Sing me like a choir || Privado

—Eres un idiota.

—Gracias —con una risotada, Hugo le respondió a su hermana mientras ambos se empujaban.

Más adelante iban Valērijs y Larisa, sus padres. Ambos del brazo, tan enamorados como desde el primer día. Los Dārziņš era una familia peculiar. Un clan unido como pocos. Dedicados a cada negocio turbio que uno pudiera nombrar y tan amables como casi ninguna familia con su dinero podía jactarse. Quizá era que su abolengo provenía de su trabajo —ilegal, pero trabajo al fin— y no de herencias rancias.

Solían dar aquellos paseos muy a menudo. Sólo la familia, sin hombres de Valērijs resguardándolos. Tenían a Hugo, a un Hugo ya recuperado y él era más letal que cualquiera de los matones de su padre. Hace poco que el joven se había recuperado del ataque que había sufrido hace un año… recuperado anímicamente, porque con su nueva condición, las heridas sanaban con pasmosa rapidez. A veces solía atacarlo una inusitada melancolía, pero así, con su hermana, riendo y bromeando como un par de niños, lograba olvidarse de su maldición. El lugar lo había elegido de hecho Alise, porque dijo querer dibujar el mar.

—Oh, no… —Alise estiró la mano al cielo, el viento le había robado su sombrero de ala ancha. Hugo giró los ojos y sin decir más, fue a por él.

Estaba distraído, desde que había sido atacado lo había estado. No en vano había dejado de laborar con su padre, pues era más un peligro que una ventaja tenerlo en esas condiciones, y hasta hace un mes, así había sido. Entonces, poco a poco recobraba la confianza de quien se sabe un asesino infalible. Y pudo notarlo, alguien estaba cerca. Una presencia incluso familiar. No pudo seguir ahondando en esos pensamientos pues tuvo que echar a correr si quería alcanzar el sombrero de su hermana. Se agachó y al envararse de nuevo, chocó con alguien.

—No, yo… —pero no pudo terminar la frase. Esa mujer frente a él, hermosa y desafiante, era esa presencia, estuvo seguro. Aunque aún torpe con sus habilidades, de inmediato supo identificar que se trataba de alguien como él. Tensó la mandíbula. Había jurado que de encontrarse un licántropo, lo mataría en nombre de aquel que lo transformó.

Ay Hugo, si supieras…

—No, el que lo lamenta soy yo —relajó el rostro. No iba a manchar el paseo familiar con su absurdo revanchismo—. Siento que te conozco, pero… nah, no puede ser —sonrió incluso y adoptó esa actitud usual en él. Afable y desfachatada.

—¿Vienes a menudo a este lugar? —Sólo a Hugo se le ocurría coquetear en ese momento. Se asió al ala del sombrero que, viéndolo así entre sus manos con cayos provocados por las armas de fuego, era bastante feo, de un amarillo paja que destacaba por encima de la apariencia cinérea del joven.

Achicó los ojos en cuanto la escuchó a hablar. Atribuyó la confusión a esos nuevos sentidos agudizados que tenía y que aún no controlaba. Pero era su aroma, sobre todo ese perfume que desprendía, el que le hablaba de un pretérito confuso. Una noche, unas frías garras y la luna como testigo mudo. Sacudió la cabeza, si ella decía que no se conocían y él era incapaz de recordar con claridad, joder, entonces en verdad no se conocían y no tenía caso seguir dándole vueltas.

El gesto de duda pronto se vio sustituido por uno de seguridad que parecía absurda. Hugo era joven y por lo mismo, parecía inverosímil que tuviera esa arrogancia tan marcada, pero así era. Sonrió de medio lado sin agregar mucho más. Sólo buscando la mirada ajena, pero por la posición del sol, se le dificultaba. Soltó una risa sonora y libre, como si fuera un niño al que le han contado el mejor chiste.

—Oh, no, nada de eso. Mis trucos no son tan trillados —«mis trucos», dijo; no ocultó en ningún momento sus intenciones. Así era él. Como asesino bajo las órdenes de su padre era discreto, silencioso y eficaz, pero en todo lo demás era un jodido dolor de cabeza que no se andaba con rodeos y no se callaba nada—. Sólo quería saber para entonces venir más seguido —la guiñó un ojo, pero fue una desgracia que ella no lo viera por culpa del sol, pensó.

—María —repitió—. Hermoso nombre. Como la madre de Dios —su sonrisa se ensanchó hasta mostrar los dientes—. Yo me llamo Hugo. Y ya que prácticamente has confesado que no eres de por aquí, entonces dime María, ¿qué haces en un sitio como este? Por este lado tenemos ese maravilloso paisaje, entendería si viniste a verlo —señaló un punto en el horizonte, por donde su familia se había dirigido caminando, con algunos barcos de pasajeros anclados al muelle, meciéndose serenos con la brisa—. Y por aquel lado, bueno… eso —esta vez, indicó al lado contrario sobre el mismo litoral. Allá donde los barcos pesqueros descargaban y montaban sus cargas. Los marineros gruñían, maldecían, bebían ron y escupían. Es más, le pareció ver a uno con los pantalones abajo meando el casco de una embarcación—. Lindo —musitó quedo con ironía y caminó hasta una baranda que les daba vista de ambos contrastes del puerto.

—Ven aquí —la llamó y sin esperar respuesta o reacción, la tomó por los hombros para acomodarla de modo que él mismo sirviera de sombra en relación al sol. No era mucho más alto, pero funcionaba—. Entonces, ¿qué te trajo hasta este lugar? ¿El paisaje o los marineros? Sé que hay mujeres con gustos muy extraños, pero… ¿eso? —Puso una cara exagerada de asco, sin embargo, era una obvia broma. Se recargó en aquel barandal otrora blanco y hoy despostillado y oxidado por la sal del mar.

Haciéndose sombra con la palma de la mano miró al horizonte y volvió a reír. No era secreto para nadie que Hugo era de risa fácil. A pesar de sus vicisitudes, y de las propias amarguras que había adoptado de un año a la fecha, tras ser atacado, conversaba un espíritu infantil que le permitía aún sorprenderse con cosas mundanas y reírse hasta rodar en el suelo.

—Cínico es mi segundo nombre —se encogió de hombros y dijo como si nada—. Encantado María —continuó con esa afable educación que sólo gente que viene de la nada y luego lo obtiene todo puede entender a la perfección. Un refinamiento accesible, que te habla de un poder adquisitivo envidiable, sin olvidar de dónde vienes. Le guiñó un ojo luego.

—Hey, hey, hey… eso no es justo. No uses mis palabras en mi contra. Tengo malos ratos, no malos gustos. Entiendo que hay quienes, bueno, prefieren la rudeza o cualquier cosa que sea eso —señaló con el mentón a los marineros mal encarados—, pero me gustan demasiado las mujeres como para andar tras alguien así —rio de nuevo y la miró de manera significativa, con ambas cejas arquedas como si esperara algo.

La experiencia le decía que podía ser una bofetada, pues no sería la primera vez que una mujer reaccionara así a sus avances. O una risa, porque no lo estaba tomando en serio, que era el mejor de los casos, considerando su otra opción.

—Sólo he venido de paseo —no aclaró que con su familia, por capricho de Alise, su hermana—. Obviamente recuperar mi sombrero me distrajo —levantó la mano, donde todavía tenía el feo sombrero amarillo paja. Chasqueó la lengua—. Así que trabajas en un restaurante. ¿Y qué haces ahí exactamente? Verás, no soy francés, y aunque llevo casi toda mi vida aquí, aún no encuentro lugares que valgan la pena para comer. Mi paladar eslavo no aprecia la buena cocina, supongo. Tal vez pueda visitar ese lugar tuyo alguna vez —le sonrió con descaro.

Pensó que si María ya se hubiera hartado de él, que no sería raro, ya se hubiera ido. Sin embargo, ahí seguía, lo cual era buena señal. Hugo no era de los que supieran cuando detenerse, en todo caso. Y aunque notaba a su repentina compañera de la jornada algo tensa, rara por decirlo de algún modo, no podía juzgarla con certeza ya que no la conocía.

—¿Y qué venías a buscar? Quizá pueda ayudarte —se ofreció. Vio aquello como una oportunidad de seguir charlando con ella. Era muy hermosa, y aunque seguía haciendo eco en algún recóndito lugar de su memoria, por ahora prefería ignorar el hecho. Tanto era así, que a ratos incluso lo olvidaba—. Conozco lugares que no te podrían ni imaginar, y consiguen de todo —habló con tono cómplice y como si aquello fuera algo para sentirse orgulloso.

Jamás se había avergonzado de lo que su familia hacía para vivir. O de lo que él, en específico, tenía que hacer para ayudarlos. Era un trabajo, como cualquier otro.

—Ya deja eso, por Dios —se quejó. Él había comenzado la broma respecto a los marineros, no obstante, no era que estuviera rindiéndose. Hugo estaba acostumbrado a llevarse pesado, a aguantar bastante, tenía toda la vida practicando con su hermana, que era un dolor de cabeza.

—Y sí, es mi sombrero, aunque no lo creas, ¿qué? ¿No me queda bien? —Se lo puso y lo modeló. Se preguntó cómo Alise se atrevía a salir así a la calle. Luego se lo quitó y lo aventó en dirección al mar. Ese mismo viento que lo había arrancado de la cabeza de su dueña, jugó con él un rato, causa del ala ancha, y luego se perdió. Hugo ya se encargaría de explicar por qué lo había perdido, después de haber ido tan solícito por él. Incluso lo repondría de ser necesario, aunque pensó que compraría un sombrero más bonito.

—¿De mi tipo? Pfff, ¿qué se supone que significa eso? No tienes ni idea… —se tuvo que morder la lengua para no hablarle de los cuchitriles que a veces visitaba, debido a su trabajo. Hugo era un bocaza, pero aunque le costara trabajo, no develaba de más—. En fin, algún día tendré que visitarte ahí, aunque no sea un sitio de mi alcurnia —agregó con evidente ironía. Aquello no era un pregunta, ni una invitación abierta. Era un hecho que iba a llevar a cabo en el futuro cercano. Y no importaba si María no le decía con exactitud donde trabajaba, él tenía sus métodos para averiguarlo.

—Te sorprendería en todo lo que soy experto —alardeaba, sin duda—. No me subestimes, sé lo que es esa especia tuya de la que hablas —su padre tenía los suficientes contactos asiáticos como para tener nociones de ello—. Ah, no sabes lo que acabas de desatar —pintó en su rostro una expresión satisfecha, retadora, confiada.

Sin más, la tomó de la mano y la jaló. No apretó demasiado, aún le costaba trabajo medir su nueva fuerza sobrenatural, así que el agarre se sintió algo endeble. La guio a lo largo del malecón hasta llegar a una serie de locales que vendían mercancía de importación recién desembarcada. Se dirigió a uno en especial. Afuera había barriles y cajas de madera rebosantes de extrañas hierbas y legumbres. La pintura blanca que alguna vez cubrió al negocio ahora estaba descarapelada y maltratada por el aire salino. En la parte baja de los cimientos tenía musgo y algunas valvas pegadas. En un oxidado letrero anunciaba: «Sanjay, especias y más». Abajo decía lo mismo, en alfabeto hindú.

Entró y tras el mostrador había un hombre moreno de bigote. Vestía de blanco y leía el periódico. Sanjay era un hindú residente en París que comerciaba con toda clase de hierbas asiáticas, pero además, su local servía de lugar de encuentro y tapadera para negocios más turbios debido a su estratégica ubicación y que toda clase de mafiosos le pagaban bien al dueño por mantener la boca cerrada, de ahí que Hugo lo conociera.

—Este indio apestoso es Sanjay, seguro tiene lo que buscas —anunció en voz alta, señalando al hombre—. Sanjay, mi amiga busca… ¿qué buscas? —Le habló primero al dueño del local y luego a María.

El hindú dijo algo en su idioma, algo de lo que el letón se rio; luego lo saludo en un francés con marcado acento y finalmente se quedó atento a lo que María tuviera qué pedirle.

Soltó una risita ante el desafortunado comentaría de su acompañante, sin embargo, antes de poder hacer uno de sus agudos comentarios, ella ingresó. Tras la presentación escueta de la que él fue mediador, y lo directo que María fue al grano, Sanjay desapareció en la trastienda de su cochambroso lugar, donde el calor parecía más encerrado y caldeado. Como si una parte de la India estuviera de hecho ahí.

—¿Ves? Creo que me subestimas —se jactó—. Y respecto a eso de que sé cómo hacer sudar a una mujer… —oh, claro que no iba a dejarlo pasar. Se rio muy satisfecho—, no tienes idea —sonrió de lado y dijo con un tono altanero y encantador a partes iguales. Quería agregar algo más, algo que notó cuando entraron, sin embargo, Sanjay en ese momento regresó con lo que ella había pedido.

El hindú envolvió la especia en papel de estraza. Era una buena cantidad. Hugo se acercó y del bolsillo sacó un puño de monedas doradas. Brillaban más de la cuenta, como si hubieran sido recién acuñadas. Y es que si de algo disfrutaba Hugo era de limpiarlas cuidadosamente después de sacarlas de los bolsillos de sus víctimas.

—No tengo idea de cuánto es. Quédate con el cambio —le dijo al hombre, tomó el paquete y se lo dio a María.

—Larguémonos, que veo que como a mí, estos aromas tan fuertes te incomodan —observó y arqueó una ceja mientras colocaba una mano en la espalda de la chica para conducirla a la puerta. Atrás, Sanjay tomaba el dinero del mostrador, lo guardaba y volvía a su lectura del periódico.

Él sabía muy bien por qué después de un rato, aromas tan fuertes como el de la tienda de hierbas lo ponían tan mal, pero ¿y a María? Quizá sólo había sido un acto reflejo, no podía adivinarlo. Como fuera, al salir y sentir la brisa fresca del mar, se sintió aliviado. Suspiró y estiró los brazos hacia arriba.

—Te tomaré la palabra e iré a ese lugar tuyo. Me debes una comida —le guiñó—, luego yo te ayudo a encontrar empleo en otro lado —y aquello le pareció muy gracioso. Comenzó a caminar por donde habían llegado, se detuvo y se giró—. ¿Vas a algún lado en particular? Yo… yo tengo que regresar con mi familia, no es raro que me desaparezca así, pero… tengo que regresar. Además ahora le debo un sombrero a mi hermana —finalmente develaba sin tapujos su motivo de estar ese día en aquel lugar y tras tan feo sombrero.

—Te acompaño. Si quieres. Que al parecer me tienes en un concepto muy pobre. Y cuando quieras, puedes venir con Sanjay… tiene buena memoria, te recordará y te dará buenos precios, y si no, me avisas y vengo a patearle el trasero —chasqueó y terminó su discursillo con una sonrisa engreída.