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PARÍS, FRANCIA
AÑO 1842

Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.

Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.

¿Estás dispuesto a regresar más doscientos años atrás?



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Mensaje por Eitana Heifetz Vie Oct 16, 2015 12:18 am

Tus manos, heridas de intrincados caminos, son la historia de una raza de amadores.
Alfonsina Storni

La tormenta había amainado de una vez. Eitana les tenía terror, especialmente cuando el viento remolineaba en su ventana y las ramas de los árboles golpeaban en el vidrio, asustándola. Todos parecían descansar, a pesar de los rayos que rompían en el firmamento y de los truenos que hacían vibrar la estructura. Todos, excepto que ella. Se había cubierto hasta la cabeza y había recitado una oración tras otra, rogándole a Dios que tranquilizara la furia de la naturaleza. Sólo quedaba el sonido de la lluvia incesante, cuando un ruido extraño la alcanzó. Temerosa, incapaz de articular movimiento, se quedó inmóvil, con el cobertor hasta la nariz, conteniendo la respiración. Podía ser su imaginación, se dijo. Quizá comenzaba nuevamente el viento a silbar. Otra vez, un quejido. Un animal herido, intentó convencerse. La curiosidad, traicionera sensación, la obligó a batallar contra su miedo y descendió de la cama, temblando, no tanto por el frío, mas si por el miedo. Corrió la cortina y pegó el rostro al vidrio helado; su aliento le empañó la visual, y en el preciso momento que intentaba enfocar la vista en el patio trasero, percibió un movimiento en la tierra. La oscuridad no le permitía ver bien, pero dio un paso atrás, con el corazón en un puño. Intentó, en vano, convencerse de que podía ser uno de los perros que acompaña a la custodia; había uno que tenía un particular interés por las noches de tempestad.

Peleando con su propio temor, se animó a salir de la habitación y bajó hacia la biblioteca, que era el cuarto que estaba debajo del suyo y del cual podría obtener un mejor panorama, sin salir de la seguridad de la mansión. Se preguntó por qué no daba aviso a su padre, o por qué no intentaba hacer contacto con algún trabajador; y desestimó rápidamente la idea porque la tildarían de desequilibrada. De ella se esperaban decisiones racionales y no temores infundados. Un escalofrío la recorrió de pies a cabeza cuando, desde el ventanal de la biblioteca, descubrió que había un hombre tirado a escasos metros. Ya no se movía, la lluvia le caía sobre un rostro que no lograba distinguir. ¿Estaría muerto? Era la primera vez que veía un cadáver, y la idea se le antojó espantosa. Lo oyó quejarse, ¡seguía vivo! Pobre hombre, repitió para sí; incapaz de permitir que los encargados de la seguridad lo descubrieran y lo lanzaran a la calle, salió por la puerta de la cocina que daba a ese patio. Inmediatamente se arrepintió, sus pantuflas rosadas se embarraron y la lluvia le empapó el camisón, provocándole un estornudo y un temblor nada usual.

Se acercó con un sigilo felino, y luego de comprobar que ya estaba inconsciente, se atrevió a acuclillarse a su lado. Un relámpago iluminó la escena, y le permitió distinguir su rostro herido. ¿Cómo lo sacaría de allí? Se notaba su contextura fuerte, a pesar de lo magullado que estaba; ella escasamente llegaba al metro sesenta, era más bien delgada y no tenía desarrollada la fuerza física. Se sintió una completa inútil y, también, una pecadora. Estaba cometiendo una falta tras otra, y, aunque ya diese la voz de alarma, estaría envuelta en un problema por el sólo y sencillo hecho de haber salido de la casa sin permiso y sin acompañante. Un rayo, que cayó no muy lejos, la obligó a taparse la boca para ahogar un grito. Estaba aterrada, pero no podía dejar a ese hombre a su suerte. Recordó que, a pocos metros, había un sótano que había caído en desuso, en el que ella había jugado de pequeña. Se puso de pie y fue en su búsqueda, la puerta tenía un candado. Se quitó una de las prensas que le sostenía los bucles abundantes debajo de la cofia, y utilizó la técnica que en la infancia le había permitido ingresar allí sin ser descubierta. Introdujo el pequeño objeto, y tras encontrar la seguridad del candado, la burló. De no haber estado tan asustada, una sonrisa triunfal se habría dibujado en su rostro. Abrió la puerta y supo que las escaleras serían un problema.

Perdóneme si le hago daño —susurró cuando, finalmente, se decidió a tomarlo por las muñecas por encima de la cabeza y arrastrarlo. Sabía, por la mueca de dolor, que estaba lastimándolo aún más, si eso era posible. Demoró, los escasos metros, menos tiempo del que le había parecido. Quería llorar, le dolían los brazos. Cerró la puerta, y la penumbra le otorgó impunidad para lagrimear. ¿Qué se suponía que iba a hacer? ¿Dejar que el hombre se muriera ahí? Acalló sus cavilaciones y lo alzó por las axilas; bajó de espaldas los escalones, intentando provocarle el menor dolor posible al desconocido, que con cada escalón que bajaba seguía quejándose. Lo acomodó sobre una alfombra vieja que había encontrado y lo cubrió con una cortina que ya no servía. Eitana salió del pequeño sótano, corrió a la cocina, de donde sacó una jarra con agua, un vaso y un trozo de pan. Luego habría tiempo de limpiar el piso. Regresó con el herido. Sin luz, sería imposible siquiera distinguir las heridas. Se ovilló a su lado, apoyando la espalda en la pared, preguntándose qué haría con él.
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Mensaje por Mstislav Lèveque Lun Dic 21, 2015 11:21 pm


La persecución había dado comienzo y él estaba en medio de la treta. Uno a uno los hombres a su lado cayeron sin poder realizar otro movimiento que el cántico fúnebre de su última grosería a la bestia. Palabras que blasfemaban, algunas otras un par de plegarias que no podrían endulzar el corazón del victimario. Nadie había conseguido regresar a ser el mismo hombre de antes, nadie podía retornar de las tinieblas y esperar la redención, nadie puede asesinar sin consideración a los inocentes y pretender que se es un hombre de dios. Él mejor que nadie lo sabía, una vez adentro, una vez infectado, ya no hay retorno.

Sus gruñidos resonaban por encima del estruendoso sonar de las cuchillas, los gritos y los golpes a secas que se repartían entre puños y patadas. El vaho de sus fauces se elevaba por encima de sus cabezas y el color azul de sus orbes había mutado a un negro famélico, adaptándose a la oscuridad de las calles, tratando de observar el siguiente paso del enemigo. Sus manos, fuertes e imponentes bloqueaban ataques mientras sesgaban una poderosa espada de plata, con un filo tan letal, que podía apreciarse al momento de cortar el viento, pero no era el arma lo mejor que él poseía, pues aunque esta cayese de sus manos, un cazador adiestrado como lo estaba Lèveque, podría sin duda alguna, continuar peleando.

Pero como todo hombre portador de orgullo, en ocasiones era demasiado confiable y no adelantaba que, incluso aquellos hombres que luchan hombro a hombro con él, podrían voltear su mandíbula y morderle. Así fue como consiguió las heridas que surcan su torso, costillas, hombros y piernas. Había demasiada sangre derramada y la mayor parte de ese líquido escarlata, era suyo. No importaba que tan prodigio fuese en el combate, o si su resistencia era mayor a lo conocido por el hombre común, la pérdida de sangre más los sentidos desorientados, hacían de él sólo un idiota tratando de sobrevivir. Pese a sus enseñanzas y lo engreído que fuese, reconocía que muerto no podría seguir jactándose de sus glorias. Además, aún no cumplía su promesa y la venganza pesa más que cualquier otra afrenta.

Consiguió quitarse de encima a un par de hombres, mortales simplones que servían al vampiro por el cual se encontraba ahí. Sus gargantas eran tan frágiles, que con un solo apretón de su mano, había podido desquebrajarlas. No ocurría lo mismo con el demonio que iba tras de él. La plata no tenía efecto más que el del filo en su piel y, al perder la mayor parte de sus armas, Lèveque se encontraba en total desventaja.
Al emprender la huida, sus pasos torpes dejaban huellas en la tierra, en los largos muros y ventanales de las chozas que se erigían a su alrededor, simples señales que se borraban con la terrible lluvia que le acompañaba, pero que no funcionaba, como borrador del delito. Con aquellas pistas, no podría escapar jamás de su depredador, por lo que, sin importar el dogma de su familia, atacó a un vagabundo, dejándole inconsciente, hurtó sus ropas y, pese a que conocía el desenlace de aquel incauto hombre, lo utilizó como carnada y escapó.

Arrastrándose, con los pulmones matándole, con el frío viento agazapándose en su espalda, se escabulló hasta una portentosa mansión, ahí si no estaba a salvo, al menos no le asesinarían sin antes arrojarlo a los calabozos, y para su fortuna, era precisamente en ese lugar donde se escondía como la rata y el fiero cazador que era.

Su cuerpo cayó en seco en medio del fango y las plantas que servían como jardín, se quejó gruñendo en vano, por más que se quejara, las heridas no sanarían. Dejando que la lluvia del cielo bañara por completo su rostro, y permaneciendo quieto un  par de minutos, idealizó la posibilidad de que el agua helase las yagas y limpiara un poco la suciedad que había arrastrado desde la calle. En ese instante, desfalleció.

Al despertar, la visión era un asco y el olor a humedad no le daba mucho de donde agarrar para descubrir el sitio en el que se encontraba. Sus ropajes seguían mojados, su heridas continuaban ahí y por supuesto, el dolor no se había ido. Trató de reincorporarse, pero no lo consiguió, estaba completamente agotado, física y emocionalmente. Gruño una vez más al sentir su fracaso, y comenzó a golpear su cabeza contra el suelo, hasta darse cuenta que algo no andaba bien. Una manta cubría su cuerpo, no estaba sólo y quienquiera que le haya arrastrado hasta ese sitio, había procurado su cuerpo. Sacudió la cabeza y se puso de pie entre agónicas punzadas y tropezones. Tenía que largarse de ahí.

En el umbral de la puerta la observó. Y, semiconsciente de sus actos, se arrodillo ante ella -¿Qui… Quién demonios eres tú y por qué tratas se ayudarme?-
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Mensaje por Eitana Heifetz Vie Ene 15, 2016 8:54 pm

No había medido las consecuencias de su estupidez. Sabía, a ciencia cierta, que el extraño podía ser un criminal; y si bien, por la gravedad de sus heridas, no representaba una verdadera amenaza, éstas sanarían y ella habría metido en su hogar a un completo desconocido. Podía ser desde un asesino hasta un maleante, y pasó dos horas cavilando las miles de formas en que su vida sería robada; pero, lo que más le preocupaba, era que la descubrieran. El repudio de su familia llegaría a límites insospechados, y sería convertida en una pordiosera, si no era que la condenaban a la completa reclusión, a vivir en un calabozo por el resto de sus días. Su padre era un hombre implacable, y no entendería razones; y su madre, avivaría el fuego con su ponzoñosa lengua judía. Le revisó las heridas, y comprobó que éstas no empeoraban; agradecía haber leído, en alguna que otra oportunidad, unos libros sobre cuidados de enfermos que encontró en la biblioteca de la mansión. Le controló la temperatura, y aún seguía con la frente hirviendo; sudaba frío y movía de forma extraña el cuerpo, como si un sinfín de pesadillas lo atormentasen. Parecía un alma desahuciada…

Se acercó lentamente a él, y a la tenue luz de unas velas viejas y cerrillos que había encontrado por mera casualidad, le estudió el rostro. A pesar de las magulladuras, era perfecto. Se atrevió a quitarle, con el pulgar, un rastro de sangre que nacía en una de las comisuras y finalizaba a escasos centímetros. Nunca había rozado, siquiera, a otra persona que no fuera su madre, su padre o alguna sus doncellas, y el contacto con la piel del desconocido le pareció fascinante. Confundida por ese instante de debilidad, decidió que era hora de retirarse. Aún parecía subsumido en su universo de ensoñaciones; regresaría más tarde, y si tenía suerte, él ya se habría despertado y encontrado la forma de huir de allí. Cuando iba por el segundo escalón, se detuvo al escuchar los golpes que él se daba contra el suelo. El pánico la heló, y cuando el extraño logró ponerse de pie, Eitana subió los cinco escalones restantes aterrada; las manos le temblaban y le era imposible encontrar la llave que la sacaría del sótano. Giró al sentir su respiración agitada, y pegó su espalda a la puerta. La mataría, no había dudas de eso. Cuando cayó de rodillas, Eitana exhaló, aún no tenía la suficiente fuerza para mantenerse en pie.

Us…usted apareció en…mi jardín —tartamudeaba del terror; sus pensamientos iban a una velocidad proporcional a los latidos de su desbocado corazón. Se preguntó si era posible que éste se le saliese del pecho. —Mi nombre…mi nombre es Eitana, Monsieur —temblando, se animó a apoyar su mano en el hombro del extraño, procurando no tocar las heridas. —No le haré daño, se lo prometo —imaginó que él también debía estar asustado. Si había salido vivo de una lucha semejante, en algún instante, el miedo debería haber acudido a él. Su violenta reacción denotaba el trauma al que había sido sometido, y lo comprendía. La joven dudaba de que ella pudiera sobrevivir a un ataque como aquel, seguramente hubiera muerto desangrada y no se encontraría recogiendo la dignidad, como aquel hombre. Su actitud despertó una admiración que, sabía, no debía sentir, pero que, sin embargo, se acababa de alojar en un rincón de su alma.

Escuchó pasos y voces acercándose. La ronda de los guardias de seguridad pasaría por allí; eran hombres preparados y que, a pesar de la torrencial lluvia, escucharían cualquier sonido extraño. Sin pensarlo dos veces, se llevó el índice derecho a los labios pidiéndole silencio, le murmuró una disculpa y lo ayudó a descender. Debía apagar las velas, por si se les ocurría prestarle atención al olvidado sótano. Lo dejó en el último escalón y corrió a soplar las llamas, que humearon y ayudaron a que el olor a humedad se disipase lentamente. Le costó acostumbrarse a la oscuridad, y a tientas se dirigió hacia el desconocido, al cual ubicó por el sonido pesado de su respiración. Ella no podía hacer mucho más, y la impotencia la obligó a apretar los puños.

Está en la residencia de los Heifetz —le explicó en un susurro, sentándose a una prudencial distancia. —Los guardias de mi padre vigilan todo el perímetro, si nos llegan a descubrir, ambos estamos muertos —se dio cuenta que estaba hablando demasiado. El extraño no emitía sonido, y Eitana temió que hubiera perdido el conocimiento. —Monsieur, ¿cuál es su nombre? No quiero lastimarlo, si me permite, lo ayudaré con sus heridas y luego podrá irse —se acercó un poco más por las dudas no lo escuchara.  El ruido de un trueno la hizo estremecer, y cubrió el vacío de la habitación.
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Mensaje por Mstislav Lèveque Jue Ene 21, 2016 5:02 pm


Sus sentidos se encontraron desorientados, al igual que su mente. Reconocer el lugar le costó varios minutos, en los que no sólo había batallado para sostenerse en pie, sino que también sentía como el gélido viento raspaba contra su garganta. La poca luz de las velas no le ayudó en lo absoluto, en el ojo izquierdo había sufrido un golpe cuyo impacto reventó una vena y que ahora le hacía apreciar nubosidad en cualquier parte. Por otro lado, su párpado derecho estaba lo suficientemente hinchado como para obstruir la vista del exterior. Y, por más que deseará poder registrar más información de la ya obtenida, le resultó imposible.

El respingo de la joven le causó curiosidad, pero más que aquello, le provocó disgusto. No podía concebir el hecho de que alguien como ella –y no es que le juzgara por status- se atrevería a levantar a un hombre desahuciado como él y después querer huir a la mínima señal de vida. Frunció el ceño y trató de desdeñar las intenciones con las cuales la mujer, le había arrastrado hasta la pocilga en la que se encontraba y, aunque pudo dar con la posibilidad de una caridad, todo aquello se le asemejaba más a una treta.

Llevó una de sus manos al las costillas, justo en el lado donde se encontraba herido y donde ni siquiera el agua de la lluvia había sido suficiente como para barrer con la sangre que era derramada. Se quejó cerrando los ojos y haciendo mohín al punzante espasmo. Recorrió con la yema de su dedo índice la comisura de la yaga para reconocer el tipo de arma, el tamaño y el daño que le habían provocado. Un buen cazador está preparado para todo, incluso para realizar una operación a sí mismos y él, aquel Lèveque extraviado, era uno de los mejores. Relamió la sangre de sus dedos, devolviendo la vista a la joven quien, pese a encontrarse en pánico, había respondido cautelosamente a sus preguntas. Al menos a una de ellas.

Fue demasiado tarde para alejarse de su agarre, cuando la delicada y femenina mano se posó en hombro. No pudo reaccionar de otra forma que no fuese a la defensiva y, en lugar, de girar el rostro hacia ella en súplica o complacencia, maniobró hasta conseguir doblar el brazo a la espalda ajena. Si le causó dolor, si el amarre había sido lo suficientemente fuerte como para que sus dedos quedaran marcados en su piel, no le importó. Simplemente se comportó como lo que es, un soldado. Tras escuchar la promesa cantarina de la doncella, bajó la vista y se deshizo del atraque. No estaba arrepentido, por lo que no se disculparía por lo ocurrido. –¿Acaso eres estúpida?- Cuestionó con la alevosía figurada en el tono de su voz, cuya raspadura había profundizado más la molestia en su tráquea.  Antes de que ella pudiese siquiera emitir sonido alguno, la silenció inmediatamente a la espera de que el bullicio del exterior cesara. Pudo contar, por el sonido de los charcos y las suelas contra el suelo, aproximadamente a cinco hombres. Además, el pesado golpeteo de armas contra las piernas, le aseguró la idea de que se trataba de una guardia. Fulminó a su acompañante con la mirada, por si acaso quería gritar para que ellos diesen con su ubicación, sin embargo, su mente consiguió darle una patada a los instintos y tanteó las cosas. La soltó.

Meditabundo, se quedó en silencio escuchando y observando cada uno de los movimientos de la doncella; su gracilidad y desenvoltura, le recordaron un poco a su madre. Hubiese podido unir la reminiscencia con Nevenka de igual forma, pero esa mujer nunca fue propia, mucho menos femenina. Sacudió la cabeza, para disipar cualquier memoria y concentrándose únicamente en el presente, y a su vez, en el objetivo de su cacería. Para cuando las luces se apagaron, el fijó su atención en el mínimo sonido que ella pudiese provocar. Así conocería su ubicación y no le tomaría por sorpresa como la última vez.

Ignoraba el apellido de la residencia, el lugar e incluso el nombre de esa chica. Por más que ella le diese santo y seña de aquel sitio, él no estaba en la ciudad para apreciar y codearse con la gentuza del lugar. Gruñó por debajo al saber que la información proporcionada hasta el momento, le era completamente inútil. Y, sintiéndose tranquilizado al no encontrar más que el sonido de la lluvia tras la puerta de madera, decidió escapar de ahí antes de que ella se diese cuenta. Un par de pasos hacia la salida y -¡Maldición!- El sonoro estruendo de la tormenta provocó que su salida fuese descartada, pues aparentemente el diminuto cuerpo ajeno se restregó contra él de forma involuntaria por el susto. Él maldijo su fortuna, pero no porque le hayan descubierto o porque ella haya rosado sin querer alguna de sus heridas, lo había hecho porque se dio cuenta que sus reflejos habían actuado de forma diferente en esta ocasión y, en lugar de tirar a matar, sostuvo entre sus brazos a la joven. En ese lapsus, donde los segundos le fueron irrevocablemente suspendidos, pudo percibir la suavidad con la que la piel de Eitana rosaba la suya, la seda húmeda de su vestuario, los latidos de su corazón, la respiración acelerada y la sensación de refugió que él le ofrecía. Sí, había proferido la herejía al darse cuenta que hacía mucho tiempo que no estaba con una mujer.

-Tengo que irme- Le empujó con brusquedad, notando cómo al alejarse se desvanecía -además de su precoz deseo- el peculiar aroma de vainilla y rosas que provenía de ella.
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Mensaje por Eitana Heifetz Miér Feb 17, 2016 8:23 pm

Se sentía extraña al notar la desconfianza del desconocido. No estaba acostumbrada a ello. En su mundo, allí detrás de los muros de la residencia, todos la adoraban. Las pocas personas con las que había hablado fuera de su núcleo familiar, quedaban encantados con su dulzura y sus conocimientos. Había aprendido que, agradarle a los demás, le daba la confianza con la que no había nacido. Que alguien la elogiase, le despertaba una sonrisa cargada de timidez, pero que hacía mella en su espíritu débil, erigiendo montañas que se convertían en frágiles sostenes para su inseguridad. Por ello, era que no lograba comprender que, al brindarle su ayuda a alguien que la necesitaba, éste la rechazase como si se tratase de una leprosa. Jamás en toda su vida la habían tratado con aquella agresividad, ni tampoco había tenido la oportunidad de estar tan cerca de un hombre que no fuese su padre.

En el cuerpo se le quedaría la sensación del intruso sosteniéndola, quizá odiándola. Pero no le temía; ella, que sentía pavor por todo, contrariamente a lo que podía esperar, sabía que aquel hombre no la mataría. Había abandonado los primeros sentimientos de pánico al mirarlo a los ojos maltrechos; él estaba atormentado. Su vida doliente se reflejaba en sus claros orbes, que transmitían su fiereza y el camino sinuoso recorrido. Eitana, que sentía inmediata empatía por todo aquello que catalogaba como desamparado, supo que debía ayudar a aquel hombre, por más que él se resistiese. No llegaría demasiado lejos, dada la gravedad de sus heridas. Tampoco lo retendría en contra de su voluntad, pero no lograría salir de la propiedad sin toparse con alguno de los guardias, que no sólo se hacían la ronda correspondiente, sino que estaban ubicados estratégicamente en las entradas y salidas, además de siempre rotar los sitios donde se escondían. Había sido un verdadero milagro que no lo viesen entrar ni quedar tendido en el barro.

Jamás podría describir lo que ocurrió a continuación. No esperó que él la sostuviese ante el respingo, ni tampoco la vorágine que se desató en su cuerpo. La piel se le erizó, y aquellos instantes de eternidad, parecían haberse convertido en lo único que tenía en la vida. Estaba segura de que no olvidaría nunca la firmeza de sus músculos envolviéndola, la fuerza que emanaba a pesar de su cuerpo magullado, su olor a tierra, a sudor y a sangre. Apoyó, sin querer, una de sus pequeñas manos en el pecho del extraño, y si él no la hubiera separado con brusquedad animal, le habría gustado jugar con los vellos de su torso. Todo era tan nuevo… Eitana creía que había pasado sus veintidós años en un sueño eterno, y acababa de despertar a un mundo completamente nuevo. Nada era parecido a aquello. Acaba a de conocer la perfección.

No se vaya —le suplicó en un hilo de voz. Le costaba reaccionar ante su violencia, pero no iba a amilanarse, no luego de que estaba poniendo en juego su vida. —No se vaya —dijo con más firmeza. —No logrará salir con vida de aquí, los hombres de mi padre son sumamente peligrosos —en muchas ocasiones, Eitana creía que eran bestias— y usted no está en condiciones de oponer resistencia. No sea terco —y lo último se escapó de sus labios. Ella, que siempre reprimía sus palabras, no fue incapaz de retener aquella frase ridícula, como si se tratase de un niño al que estaba reprendiendo por un mal comportamiento. —Disculpe, no quise insultarlo —se retractó inmediatamente, desviando la vista, con las mejillas arreboladas y un hondo sentimiento de culpa y vergüenza.

Decidida a dar por zanjada la inminente huida del inesperado huésped, lo tomó de una de sus manos con tanta suavidad que parecía la caricia de una pluma. Le agradó el tacto calloso. Estaba acostumbrada a las manos siempre pulcras y cuidadas de sus padres, también a las de sus doncellas, pero si hacía un recuento, nunca había tocado tanto a alguien como estaba haciéndolo con ese hombre. Pero tenía una profunda necesidad de estar cerca suyo, porque sabía que era de la única forma que no se iría. Se puso de pie y, sin quitar la mirada de su rostro, apretó un poco más, tirando de él y obligándolo a pararse. En ese momento fue consciente de que era mucho más alto que ella, quizá el hombre más alto que había conocido jamás, su corpulencia parecía la de un gladiador, y se sintió abrumada ante él. Eitana, escasamente pasaba el metro sesenta, era delgada, de huesos pequeños, grácil como una gacela y frágil como un diamante. Se habían encargado de que así lo fuera.

Sé que cree que voy a traicionarlo —la voz le salió grave, ya que batallaba con los latidos de su corazón. —Pero, le juro por Dios, que no. Sólo quiero ayudarlo. Le prometo que podrá irse en cuanto esté recuperado, pero mírese… —lo estudió en la oscuridad— está muy herido, ¿cree que podrá cruzar el jardín, esquivar a los guardias y alejarse lo suficiente sin desangrarse? No soy enfermera, pero cualquiera podría darse cuenta que moriría en cuanto llegue a dos calles de aquí, y terminaría comido por los perros — ¿de dónde había sacado aquel discurso? Le parecía de alguno de esos libros que leía con devoción, ya que nunca salía de su casa y ni siquiera sabía si había jaurías de perros rabiosos rondando la zona. —Permítame que lo cuide. Yo también me estoy arriesgando por usted, sin saber si, en algún momento, cuando recupere sus fuerzas, me matará —dio por terminada su ponencia, soltándolo y alejándose un paso de él. Aún no sabía su nombre.
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Mensaje por Mstislav Lèveque Dom Feb 21, 2016 9:45 pm


Cada cierto tiempo, podía sentir como una ola de mareos le abofeteaba a la cara. Sus sentidos iban venían, era un siniestro vals donde la vista se perdía más allá de la consciencia. No podía respirar, su garganta se secaba, sus labios aún sabían a tierra y sangre; aún así la fémina no se negaba a apartarse de su camino. Sonrió. Algo efímero y amargo. Sus orbes analizaron a la chica a través de la penumbra. No podía estar seguro de cuan magnifica era su belleza, pero si encontró su inocencia en medio del barullo inicial. Si él no fuese un maldito cazador, si no estuviese en medio de una guerra contra sus propios demonios y ella no fuese una dama… Su palma se cerró en un puño y sólo se dispuso a tragar la saliva que había estado atorada en dentro de su boca. La cual no fue suficiente para deshacer la picazón que sentía en el cuello.

-Obstinada e impertinente- Dijo casi en un susurró. Lejos de lo que ella pudiese haber pensado, no estaba regañándole o reprimiendo su impulso por escupir la verborrea que se le ocurriera. No, el no era de los hombres a los que les gusta someter a las damas, Lèveque podría enseñarles a defenderse de los insultos machistas e incluso a propiciarles una golpiza. Él había sido el primero en defender la idea de mostrar a Nevenka todos y cada uno de los trucos que los cazadores sabían; y aparentemente él había sido el único. En ese instante, no sabía si hizo lo correcto o sólo alentó a la bestia a ser inalcanzable. Gruñó. –Pero sobre todo, inocente- Se dejó caer en una silla abandonada que encontró en el rincón del sitio. Las telarañas se pegaron en su s ropajes y algunas otras rosaron las heridas de las cuchillas, pero no le importó.

Había escuchado minutos atrás los pasos de los guardias y también pudo constatar de cuántos se trataba. Frunció el ceño y asintió. Le molestaba reconocerlo, pero ella tenía razón, no saldría de ahí sin antes tener que soportar algunas patadas extra. Había escapado del vampiro, y por dios que no era la única criatura que había intentado asesinarlo, pero estaba mal herido y, aunque podría sacar las fuerzas suficientes para deshacerse de aquellos hombres, no llegaría demasiado lejos con el resto de la secta rondando por las calles. Quizá, si esperaba que el día emergiera, podría escapar sin ningún problema. Se relamió.

Eitana siguió hablando, pero él había estado sacando varias conclusiones dentro de su cabeza que no dejaron a la voz de la joven cruzar sus sentidos. Hasta el instante en que mencionó las últimas dos palabras. -¿Qué?- Cuestionó sólo para rectificar lo que en la lejanía le pareció escuchar. Está vez estalló en carcajadas. Hacía mucho tiempo que nadie le había hecho reír de ese modo. No, no se estaba burlando de ella, sino de la maldita ironía en la que se vio inmerso. Sacudió la cabeza y respiró profundamente. El estomago le hizo jadear por algún golpe que tenía ahí y que se detonó con el ejercicio de su risa. Se limpió las lágrimas de los ojos y le indicó en medio de la penumbra que tomara asiento. –¿No sabes nada cierto?- Mstislav, no pretendía romper sus ilusiones, pero tampoco podía permitir que su ingenuidad le arrastrase a cometer la misma tontería con cualquier otro infeliz. Tal vez, su próximo intento condescendiente, le arrastrase verdaderamente al infierno. –Escucha, yo no te obligué a que me ayudaras. Te metiste en este problema tu sola y como ya te habrás dado cuenta, no soy un buen tipo.- Frunció el ceño y carraspeó. –La muerte no es lo peor que alguien como yo podría hacerte.- Sentenció. No mentía. Sus torturas, los métodos, los malditos juegos. Todo lo que aprendió a lo largo de su historia, era para causar pena y sufrimiento en los inmortales. Algo que los hombres no soportarían ni siquiera cinco segundos.
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Mensaje por Eitana Heifetz Dom Mar 27, 2016 7:58 pm

El cinismo que desprendía toda la figura del extraño, le hacía daño. Eitana era una joven de corazón puro, no demasiado informada sobre el mundo, sobre sus maldades y sobre las pocas bondades que poseía, y encontrarse frente a frente con alguien que parecía saberlo todo, la asfixiaba. Sabía que, en un principio, lo había subestimado, esperando, en vano, un agradecimiento que nunca llegaría. Sólo estaba recibiendo envites y más envites, que la lengua viperina del desconocido prodigaba, sin siquiera ser capaz de percatarse de lo mucho que afectaba a la joven. Él largaba sus estudiadas palabras, mientras la joven sólo quería que se callara. Ansiaba rogarle que dejara de destruir lo que ella conocía, porque eso estaba haciendo. Eitana vivía en una pequeña caja de cristal, casi inconsciente de lo que la rodeaba. Sus padres se habían esmerado en criarla entre algodones, preservándola de las realidades crueles que podría encontrar con sólo salir a la puerta de su hogar. Y lo cierto era que, a pesar de saber que se le ocultaban muchas cosas, así estaba bien; no quería que rompieran con sus ilusiones, que desmoronaran lo que tenía. El hombre parecía empecinado en eso, y la muchacha se ofendió, no sólo por su risa, sino por todo lo que vino después: las frases cargadas de violencia.

No le tengo miedo —susurró, haciendo acopio de un orgullo que no poseía. Le costaba abandonar la posición casi pasiva que había tomado ante la vida. No era la clase de persona que tomaba las riendas de las situaciones; de hecho, era bastante cobarde y miedosa. Aún no comprendía qué estaba haciendo allí, cómo había sido capaz de ayudar a un completo desconocido, desafiando todas sus enseñanzas. —Si quiere que me vaya, si mi presencia es tan molesta para usted, dígamelo y me iré. Puede quedarse aquí el tiempo que le lleve recuperarse de sus heridas o el que tarden en descubrirlo. Al parecer, no cree en mis buenas intenciones, y yo me confundí respecto a usted —dijo con la cabeza gacha. Eitana no era hipócrita y no sabía ocultar lo que sentía. Estaba decepcionada y angustiada, y todo su cuerpo daba muestras de ello. Desde su expresión acongojada, que poco se notaba en la oscuridad, los hombros levemente caídos, hasta las manos lánguidamente ubicadas a los costados de su cuerpo. —Tiene razón al decir que soy inocente. Aún creo en la gente, algo que usted ha perdido. Disculpe si lo he ofendido de alguna manera.

Eitana se había resignado. Aquel hombre no quería su ayuda, mucho menos su compañía; ni siquiera le había dicho su nombre. No podía lidiar con algo semejante; no era como su madre, que era una dama fuerte y que enfrentaba la vida. Ella no, era débil y aniñada, ingenua y crédula, jamás tomaba decisiones importantes, era indecisa e insegura. Si no fuera por sus padres y el dinero que estos poseían, ella habría muerto de hambre hacía demasiado tiempo. No sabía hacer demasiadas cosas, su actividad favorita era la lectura, y todo en su vida giraba en torno a la religión, que la condicionaba y le dictaba los parámetros para cada paso que debía dar, desde su vestimenta hasta su manera de pensar. Quería creer que había actuado como Dios dictaba, ayudando al más necesitado; pero se había equivocado, y estaba pagando las consecuencias. Era una estúpida y una inútil, como había escuchado que su mamá le había dicho a su padre, refiriéndose a ella. “¡He parido una mocosa idiota!” aquellas palabras se le habían clavado en la memoria, quizá porque las había escuchado a escondidas, siendo todavía una niña. Se preguntó por qué evocaba aquel recuerdo desagradable, en una situación que poco y nada tenía que ver.

Lamento haberle provocado tanto malestar y haber sido una impertinente —sentenció, con una nota de angustia reflejada en la voz. Estaba haciendo el ridículo, y ser consciente de ello le dolía aún más. Pero había cosas contra las cuales no podía luchar; en realidad, no podía luchar contra nada. No había nacido para ser fuerte.
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Mensaje por Mstislav Lèveque Mar Jun 21, 2016 10:23 pm


En medio de aquella realidad absurda, Mstislav había cerrado los ojos durante un instante. Él hubiese podido jurar que el letargo duró años, pues pudo ensoñar momentos que ni siquiera estaba seguro de ser capaz de crear. Sin embargo, no eran más que simples añoranzas estúpidas de un maldito y puto hombre. Dejó que el sudor de la frente se le resbalara por los costados. Que su camisa completamente desgarrada, húmeda y sucia encontrase un lugar que le pareciera cómodo y relajó los músculos sobre aquella silla. Aunque fuese sólo un instante, tan simple como una milésima de segundo, él estaba disfrutando de la quietud que podía respirar en ese pedazo de tierra.

Respingó. La voz de la chica le sacó de su ensoñación. Aunque su voz sonó bastante segura de si misma, había algo en el trasfondo que no logró convencer al cazador. Antes de que la chica pudiese darse cuenta, el hombre se movió entre las sombras, llegando hasta ella y tomando con fuerza su larga cabellera y halando hacia el lado contrario. Necesitaba lastimarla. –Deberías- Musitó. Dejó que el silencio reinara, que ese perverso infierno se entrometiera en los pensamientos de Eitana; que la imaginación pulcra de una joven se apropiara por completo de su cordura y crease el más terrible de los tormentos. –Deberías temer a todo lo que te rodea- Con cada palabra, la distancia que les separaba era mermada. En ningún momento seso el tirón de sus cabellos, por el contrario, se hacía más fuerte. –Incluso deberías temerte a ti misma- Mstislav, en ese instante temía de lo que su instinto estaba dictándole, y sin ningún reparo, se atrevió a besarla.

Hubiese podido desear que aquella hazaña solo fuese un desagravio, pero no fue así. La lentitud con la que se aproximó a sus labios fue casi eterna. Tan sólo había podido alcanzar a rosar sus comisuras, para adormecerlas con su cosquilleo. Sintiendo como la suavidad ajena, combinaba a la perfección con la rapacidad propia de su sequía. Al saborear esa humedad, el hambre que yacía en su interior, despertó cual demonio enfebrecido y buscó atacar, destruir, conquistar. Arremetió en su contra, abriéndose paso entre su boca, buscando en la profundidad de su cavidad cada molar que había ahí dentro. Y, como si de una danza ancestral y perfecta se tratase, sus labios jugaron con los de ella, subiendo bajando, apretando y deslizándose de un lado a otro, tan suave, salvaje, sublime y aterrador. Todo que empieza tiene un fin. Se apartó. El abrupto, fue aún más impredecible.

-Nunca bajes la guardia Nevenka- Susurró sin darse cuenta de lo que decía.

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Mensaje por Eitana Heifetz Miér Jul 13, 2016 9:16 pm

Era hora de irse y dejar que el extraño descansase. Su presencia lo mortificaba, y Eitana pasaba su vida evitando ser un estorbo para los demás. Algo primitivo le instaba a quedarse allí y le estaqueaba los pies al suelo, y la joven se lo atribuyó a su tendencia natural a ser vapuleada. Estaba acostumbrada al rechazo, ya no la lastimaba, o era, al menos, lo que a ella le gusta creer. Las humillaciones eran casi constantes, y si bien intentaba alzar muros que la protegiesen de las palabras que su familia lanzaba como dardos venenosos, estos eran tan endebles como su carácter. Así que se quedó y lo observó a través de la penumbra, sus movimientos lentos hasta acomodarse en la silla vieja, el aroma de su sudor y de su sangre le había llenado las fosas nasales y ya no le parecía tan horrible como al principio; todo lo contrario, había en él cierto placer adictivo.

Pero antes de que Eitana tuviese oportunidad de ordenar sus atribulados pensamientos, él se acercó con tanta velocidad que no le dio tiempo a rehuir de su agarre. Sintió la completitud de los músculos del desconocido contra su cuerpo frágil y menudo, el calor de su piel mezclándose con el propio. La muchacha apoyó las manos en el pecho del hombre, descubrió sus heridas, su fortaleza y sus vellos, y tendría que haberse sentido invadida y escandalizada, pero en el instante que los labios suaves tomaron los suyos, ella lo dejó hacer. Eitana se entregó a su beso como una presa que se resigna entre las fauces de su depredador. Su humanidad languideció; cosquillas la atravesaban de pies a cabeza, y al cerrar los ojos, sintió el vértigo de quien se lanza de una montaña a una muerte segura. Y a pesar de que él le dijo que debía temerle a todo, incluso a sí misma, por un instante de su vida, se sintió segura como nunca lo había hecho antes. Fueron segundos escasos, quizá días completos, no habría podido precisar cuánto duró aquel contacto. Supo que fue real, cuando él se separó abruptamente y el vacío se instaló en su pecho.

Sentía los labios hinchados, pero no se atrevió a tocarlos. Quería que la sensación de los ajenos perdurara eternamente. Estaba pecando como nunca imaginó que podía hacerlo. Ni en sus más remotos pensamientos imaginó algo semejante. Nevenka… Aquel nombre la obligó a alzar la cabeza; pero no fue sólo que se dirigiera a una mujer, que la confundiera, sino la forma en que lo pronunció. Allí había dolor, un dolor tan profundo como el océano.

¿Quién es Nevenka? —preguntó con timidez y la voz enronquecida. Debía estar ofendida, pues había pronunciado el nombre de otra luego de compartir aquella intimidad con ella. Pero Eitana jamás juzgaba. Era demasiado pura para ver la maldad en aquel acto inconsciente, y lo único que pudo percibir fue la pena que atravesaba el nombre de Nevenka. Se dio cuenta que seguía sin saber cómo se llamaba el extraño.
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Mensaje por Mstislav Lèveque Mar Nov 22, 2016 7:06 pm


¿Qué hizo? Frunció el ceño y palideció al escuchar el nombre de su hermana con una voz que no es la de su pensamiento, con una nota melodiosa ajena a cualquier recuerdo que pudiese tener sobre ella y su familia. Levantó la vista hasta la mujer frente a él. ¡Maldición! El lamento que encontró minutos atrás se retiró por completo de él únicamente para ponerse a la defensiva. No estaba completamente consciente pero sabía que de no ser por él, la dama jamás había reparado en el nombre. Crispó los puños y deseo encontrar un lugar dónde clavar su furia contenida. No lo encontró. Todo lo que podía observar en medio de la penumbra era a Eitana y su inquisitiva mirada.

No podía negar que la belleza de esa mujer era especial. Hubiese jurado que su rostro fue tallado por los mismos ángeles que -hasta ahora- habían abandonado a la humanidad. Pero no se trataba de su rostro, labios u orbes, la jodida luz que de ella se desprendía provenía más del interior. Relucía incluso por encima de la desconfianza que la razón le dictaba al cazador. Carraspeó. -El pasado- Se limitó a responder. Una completa desconocida no tiene incumbencia sobre quién o qué es él, mucho menos la razón por la cual está ahí, moribundo y desorientado. No iba a proferir más información de la necesaria y, al haber pronunciado esa cortante frase, ella entendería que es caso perdido indagar más allá. Además eso era precisamente lo que el nombre de Nevenka representaba para él, un pasado solamente, pues a esas alturas su hermana había muerto y la cosa que se movía en Paris con su identidad, pronto lo haría también.

-Mmhh... Lamento todos los inconvenientes que mi presencia en su propiedad pudiese causarle. He sido un pésimo huésped y debería echarme de aquí cuanto antes o arrojarme a la guardia que le custodia- Intentó desviar el rumbo de la conversación. Aún no se encontraba cómodo con la situación, pero ella tenía la razón en un punto. Si salía con las heridas aún abiertas, sería su fin. Sobre todo por el maldito vampiro que sobrevivió, el infeliz podría rastrear el olor de su sangre a varios kilómetros del lugar. Gruñó por debajo. -Al amanecer dejaré el lugar. No se sorprenda si ya no estoy aquí para cuando regrese- Se dejó caer nuevamente e inspiró profundo. La combinación de aromas le hizo arrugar la nariz. No le molestó detectar la esencia de jazmín con otras fragancias que provenían de ella, por el contrario le fascinó y cautivó hasta puntos verdaderamente inverosímiles. El problema fue cuando su propia peste le abofeteó. -¡¿Cómo es que puede soportarme?!- Sonrió de medio lado y negó con la cabeza. Existen muy pocas personas en el mundo que pueden ver la inmundicia y sonreír con ternura. -Si no es mucho abusar, no me molestaría un poco de agua para asearme- Se encogió ligeramente de hombros mientras cerraba los ojos y se dejaba perder nuevamente en el cansancio deseando que ella continuara ahí al despertar.
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Mensaje por Eitana Heifetz Jue Dic 01, 2016 11:36 pm

La prudencia era una de sus mayores virtudes. A pesar de la curiosidad que despertó en ella aquel nombre que él había pronunciado, entendió que no debía preguntar más. Y no indagó. Se quedó callada, apretando los labios como si la hubiera reprendido por hablar demasiado. Era una actitud casi infantil, pero había solemnidad en ella. El pasado… Eso era algo que Eitana no se cuestionaba, difícilmente mirara hacia atrás, quizá porque su vida había sido monótona y no había demasiado por recordar. Imaginó que alguien que llega a estar en las condiciones de aquel hombre, debía tener mucho peso sobre sus hombros. Para la muchacha, todo transcurría dentro de aquel terreno, y nunca le había pasado algo emocionante que valiera la pena contar o rememorar. Hasta esa noche, por supuesto. Recordaría esa jornada como lo único importante que le había ocurrido, y a pesar de que nunca se repetiría, estaría agradecida para siempre con ese desconocido. Le había enseñado que, las personas comunes, también podían vivir una aventura, por más peligrosa que fuera.

Puede quedarse todo el tiempo que desee —aseguró con tranquilidad y firmeza. Realmente quería que se quedara, por más riesgoso que fuera para ambos. No entendía las explosiones de ira del improvisado huésped, por qué acumulaba tanto rencor, por qué le costaba aceptar que ella fuera amable. ¿Sería así siempre, o sólo por el dolor de las heridas? ¿Todas las personas eran tan hostiles? En su pequeño mundo, sin cuestionamientos profundos, lineal y religioso, no había espacio para todas esas preguntas que nunca encontrarían respuesta. Debía aceptar que aquel cuadro era una excepción, que al día siguiente, todo seguiría su curso como si nada hubiera pasado.

Ya mismo regreso —susurró. La lluvia había parado y Eitana no se había dado cuenta en qué momento. Eso facilitó el trayecto hacia la cocina, donde preparó un recipiente con agua limpia, unos paños, y en una pequeña bolsa guardó pan, queso y frutas. Era lo último que podía hacer por él. Cuando regresó, él se encontraba dormido. Dejó todo a un costado, y se tomó su tiempo para acomodarlo, quizá provocando algún sonido exagerado que lo trajera de vuelta a la realidad, pero había entrado en un profundo sueño, y se sintió culpable de querer despertarlo.

Que descanse… —susurró, con el rostro cerca del extraño. Se quitó la bata que la envolvía y lo cubrió. Con el dorso de los dedos, le acarició con delicadeza una de las mejillas, la barba le provocó un cosquilleo, y era otra de las sensaciones que se encargaría de atesorar. El corazón le latía con endemoniada fuerza, parecía que iba a salirse de su pecho y se perdería dando brincos, pero nada de eso ocurrió. Eitana, en un acto de arrojo, rozó a penas los labios de ese ser tan particular, y con las mejillas arreboladas por su atrevimiento, huyó del sótano. En su alcoba, se quitó el camisón mojado, lo escondió en su placard, se puso uno limpio y no consiguió conciliar el sueño en lo que quedaba de noche.

TEMA FINALIZADO
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