AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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Lost in Paradise || Privado
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Lost in Paradise || Privado
“Creo en mi corazón, el que yo exprimo para teñir el lienzo de la vida...”
Gabriela Mistral
Gabriela Mistral
Madeleine había decidido darle un giro a su vida, convertirse en una nueva mujer. Había abandonado el libertinaje que la caracterizaba desde la muerte de su padre, y había tomado con seriedad las lecciones para amoldarse a la sociedad. Ya no coqueteaba, rechazaba las invitaciones indecorosas de sus antiguos amantes, y su comportamiento cuasi virginal resultaba hipócrita a los ojos de aquellos que habían danzado al son de sus caderas. Quizá por ello, porque realmente quería cambiar, es que le resultaba insoportable que, a pesar de las negativas, un caballero con el cual había compartido el placer, no parase de acosarla durante la velada. El aniversario de matrimonio de una pareja de condes húngaros radicados en París hacía ya unos meses, la había encontrado cara a cara con hombres con los cuales había pasado momentos gratos entre las sábanas. Como en su mayoría se encontraban acompañados de sus respectivas esposas, no habían opuesto objeción a la barrera de frialdad que la duquesa había erigido. Pero para toda regla hay una excepción, y los ojos verdosos del cuarentón militar, la seguían a todas partes, devorándola. Ella se removía incómoda en su silla durante la cena, y lo había esquivado en el momento del inminente baile. Sería indebido que la interrumpiesen durante una charla con unas mujeres mayores, así que, pese al aburrimiento que le significaba, se había escabullido entre un grupo de ancianas que conversaban sobre cosas que ella no entendía ni en las cuales tenía interés.
Cuando su antiguo amante, finalmente, se dio por vencido, Madeleine pudo desaparecer del salón de baile. No le gustaba; en realidad, sí, pero se sentía ajena. Algunos se tomaban ciertas atribuciones, y si bien en el pasado lo había disfrutado, en ese presente tan especial, no tenía deseo alguno de lidiar con situaciones que la incomodarían. Ninguna de sus aventuras había trascendido, pero no podía confiar en nadie, y lo mejor era evitar las sospechas. A pesar de que hacía más de un año que ostentaba el cargo de duquesa, aún percibía la animosidad de las miradas de los encumbrados, que no se resignaban a la aparición de una bastarda del finado duque. Si bien la galesa había logrado ganarse la simpatía de gran parte de sus pares, algunos continuaban recelosos a su presencia. Era educada, sí; muy hermosa, también; pero para muchos, había algo en su mirada que embrujaba, y por eso había todo tipo de mitos alrededor de su persona, grandes mentiras, a decir verdad.
Entre aquellos que, particularmente, tenían ciertas reservas sobre ella, estaba Harald Freiss, un miembro de la high society, que no ocultaba su desprecio hacia la rubia. Madeleine, si bien en un principio había caído en sus juegos para provocarla y respondido con inteligencia a las agresiones tácitas y a las preguntas incisivas, en la actualidad optaba por ignorarlo. Si él hablaba, ella, simplemente, volteaba. Si él se unía a un grupo en el que ella departía, se excusaba y se retiraba hacia el sitio más alejado. Le temía, especialmente, porque sentía que él no era un simple humano. La naturaleza no la había dotado con poderes extraños, pero lograba distinguir cuando alguien no era un mortal como el resto. Que fuese vampiro, lo había descartado. En más de una ocasión habían compartido eventos en horarios diurnos, aunque el resto de los seres quedaban dentro de las probabilidades. No era que pensase demasiado en él, pero el cruzarse era inevitable, y le hacía preguntarse qué diantres le había hecho para que se comportase de aquella manera. La desconfianza no era el único motivo, y Maddie sospechaba que él sabía cosas de su pasado, aunque no podía afirmarlo con seguridad.
—No se puede estar en soledad —se quejó cuando lo descubrió caminando hacia ella. Se había colocado sobre el barandal del segundo piso, mientras en la planta baja las parejas danzaban sin parar. Desde esa altura, tenía una espléndida visión de los vestidos y el destello de las joyas, y experimentó una gran dicha de ser parte de todo aquello. Deseaba nunca despertar de ese sueño. — ¿No tienes otros sitio al que ir? El palacio es enorme —completó, una vez que ya lo tuvo a escasos centímetros. Estaba resignada a soportarlo. Dijese lo que dijese, ella no caería en su influjo. Todo lo atractivo que era, se esfumaba ante lo intolerable de su carácter, y a Madeleine le parecía espantoso, no sólo porque la atosigaba, sino porque era soltero. En caso de haberse querido enredar con él, podría haberlo seducido y convertido todo su resquemor en una pasión arrebatadora, pero jamás tenía amoríos con hombres que no estuviesen casados, una ventaja para proteger su nombre. —Hay muchas jóvenes hermosas que darían todas sus joyas por compartir una pieza de baile contigo —ironizó. Aunque, haciéndole honor a la verdad, Harald Freiss era uno de los caballeros más codiciados por las madres y las casamenteras.
Cuando su antiguo amante, finalmente, se dio por vencido, Madeleine pudo desaparecer del salón de baile. No le gustaba; en realidad, sí, pero se sentía ajena. Algunos se tomaban ciertas atribuciones, y si bien en el pasado lo había disfrutado, en ese presente tan especial, no tenía deseo alguno de lidiar con situaciones que la incomodarían. Ninguna de sus aventuras había trascendido, pero no podía confiar en nadie, y lo mejor era evitar las sospechas. A pesar de que hacía más de un año que ostentaba el cargo de duquesa, aún percibía la animosidad de las miradas de los encumbrados, que no se resignaban a la aparición de una bastarda del finado duque. Si bien la galesa había logrado ganarse la simpatía de gran parte de sus pares, algunos continuaban recelosos a su presencia. Era educada, sí; muy hermosa, también; pero para muchos, había algo en su mirada que embrujaba, y por eso había todo tipo de mitos alrededor de su persona, grandes mentiras, a decir verdad.
Entre aquellos que, particularmente, tenían ciertas reservas sobre ella, estaba Harald Freiss, un miembro de la high society, que no ocultaba su desprecio hacia la rubia. Madeleine, si bien en un principio había caído en sus juegos para provocarla y respondido con inteligencia a las agresiones tácitas y a las preguntas incisivas, en la actualidad optaba por ignorarlo. Si él hablaba, ella, simplemente, volteaba. Si él se unía a un grupo en el que ella departía, se excusaba y se retiraba hacia el sitio más alejado. Le temía, especialmente, porque sentía que él no era un simple humano. La naturaleza no la había dotado con poderes extraños, pero lograba distinguir cuando alguien no era un mortal como el resto. Que fuese vampiro, lo había descartado. En más de una ocasión habían compartido eventos en horarios diurnos, aunque el resto de los seres quedaban dentro de las probabilidades. No era que pensase demasiado en él, pero el cruzarse era inevitable, y le hacía preguntarse qué diantres le había hecho para que se comportase de aquella manera. La desconfianza no era el único motivo, y Maddie sospechaba que él sabía cosas de su pasado, aunque no podía afirmarlo con seguridad.
—No se puede estar en soledad —se quejó cuando lo descubrió caminando hacia ella. Se había colocado sobre el barandal del segundo piso, mientras en la planta baja las parejas danzaban sin parar. Desde esa altura, tenía una espléndida visión de los vestidos y el destello de las joyas, y experimentó una gran dicha de ser parte de todo aquello. Deseaba nunca despertar de ese sueño. — ¿No tienes otros sitio al que ir? El palacio es enorme —completó, una vez que ya lo tuvo a escasos centímetros. Estaba resignada a soportarlo. Dijese lo que dijese, ella no caería en su influjo. Todo lo atractivo que era, se esfumaba ante lo intolerable de su carácter, y a Madeleine le parecía espantoso, no sólo porque la atosigaba, sino porque era soltero. En caso de haberse querido enredar con él, podría haberlo seducido y convertido todo su resquemor en una pasión arrebatadora, pero jamás tenía amoríos con hombres que no estuviesen casados, una ventaja para proteger su nombre. —Hay muchas jóvenes hermosas que darían todas sus joyas por compartir una pieza de baile contigo —ironizó. Aunque, haciéndole honor a la verdad, Harald Freiss era uno de los caballeros más codiciados por las madres y las casamenteras.
Madeleine Fitzherbert- Realeza Inglesa
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Fecha de inscripción : 11/02/2013
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Re: Lost in Paradise || Privado
Debemos llenar ese vacío. Aunque cuando es el amor lo que nos falta, no hay nada que lo llene de verdad.
Federico Moccia
¿Existía algo más aburrido y a la vez tan más divertido como los aniversarios de bodas? Harald creía que no y es que aunque se había encontrado sumamente aburrido durante gran parte de la velada escuchando cacarear cual gallina a una joven que no se le alejaba ni un centímetro, el austriaco también había descubierto con placer que en aquella reunión se encontraban personas a las cuales le provocaba un enorme regocijo poder molestar con sus comentarios o simplemente con su presencia. Entre esas mujeres se encontraba Madeleine Fitzherbert, una joven recientemente duquesa, una libertina que en aquella peculiar reunión se daba aires de santa, o al menos eso era lo que el hechicero había notado cada vez que sus ojos se topaban por “accidente” con la figura femenina. La actitud casi virginal de la duquesa le arranco varias sonrisas divertidas y ¿Cómo no hacerlo? Si era más conocida por sus andanzas en camas ajenas que por su titulo de nobleza y su manera de actuar tan recatada y quizás hasta en cierto grado temerosa, no iba con la mujer que había tenido el disgusto de conocer hacía ya algún tiempo. En realidad Harald no tenía en claro que era lo que poseía Madeleine pero desde que le vio en la presentación de la joven como duquesa, algo en el se había encendido y no de una manera agradable; el austriaco lo atribuía a sus poderes pero nunca se dispuso a investigar demasiado y tampoco podía explicarse el por qué de eso. La duquesa despertaba en Harald esos deseos de hacerle la vida miserable, de destruirle la felicidad sin ningún motivo aparente y descubrir que su sola presencia era capaz de hacer que la joven que se mostrara indispuesta, había sido un gran avance para él; y si bien esos parecían ser los motivos más importantes, Harald sabía que en el fondo, quería estar cerca de ella.
Conforme la velada avanzaba se olvido de ella e hizo todo lo que creía prudente; felicito a la pareja del aniversario, se unió al baile con la joven que no se le despegaba ni un solo segundo y en el momento que encontró un momento optimo, se excuso con una tontería y termino escapando de la presencia de todos. El hechicero se encontraba harto de tosa la cursilería y bondad que se respiraba a su alrededor así que su única salida, fue subir al segundo piso para encontrar un lugar desde donde pudiera ver a todos pero sin ser molestado; apenas y había puesto un pie en el segundo piso, cuando la maravillosa vista de la duquesa apareció frente a sus ojos. Con paso decidido entonces fue que se acercó al barandal donde ella se encontraba, no sin antes recibir como era de esperarse un reclamo de ella.
– Madeleine, te encantaría ser el centro de atención de todos ¿No es así pequeña duquesa? – una enorme sonrisa burlona apareció en los labios del austriaco quien pronto añadió más a su “ofensa” inicial –Tranquila que si piensas que he venido a verte, estas muy fuera de la realidad – dijo observando después más allá de la joven, hasta las parejas danzantes y la aparente felicidad de la fiesta. Un suspiro salió de sus labios una vez que estuvo bastante cerca de ella – Es enorme si – admitió girando el rostro para mirarla – pero es de mala educación que uno desaparezca de la vista de todos y este sitio es simplemente perfecto, los ves a todos y si te buscan, te encuentran fácilmente – su mirada fue nuevamente hasta la pista de baile y una mueca de desagrado apareció en su rostro ante el comentario de las jóvenes – La verdad es que ya he bailado con algunas y prefiero mantenerme alejado de la pista de baile – una sonrisa divertida apareció en su rostro y se acercó entonces un poco más a ella – A menos que sea una invitación de parte tuya Madeleine, de ser ese el caso estaría encantado de bailar contigo – en todas y cada una de las fiestas a las que asistieron y se toparon, siempre se encontraban rodeados de gente y esa era la primera vez que podían verse a solas, motivo por el que Harald decidió ir más allá de su broma y hacerle ver que se había percatado de sus huidas cada vez que estaban cerca – más porque al parecer ya decidiste dejar de huir de mi, ¿O me equivoco?
Federico Moccia
¿Existía algo más aburrido y a la vez tan más divertido como los aniversarios de bodas? Harald creía que no y es que aunque se había encontrado sumamente aburrido durante gran parte de la velada escuchando cacarear cual gallina a una joven que no se le alejaba ni un centímetro, el austriaco también había descubierto con placer que en aquella reunión se encontraban personas a las cuales le provocaba un enorme regocijo poder molestar con sus comentarios o simplemente con su presencia. Entre esas mujeres se encontraba Madeleine Fitzherbert, una joven recientemente duquesa, una libertina que en aquella peculiar reunión se daba aires de santa, o al menos eso era lo que el hechicero había notado cada vez que sus ojos se topaban por “accidente” con la figura femenina. La actitud casi virginal de la duquesa le arranco varias sonrisas divertidas y ¿Cómo no hacerlo? Si era más conocida por sus andanzas en camas ajenas que por su titulo de nobleza y su manera de actuar tan recatada y quizás hasta en cierto grado temerosa, no iba con la mujer que había tenido el disgusto de conocer hacía ya algún tiempo. En realidad Harald no tenía en claro que era lo que poseía Madeleine pero desde que le vio en la presentación de la joven como duquesa, algo en el se había encendido y no de una manera agradable; el austriaco lo atribuía a sus poderes pero nunca se dispuso a investigar demasiado y tampoco podía explicarse el por qué de eso. La duquesa despertaba en Harald esos deseos de hacerle la vida miserable, de destruirle la felicidad sin ningún motivo aparente y descubrir que su sola presencia era capaz de hacer que la joven que se mostrara indispuesta, había sido un gran avance para él; y si bien esos parecían ser los motivos más importantes, Harald sabía que en el fondo, quería estar cerca de ella.
Conforme la velada avanzaba se olvido de ella e hizo todo lo que creía prudente; felicito a la pareja del aniversario, se unió al baile con la joven que no se le despegaba ni un solo segundo y en el momento que encontró un momento optimo, se excuso con una tontería y termino escapando de la presencia de todos. El hechicero se encontraba harto de tosa la cursilería y bondad que se respiraba a su alrededor así que su única salida, fue subir al segundo piso para encontrar un lugar desde donde pudiera ver a todos pero sin ser molestado; apenas y había puesto un pie en el segundo piso, cuando la maravillosa vista de la duquesa apareció frente a sus ojos. Con paso decidido entonces fue que se acercó al barandal donde ella se encontraba, no sin antes recibir como era de esperarse un reclamo de ella.
– Madeleine, te encantaría ser el centro de atención de todos ¿No es así pequeña duquesa? – una enorme sonrisa burlona apareció en los labios del austriaco quien pronto añadió más a su “ofensa” inicial –Tranquila que si piensas que he venido a verte, estas muy fuera de la realidad – dijo observando después más allá de la joven, hasta las parejas danzantes y la aparente felicidad de la fiesta. Un suspiro salió de sus labios una vez que estuvo bastante cerca de ella – Es enorme si – admitió girando el rostro para mirarla – pero es de mala educación que uno desaparezca de la vista de todos y este sitio es simplemente perfecto, los ves a todos y si te buscan, te encuentran fácilmente – su mirada fue nuevamente hasta la pista de baile y una mueca de desagrado apareció en su rostro ante el comentario de las jóvenes – La verdad es que ya he bailado con algunas y prefiero mantenerme alejado de la pista de baile – una sonrisa divertida apareció en su rostro y se acercó entonces un poco más a ella – A menos que sea una invitación de parte tuya Madeleine, de ser ese el caso estaría encantado de bailar contigo – en todas y cada una de las fiestas a las que asistieron y se toparon, siempre se encontraban rodeados de gente y esa era la primera vez que podían verse a solas, motivo por el que Harald decidió ir más allá de su broma y hacerle ver que se había percatado de sus huidas cada vez que estaban cerca – más porque al parecer ya decidiste dejar de huir de mi, ¿O me equivoco?
Harald Freiss- Hechicero Clase Alta
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Fecha de inscripción : 21/10/2013
Re: Lost in Paradise || Privado
Lo único que buscaba, era paz. Y sólo había encontrado a un caballero insoportable, egocéntrico e inmaduro, empecinado en hacer de su vida un calvario. No huía de él, sino más bien evitaba esos encontronazos que nada la divertían. Madeleine había sosegado su carácter a medida que iba acostumbrándose a su posición social. Parecía que, finalmente, las carísimas lecciones que recibía diariamente, comenzaban a hacer mella en la indomable galesa. Ceremonial, protocolo, modales, literatura, todo aquello que estimulase su intelecto, contribuía a su armonía. Tantas oportunidades en las que le repetían que su posición dictaba ciertas actitudes, parecían haber, finalmente, calado hondo en la duquesa. A nadie se le escapaba el hecho de nunca haber recibido la educación que su lugar en la sociedad demandaba, sin embargo, la historia de una muchacha abandonada en un orfanato por una madre desquiciada era suficiente para justificar ciertos caprichos o reacciones propias de la inmadurez. Aunque, debía admitir, había crecido durante el último año y medio. Y eso hacía que se sintiera mejor consigo misma, y pudiese enfrentar a hombres como Harald Freiss de una forma diferente a lo que hubiera hecho en su pasado reciente.
—Por favor, si hay que realmente no quiero, es que la cercanía de un baile nos uniese —se alejó un paso de él. Le repelía. —No huyo de ti, no te confundas. Simplemente, debes aceptar que alguien no quiera compartir si quiera el aire contigo —lo desestimó, con el tono de su voz y un ademán de su mano. —De todas formas, no comprendo tu hostilidad, nunca hemos cruzado más que palabras formales, no creo haber dicho ni hecho nada para que te convirtieses en una especie de… —hizo un gesto simulando buscar el término correcto— insecto molesto, muy molesto —sonrió, triunfal. Freiss era la clase de hombre que anteponía su ego a cualquier cosa. Primero estaba él, segundo él y tercero él, arrogante y gallardo, conocía la amplitud de sus encantos, sólo que no admitía sus limitaciones, y era allí donde Madeleine sabía penetrar. Demasiados años conociendo la naturaleza humana, la dotaban de cierta percepción que ayudaba a sobrevivir.
Las carcajadas del baile llegaban hasta ellos, a pesar de la prudencial distancia que los separaba. Desvió un instante su mirada hacia el sitio donde se encontraba su chaperona, que no le quitaba los ojos de encima; y mucho menos ahora que se encontraba acompañada por un caballero. Pero claro, la mujer no interrumpiría a la duquesa, que ya estaba en edad de casarse y darle un heredero a la fortuna de los Fitzherbert. Si no lo hacía, ya sabía lo que le esperaba: la miseria. Madeleine mataría antes de volver a la pobreza; su vida era la pompa y el lujo, y se aferraría a ellos así fuera lo último que hiciera. Estaba segura que recurriría al suicidio si llegaban a quitarle todo lo que había conseguido. Nunca más sería una prostituta, de eso estaba segura.
—Es una lástima que te mantengas alejado de la pista —dijo, finalmente. —Como ya te dije, hay varias interesadas en tu presencia. Una, especialmente —giró para observar el gentío. —Esa muchacha de amarillo —la señaló disimuladamente con su abanico. —Ella está buscándote desde que decidiste esfumarte de la pista —estaba más que clara la burla. Era una adolescente regordeta, con una madre que la doblaba en tamaño, con una fortuna increíble, y que estaba desesperada por conseguir un marido para su hija. Se prometía una dote muy generosa, y al ser hija única, el yerno sería quien se hiciese cargo de la fortuna una vez que sus padres muriesen. —Es un excelente partido para un soltero como tú, deberías tenerla en cuenta. Y debes sentirte honrado, no bendigo a cualquiera con mis consejos, especialmente si han sido tan poco cordiales como tú, pero lo dejaré pasar —no le dio tiempo a replicar. —Buenas noticias, ya te encontró y está viniendo —agradeció que la joven de mejillas pronunciadas subiese tan entusiasmada. En cuanto llegara allí, Madeleine aprovecharía para escabullirse y no volver a cruzarse con Harald Freiss en toda la noche; y en toda su vida, de ser posible algo semejante.
—Por favor, si hay que realmente no quiero, es que la cercanía de un baile nos uniese —se alejó un paso de él. Le repelía. —No huyo de ti, no te confundas. Simplemente, debes aceptar que alguien no quiera compartir si quiera el aire contigo —lo desestimó, con el tono de su voz y un ademán de su mano. —De todas formas, no comprendo tu hostilidad, nunca hemos cruzado más que palabras formales, no creo haber dicho ni hecho nada para que te convirtieses en una especie de… —hizo un gesto simulando buscar el término correcto— insecto molesto, muy molesto —sonrió, triunfal. Freiss era la clase de hombre que anteponía su ego a cualquier cosa. Primero estaba él, segundo él y tercero él, arrogante y gallardo, conocía la amplitud de sus encantos, sólo que no admitía sus limitaciones, y era allí donde Madeleine sabía penetrar. Demasiados años conociendo la naturaleza humana, la dotaban de cierta percepción que ayudaba a sobrevivir.
Las carcajadas del baile llegaban hasta ellos, a pesar de la prudencial distancia que los separaba. Desvió un instante su mirada hacia el sitio donde se encontraba su chaperona, que no le quitaba los ojos de encima; y mucho menos ahora que se encontraba acompañada por un caballero. Pero claro, la mujer no interrumpiría a la duquesa, que ya estaba en edad de casarse y darle un heredero a la fortuna de los Fitzherbert. Si no lo hacía, ya sabía lo que le esperaba: la miseria. Madeleine mataría antes de volver a la pobreza; su vida era la pompa y el lujo, y se aferraría a ellos así fuera lo último que hiciera. Estaba segura que recurriría al suicidio si llegaban a quitarle todo lo que había conseguido. Nunca más sería una prostituta, de eso estaba segura.
—Es una lástima que te mantengas alejado de la pista —dijo, finalmente. —Como ya te dije, hay varias interesadas en tu presencia. Una, especialmente —giró para observar el gentío. —Esa muchacha de amarillo —la señaló disimuladamente con su abanico. —Ella está buscándote desde que decidiste esfumarte de la pista —estaba más que clara la burla. Era una adolescente regordeta, con una madre que la doblaba en tamaño, con una fortuna increíble, y que estaba desesperada por conseguir un marido para su hija. Se prometía una dote muy generosa, y al ser hija única, el yerno sería quien se hiciese cargo de la fortuna una vez que sus padres muriesen. —Es un excelente partido para un soltero como tú, deberías tenerla en cuenta. Y debes sentirte honrado, no bendigo a cualquiera con mis consejos, especialmente si han sido tan poco cordiales como tú, pero lo dejaré pasar —no le dio tiempo a replicar. —Buenas noticias, ya te encontró y está viniendo —agradeció que la joven de mejillas pronunciadas subiese tan entusiasmada. En cuanto llegara allí, Madeleine aprovecharía para escabullirse y no volver a cruzarse con Harald Freiss en toda la noche; y en toda su vida, de ser posible algo semejante.
Madeleine Fitzherbert- Realeza Inglesa
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Re: Lost in Paradise || Privado
La paz y la ausencia de mujeres molestas podía esperar. Nada, absolutamente nada en aquella fiesta, le parecía más divertido al austriaco que ver la hermosa cara de pocos amigos que Madeleine ponía. Molestar personas era su pasión y la Duquesa aquella era su presa de la noche, aunque claro, a ella la quería de presa de más una cosa pero todo a su debido tiempo. Ese día, solamente se dedicaría a hacerla rabiar.
En el rostro de Harald se mantenía una sonrisa divertida y sus ojos no se despegaban de la pista de baile durante mucho tiempo, sino apenas el necesario para responder a la libertina Duquesa, quien aseguró que no deseaba un baile con él y hasta se atrevió a alejarse al hacerlo, solo para después asegurar que no huía.
– No huyes de mi… – chasqueo la lengua – ¿Estás segura de ello?– le observó divertido, recibiendo como respuesta una mirada segura, cosa que provocó que una carcajada saliera de sus labios del austriaco – Mi querida Duquesa, si huir ha sido exactamente lo que ha hecho al alejarse de mi y al asegurar que no quiere un baile conmigo – mencionó despreocupado, ignorando completamente los gestos que ella realizaba para hacerle sentir su desprecio; él podía notar que la ponía nerviosa y eso restaba validez a todo lo que hiciera o dijera. A Harald le gustaba ese juego de hostilidad entre ambos, le parecía algo sumamente divertido, y si bien ante los ojos de otros pudiera parecer que se odiaban mutuamente, la realidad era lo contrario a lo que se pensara, el austriaco no la odiaba y tampoco le molestaba la cercanía con aquella mujer, algo que evidentemente a ella no compartía, al menos no aún. Los ojos del hechicero volvieron a la pista de baile y la molestia se hizo presente en su rostro al escuchar el que ella le decía insecto molesto – No te tomes las cosas tan personales, ya te dije que no todo el mundo gira alrededor de ti, además que así soy con todos y un consejo – le miró fijamente – Yo tendría mucho cuidado al llamar a las personas de maneras tan groseras – sonrió burlón – No vaya a ser que por ofender algo malo vaya a pasarte – quizás no era una buena idea hacer esa clase de amenazas pero al brujo le gustaba para nada que ella tratara de llevar la ventaja en su conversación.
Los segundos que siguieron resultaron ser un silencio, que fue rotó sin más nuevamente por la insistencia de Madeleine porque Harald regresara a la pista de baile.
– ¿Tan desesperada te encuentras por alejarme de ti? – se llevó la mano al pecho y puso cara de tristeza, y aún con eso, sus ojos fueron a donde ella le indicaba se encontraba la mujer interesada en él, provocando que la tristeza se convirtiera en repulsión. La mujer que Madeleine señalaba era una conocida de la familia Freiss y una heredera sumamente importante a quien el hechicero nunca prestaría atención. Una mirada fue lo único que lanzó a la Duquesa a manera de respuesta antes de dar la espalda a todos los que se encontraban en la pista. Harald escuchó con atención las palabras de la joven pero la verdad es que no le interesaba si lo buscaban, si eran buenos partidos o si poseían los mejores atributos; Freiss detestaba estar con una mujer demasiado tiempo, así que ya se había hecho a la idea de que si llegaba a encontrar a una mujer que no le enfadara, se casaría con ella sin importar su estatus o su historia de otra manera, permanecería soltero para siempre – ¿Qué dijiste? – Preguntó, girando el rostro para observar como la joven de vestido amarillo subía la escalinata. El hechicero maldijo para sus adentros y miró en dirección a Madeleine para evitar que su mirada se cruzara con la de quien ya comenzaba a llamarle con insistencia; sus ojos por el contrario se toparon con los de la Duquesa y fue ahí que la sonrisa se amplió en el rostro de Harald ante una idea brillante – Recuerdas que te advertí que cosas malas pueden pasarle a quienes ofenden a los demás – cuestionó segundos antes de tomar la mano de Madeleine – Ahora a la pista – y antes de que ella pudiera hacer o decir cualquier cosa, el austriaco ya la arrastraba escaleras abajo, disculpándose en el camino con la chica regordeta que los miraba fijamente y no se movía más.
Conforme iban llegando al final de la escalera, Freiss podía sentir como las miradas comenzaban a enfocarse en ellos algo que iba a ayudarle a que ella no escapara, después de todo, los modales eran todo en fiestas como aquellas.
– Muestra una linda sonrisa – le susurró sin mirarla, terminando por llevarla al centro de la pista, rodearle suavemente la cintura y sujetarla muy cerca de su cuerpo – Y no vayas a pisarme – mencionó divertido antes de que la música comenzara a sonar y tanto ellos como las demás parejas iniciaran el baile.
En el rostro de Harald se mantenía una sonrisa divertida y sus ojos no se despegaban de la pista de baile durante mucho tiempo, sino apenas el necesario para responder a la libertina Duquesa, quien aseguró que no deseaba un baile con él y hasta se atrevió a alejarse al hacerlo, solo para después asegurar que no huía.
– No huyes de mi… – chasqueo la lengua – ¿Estás segura de ello?– le observó divertido, recibiendo como respuesta una mirada segura, cosa que provocó que una carcajada saliera de sus labios del austriaco – Mi querida Duquesa, si huir ha sido exactamente lo que ha hecho al alejarse de mi y al asegurar que no quiere un baile conmigo – mencionó despreocupado, ignorando completamente los gestos que ella realizaba para hacerle sentir su desprecio; él podía notar que la ponía nerviosa y eso restaba validez a todo lo que hiciera o dijera. A Harald le gustaba ese juego de hostilidad entre ambos, le parecía algo sumamente divertido, y si bien ante los ojos de otros pudiera parecer que se odiaban mutuamente, la realidad era lo contrario a lo que se pensara, el austriaco no la odiaba y tampoco le molestaba la cercanía con aquella mujer, algo que evidentemente a ella no compartía, al menos no aún. Los ojos del hechicero volvieron a la pista de baile y la molestia se hizo presente en su rostro al escuchar el que ella le decía insecto molesto – No te tomes las cosas tan personales, ya te dije que no todo el mundo gira alrededor de ti, además que así soy con todos y un consejo – le miró fijamente – Yo tendría mucho cuidado al llamar a las personas de maneras tan groseras – sonrió burlón – No vaya a ser que por ofender algo malo vaya a pasarte – quizás no era una buena idea hacer esa clase de amenazas pero al brujo le gustaba para nada que ella tratara de llevar la ventaja en su conversación.
Los segundos que siguieron resultaron ser un silencio, que fue rotó sin más nuevamente por la insistencia de Madeleine porque Harald regresara a la pista de baile.
– ¿Tan desesperada te encuentras por alejarme de ti? – se llevó la mano al pecho y puso cara de tristeza, y aún con eso, sus ojos fueron a donde ella le indicaba se encontraba la mujer interesada en él, provocando que la tristeza se convirtiera en repulsión. La mujer que Madeleine señalaba era una conocida de la familia Freiss y una heredera sumamente importante a quien el hechicero nunca prestaría atención. Una mirada fue lo único que lanzó a la Duquesa a manera de respuesta antes de dar la espalda a todos los que se encontraban en la pista. Harald escuchó con atención las palabras de la joven pero la verdad es que no le interesaba si lo buscaban, si eran buenos partidos o si poseían los mejores atributos; Freiss detestaba estar con una mujer demasiado tiempo, así que ya se había hecho a la idea de que si llegaba a encontrar a una mujer que no le enfadara, se casaría con ella sin importar su estatus o su historia de otra manera, permanecería soltero para siempre – ¿Qué dijiste? – Preguntó, girando el rostro para observar como la joven de vestido amarillo subía la escalinata. El hechicero maldijo para sus adentros y miró en dirección a Madeleine para evitar que su mirada se cruzara con la de quien ya comenzaba a llamarle con insistencia; sus ojos por el contrario se toparon con los de la Duquesa y fue ahí que la sonrisa se amplió en el rostro de Harald ante una idea brillante – Recuerdas que te advertí que cosas malas pueden pasarle a quienes ofenden a los demás – cuestionó segundos antes de tomar la mano de Madeleine – Ahora a la pista – y antes de que ella pudiera hacer o decir cualquier cosa, el austriaco ya la arrastraba escaleras abajo, disculpándose en el camino con la chica regordeta que los miraba fijamente y no se movía más.
Conforme iban llegando al final de la escalera, Freiss podía sentir como las miradas comenzaban a enfocarse en ellos algo que iba a ayudarle a que ella no escapara, después de todo, los modales eran todo en fiestas como aquellas.
– Muestra una linda sonrisa – le susurró sin mirarla, terminando por llevarla al centro de la pista, rodearle suavemente la cintura y sujetarla muy cerca de su cuerpo – Y no vayas a pisarme – mencionó divertido antes de que la música comenzara a sonar y tanto ellos como las demás parejas iniciaran el baile.
Harald Freiss- Hechicero Clase Alta
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Fecha de inscripción : 21/10/2013
Re: Lost in Paradise || Privado
Madeleine odiaba las lecciones de baile pero, por sobre todas las cosas, odiaba bailar. Detestaba la sensación de tener que dejarse llevar por un hombre, quizá porque desde que era una niña, había estado haciéndolo: obedecía al sexo fuerte. Creyó que, cuando tuviese dinero y poder, lograría una relativa independencia, pero había estado muy equivocada. Las mujeres de la high society, también eran sumisas, sólo algunos casos excepcionales conseguían una cierta emancipación. Nunca sería vista como un igual por aquellos que le habían arrebatado la inocencia. El hecho de tener que plantar una sonrisa en su rostro y seguir a Harald Freiss, le colocó una piedra en el estómago, e invocó memorias negras, que no sería capaz de sacar jamás de su cabeza. La habían marcado y la habían forjado a fuego, a sangre y fuego, y batallaba constantemente con esos demonios que la poseían y la arrastraban a sus fauces, como una ofrenda al gran Lucifer. Ella tenía su propio Infierno, y nunca podía dejarlo atrás. Despertaba en él, vivía en él y moriría en él, porque era una criatura que, hiciese lo que hiciese, nunca podría despojarse del pasado; éste la perseguiría a donde fuese.
—No puedo… —susurró, segura de que no sería escuchada. La música ya sonaba, la mano de Freiss la aprisionaba contra el cuerpo masculino, y todo comenzó a girar. No lo pisaba, pero su cuerpo se mantenía tenso, y los ojos se le calentaron, recordando a la niña que fue, los dedos callosos arrebatándole la infancia, el cuerpo caliente y pesado poseyéndola. No supo por qué recordó todo aquello, en esa situación tan diferente, rodeada de aquella gente con la que no podía quedar mal. Sólo quería correr, sólo quería irse de allí, sólo quería volver el tiempo atrás para poder huir de esa habitación del horror. —No, no… No puedo —expresó con voz mortificada, observando a su acompañante a los ojos. Ésta vez sí la había escuchado.
No pudo esperar una burla, y no le importó lo que se dijera después. Se desembarazó del amarre de Harald, se tomó la falda del vestido y corrió entre los presentes, que la miraban desconcertados. Luego habría tiempo de inventar excusas, y el pequeño incidente quedaría olvidado, o eso rogó que sucediera. Se perdió por una puerta, subió una escalera, entró a una habitación, después a otra que conectaba, continuó el camino por un largo pasillo, y casi sin aliento, se detuvo en una pequeña sala oscura, poco iluminada por la Luna. Descubrió un sillón de dos cuerpos y una mesa. Seguramente era utilizada para fumar. Era un habitáculo pequeño, en comparación con los demás cuartos, pero confortable.
Se sentó, exhausta. No sabía cuánto tiempo había estado recorriendo la enorme residencia, y tampoco sabía, exactamente, por qué había huido despavorida. Sería la comidilla de los invitados, al menos hasta que otro diera un espectáculo lamentable. Se odió por ello. Siempre había intentado esquivar los posibles escándalos, eligiendo bien a sus amantes, y codeándose con gente tranquila, hablando de forma medida y sin dar demasiados detalles de su vida de mentira. La tergiversación y omisión de la verdad, le salía naturalmente, y había memorizado detalles de su pasado en un instituto para señoritas, la tristeza de la orfandad y la felicidad del reencuentro con ese padre que no la había visto crecer. Era un relato conmovedor, y la convicción con la que lo contaba, había provocado que le tomaran cariño. Eran pocos los reticentes a su persona, pero ya estaba advertida de que no podía caerles en gracia a todos.
Se tocó la mejilla, casi por inercia, y la descubrió húmeda. Acarició la otra, y también lo estaba. Había llorado; lloraba. De sus ojos tristes caía el líquido salobre, quitándole la dignidad. Sintió el nudo en la garganta, la opresión en la boca del estómago, la presión en el pecho, y la imposibilidad de dejar caer las lágrimas la desesperaba. Se cubrió el rostro, apoyando los codos en la rodilla, y todo su cuerpo se contorsionó en un llanto amargo, un llanto contenido hacía años, en un llanto que no le daba lugar al consuelo. Lloraba por sí misma, por sus hermanos, por su padre muerto, por ese amor inocente del pasado, por su presente incierto; lloraba porque tenía miedo de volver a la pobreza, de tener que entregar su cuerpo para alimentarse. Madeleine se sintió tan vulnerable, que también lloró de bronca, lloró porque estaba sola en el mundo, lloró porque no tenía a nadie más que a sí misma.
—Papi… — ¡Cuánto lo extrañaba! ¡Cuánto añoraba su sonrisa! Con su muerte, se había ido lo único bueno que había tenido, lo único sano, lo único puro. Su muerte, también había significado el deceso propio. Su muerte había sido el fin, y ya no habría renacimiento. —Papi… —volvió a sollozar, como si llamarlo lo hubiera traído a ella para que la envolviera entre sus brazos una vez más. No se reconocía en esa mujer doliente y llorosa, no era así; o quizá, por primera vez en su vida, había dejado que las barreras cayeran. Le daba rienda suelta a su Infierno.
—No puedo… —susurró, segura de que no sería escuchada. La música ya sonaba, la mano de Freiss la aprisionaba contra el cuerpo masculino, y todo comenzó a girar. No lo pisaba, pero su cuerpo se mantenía tenso, y los ojos se le calentaron, recordando a la niña que fue, los dedos callosos arrebatándole la infancia, el cuerpo caliente y pesado poseyéndola. No supo por qué recordó todo aquello, en esa situación tan diferente, rodeada de aquella gente con la que no podía quedar mal. Sólo quería correr, sólo quería irse de allí, sólo quería volver el tiempo atrás para poder huir de esa habitación del horror. —No, no… No puedo —expresó con voz mortificada, observando a su acompañante a los ojos. Ésta vez sí la había escuchado.
No pudo esperar una burla, y no le importó lo que se dijera después. Se desembarazó del amarre de Harald, se tomó la falda del vestido y corrió entre los presentes, que la miraban desconcertados. Luego habría tiempo de inventar excusas, y el pequeño incidente quedaría olvidado, o eso rogó que sucediera. Se perdió por una puerta, subió una escalera, entró a una habitación, después a otra que conectaba, continuó el camino por un largo pasillo, y casi sin aliento, se detuvo en una pequeña sala oscura, poco iluminada por la Luna. Descubrió un sillón de dos cuerpos y una mesa. Seguramente era utilizada para fumar. Era un habitáculo pequeño, en comparación con los demás cuartos, pero confortable.
Se sentó, exhausta. No sabía cuánto tiempo había estado recorriendo la enorme residencia, y tampoco sabía, exactamente, por qué había huido despavorida. Sería la comidilla de los invitados, al menos hasta que otro diera un espectáculo lamentable. Se odió por ello. Siempre había intentado esquivar los posibles escándalos, eligiendo bien a sus amantes, y codeándose con gente tranquila, hablando de forma medida y sin dar demasiados detalles de su vida de mentira. La tergiversación y omisión de la verdad, le salía naturalmente, y había memorizado detalles de su pasado en un instituto para señoritas, la tristeza de la orfandad y la felicidad del reencuentro con ese padre que no la había visto crecer. Era un relato conmovedor, y la convicción con la que lo contaba, había provocado que le tomaran cariño. Eran pocos los reticentes a su persona, pero ya estaba advertida de que no podía caerles en gracia a todos.
Se tocó la mejilla, casi por inercia, y la descubrió húmeda. Acarició la otra, y también lo estaba. Había llorado; lloraba. De sus ojos tristes caía el líquido salobre, quitándole la dignidad. Sintió el nudo en la garganta, la opresión en la boca del estómago, la presión en el pecho, y la imposibilidad de dejar caer las lágrimas la desesperaba. Se cubrió el rostro, apoyando los codos en la rodilla, y todo su cuerpo se contorsionó en un llanto amargo, un llanto contenido hacía años, en un llanto que no le daba lugar al consuelo. Lloraba por sí misma, por sus hermanos, por su padre muerto, por ese amor inocente del pasado, por su presente incierto; lloraba porque tenía miedo de volver a la pobreza, de tener que entregar su cuerpo para alimentarse. Madeleine se sintió tan vulnerable, que también lloró de bronca, lloró porque estaba sola en el mundo, lloró porque no tenía a nadie más que a sí misma.
—Papi… — ¡Cuánto lo extrañaba! ¡Cuánto añoraba su sonrisa! Con su muerte, se había ido lo único bueno que había tenido, lo único sano, lo único puro. Su muerte, también había significado el deceso propio. Su muerte había sido el fin, y ya no habría renacimiento. —Papi… —volvió a sollozar, como si llamarlo lo hubiera traído a ella para que la envolviera entre sus brazos una vez más. No se reconocía en esa mujer doliente y llorosa, no era así; o quizá, por primera vez en su vida, había dejado que las barreras cayeran. Le daba rienda suelta a su Infierno.
Madeleine Fitzherbert- Realeza Inglesa
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