· Echoes ·

por **Genie M. Mozart** Lun Dic 10, 2018 6:13 pm

La nieve caía en pequeños pero incesantes copos, poco a poco cubriendo la acera en su totalidad. Bajo el oscuro manto nuboso que era el cielo aquella tarde de diciembre, Genie paseaba, una gruesa capa como toda protección ante el frío y el clima, sumida en sus pensamientos. Las últimas semanas habían sido extrañas. Tras el fiasco que había sido la fiesta en el Palacio Royal, y volverse a encontrar con Abaddon tras varios meses de separación, la joven música había decidido volver a los recitales, y las giras, en un evidente intento por escapar de la opresiva atmósfera que rodeaba su apellido en los últimos tiempos, desde la muerte de su hermana y su repentino retiro de la escena social y artística. No había sido una decisión poco meditada, en realidad. Llevaba pensando que debía volver a componer y a actuar, antes incluso de que Yvonne falleciera. Tras pasar los últimos dos años más centradas en la caza que en lo que realmente la definía, lo que era, se sentía afligida e impotente. Una voz en su cabeza siempre repitiendo que acabaría por perder su habilidad, su genio, sus seguidores. Genie jamás había sido una artista que se moviera por el público, o por la fama, o por el dinero. Nada más lejos de la realidad. Pero, mientras que el trabajo como cazadoras era algo que se hacía con disimulo, y que no siempre salía bien, cuando estaba encima de un escenario, o mostrando sus creaciones al mundo, era capaz de ver y comprobar por sí misma las emociones que dichas creaciones eran capaces de provocar. Y eso sí, siempre lo echaría de menos.

Las dos últimas noches las había gastado en el piano, entrelazando notas, y sonidos, y acordes, y palabras, y lágrimas, y acabó dándose cuenta de que no era solamente la gracilidad lo que había perdido, sino también la capacidad de trascender de las emociones momentáneas que la ocupaban, a fin de poder componer para otras que no tenían nada que ver con el momento vital en que se encontrase. Todo cuanto compuso, todo cuanto resultó salvable y medianamente de calidad, era desgarrador, hablaba de desamor, de pérdida, de dolor y de desesperanza. En su juventud, cuando el nombre de las dos herederas del “genio de los Mozart” comenzó a resonar por toda Europa, Genie se había prometido que siempre mostraría todo un abanico de expresiones distintas que mostraría al mundo, para así poder dar cabida a cualquier cosa que sintiesen sus oyentes, fuera cual fuera el momento en el que la escucharan. En eso se basaba el arte, la música, había dicho, en una de esas noches de insomnio y musa alerta, que Yvonne y ella adoraban compartir, en poner nombre a todos los colores, a todas las cosas, sensaciones, emociones. Todos debían poder sentirse identificados con algo, con alguna parte de un artista, fuera la que fuese, ya que ese era el único modo de permanecer en su recuerdo una vez su presencia en el mundo se disipara.

La mayor (y última) de las Mozart ahora sabía algo más de sí misma, una cosa más que había perdido. Su abanico de emociones era limitado, y la que daba alas a que sentimientos positivos apareciesen en su campo de visión, no era nada más y nada menos que su hermana. Igual que la pequeña de las hermanas no parecía capaz de tocar temas lúgubres, cargados de pérdida y decepción, Genie no sabía cómo manifestar alegría, fe, amor o ilusión, sin parecer forzado, excesivo. Porque no se lo creía. Porque nunca se lo había creído. Y porque ahora, a diferencia de antes, tampoco tenía ningún motivo para intentar hacerlo tampoco.