AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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Los domingos por la mañana el mercado pasa de ser un lugar sólo de empleados al mejor centro de reuniones de señoras elegantes y caballeros refinados. Muchos de ellos caminan por los puestos sólo mirando por encima lo que tienen que ofrecer, como si los alimentos no fuera a terminar en su plato y también en su boca. A ninguno por supuesto se le ocurriría ir más allá, atreverse a tocar algo, sería ilógico ensuciarse las manos cuando alguien puede hacerlo por ellos. Para eso nacieron en cunas de oro, para eso están las personas de clases más bajas, de categorías diferentes que no merecen el mismo trato. Para eso está ella que arrastra los pies mientras intenta ser aún más invisible entre la multitud que la arrastra de un lugar a otro. No debería haber elegido el domingo, no debería haber salido a esa hora. No debería muchas cosas pero aún así las ha hecho.
Su francés aún suena un poco oxidado, tal como si fuera una extranjera en su propia tierra. ¿Cuántos años pasó sin hablarlo? ¿Cuánto tiempo estuvo tan lejos que incluso olvidó el sonido de las calles que la vieron crecer? El Paris de ahora no es como el que dejó hace tanto tiempo. Le parece una ciudad ajena, desconocida, repleta de oscuros callejones donde habita el peligro que en ese entonces no existía. Creyó que dejando aquella mansión inglesa volvería a sentirse segura en su tierra natal, pero no fue de ese modo. Ahora sólo hay un lugar donde las manos no le tiemblan y donde si su cuerpo se estremece es siempre debido a alguien y no a algo. Le gustaría no caminar sola por aquellos puestos, caminar en silencio con quien la acompaña cuando sueña despierta, caminar simplemente a su lado y escucharle hablar con la voz melodiosa que usa cuando relata una historia. Le gusta escucharlo, le parece sabio, intenso, un hombre con todas sus letras. Alguien que le provoca fascinación y al mismo tiempo un terror inmenso.
—Disculpe… —se aclara la garganta y repite la palabra un par de veces más aún sin poder tener la atención de quien pulula alrededor de aquel puesto. Ha visto lo que sería ideal para su próxima cena, algo que no ha probado jamás pero que en su antiguo trabajo solían disfrutar durante banquetes importantes. Quizás aquello sea lo que necesita para que su nuevo patrón al fin se anime a probar algunos de sus platillos. ¿De verdad cocina tan mal? El resto de los empleados dicen que su mano es increíble, alaban cada una de sus preparaciones, pero Kristian Vekel sigue sin querer comer algo de lo que ella ha hecho. Para Anne-Louise ese es quizás el más grande de sus fracasos, aún más grande que no haber podido encontrar a sus hijas aún, más grande que su vida entera. No, no es para tanto. —Perdone, necesito… —pero la interrumpen, no es el sonido de una voz conocida, tampoco alguien a quien pueda mirar de mal modo. Alguien se alza sobre ella y sólo atina a mirar al piso y rogar para poder esconderse lo antes posible de vuelta en esa casa que no le pertenece.
Su francés aún suena un poco oxidado, tal como si fuera una extranjera en su propia tierra. ¿Cuántos años pasó sin hablarlo? ¿Cuánto tiempo estuvo tan lejos que incluso olvidó el sonido de las calles que la vieron crecer? El Paris de ahora no es como el que dejó hace tanto tiempo. Le parece una ciudad ajena, desconocida, repleta de oscuros callejones donde habita el peligro que en ese entonces no existía. Creyó que dejando aquella mansión inglesa volvería a sentirse segura en su tierra natal, pero no fue de ese modo. Ahora sólo hay un lugar donde las manos no le tiemblan y donde si su cuerpo se estremece es siempre debido a alguien y no a algo. Le gustaría no caminar sola por aquellos puestos, caminar en silencio con quien la acompaña cuando sueña despierta, caminar simplemente a su lado y escucharle hablar con la voz melodiosa que usa cuando relata una historia. Le gusta escucharlo, le parece sabio, intenso, un hombre con todas sus letras. Alguien que le provoca fascinación y al mismo tiempo un terror inmenso.
—Disculpe… —se aclara la garganta y repite la palabra un par de veces más aún sin poder tener la atención de quien pulula alrededor de aquel puesto. Ha visto lo que sería ideal para su próxima cena, algo que no ha probado jamás pero que en su antiguo trabajo solían disfrutar durante banquetes importantes. Quizás aquello sea lo que necesita para que su nuevo patrón al fin se anime a probar algunos de sus platillos. ¿De verdad cocina tan mal? El resto de los empleados dicen que su mano es increíble, alaban cada una de sus preparaciones, pero Kristian Vekel sigue sin querer comer algo de lo que ella ha hecho. Para Anne-Louise ese es quizás el más grande de sus fracasos, aún más grande que no haber podido encontrar a sus hijas aún, más grande que su vida entera. No, no es para tanto. —Perdone, necesito… —pero la interrumpen, no es el sonido de una voz conocida, tampoco alguien a quien pueda mirar de mal modo. Alguien se alza sobre ella y sólo atina a mirar al piso y rogar para poder esconderse lo antes posible de vuelta en esa casa que no le pertenece.
Anne-Louise Delacroix- Humano Clase Baja
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Fecha de inscripción : 25/05/2013
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