin éxito. Geneviève siempre estaría cubierta por aquel halo de tristeza que la había acompañado desde que nació. Había llegado al mundo con el alma marchita.
Geneviève Lemoine-Valoise- Humano Clase Alta
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Re: Precious Illusions || Privado
Contrario a sus expectativas, Zaitegui cruzó la puerta y salió hasta el pasillo, sin que nadie lo detuviera. Pero ni así se extinguieron por completo sus esperanzas. Se mantuvo optimista –por no decir poco modesto-, seguro de que en cualquier momento ella le impediría seguir avanzando, que lo detendría abruptamente, casi como si fuera su deber. Y tal parece que ella pensó lo mismo, porque así ocurrió. No tardó en escuchar la voz de Geneviève, llamándolo a sus espaldas. Áedán se detuvo y sonrió para sí mismo un segundo, orgulloso de haber dado en el clavo, luego giró sobre sus talones y se reunió con ella.
—¿De verdad va a obsequiarme una de sus creaciones? —Preguntó, cuando estuvo nuevamente al pie de la puerta. Alzó una ceja y sonrió un poco, pero no de manera engreída, sino agradablemente; encantadoramente; irresistiblemente—. En ese caso, creo que vale la pena quedarse —concluyó—. Acepto su invitación.
Ambos ingresaron en la habitación y él la vio ponerle llave al cerrojo. Se le notaba algo nerviosa. Intuyó que ya no solo le preocupaba que descubrieran su pequeño escondite. Es más, quizá eso ya había quedado en segundo plano. Algo le decía que lo que la tenía así, tan inquieta, era precisamente que la sorprendieran allí, con él, completamente solos. Le gustó pensar eso, porque significaba que por él estaba dispuesta a tomar un riesgo. Honestamente, nunca imaginó llegar a presenciar algo como eso. Lo más sorprendente era que Geneviève Lemoine-Valoise, que aparentaba ser todo el tiempo perfecta y que andaba por ahí, casi como una estatua a la que no se le movía ni un pelo, demostraba por primera vez que era de carne y hueso, que por sus venas sí corría sangre, roja y apasionada.
—¿Puedo preguntar por qué decide no participar en el evento que organiza su familia? —Inquirió, mientras se acomodaba en un asiento y la observaba preparar el té que le había ofrecido. Eso también resultaba un tanto inusual, tratándose de una señorita a la que las doncellas la asistían todo el tiempo, incluso a la hora de ducharse—. Porque algo me dice que no es la primera vez. Nadie parece sorprendido con su ausencia. Incluso su prometido está allá, seguramente poniendo todo su empeño para conseguir la presa más grande y traerla a casa para sorprenderla. Todo un mérito —ironizó, casi sin poder contenerse.
Se había propuesto no hacer esa clase de comentarios, y mucho menos utilizando aquel tono, para evitar posibles discusiones con ella. Pero no podía evitarlo cuando se trataba del engreído de Al-Saud, que desde el primer día se había ganado su antipatía. El árabe, además de poseer esa personalidad desagradable que lo caracterizaba, se exhibía por ahí, con ella, no como un hombre enamorado, sino como uno demasiado orgulloso de su nueva adquisición. Le sorprendía que Geneviève permitiera eso. Desde que había llegado a esa casa le había demostrado tener bastante carácter. Pero cuando se trataba de Al-Saud, ella parecía otra, casi sumisa.
Era demasiado evidente que al hombre no le interesaba en lo más mínimo y, probablemente, lo único que lo mantenía interesado, además del beneficio que significaba aquella unión, era la noche de bodas; la idea de tomar a una mujer como Geneviève, subyugarla y terminar de marcarla como parte de sus posesiones. Eso si Áedán no se le adelantaba y le arruinaba el jueguito.
—¿De verdad va a obsequiarme una de sus creaciones? —Preguntó, cuando estuvo nuevamente al pie de la puerta. Alzó una ceja y sonrió un poco, pero no de manera engreída, sino agradablemente; encantadoramente; irresistiblemente—. En ese caso, creo que vale la pena quedarse —concluyó—. Acepto su invitación.
Ambos ingresaron en la habitación y él la vio ponerle llave al cerrojo. Se le notaba algo nerviosa. Intuyó que ya no solo le preocupaba que descubrieran su pequeño escondite. Es más, quizá eso ya había quedado en segundo plano. Algo le decía que lo que la tenía así, tan inquieta, era precisamente que la sorprendieran allí, con él, completamente solos. Le gustó pensar eso, porque significaba que por él estaba dispuesta a tomar un riesgo. Honestamente, nunca imaginó llegar a presenciar algo como eso. Lo más sorprendente era que Geneviève Lemoine-Valoise, que aparentaba ser todo el tiempo perfecta y que andaba por ahí, casi como una estatua a la que no se le movía ni un pelo, demostraba por primera vez que era de carne y hueso, que por sus venas sí corría sangre, roja y apasionada.
—¿Puedo preguntar por qué decide no participar en el evento que organiza su familia? —Inquirió, mientras se acomodaba en un asiento y la observaba preparar el té que le había ofrecido. Eso también resultaba un tanto inusual, tratándose de una señorita a la que las doncellas la asistían todo el tiempo, incluso a la hora de ducharse—. Porque algo me dice que no es la primera vez. Nadie parece sorprendido con su ausencia. Incluso su prometido está allá, seguramente poniendo todo su empeño para conseguir la presa más grande y traerla a casa para sorprenderla. Todo un mérito —ironizó, casi sin poder contenerse.
Se había propuesto no hacer esa clase de comentarios, y mucho menos utilizando aquel tono, para evitar posibles discusiones con ella. Pero no podía evitarlo cuando se trataba del engreído de Al-Saud, que desde el primer día se había ganado su antipatía. El árabe, además de poseer esa personalidad desagradable que lo caracterizaba, se exhibía por ahí, con ella, no como un hombre enamorado, sino como uno demasiado orgulloso de su nueva adquisición. Le sorprendía que Geneviève permitiera eso. Desde que había llegado a esa casa le había demostrado tener bastante carácter. Pero cuando se trataba de Al-Saud, ella parecía otra, casi sumisa.
Era demasiado evidente que al hombre no le interesaba en lo más mínimo y, probablemente, lo único que lo mantenía interesado, además del beneficio que significaba aquella unión, era la noche de bodas; la idea de tomar a una mujer como Geneviève, subyugarla y terminar de marcarla como parte de sus posesiones. Eso si Áedán no se le adelantaba y le arruinaba el jueguito.
Aedan Zaitegui- Inquisidor Clase Media
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Re: Precious Illusions || Privado
Por supuesto, desde el instante que él aceptó volver, Geneviève se arrepintió, automáticamente, de haber hecho la propuesta. Pero ya no podía volver sobre sus pasos. Sabía que pagaría cara su osadía. Ella no era así. Sin embargo, cuando se trataba de Áedán Zaitegui, solía no reconocerse. Él era una marea bravía de sensaciones que la incomodaban y que, al mismo tiempo, le eran inevitables. Detestaba haber caído en su embrujo como las féminas de la familia y como todas aquellas que tenían la dicha –o el infortunio- de cruzarse con él. La muchacha se cuidaba de no demostrar lo que realmente le producía, y se tornaba distante, fría y hasta tenía arrebatos de ira, aunque también, cuando decidía poner una tregua, como en ese momento, podía ser agradable.
—Siempre cumplo con lo que prometo —respondió, desafiante, antes de cerrar la puerta. El ruido del cerrojo le provocó un vuelco en el estómago y no supo por qué. Agradeció la sonrisa del español, casi aniñada, y se preguntó si detrás de aquel hombre misterioso había un niño sufriente; habría apostado su carrera a que sí. Por más que se esforzase en ocultarlo, Geneviève había recorrido el mundo y tratado con todo tipo de personas desde muy pequeña, y eso le había ayudado a distinguir las almas dolientes.
Entre los beneficios de carrera, había estado la independencia. A pesar de que había tenido su ejército de doncellas, había aprendido a valerse por sí misma. De hecho, si no las hubiera tenido, daba igual. Sabía preparar té, cocinar, vestirse a sí misma, peinarse, maquillarse; era autosuficiente y solitaria, por lo que detestaba tener personas revoloteando a su alrededor constantemente. Por supuesto que, cuando pasaba temporadas con su familia, procuraba acomodarse al ritmo que le exigían y a no hacer nada por sí misma. Tanto su abuela como su madre, habrían puesto el grito en el cielo si la veían en ese instante, con esas fachas y preparando té. También se cuidaba en las comidas, pero cuando estaba lejos, descuidaba un poco su cuerpo; no le agradaba estar frente al espejo y verse las costillas.
—Estaba esperando que hiciera esa pregunta —comentó, mientras le entregaba la taza de té a Zaitegui. Decidió quedarse parada, y se apoyó en uno de los muebles donde descansaban frascos de todos los tamaños y colores, con el platito y la taza entre las manos. El aroma de la infusión la ayudó a serenarse. —Detesto, profundamente, que se maten animales por entretenimiento —soltó, con completa seriedad. —Me tiene sin cuidado lo que el señor Al-Saud haga. Sabe muy bien que tampoco compartiré la velada de ésta noche. Me niego a comer lo que han cazado los primitivos hombres que asisten a éste tipo de eventos —se mojó los labios con el té de menta que había hecho para sí. Realmente, delicioso.
—Debe creer que estoy loca. Y quizá lo estoy, seguramente es así. Pero no puedo creer que encuentren diversión alguna en ir tras un pobre animal asustado y gozar mientras muere desangrado lentamente. ¡Es salvaje! Se supone que somos seres racionales —allí estaba esa Geneviève apasionada que en tan pocas ocasiones emergía. —Y como no puedo impedir que haya éste tipo de prácticas, decido aislarme —en ésta oportunidad, sí le dio un sorbo a la bebida. Le aclaró la garganta y le dio impulso para continuar con esa elocuencia tan extraña que se había apoderado de ella. — ¿A usted le entretiene esto? Celebro que no haya participado, ni siquiera que esté como las ridículas mujeres en las carpas esperando. Como se nota que han nacido para eso. Yo no, Monsieur Zaitegui. No nací para esperar a ningún hombre — ¿estaba hablando con él o se lo estaba diciendo a sí misma?
—Siempre cumplo con lo que prometo —respondió, desafiante, antes de cerrar la puerta. El ruido del cerrojo le provocó un vuelco en el estómago y no supo por qué. Agradeció la sonrisa del español, casi aniñada, y se preguntó si detrás de aquel hombre misterioso había un niño sufriente; habría apostado su carrera a que sí. Por más que se esforzase en ocultarlo, Geneviève había recorrido el mundo y tratado con todo tipo de personas desde muy pequeña, y eso le había ayudado a distinguir las almas dolientes.
Entre los beneficios de carrera, había estado la independencia. A pesar de que había tenido su ejército de doncellas, había aprendido a valerse por sí misma. De hecho, si no las hubiera tenido, daba igual. Sabía preparar té, cocinar, vestirse a sí misma, peinarse, maquillarse; era autosuficiente y solitaria, por lo que detestaba tener personas revoloteando a su alrededor constantemente. Por supuesto que, cuando pasaba temporadas con su familia, procuraba acomodarse al ritmo que le exigían y a no hacer nada por sí misma. Tanto su abuela como su madre, habrían puesto el grito en el cielo si la veían en ese instante, con esas fachas y preparando té. También se cuidaba en las comidas, pero cuando estaba lejos, descuidaba un poco su cuerpo; no le agradaba estar frente al espejo y verse las costillas.
—Estaba esperando que hiciera esa pregunta —comentó, mientras le entregaba la taza de té a Zaitegui. Decidió quedarse parada, y se apoyó en uno de los muebles donde descansaban frascos de todos los tamaños y colores, con el platito y la taza entre las manos. El aroma de la infusión la ayudó a serenarse. —Detesto, profundamente, que se maten animales por entretenimiento —soltó, con completa seriedad. —Me tiene sin cuidado lo que el señor Al-Saud haga. Sabe muy bien que tampoco compartiré la velada de ésta noche. Me niego a comer lo que han cazado los primitivos hombres que asisten a éste tipo de eventos —se mojó los labios con el té de menta que había hecho para sí. Realmente, delicioso.
—Debe creer que estoy loca. Y quizá lo estoy, seguramente es así. Pero no puedo creer que encuentren diversión alguna en ir tras un pobre animal asustado y gozar mientras muere desangrado lentamente. ¡Es salvaje! Se supone que somos seres racionales —allí estaba esa Geneviève apasionada que en tan pocas ocasiones emergía. —Y como no puedo impedir que haya éste tipo de prácticas, decido aislarme —en ésta oportunidad, sí le dio un sorbo a la bebida. Le aclaró la garganta y le dio impulso para continuar con esa elocuencia tan extraña que se había apoderado de ella. — ¿A usted le entretiene esto? Celebro que no haya participado, ni siquiera que esté como las ridículas mujeres en las carpas esperando. Como se nota que han nacido para eso. Yo no, Monsieur Zaitegui. No nací para esperar a ningún hombre — ¿estaba hablando con él o se lo estaba diciendo a sí misma?
Geneviève Lemoine-Valoise- Humano Clase Alta
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Recibió el té de manos de Geneviève, pero éste pronto comenzó a enfriarse sin que él le hubiera dado un sorbo. Y es que no era capaz de apartar la vista de ella. Se daba cuenta de que comenzaba a encantarle escucharla hablar. No siempre fue así, desde luego. Al inicio, lo único que había sido capaz de ver en ella, era su belleza física, porque sí, en efecto, la hermosura de Geneviève Lemoine-Valoise era tan arrebatadora que sólo un ciego era incapaz de notarlo. El gusto por su intelecto y elocuencia vino después, lo había adquirido con el paso de los días, con la convivencia, que aunque agridulce, con muchos enfrentamientos y disputas de por medio, le habían ayudado a conocerla un poco más. Ahora estaba convencido de que no era solamente una cara bonita. La percibía apasionada, con mucha personalidad, aunque un tanto contenida. Y cuando ella habló de aquella forma tan desdeñosa del que supuestamente pronto se convertiría en su esposo, Zaitegui sonrió un poco, realmente complacido por lo poco entusiasmada que se le veía. Lo disimulaba bien, pero en el fondo pedía a gritos ser rescatada de su futuro con Al-Saud.
—Con sus palabras no me demuestra locura, sino sensibilidad. Una cualidad que no todo el mundo posee, si me permite decirlo —una que le gustaba que poseyera, aunque no lo admitiera abiertamente—. La cacería es como la guerra —opinó sobre el tema hablando como pocas veces lo hacía: con absoluta seriedad—. Yo hago lo que hago porque es mi deber, no porque me guste. Honestamente, ya he presenciado mucha muerte, visto demasiada sangre, como para querer derramar más sólo por diversión. Así que sí, supongo que sé de lo que habla y comparto su opinión —¿admitía con ello que también era un ser sensible? No, nunca fue su intención—. Parece que somos dos locos incomprendidos, aislándonos —su sentido del humor había vuelto, aunque no para quedarse.
Áedán no tardó en dejar la taza de té -todavía intacta- sobre la mesa más cercana. Entonces, se puso de pie y llevándose una mano a la barbilla, comenzó a reflexionar.
—Dice que no nació para esperar a ningún hombre… —imposible que dejara pasar la oportunidad de escarbar un poco más en ese tema. Era demasiado curioso como para contenerse—. ¿Y para qué nació entonces, Geneviève? ¿Lo sabe? —Se detuvo frente a la muchacha y ladeó el rostro, mostrando una expresión inquisitiva que podía resultar verdaderamente molesta. El Áedán de siempre, el que lograba exasperarla con sus interrogatorios y atrevimiento, había vuelto—. Parece tan inconforme con la mayoría de las cosas que no puedo dejar de preguntármelo. ¿No le atrae la idea del matrimonio? Me refiero a que no hay duda de que es usted una mujer bastante capaz y autosuficiente, se nota, ¿pero tanto como para que la compañía de un hombre resulte prescindible para usted? —La miró con demasiada fijeza, enarcando una ceja—. Me gustaría pensar que todo se debe a que Al-Saud no es el hombre que deseó como marido, pero no lo sé. Quizá ni siquiera le atraen realmente los hombres —especuló con socarronería.
Insinuar aquello, era un verdadero atrevimiento, casi un insulto. Desde luego, era plan con maña. Quería que ella lo desmintiera todo, ver a dónde era capaz de llegar o qué cosas estaba dispuesta a admitir frente a él. No obstante, Aédan Zaitegui se estaba ganando a pulso que lo pusieran en su lugar.
—Con sus palabras no me demuestra locura, sino sensibilidad. Una cualidad que no todo el mundo posee, si me permite decirlo —una que le gustaba que poseyera, aunque no lo admitiera abiertamente—. La cacería es como la guerra —opinó sobre el tema hablando como pocas veces lo hacía: con absoluta seriedad—. Yo hago lo que hago porque es mi deber, no porque me guste. Honestamente, ya he presenciado mucha muerte, visto demasiada sangre, como para querer derramar más sólo por diversión. Así que sí, supongo que sé de lo que habla y comparto su opinión —¿admitía con ello que también era un ser sensible? No, nunca fue su intención—. Parece que somos dos locos incomprendidos, aislándonos —su sentido del humor había vuelto, aunque no para quedarse.
Áedán no tardó en dejar la taza de té -todavía intacta- sobre la mesa más cercana. Entonces, se puso de pie y llevándose una mano a la barbilla, comenzó a reflexionar.
—Dice que no nació para esperar a ningún hombre… —imposible que dejara pasar la oportunidad de escarbar un poco más en ese tema. Era demasiado curioso como para contenerse—. ¿Y para qué nació entonces, Geneviève? ¿Lo sabe? —Se detuvo frente a la muchacha y ladeó el rostro, mostrando una expresión inquisitiva que podía resultar verdaderamente molesta. El Áedán de siempre, el que lograba exasperarla con sus interrogatorios y atrevimiento, había vuelto—. Parece tan inconforme con la mayoría de las cosas que no puedo dejar de preguntármelo. ¿No le atrae la idea del matrimonio? Me refiero a que no hay duda de que es usted una mujer bastante capaz y autosuficiente, se nota, ¿pero tanto como para que la compañía de un hombre resulte prescindible para usted? —La miró con demasiada fijeza, enarcando una ceja—. Me gustaría pensar que todo se debe a que Al-Saud no es el hombre que deseó como marido, pero no lo sé. Quizá ni siquiera le atraen realmente los hombres —especuló con socarronería.
Insinuar aquello, era un verdadero atrevimiento, casi un insulto. Desde luego, era plan con maña. Quería que ella lo desmintiera todo, ver a dónde era capaz de llegar o qué cosas estaba dispuesta a admitir frente a él. No obstante, Aédan Zaitegui se estaba ganando a pulso que lo pusieran en su lugar.
Aedan Zaitegui- Inquisidor Clase Media
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La capacidad de Áedán Zaitegui para arruinar momentos amenos, la sorprendía diariamente. La charla iba bien, tan bien, que Geneviève había terminado relajando su postura –siempre rígida- y bebía su té con fruición, deleitándose de la veta desconocida, al menos para ella, del militar. Le agrada compartir aquel rechazo hacia la cacería, aunque la animadversión de la cantante se basaba en principios morales y, en el caso de Zaitegui, en cansancio. La joven no podía imaginar una vida rodeada de muerte, de sacrificios inhumanos y sangre inocente chorreando por sus manos. La sola idea le erizaba la piel. Ella, criada entre algodones, en los mejores conservatorios del mundo, rodeada de lujos y soledad, no concebía sus días en aquel vértigo, y por ello, una pequeña admiración hacia la figura del visitante, despertó en su corazón. Por supuesto que, esa pequeña llama, se apagó repentinamente, ante el último y por completo reprobable comentario del caballero.
—Es usted el hombre más insoportable que conozco, Monsieur Zaitegui —soltó, con total desparpajo. Lejos de ofenderse, se dio cuenta de que la actitud del militar buscaba provocarla, mas no agraviarla. Él era especialista en sacar lo peor de ella, en convertirla en una mujer que no se reconocía en sus contestaciones y actitudes, pero eso no implicaba que no comenzara a amigarse con el costado más humano que poseía. Pero decidió no darle el gusto de echarlo en ese preciso instante, porque era lo que correspondía. Debía darle una bofetada, expulsarlo de allí y no dirigirle la palabra por lo que le restara de vida. Un comentario de aquel tipo, deslizado con total imprudencia y falta de tacto, debía ser motivo suficiente para que su abuelo le quitara el saludo. Sin embargo, no tendría cómo justificar el contexto de aquella charla.
—No sólo es insoportable —continuó, y se acercó un paso a él, con lentitud estudiada. —Es, también, atrevido, irrespetuoso y con unos modales dignos de un trabajador del puerto —volvió a acortar la distancia, y a pesar de la diferencia de estaturas, podía sentir el aliento de Áedán en el rostro. —Y todo eso, detrás de una fachada de caballero impenetrable, al que nada le afecta, que todo lo mira por encima de su hombro, esperando el momento exacto para reírse, internamente, de la estupidez que ésta gente de la alta sociedad, la cual le repele pero que, sin embargo, necesita que lo acepte, posee —apoyó el pocillo en la mesa, y lo rozó intencionalmente.
—Busca, constantemente, provocarme. Dígame, ¿qué es lo que quiere? —el aroma de Zaitegui la invadía, la envolvía como un huracán y, nuevamente, Geneviève no se sentía ella misma en aquella actitud. —Yo, lo único que deseo, es ser feliz, y eso no es al lado de un hombre. Ni de Al-Saud, ni de ningún otro. Es personal, es sólo mío, me pertenece más que cualquier otra cosa. Pero usted… —la mirada del militar le quitaba el aliento, y era la segunda vez en todo ese tiempo, que lo tenía tan cerca. Tan sólo unos milímetros los separaban, y le hubiera gustado ser más alta, para que sus rostros se rozaran. — ¿Qué anhela? ¿Y qué pretende de mí? Sé que no soy una mujer más para usted, pero no entiendo por qué. Ilumíneme, Monsieur —había terminado hablando en susurros. Aquellas palabras no le pertenecían a nadie más que a ellos dos. Geneviève volvió a sentir que algo le pertenecía en lo profundo de su ser.
—Es usted el hombre más insoportable que conozco, Monsieur Zaitegui —soltó, con total desparpajo. Lejos de ofenderse, se dio cuenta de que la actitud del militar buscaba provocarla, mas no agraviarla. Él era especialista en sacar lo peor de ella, en convertirla en una mujer que no se reconocía en sus contestaciones y actitudes, pero eso no implicaba que no comenzara a amigarse con el costado más humano que poseía. Pero decidió no darle el gusto de echarlo en ese preciso instante, porque era lo que correspondía. Debía darle una bofetada, expulsarlo de allí y no dirigirle la palabra por lo que le restara de vida. Un comentario de aquel tipo, deslizado con total imprudencia y falta de tacto, debía ser motivo suficiente para que su abuelo le quitara el saludo. Sin embargo, no tendría cómo justificar el contexto de aquella charla.
—No sólo es insoportable —continuó, y se acercó un paso a él, con lentitud estudiada. —Es, también, atrevido, irrespetuoso y con unos modales dignos de un trabajador del puerto —volvió a acortar la distancia, y a pesar de la diferencia de estaturas, podía sentir el aliento de Áedán en el rostro. —Y todo eso, detrás de una fachada de caballero impenetrable, al que nada le afecta, que todo lo mira por encima de su hombro, esperando el momento exacto para reírse, internamente, de la estupidez que ésta gente de la alta sociedad, la cual le repele pero que, sin embargo, necesita que lo acepte, posee —apoyó el pocillo en la mesa, y lo rozó intencionalmente.
—Busca, constantemente, provocarme. Dígame, ¿qué es lo que quiere? —el aroma de Zaitegui la invadía, la envolvía como un huracán y, nuevamente, Geneviève no se sentía ella misma en aquella actitud. —Yo, lo único que deseo, es ser feliz, y eso no es al lado de un hombre. Ni de Al-Saud, ni de ningún otro. Es personal, es sólo mío, me pertenece más que cualquier otra cosa. Pero usted… —la mirada del militar le quitaba el aliento, y era la segunda vez en todo ese tiempo, que lo tenía tan cerca. Tan sólo unos milímetros los separaban, y le hubiera gustado ser más alta, para que sus rostros se rozaran. — ¿Qué anhela? ¿Y qué pretende de mí? Sé que no soy una mujer más para usted, pero no entiendo por qué. Ilumíneme, Monsieur —había terminado hablando en susurros. Aquellas palabras no le pertenecían a nadie más que a ellos dos. Geneviève volvió a sentir que algo le pertenecía en lo profundo de su ser.
Geneviève Lemoine-Valoise- Humano Clase Alta
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Re: Precious Illusions || Privado
Tenía que admitir que su contestación le había gustado. Nuevamente confirmaba que Geneviève Lemoine-Valoise tenía mucho carácter, uno que definitivamente no le había heredado la tontita de Edna, su madre, y mucho menos el enclenque de su padre. Aunque el militar no quisiera aceptarlo, era demasiado obvio que tenía eso en común con su abuelo, y le hacía preguntarse qué tan similares podían llegar a ser. La misma sangre corría por sus venas, pero la observaba y le costaba creer que esa criatura tan encantadora albergara en su ser tanta impiedad como la que Auguste había demostrado en el pasado. En el fondo deseaba descubrir lo contrario.
—¿Todo eso piensa? —Alzó las cejas y mostró una sonrisa—. Debo admitir que es mucho más de lo que esperaba escuchar.
¿Cómo era posible que se mostrara tan tranquilo, tan de buen humor, después de aquel intercambio de palabras? Geneviève lo había catalogado como el hombre más insoportable que conocía, pero Áedán no se tragaba ese cuento. Todo en ella le decía lo contrario y probablemente deseara, con más intensidad de la que era capaz de admitir, un poco más de cercanía entre ellos. Él se lo concedió, porque en el fondo también era su deseo.
—Dígame, ¿por qué tengo la impresión de que no cree ni una sola palabra de lo que acaba de decir? —Sostuvo la mirada clavada en ella en todo momento. Geneviève no demostró abiertamente su molestia, pero Áedán notó como ésta mantenía la barbilla ligeramente levantada en un silencioso gesto de desafío y en sus ojos brillaba una emoción apenas contenida que él no fue capaz de identificar. Probablemente se tratara de turbación; debía asombrarle que ese hombre fuera capaz de hacerle perder su habitual aplomo con tanta facilidad.
—¿De verdad quiere saber lo que quiero? —Su pregunta sonó a advertencia. Se lo diría, fuese cual fuese su respuesta. No porque ella se lo pidiera, sino porque había llegado la hora de hacerlo—. Podría no gustarle. O por el contrario, podría gustarle demasiado —sentenció con su ronca y seductora voz.
La tenía muy cerca y desde que él había iniciado aquella rutina de seducción agobiadora, no había sentido tantas ganas de besarle como lo experimentó en ese momento. La expectación y deseo recorrían su cuerpo. Era excitante percibir la tensión que se disparaba e inundaba la habitación, volviéndola más cálida.
—Voy a ser terriblemente atrevido e irrespetuoso con usted, Geneviève —y con esas palabras, las mismas que ella había utilizado para describirlo y a las que definitivamente haría honor, antes de que ella pudiera replicar, le puso las manos en la espalda y la atrajo hacia sí para capturar su boca en un beso que de tan apasionado se tornó escandaloso.
Áedán se deleitó con cada segundo y casi juró sentir cómo ella se estremecía ante su contacto. Dudaba que alguien la hubiera besado así.
—¿Todo eso piensa? —Alzó las cejas y mostró una sonrisa—. Debo admitir que es mucho más de lo que esperaba escuchar.
¿Cómo era posible que se mostrara tan tranquilo, tan de buen humor, después de aquel intercambio de palabras? Geneviève lo había catalogado como el hombre más insoportable que conocía, pero Áedán no se tragaba ese cuento. Todo en ella le decía lo contrario y probablemente deseara, con más intensidad de la que era capaz de admitir, un poco más de cercanía entre ellos. Él se lo concedió, porque en el fondo también era su deseo.
—Dígame, ¿por qué tengo la impresión de que no cree ni una sola palabra de lo que acaba de decir? —Sostuvo la mirada clavada en ella en todo momento. Geneviève no demostró abiertamente su molestia, pero Áedán notó como ésta mantenía la barbilla ligeramente levantada en un silencioso gesto de desafío y en sus ojos brillaba una emoción apenas contenida que él no fue capaz de identificar. Probablemente se tratara de turbación; debía asombrarle que ese hombre fuera capaz de hacerle perder su habitual aplomo con tanta facilidad.
—¿De verdad quiere saber lo que quiero? —Su pregunta sonó a advertencia. Se lo diría, fuese cual fuese su respuesta. No porque ella se lo pidiera, sino porque había llegado la hora de hacerlo—. Podría no gustarle. O por el contrario, podría gustarle demasiado —sentenció con su ronca y seductora voz.
La tenía muy cerca y desde que él había iniciado aquella rutina de seducción agobiadora, no había sentido tantas ganas de besarle como lo experimentó en ese momento. La expectación y deseo recorrían su cuerpo. Era excitante percibir la tensión que se disparaba e inundaba la habitación, volviéndola más cálida.
—Voy a ser terriblemente atrevido e irrespetuoso con usted, Geneviève —y con esas palabras, las mismas que ella había utilizado para describirlo y a las que definitivamente haría honor, antes de que ella pudiera replicar, le puso las manos en la espalda y la atrajo hacia sí para capturar su boca en un beso que de tan apasionado se tornó escandaloso.
Áedán se deleitó con cada segundo y casi juró sentir cómo ella se estremecía ante su contacto. Dudaba que alguien la hubiera besado así.
Aedan Zaitegui- Inquisidor Clase Media
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Re: Precious Illusions || Privado
Hacía mucho tiempo que no experimentaba el miedo. No recordaba la última vez que lo había sentido. Quizá cuando era niña y recibía las cortas visitas de su abuelo, temía profundamente al momento de su partida. Siempre lo observaba marcharse, hasta que ya no podía distinguirlo en el horizonte. Incluso cuando ya no veía el carruaje de los Lemoine-Valoise, continuaba saludando, imaginando que él todavía la observaba y mantenía su mano alzada, despidiéndola. La sonrisa de dientes blancos, su aroma y su calor, se quedaban con ella, inalterables, hasta la próxima oportunidad, muchos meses después. El abandono le generaba terror, aunque había aprendido a manejarlo, o eso quería creer. Siempre se había repetido, una y otra vez, que ella no era una niña temerosa y que enfrentaba la soledad con total fortaleza. Tanto había pensado en ello, que había terminado creyéndolo, sin importarle demasiado la veracidad de sus palabras.
También había sido víctima del vertiginoso miedo que le originaba el entrar a una escena. Fracasar. Esa era su mayor preocupación. Si bien también había dominado las náuseas que la acuciaban los instantes previos a empezar un cuadro, continuaba sobrevolando, rasante, aquella idea. Geneviève estaba segura que no soportaría el rechazo del público; no lo hubiera soportado en sus comienzos ni en su presente, ya consagrada como una de los grandes baluartes de la ópera europea. Su nombre era sinónimo de arte, incluso cruzando los océanos, donde los habitantes del viejo continente se entremezclaban con seres de dudoso linaje.
No supo por qué tembló cuando las manos de Áedán la atrajeron hacia él, tampoco por qué le permitió que la besase de aquella manera. Sólo pudo comprender lo que era el verdadero miedo, el verdadero terror a dejarse llevar por lo que sentía, por lo que tanto había anhelado. Más de una noche había despertado agitada, asaltada por los sueños donde el militar la besaba. Sin embargo, en ninguna de aquellas alucinaciones, pudo tomar magnitud del huracán que se desataría. Todo aquello que había escuchado, con aparente desinterés, se manifestaba en su cuerpo, como si se tratase de un manual. Las cosquillas en el vientre, la flojedad de las piernas y el ardor en la piel. Quiso que aquel instante durase una eternidad. Pero no lo permitió. Apoyó las manos en el pecho del militar e interrumpió el contacto. Con la boca enrojecida y la respiración agitada, lo abofeteó.
— ¡¿Cómo se atreve?! —se escandalizó. Sin embargo, no se movió. Aún estaba aprisionada sobre su macizo cuerpo. Vio en los ojos de Áedán la pasión desbordando, la boca entreabierta del español, también henchida, y se atrevió a posar uno de sus dedos índice sobre ella. —Santo Dios, Áedán… ¿Por qué me hace esto? —susurró, con pesar. Nunca la habían besado de aquella manera. Nunca la habían besado. Y la avergonzaba que él se diera cuenta de eso y se burlara. —Béseme de nuevo, por favor —le rogó, con la voz temblorosa y con el corazón convertido en las alas de un colibrí.
También había sido víctima del vertiginoso miedo que le originaba el entrar a una escena. Fracasar. Esa era su mayor preocupación. Si bien también había dominado las náuseas que la acuciaban los instantes previos a empezar un cuadro, continuaba sobrevolando, rasante, aquella idea. Geneviève estaba segura que no soportaría el rechazo del público; no lo hubiera soportado en sus comienzos ni en su presente, ya consagrada como una de los grandes baluartes de la ópera europea. Su nombre era sinónimo de arte, incluso cruzando los océanos, donde los habitantes del viejo continente se entremezclaban con seres de dudoso linaje.
No supo por qué tembló cuando las manos de Áedán la atrajeron hacia él, tampoco por qué le permitió que la besase de aquella manera. Sólo pudo comprender lo que era el verdadero miedo, el verdadero terror a dejarse llevar por lo que sentía, por lo que tanto había anhelado. Más de una noche había despertado agitada, asaltada por los sueños donde el militar la besaba. Sin embargo, en ninguna de aquellas alucinaciones, pudo tomar magnitud del huracán que se desataría. Todo aquello que había escuchado, con aparente desinterés, se manifestaba en su cuerpo, como si se tratase de un manual. Las cosquillas en el vientre, la flojedad de las piernas y el ardor en la piel. Quiso que aquel instante durase una eternidad. Pero no lo permitió. Apoyó las manos en el pecho del militar e interrumpió el contacto. Con la boca enrojecida y la respiración agitada, lo abofeteó.
— ¡¿Cómo se atreve?! —se escandalizó. Sin embargo, no se movió. Aún estaba aprisionada sobre su macizo cuerpo. Vio en los ojos de Áedán la pasión desbordando, la boca entreabierta del español, también henchida, y se atrevió a posar uno de sus dedos índice sobre ella. —Santo Dios, Áedán… ¿Por qué me hace esto? —susurró, con pesar. Nunca la habían besado de aquella manera. Nunca la habían besado. Y la avergonzaba que él se diera cuenta de eso y se burlara. —Béseme de nuevo, por favor —le rogó, con la voz temblorosa y con el corazón convertido en las alas de un colibrí.
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Re: Precious Illusions || Privado
La bofetada que recibió, sin duda la tenía bien merecida. Ella tenía razón, las acciones del Zaitegui no eran las que podían esperarse de un caballero. En su afán de alcanzar el objetivo, estaba yendo demasiado lejos; ejecutaba una auténtica infracción al decoro, algo que de descubrirse, llegaría a ser un escándalo. No solo había besado a una dama respetable, a una señorita de familia; también se estaba sobrepasando con la prometida de otro hombre, y con quien por lazos sanguíneos era considerada su sobrina. Nada de eso parecía importarle. Por mucho tiempo había deseado llegar a ese momento, y ahora que por fin lo saboreaba, que la vida le regalaba la dulce promesa de una venganza, decidió que correspondería a esa oportunidad, haciendo lo que exigían las circunstancias. Y éstas eran tan extraordinarias, que en verdad merecían una magistral actuación. ¿En qué otro momento Geneviève Lemoine-Valoise volvería a bajar la guardia y le pediría, casi suplicando, que la besara? Tal vez en otra vida. Definitivamente, no podía desperdiciar esa ocasión.
La miró a los ojos. De pronto, le pareció que ella era otra, muy distinta a la Geneviève que había llegado a conocer. No se parecía en nada a la jovencita que con soberbia había expresado en más de una ocasión unas ideas un tanto extrañas sobre los hombres, asegurando con cierto desdeño no necesitar de ninguno. Y sin embargo, allí estaba, anhelando poder sentir la boca del español contra la suya una vez más. Era un verdadero triunfo lo que había logrado, y de no encontrarse allí, deseado con la misma intensidad aquella cercanía, seguramente lo habría celebrado. Había ido a esa casa con un propósito, y sí, todo era una interpretación, no dejaba de repetírselo, ¿pero eso debía significar un impedimento para permitirse disfrutar un poco? Ignorando lo cruel de sus cavilaciones, decidió que la belleza de Geneviève era demasiada como para poder ignorarla.
Ella no sabía nada sobre él, pero al menos en una ocasión debió escuchar por ahí lo que se decía de los milicianos. La gente aseguraba que no eran hombres de una sola mujer, que a causa de su ocupación, era extraño que alguno se permitiera echar raíces, pero que nunca estaban solos, pues sin duda eran muchas las mujeres que llegaban a sentirse atraídas por un uniforme. Áedán no deseaba que por la mente de Geneviève se cruzara la idea de ser una simple conquista; necesitaba confirmarle que eso que lo unía a ella, no era solamente deseo, sino algo mucho más profundo, un genuino interés por su alma. Seducirla le sería útil, pero lo que lo verdaderamente marcaría la diferencia en todo aquello, era enamorarla. Y para lograrlo, de algún modo debía disolver esa imagen de hombre desesperante y desagradable que tenía de él.
Avanzó un paso y se inclinó hacia delante, por un segundo dio la impresión de dirigirse a sus labios, pero apenas los rozó. Su boca fue un poco más abajo y se detuvo en el mentón, donde depositó un delicado beso.
—Mírese. Es hermosa —logró pronunciar con vehemencia, alejando el rostro un poco, lo suficiente para mirarla mientras le hablaba. Entonces alzó una mano y le acarició la mejilla—. Podría estar así, observándola por el resto de mis días.
Quizá ella esperara un poco más de efusividad, que se apoderara de su boca en otro arrebato, como había hecho hacía apenas unos minutos, pero decidió mostrarle otra de sus facetas. Dulcificó su tono, sus gestos, pero poseía algo de lo que le sería difícil desprenderse: la intensidad de su mirada. Tenía ese brillo en los ojos, tan ardoroso, que era prácticamente imposible no encontrarlo cautivante.
—Me ha hechizado, Geneviève —iniciar con esa inocente confesión, era la mejor manera comenzar a tantear el terreno, y como lo sintió firme, decidió proceder—. No puedo ni quiero resistirme más a este sentimiento. Estoy cansado de disfrazar lo que siento por usted. No sé cómo haré para vivir sin contemplarla cuando llegue mi hora de partir —muy inteligente de su parte tocar el tema de la despedida. Si ella realmente sentía algo por Zaitegui, como él suponía, era motivo para comenzar a angustiarse, y la aflicción ante la posible pérdida del ser amado era, en la mayoría de los casos, un chantaje emocional bastante efectivo.
—Si tan solo supiera que usted me corresponde… —añadió a modo de rendición, con la esperanza de que ella finalmente se confesara.
La miró a los ojos. De pronto, le pareció que ella era otra, muy distinta a la Geneviève que había llegado a conocer. No se parecía en nada a la jovencita que con soberbia había expresado en más de una ocasión unas ideas un tanto extrañas sobre los hombres, asegurando con cierto desdeño no necesitar de ninguno. Y sin embargo, allí estaba, anhelando poder sentir la boca del español contra la suya una vez más. Era un verdadero triunfo lo que había logrado, y de no encontrarse allí, deseado con la misma intensidad aquella cercanía, seguramente lo habría celebrado. Había ido a esa casa con un propósito, y sí, todo era una interpretación, no dejaba de repetírselo, ¿pero eso debía significar un impedimento para permitirse disfrutar un poco? Ignorando lo cruel de sus cavilaciones, decidió que la belleza de Geneviève era demasiada como para poder ignorarla.
Ella no sabía nada sobre él, pero al menos en una ocasión debió escuchar por ahí lo que se decía de los milicianos. La gente aseguraba que no eran hombres de una sola mujer, que a causa de su ocupación, era extraño que alguno se permitiera echar raíces, pero que nunca estaban solos, pues sin duda eran muchas las mujeres que llegaban a sentirse atraídas por un uniforme. Áedán no deseaba que por la mente de Geneviève se cruzara la idea de ser una simple conquista; necesitaba confirmarle que eso que lo unía a ella, no era solamente deseo, sino algo mucho más profundo, un genuino interés por su alma. Seducirla le sería útil, pero lo que lo verdaderamente marcaría la diferencia en todo aquello, era enamorarla. Y para lograrlo, de algún modo debía disolver esa imagen de hombre desesperante y desagradable que tenía de él.
Avanzó un paso y se inclinó hacia delante, por un segundo dio la impresión de dirigirse a sus labios, pero apenas los rozó. Su boca fue un poco más abajo y se detuvo en el mentón, donde depositó un delicado beso.
—Mírese. Es hermosa —logró pronunciar con vehemencia, alejando el rostro un poco, lo suficiente para mirarla mientras le hablaba. Entonces alzó una mano y le acarició la mejilla—. Podría estar así, observándola por el resto de mis días.
Quizá ella esperara un poco más de efusividad, que se apoderara de su boca en otro arrebato, como había hecho hacía apenas unos minutos, pero decidió mostrarle otra de sus facetas. Dulcificó su tono, sus gestos, pero poseía algo de lo que le sería difícil desprenderse: la intensidad de su mirada. Tenía ese brillo en los ojos, tan ardoroso, que era prácticamente imposible no encontrarlo cautivante.
—Me ha hechizado, Geneviève —iniciar con esa inocente confesión, era la mejor manera comenzar a tantear el terreno, y como lo sintió firme, decidió proceder—. No puedo ni quiero resistirme más a este sentimiento. Estoy cansado de disfrazar lo que siento por usted. No sé cómo haré para vivir sin contemplarla cuando llegue mi hora de partir —muy inteligente de su parte tocar el tema de la despedida. Si ella realmente sentía algo por Zaitegui, como él suponía, era motivo para comenzar a angustiarse, y la aflicción ante la posible pérdida del ser amado era, en la mayoría de los casos, un chantaje emocional bastante efectivo.
—Si tan solo supiera que usted me corresponde… —añadió a modo de rendición, con la esperanza de que ella finalmente se confesara.
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Re: Precious Illusions || Privado
Geneviève, de pronto, sintió que había caído en una telaraña de la que le sería imposible salir. Expuesta como se encontraba, casi desfallecida en los brazos de Áedán, creyó que, tranquilamente, aquello podía ser alguna especie de juego macabro, en el que la única que saldría perdiendo sería ella. Se vio a sí misma, entregada a merced del encanto natural del español, sintiendo su respiración acariciándole el rostro enrojecido, con el sabor de sus labios aún en su boca, con su voz profunda invadiendo cada rincón de su cuerpo. Había luchado con esas sensaciones desde el primer momento, segura de que ese hombre sólo le traería desgracia a su familia, a pesar de no tener los argumentos para justificar sus pensamientos. Había buscado la manera de desenmascararlo, pero lo único que había conseguido, era esa ya innegable atracción que la obligaba a humillarse ante él.
Ella también estaba harta de batallar con sus sentimientos, y no pudo ocultar la sorpresa ante sus confesiones. Abrió sus, ya enormes ojos, y le fue imposible pestañear. Quería quedarse prendada en la mirada de Zaitegui. Allí podría descubrir sus secretos, pero lo único que vio, fue su propio rostro, repleto de deseos. Había estado esperando, en las tinieblas de su alma, que algo así le ocurriese. Algo que la obligase a ser mujer de una vez por todas. Áedán Zaitegui era lo único que verdaderamente quería, y descubrirlo de esa forma, con él acariciándole la mejilla y hablándole como si quisiera envolverla, fue lo más parecido a la perfección. A lo largo de su vida, había pensado que aquellas develaciones eran cursilerías que inventaban las jóvenes de su edad, pero para su desgracia, todas las historias que había escuchado, eran un eufemismo. Ese soldado casi desconocido, español, misterioso, se había convertido en revolución. Sí. Áedán era su propia revolución, que amenazaba con quitarla de su zona de confort.
—Para mí… Para mí es muy difícil aceptar lo que siento por usted —le envolvió el rostro con sus dos manos, tan pequeñas, blancas y puras. —Pero ya me es imposible. Míreme, Áedán… Lo único que quiero es estar así, entre sus brazos, oliéndolo, escuchándolo. Hay noches que no puedo dormir pensando en usted y en lo terrible que es esto que me atraviesa —había dolor y culpa en sus palabras. Pero nunca había sido tan sincera en sus veintiún años.
—Sin embargo, a pesar de que ya no podemos luchar contra esto, ambos sabemos que es imposible —desvió la mirada por un instante, pero inmediatamente la regresó. —Yo me casaré y usted se irá —la idea de verlo partir, de pronto, se le antojó aterradora. ¿Él volvería a España? Ella se iría a esas tierras lejanas, donde se convertiría en prisionera. — ¿Qué futuro nos espera? Sólo sufrimiento. Alejarnos. Deberíamos…deberíamos evitarnos, olvidar lo que acaba de ocurrir, hacer oídos sordos a lo que nuestros corazones nos gritan —dos lágrimas tibias y salobres le recorrieron los pómulos y murieron en sus comisuras.
—Estoy triste y horrorosamente enamorada de usted, Áedán. Tengo la sensación de que va a destruirme —bajó las manos hasta su pecho amplio. Adoraba tenerlas allí. —Pero quiero saltar al abismo, necesito hacerlo. Me hace sentir viva —una sonrisa repleta de angustia le curvó los labios, pero no iluminó su rostro. —Prométame que no me hará daño. Prométame que no me romperá el corazón. Si usted hace eso, le juro que viviremos éste sentimiento sin importar lo que ocurra mañana. Seremos nosotros dos —la atrapó una imperiosa necesidad de abrazarlo. Lo rodeó con sus brazos y apoyó la frente en el lugar donde habían estado sus dedos. Lloraba silenciosamente, pero lloraba. ¿Por qué lo hacía? La pregunta quedó suspendida en su consciencia, por temor a las respuestas que podía encontrar.
Ella también estaba harta de batallar con sus sentimientos, y no pudo ocultar la sorpresa ante sus confesiones. Abrió sus, ya enormes ojos, y le fue imposible pestañear. Quería quedarse prendada en la mirada de Zaitegui. Allí podría descubrir sus secretos, pero lo único que vio, fue su propio rostro, repleto de deseos. Había estado esperando, en las tinieblas de su alma, que algo así le ocurriese. Algo que la obligase a ser mujer de una vez por todas. Áedán Zaitegui era lo único que verdaderamente quería, y descubrirlo de esa forma, con él acariciándole la mejilla y hablándole como si quisiera envolverla, fue lo más parecido a la perfección. A lo largo de su vida, había pensado que aquellas develaciones eran cursilerías que inventaban las jóvenes de su edad, pero para su desgracia, todas las historias que había escuchado, eran un eufemismo. Ese soldado casi desconocido, español, misterioso, se había convertido en revolución. Sí. Áedán era su propia revolución, que amenazaba con quitarla de su zona de confort.
—Para mí… Para mí es muy difícil aceptar lo que siento por usted —le envolvió el rostro con sus dos manos, tan pequeñas, blancas y puras. —Pero ya me es imposible. Míreme, Áedán… Lo único que quiero es estar así, entre sus brazos, oliéndolo, escuchándolo. Hay noches que no puedo dormir pensando en usted y en lo terrible que es esto que me atraviesa —había dolor y culpa en sus palabras. Pero nunca había sido tan sincera en sus veintiún años.
—Sin embargo, a pesar de que ya no podemos luchar contra esto, ambos sabemos que es imposible —desvió la mirada por un instante, pero inmediatamente la regresó. —Yo me casaré y usted se irá —la idea de verlo partir, de pronto, se le antojó aterradora. ¿Él volvería a España? Ella se iría a esas tierras lejanas, donde se convertiría en prisionera. — ¿Qué futuro nos espera? Sólo sufrimiento. Alejarnos. Deberíamos…deberíamos evitarnos, olvidar lo que acaba de ocurrir, hacer oídos sordos a lo que nuestros corazones nos gritan —dos lágrimas tibias y salobres le recorrieron los pómulos y murieron en sus comisuras.
—Estoy triste y horrorosamente enamorada de usted, Áedán. Tengo la sensación de que va a destruirme —bajó las manos hasta su pecho amplio. Adoraba tenerlas allí. —Pero quiero saltar al abismo, necesito hacerlo. Me hace sentir viva —una sonrisa repleta de angustia le curvó los labios, pero no iluminó su rostro. —Prométame que no me hará daño. Prométame que no me romperá el corazón. Si usted hace eso, le juro que viviremos éste sentimiento sin importar lo que ocurra mañana. Seremos nosotros dos —la atrapó una imperiosa necesidad de abrazarlo. Lo rodeó con sus brazos y apoyó la frente en el lugar donde habían estado sus dedos. Lloraba silenciosamente, pero lloraba. ¿Por qué lo hacía? La pregunta quedó suspendida en su consciencia, por temor a las respuestas que podía encontrar.
Geneviève Lemoine-Valoise- Humano Clase Alta
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Re: Precious Illusions || Privado
—Lo juro —mintió con inquietante facilidad, mirándola directamente a los ojos, sin vacilaciones o remordimientos—. No le haré daño. No le romperé el corazón. No debe tener miedo de mí —le levantó el mentón y con suavidad le limpió las lágrimas con los dedos. Algo brilló en los ojos del hombre, y decidió, justo en ese instante, que era el momento oportuno para dejar atrás las formalidades—. Sólo quiero amarte, Geneviève. Por favor, permíteme hacerlo. Lo necesito. Te necesito —la voz se le volvió un susurro con tono desesperado.
Ella abrió la boca con la clara intención de decir algo, pero antes de que pudiera pronunciar una sola palabra, Áedán, decidido a hacerla cambiar de opinión y desechar de tajo cualquier posible argumento que pudiera servir como réplica, se acercó y rápidamente selló sus labios con un beso apasionado. Geneviève se dejó llevar, o al menos así lo percibió él. No protestó cuando el español usó su lengua para acariciar la suya en aquel beso fogoso, y tampoco pareció disgustarle la sensación de las masculinas manos deslizándose ávidamente sobre su cuerpo, yendo desde el cuello hasta la cintura, y posteriormente atrayéndola hacia sí, apretándola ardorosamente contra su pecho.
Áedán aceptaba abiertamente el deseo que había logrado despertar en él, pero no olvidaba el oscuro anhelo que lo motivaba a estar allí y procuraba tenerlo siempre bien presente. Para cumplir su objetivo se había propuesto enamorarla, pero de pronto quiso ir más allá. Hacerle perder la cabeza por completo le pareció una mejor idea. En sus brazos lo olvidaría todo: a Al-Saud, a su familia, su nombre, hasta su maldito apellido. Confiaba en que podía conseguirlo. A sus treinta y ocho años de edad tenía algo de experiencia a su favor. En su paso por Argentina había mantenido un idilio con Carmen, una mujer diez años mayor, apasionada, estudiosa del Kamasutra, y que había sabido compartir con él sus conocimientos, cultivándolo en las artes amatorias. Como resultado de sus andanzas, Áedán no solo conocía demasiado bien el cuerpo femenino, sino que era un buen amante que sabía qué partes estimular y la manera correcta en la que debía hacerse para llevar al borde de la locura a una mujer, anulando así cualquier intento de razonamiento.
De pronto, en un arrebato de pasión, se atrevió a cogerla de las nalgas y la levantó del suelo para sentarla sobre el borde de la mesa que tenían detrás. Ella jadeó, sorprendida y posiblemente ya bastante excitada. Varios frascos se derramaron y algunos jabones cayeron al piso, pero a ninguno de los dos pareció importarle demasiado. Él reclamó su boca otra vez, presionando más los labios contra los ajenos. Sus caricias también se intensificaron. Puso ambas manos sobre los hombros de la muchacha y fue bajando, lentamente, hasta llegar al montículo de sus senos. Primero, los masajeó por encima de la ropa e hizo que ella se estremeciera, pero cuando dio el siguiente paso y le abrió la parte superior del vestido para liberarlos y luego saborearlos, lamiendo y mordisqueando sus pezones, Geneviève literalmente se paralizó.
Desde el principio supo que era muy probable que ella fuera virgen, y si acaso llegó a dudarlo alguna vez fue únicamente por su forma de actuar tan altanera y esa profesión suya que la obligaba a pasar temporadas lejos de su casa, apartada del núcleo familiar. No obstante, en ese instante, el misterio quedó resuelto: Geneviève Lemoine-Valoise no tenía experiencia alguna en el terreno sexual. Se lo decía su lenguaje corporal. Zaitegui se apartó un momento para mirarla y de pronto le pareció que aquella mujer dueña de sí misma ya no estaba; se había ido y había dejado en su lugar a una jovencita que se le antojó ingenua y algo pudorosa. Un caballero se habría tomado el tiempo de preguntarle si estaba segura de aquello, pero él no podía hacerlo y arriesgarse a que le dijera que no. Su deber no era tenerle consideración, sino persuadirla y satisfacerla, y una vez concretado el acto, aprovecharse de los sentimientos recientemente confesados y crear en ella una adicción.
—Di que deseas esto tanto como yo, Geneviève —murmuró contra su piel al tiempo que cubría de besos abrasadores su cuello y tocaba provocativamente su pecho. No se lo preguntaba, no se lo sugería, se lo demandaba con un tono tan malditamente seductor que era prácticamente imposible no complacerlo—. Dilo, di lo que sientes, lo que estás pensando. Pídeme que continúe.
Ella abrió la boca con la clara intención de decir algo, pero antes de que pudiera pronunciar una sola palabra, Áedán, decidido a hacerla cambiar de opinión y desechar de tajo cualquier posible argumento que pudiera servir como réplica, se acercó y rápidamente selló sus labios con un beso apasionado. Geneviève se dejó llevar, o al menos así lo percibió él. No protestó cuando el español usó su lengua para acariciar la suya en aquel beso fogoso, y tampoco pareció disgustarle la sensación de las masculinas manos deslizándose ávidamente sobre su cuerpo, yendo desde el cuello hasta la cintura, y posteriormente atrayéndola hacia sí, apretándola ardorosamente contra su pecho.
Áedán aceptaba abiertamente el deseo que había logrado despertar en él, pero no olvidaba el oscuro anhelo que lo motivaba a estar allí y procuraba tenerlo siempre bien presente. Para cumplir su objetivo se había propuesto enamorarla, pero de pronto quiso ir más allá. Hacerle perder la cabeza por completo le pareció una mejor idea. En sus brazos lo olvidaría todo: a Al-Saud, a su familia, su nombre, hasta su maldito apellido. Confiaba en que podía conseguirlo. A sus treinta y ocho años de edad tenía algo de experiencia a su favor. En su paso por Argentina había mantenido un idilio con Carmen, una mujer diez años mayor, apasionada, estudiosa del Kamasutra, y que había sabido compartir con él sus conocimientos, cultivándolo en las artes amatorias. Como resultado de sus andanzas, Áedán no solo conocía demasiado bien el cuerpo femenino, sino que era un buen amante que sabía qué partes estimular y la manera correcta en la que debía hacerse para llevar al borde de la locura a una mujer, anulando así cualquier intento de razonamiento.
De pronto, en un arrebato de pasión, se atrevió a cogerla de las nalgas y la levantó del suelo para sentarla sobre el borde de la mesa que tenían detrás. Ella jadeó, sorprendida y posiblemente ya bastante excitada. Varios frascos se derramaron y algunos jabones cayeron al piso, pero a ninguno de los dos pareció importarle demasiado. Él reclamó su boca otra vez, presionando más los labios contra los ajenos. Sus caricias también se intensificaron. Puso ambas manos sobre los hombros de la muchacha y fue bajando, lentamente, hasta llegar al montículo de sus senos. Primero, los masajeó por encima de la ropa e hizo que ella se estremeciera, pero cuando dio el siguiente paso y le abrió la parte superior del vestido para liberarlos y luego saborearlos, lamiendo y mordisqueando sus pezones, Geneviève literalmente se paralizó.
Desde el principio supo que era muy probable que ella fuera virgen, y si acaso llegó a dudarlo alguna vez fue únicamente por su forma de actuar tan altanera y esa profesión suya que la obligaba a pasar temporadas lejos de su casa, apartada del núcleo familiar. No obstante, en ese instante, el misterio quedó resuelto: Geneviève Lemoine-Valoise no tenía experiencia alguna en el terreno sexual. Se lo decía su lenguaje corporal. Zaitegui se apartó un momento para mirarla y de pronto le pareció que aquella mujer dueña de sí misma ya no estaba; se había ido y había dejado en su lugar a una jovencita que se le antojó ingenua y algo pudorosa. Un caballero se habría tomado el tiempo de preguntarle si estaba segura de aquello, pero él no podía hacerlo y arriesgarse a que le dijera que no. Su deber no era tenerle consideración, sino persuadirla y satisfacerla, y una vez concretado el acto, aprovecharse de los sentimientos recientemente confesados y crear en ella una adicción.
—Di que deseas esto tanto como yo, Geneviève —murmuró contra su piel al tiempo que cubría de besos abrasadores su cuello y tocaba provocativamente su pecho. No se lo preguntaba, no se lo sugería, se lo demandaba con un tono tan malditamente seductor que era prácticamente imposible no complacerlo—. Dilo, di lo que sientes, lo que estás pensando. Pídeme que continúe.
Aedan Zaitegui- Inquisidor Clase Media
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Re: Precious Illusions || Privado
—No —la voz le salió enronquecida, tanto que ni la reconoció como propia. —No. Por favor, no —se sintió terriblemente avergonzada, no solo por detener aquel momento maravilloso, sino por lo que su propio cuerpo experimentaba. No había opuesto demasiada resistencia, ni siquiera cuando él había liberado sus senos y se había apoderado de ellos con sus manos y con su boca. No entendía demasiado las sensaciones que la atravesaban, mucho menos la humedad y aquellas puntadas suaves en su zona íntima, algo que jamás se le habría ocurrido posible. Pudo más el pudor y el sentido del deber, que la llama abrazadora que se había despertado en la zona baja de su vientre y se había expandido a lo largo y a lo ancho de su humanidad. Hubo una advertencia que le pidió que se detuviera, primero fue un susurro que intentó acallar con los gemidos suaves que salían de su garganta, luego fue un grito ensordecedor que la obligó a cercenar el instante mágico.
—No puedo —continuó, y apoyo las manos pequeñas en el pecho de Áedán para empujarlo suavemente. Podía ver el desconcierto en su mirada, y eso no ayudó a aminorar el bochorno. Se bajó de la mesa con inusitada lentitud, intentando calmar los latidos de su corazón y acompasar la respiración. —Discúlpeme, pero no puedo hacer esto —se alejó unos pasos y le dio la espalda. Necesitaba, terriblemente, acomodarse el atuendo. Se prendió el vestido y, ni aún así, se detenía el dolor de sus pezones, que clamaban por más caricias. Tragó con dificultad, le costaba encontrar unas palabras acordes a semejante desvergüenza, y aunque apeló a cientos de recursos que justificaran su estúpido accionar, ninguno le pareció lo suficientemente contundente. Se burlaba de sí misma intentando argumentar con mentiras. Sin embargo, la verdad tampoco era una opción, no porque no quisiera utilizarla, sino porque no sabía, a ciencia cierta, cuál era. ¿Su apellido? ¿Su honor? A este último acababa de perderlo, ya no había nada de él. Volteó, con el rostro arrebolado.
—Tengo miedo, Áedán. No de ti, sino de mí. Esto… —señaló con la mano el sitio donde había estado sentada segundos atrás— es algo que jamás creí poder vivir. No reconozco mi cuerpo, no sabía que se sentía así —no le gustaba sincerarse de aquella manera, pero ya no tenía forma de volver sobre sus pasos. —Sé que lo incité, y me disculpo por un acto tan indecoroso… No estoy lista, no todavía —pegó el mentón al pecho y se mordió el labio inferior. Se acomodó un mechó detrás de la oreja, en un intento vano por consolarse a sí misma. —Entenderé si usted quiere irse ahora mismo y no mirarme nunca más a la cara, solamente le pido que no comente esto con nadie. Le ruego discreción —se atrevió a observarlo a los ojos, a pesar de que no logró sostenerle la mirada por demasiado tiempo, la desvió hacia la ventana. —Yo no lo hablaré con nadie, se lo prometo.
Se había dejado llevar por emociones esporádicas. Ahora, que la razón retomaba a su sitio, se daba cuenta de la estupidez máxima que estuvo a punto de cometer. Se cruzó de brazos, y entendió que le había abierto su alma y que ya no había retorno. Debía aprender a convivir con eso, sin embargo, primero necesitaba acomodarse y admitir aquel sentimiento, pues aún una parte suya oponía resistencia. Geneviève era una joven apasionada, pero que había tenido que aprender a reprimir todas sus emociones, tanto las que le provocaban placer como las que le provocaban dolor. Se había llenado de capas y murallas, y la libertad se le había marchitado como cualquiera preciosa ilusión de la juventud.
—No puedo —continuó, y apoyo las manos pequeñas en el pecho de Áedán para empujarlo suavemente. Podía ver el desconcierto en su mirada, y eso no ayudó a aminorar el bochorno. Se bajó de la mesa con inusitada lentitud, intentando calmar los latidos de su corazón y acompasar la respiración. —Discúlpeme, pero no puedo hacer esto —se alejó unos pasos y le dio la espalda. Necesitaba, terriblemente, acomodarse el atuendo. Se prendió el vestido y, ni aún así, se detenía el dolor de sus pezones, que clamaban por más caricias. Tragó con dificultad, le costaba encontrar unas palabras acordes a semejante desvergüenza, y aunque apeló a cientos de recursos que justificaran su estúpido accionar, ninguno le pareció lo suficientemente contundente. Se burlaba de sí misma intentando argumentar con mentiras. Sin embargo, la verdad tampoco era una opción, no porque no quisiera utilizarla, sino porque no sabía, a ciencia cierta, cuál era. ¿Su apellido? ¿Su honor? A este último acababa de perderlo, ya no había nada de él. Volteó, con el rostro arrebolado.
—Tengo miedo, Áedán. No de ti, sino de mí. Esto… —señaló con la mano el sitio donde había estado sentada segundos atrás— es algo que jamás creí poder vivir. No reconozco mi cuerpo, no sabía que se sentía así —no le gustaba sincerarse de aquella manera, pero ya no tenía forma de volver sobre sus pasos. —Sé que lo incité, y me disculpo por un acto tan indecoroso… No estoy lista, no todavía —pegó el mentón al pecho y se mordió el labio inferior. Se acomodó un mechó detrás de la oreja, en un intento vano por consolarse a sí misma. —Entenderé si usted quiere irse ahora mismo y no mirarme nunca más a la cara, solamente le pido que no comente esto con nadie. Le ruego discreción —se atrevió a observarlo a los ojos, a pesar de que no logró sostenerle la mirada por demasiado tiempo, la desvió hacia la ventana. —Yo no lo hablaré con nadie, se lo prometo.
Se había dejado llevar por emociones esporádicas. Ahora, que la razón retomaba a su sitio, se daba cuenta de la estupidez máxima que estuvo a punto de cometer. Se cruzó de brazos, y entendió que le había abierto su alma y que ya no había retorno. Debía aprender a convivir con eso, sin embargo, primero necesitaba acomodarse y admitir aquel sentimiento, pues aún una parte suya oponía resistencia. Geneviève era una joven apasionada, pero que había tenido que aprender a reprimir todas sus emociones, tanto las que le provocaban placer como las que le provocaban dolor. Se había llenado de capas y murallas, y la libertad se le había marchitado como cualquiera preciosa ilusión de la juventud.
Geneviève Lemoine-Valoise- Humano Clase Alta
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