Lover, I am loveless {Privado}

Si mis pasos hubieran sido menos delicados de lo que eran, de lo que los siglos me habían permitido, la alfombra persa bajo mis pies se habría hundido para mostrar el surco del ritmo repetitivo que había estado siguiendo durante la última hora. Mi autocontrol, y el hecho de que me hubiera alimentado ya aquella noche, habían impedido que ninguno de los delicados objetos que se encontraban sobre mi escritorio se encontraran, hechos añicos, en el suelo del despacho del Palacio Real, donde me encontraba en aquel instante. Por si la farsa de mi matrimonio no fuera lo suficientemente humillante de tolerar, sobre todo para las habladurías de una corte que buscaba la más mínima oportunidad para reclamar un nuevo monarca en el trono, el bárbaro con el que me había desposado había llevado su atrevimiento a la máxima cota que le había conocido en mucho tiempo: había metido a su furcia en el palacio. En el mismo lugar que compartía con la mujer que decía amar, por la que había asumido el control de una nación que no le interesaba lo más mínimo, había introducido a una mujer humana que le servía de prostituta ante los ojos de la nobleza, pero de algo más a mis ojos vampíricos, que tenían experiencia en aquel tipo de arreglos de sangre. Eso, en vez de suavizar la ofensa, no hacía sino empeorarla, como si a una herida se le añadiera limón o vinagre para hacerla más sangrante e infecta, y que la noticia me hubiera sido comunicada por uno de los miembros de más confianza de mi gabinete, con falso tono indiferente, era lo que me había sumido en la más absoluta ira. Dragos me pertenecía a mí, no a una humana cualquiera que se creía con derecho a utilizarlo sólo porque yo no había consumado el matrimonio, y no toleraría insubordinaciones. Ante semejante certeza, no pude por menos que frenar en seco frente a la mesa de noble nogal llena de documentos de gobierno que se encontraba en el despacho, junto a una biblioteca tan rica que haría las delicias de la mayor parte de la nobleza, en caso de conocerla.

El repiqueteo suave del fuego del hogar, en el otro extremo de la habitación, era el único sonido que podía escucharse en la habitación, decorada con una sencillez que parecía impropia ante los barroquismos presentes en las paredes e incluso en los propios frescos del techo. Ni siquiera deteniéndome había hecho el menor sonido, y el único que podía catalogarse como tal era el frufrú de mi vestido largo, acorde a la clase social que me correspondía por derecho, aunque no por nacimiento, al menos no en aquella época y momento. Con decisión, me dirigí hacia una de las paredes, y allí accioné el mecanismo que mandaba llamar a un miembro del servicio para atender cualquiera de mis peticiones, por nimias que pudieran ser. Sólo que, aquella vez, la petición no era nimia en absoluto, y hasta al impertérrito mayordomo que la recibió le obligó a alzar una ceja en un levísimo gesto de sorpresa antes de recobrar la compostura y encargarse de que mi petición se viera cumplimentada. Era normal, suponía, pues no creía haber pronunciado nunca una orden semejante a aquella tráeme a la fulana de mi marido en ningún contexto de mi vida, y acostumbrado como él estaba a mis maneras suaves y educadas, verme tan llena de rabia debía de ser una absoluta novedad. Eso era lo que sucedía cuando dejabas caer la máscara de la humanidad, aunque solamente fuera por un instante; el monstruo que se ocultaba bajo ella asustaba incluso a quienes se tenían por estoicos, duros e inmutables, como un mayordomo que, seguramente, no me volvería a mirar igual a partir de aquella noche. Como tampoco esperaba que me mirara igual la mujer que, unos minutos más tarde, cuando yo ya me encontraba sentada a la mesa, pidió permiso para pasar a una habitación que no le correspondía visitar, ni por quién era ni, tampoco, por su posición, ínfima al lado de la mía.
– Siéntate. Después de la osadía de que estés aquí, qué menos que conocer a tu rival, ¿no lo crees, Ninel?

Parecíamos ambas las dos caras de una moneda, y no únicamente por nuestros papeles como la amante del rey y la esposa nada amantísima del mismo, sino también por nuestras actitudes absolutamente contrapuestas: ella era la imagen de la pura calma y de la frialdad, mientras que yo me abandonado a una rabia que, nada más verla, se fue interiorizando y eliminando de mi rostro todo rastro de que allí se había encontrado. Si bien era una mujer hermosa y comprendía el efecto que tenía en Dragos, su actitud orgullosa era tan impropia de su posición, especialmente delante de una monarca por derecho propio, pues el trono me había sido ofrecido a mí sin que ninguna ley sálica pudiera oponerse a ello, y Dragos únicamente se había aprovechado de ello. ¿Qué parte de todo nuestro acuerdo ignoraría ella? Seguramente él, como su amante (y debí controlarme para que la rabia no volviera a mí al pensar en semejante palabra), habría embellecido la verdad para contarle únicamente la mejor parte y dejarme a mí como la villana de la función. Ninel no tenía ni idea de que antes siquiera de que ella hubiera nacido, ya había habido un nosotros entre Dragos y yo, que habíamos sido más que amantes de cuerpo, y que si nos encontrábamos en aquella situación era porque él había intentado asesinarme. La venganza no era sino la reacción más lógica por mi parte a su constante posesividad, sus desplantes y finalmente la gota que había colmado el vaso, su intento de terminar con mi vida mediante un fuego que se me antojaba demasiado similar al inquisitorial, aún si era únicamente por la función de limpiar y purgar con algo que otro consideraba indigno de su presencia. Pero, una vez más, ella desconocía los entresijos de algo que era mucho más complicado que una mujer fría que desdeñaba a su marido. Ella navegaba con orgullo en un mar turbio sin saber que el enemigo no era yo, sino el hombre al que adoraba entregarse de todas las maneras posibles, y eso, más que rabia, me daba lástima… Lástima por aquella hermosa mujer que iba a entregar su vida por un ser que no estaba segura de que lo valiese.

– Desde luego, sí, ha sido decisión mía que nos encontremos aquí. Los asuntos que tenemos que discutir no tienen por qué escucharlos los cortesanos que viven en estos muros, pues créeme que no te convendría tener enemigos de tu parte. Esta corte no es como otras a las que estás acostumbrada, Ninel, te aseguro que aquí las concubinas de los reyes no tienen tanta posición como en, digamos, Francia, y mucho menos los confesores de las reinas. Pero de eso en tu reino sabéis más que yo, ¿no? – inquirí, ácida en el comentario pero sumamente dulce en las formas, gestos y hasta el tono de mi voz. No parecería que hubiera caído en ningún fallo de protocolo salvo por el hecho de que la estaba, deliberadamente, tuteando: aunque fuera de forma simbólica, más que real, me servía para terminar de demostrar mi dominio sobre ella, pues únicamente yo de las dos podía permitirme el gesto sin hacer una auténtica falta por la que podría ser castigada… y ganas no me faltaban de castigarla a ella por la más mínima falta que cometiera conmigo, su osadía incluida.
– Quiero que me lo cuentes todo, por supuesto. Empezando por tu vida allá en el Imperio y continuando por cómo conociste a mi marido, el rey. Aunque seas perfectamente consciente de que el título de marido sea un tanto extraño, te aseguro que más allá de estas circunstancias nuestro matrimonio está debidamente consumado, Ninel. No te enfrentas a alguien que no conoce en absoluto a tu amante: te enfrentas a alguien que lo conoce demasiado. Tal vez por eso estoy en mi situación. – reflexioné, invitándola a que hablara, aunque estaba muy segura de que lo que me diría no satisfaría mi curiosidad, en absoluto. Existía, más allá de la comprensión del deseo de Dragos por buscarse una amante, una molestia implícita en el acto que me quemaba por dentro como un licor arde a su paso por la garganta, se sea inmortal o mortal; estaba molesta por la ofensa, pero también por la fulana que se había buscado él y que, ante mis ojos, poco importaba su clase y su nacimiento en (obviamente) una cuna de oro: seguiría siendo una fulana hasta el fin de sus días mientras no se apartara de mi marido.
– ¿Y bien? Estoy esperando. – pregunté, tamborileando con los dedos sobre el escritorio de forma delicada pese a la clara impaciencia del gesto.

A través de sus sentidas palabras, la loa que Dragos había clamado acerca de sí mismo y sus circunstancias resonaba con claridad meridiana en la sala, aunque ninguna de las dos pudiéramos verla y mucho menos tocarla. La narrativa épica en la que el bárbaro se había envuelto había servido para confundir a una humana frágil y vulnerable, seguramente incluso inocente, si bien nadie lo era por completo, hasta convertirla en su más fiel acólita, ignorante de todos sus defectos en pos de un amor que seguramente fuera real, pero desde luego no recíproco. Por ello, la primera oleada de sentimientos que me embriagó como reacción a sus palabras fue la lástima, mas pronto ésta se vio sustituida por la conocida rabia que me provocaba escuchar las acciones de Dragos, un manipulador mucho más sutil de lo que su naturaleza de bárbaro daba a entender a primera vista, incluso si se le conocía tanto como lo hacía yo. Inmóvil, asistí como invitada de honor a aquel proceso, un tanto patético en el sentido más griego de la palabra, de desnudar su alma ante mí y de confesarme secretos que sabía que eran ciertos: no necesitaba siquiera sondear sus pensamientos para darme cuenta de ello. No obstante, si bien hasta cierto punto podía comprenderla por haberme encontrado hacía tiempo en una situación semejante, no podía aceptar sus palabras, pues la villana de la situación no era, ni nunca lo había sido, yo, así que no iba a pagar por un delito, vivir y ejercer mi libertad, que ni era tal ni había llegado a cometer, no por completo. Así, dejé que ella terminara su intervención con mayor respeto del que él nunca habría llegado a demostrarle, si bien estaba segura de que ella no me lo reconocería porque las circunstancias la habían convertido en mi rival; le permití que interviniera y se defendiera, y sólo cuando terminó me decidí a participar yo.

– En asuntos de lecho, las mujeres difícilmente tenemos derecho a elegir dónde queremos terminar, es cierto, lo reconozco, y no puedo decir que no lo comprenda. Pero la culpa de elegirte y de arruinarte para el resto no ha sido en ningún momento mía, sino suya y de las consecuencias de los errores que ha cometido. – repuse, diplomática, con una de cal y una de arena, y en aquel momento me incorporé y me deslicé suavemente por la alfombra de la habitación hasta quedar apoyada en el escritorio, frente a ella, en vez de tras él, como hasta entonces, dotándola de una mayor cercanía de la que, quizá, merecía. – Tal vez si no lo hubiera abandonado, habría acabado muerta yo en un arrebato de pasión de los suyos. Lo intentó una vez, ¿te lo contó? Yo lo amaba, sí, pero no quería atarme a él y esclavizarme como ya lo fui una vez, hace más de un milenio. Él no lo comprendió y prendió fuego a mi hogar, conmigo dentro. Así que me temo, Ninel, que no me voy a disculpar por salvar mi propia vida, y no voy a asumir la culpa porque él sea un hombre incapaz de controlar sus pasiones. – concluí, apoyando las palmas en el mueble y con los ojos aún clavados en ella, en su mirada pálida que, aunque había sufrido, no podía compararse a mi situación, por las dimensiones largas del conflicto que yo mantenía con Dragos y al que ella se había visto arrastrada por culpa de mi marido, no mía.
– Él rompió mi corazón al tiempo que intentaba quebrar el hilo de mi vida, y ahora ha vuelto como si el pasado no existiera y fuera un santo que merezca amor y perdón. No sé si volveré a él, Ninel, pero será con mis condiciones, no con las suyas, y desde luego no con las tuyas. En cuanto a lo de la sangre... Podrías liberarte, te lo ofrezco, pero entonces pasarías a ser mi esclava, no la suya. – ofrecí, en un alarde de generosidad que sabía que no se repetiría más allá de aquella noche.