Echoes in the Wind || Privado

La jaula de piedra en la que vivía permanentemente no le permitía saber cuando era de día o de noche. El único indicador que tenía del paso del tiempo, eran sus visitas. Mientras estaba sola, el tiempo permanecía detenido en un sufrimiento ahogado y el mismo pensamiento se mecía en su mente una y otra vez, aplacando cualquier otra idea que pudiera surgir por mera casualidad. "Tengo que escapar de aquí y rescatar a Mihaí para huir juntos". Sin embargo, cuando ellos entraban en la celda, dejaba de pensar y sólo se movía por instinto, por odio, por venganza y por miedo. No era capaz de asimilar lo que sentía, pero estaba ahí, era consciente de ello aunque fuera en una ínfima parte de su cerebro.

Su cuerpo tembló con anticipación en cuanto percibió la presencia de su captor ya cercana y se levantó del suelo. Su cabello revuelto y maltrecho, la piel que debería ser blanquecina oscurecida por la suciedad que cubría las paredes, sus ojos brillantes por la rabia que la consumía y el temor que titilaba en sus pupilas. Arrastró los pies al moverse de un lado al otro como un animal enjaulado. El sonido de las cadenas que pendían de los grilletes de su tobillo derecho y su cuello, eran lo único que resonaba en la vacía cueva que era su mazmorra. Su respiración se volvió más pesada con el eco de los golpes que alcanzaban sus oídos desde el final del pasillo, algo bajaba por las escaleras junto con Razvan. Apoyó las manos en los fríos adoquines de los muros y se fue moviendo con lentitud hacia un lado y luego hacia el otro. Era extraño que después de tanto tiempo haciendo lo mismo, no hubiera un surco en el suelo.

En cuanto la llave giró dentro de la cerradura y se movieron los diminutos engranajes, ella abrió la boca y dejó que sus colmillos se afilaran. Entornó los ojos, pero los cubrió tras escuchar el chirrido de la puerta que dejó entrar el brillo de los candiles que iluminaban parte del corredor que llevaba a su celda. No había a penas luz, pero comparado con la oscuridad absoluta en la que sobrevivía, aquello le resultaba cegador. Sus uñas se veían largas y rotas por los intentos de arañazos y gestos defensivos que acaecían con cada aparición de aquella silueta recortada bajo el umbral de la mazmorra. En cuanto su vista se acostumbró al suave alumbrado, se fijó en lo que llevaba arrastrando el otro vampiro y por un instante, reaccionó de manera violenta, intentando abalanzarse sobre él al tiempo que gritaba. -¡Mihaí!- El grillete del cuello fue el que realmente la detuvo, pues poco le importaría perder un pie a cambio de reencontrarse con su amado. Pero al siguiente instante se percató del olor, no era el de su adorado Mihaí, no era él. Podían haber pasado siglos, pero ella seguía recordando el delicioso aroma del único hombre que había amado y amaría jamás, lo recordaría como si hubiese sido ayer mismo que estuvieran juntos por última vez. Quedó jadeante con la garganta dolorida por el arrebato de fiereza que la había consumido y sus ojos empequeñecieron, mientras sus encías salivaban en busca de alimento. Podía ansiar huir y destrozar a ese enfermo que la tenía prisionera, pero su cuerpo reclamaba alimento de manera instintiva. -Bastardo...- Masculló primero y luego lo volvió a repetir, pero con rabia. -¡BASTARDO!

La tirantez del grillete del cuello, aunque disminuía con rapidez, no era suficiente. La sed de sangre que la consumía por dentro, ralentizaba su poder de regeneración, que no sólo afectaba a las heridas, sino también a la sensación punzante de dolor. Era plenamente consciente de sus limitaciones al estar encadenada y desnutrida, pero la ira que invadía cada milímetro de su piel, le otorgaba un subidón momentáneo de adrenalina que, sin darse cuenta, arriesgaba su no vida con cada intento de ataque a su captor. El olor a sangre que desprendía el cadáver que había sido arrastrado hasta su celda, le estaba nublando el poco juicio del que aún era capaz. El hambre parecía abrirle las entrañas con cada reclamo y el dolor psicológico era mucho peor que el que pudiera causarle Razvan con cualquiera de sus artimañas. Su cerebro pasaba del entumecimiento más soporífero a la exaltación insoportable de su presencia. ¿Cuánto tiempo pensaba seguir teniéndola ahí sin poder ver a su amado? La próxima vez que la dejara escapar... la próxima vez... ¡Si sólo fuera más fuerte! Pero él era más corpulento, más veloz y ágil, más resistente. Ella, en comparación, parecía una simple y débil humana. ¿De qué le servía entonces aquella maldición? Si bien el que fuera su marido le sacaba partido, ella también debería poder. Pero era inútil, era incapaz de hacer nada, excepto sanar para volver a ser torturada en un ciclo sin fin.

Reculó en cuanto se le aproximó con tal rapidez. Se vio acorralada contra la pared, pudiendo solamente huir hacia un lado o el otro. Pero su orgullo le impedía hacer semejante cosa. Se le quedó mirando, desafiante, negándose a mostrarse sumisa. Nunca lo había sido en su vida mortal, menos aún ahora que, de tener la oportunidad, drenaría las vidas de otros con una sencilla succión. Sus músculos se tensaron ante el asqueroso contacto de aquella mano. Se negó a mirar en la dirección en la que se encontraba, como si no le importara. Pero su cuerpo se delataba solo, por muchos impedimentos que ella pusiera a sentir repulsión. Su boca permanecía abierta con las encías salivando. Sus pupilas se habían adaptado de nuevo a la escasa iluminación que penetraba en la estancia y por consiguiente se dilataron hasta únicamente dejar un leve halo azulado bordeándolas.

Las palabras ajenas fueron un duro impacto para Tatjana, que de pronto sintió flaquear las escasas fuerzas que aún tenía. ¿Indispuesto? ¿Qué le pasaba a su adorado Mihai? La tristeza se vislumbró en sus ojos de una manera imposible de contener. No lloraría, pero el sufrimiento lo acumularía junto con tantas otras cosas, para hacer con todo ello una enorme bola y luego la transformaría en ira que arrojaría contra ese maldito bastardo que permanecía de pie frente a ella. Sus párpados se entrecerraron, rasgando así sus orbes azuladas que ahora brillaban con intensidad. -¡Malditos seáis tú y tu podrido cerebro!- Sabía que no le mandaría ningún mensaje a su amado, que mantenerles incomunicados era la mayor de las torturas. ¡Y por supuesto que tenía hambre! Llevaba días sin probar una sola gota de sangre, empezando a alimentarse de sí misma de manera infructuosa. Por suerte, ya no se veían las marcas de los colmillos en su muñeca tras los vanos intentos por conseguir algo de fuerza. Desde el principio supo que era inútil, pero al menos el hecho de morder algo, parecía funcionar como placebo para su mente durante unos escasísimos segundos. Aprovechó la cercanía que le brindaba el contrario y utilizó el único recurso del que disponía, su saliva, escupiéndole en la cara con toda la mala leche de la que fue capaz. -¡Púdrete en el jodido infierno!