White Collar [Privado]

Le hubiera encantado ir con Anne Marie, pero por una razón que aún no entendía, su amiga solía estar ocupada algunas noches a la semana y Maximilien era de los que respetaban la privacidad ajena. En todo caso, la chica Fayolle sólo era su compañera, amante casual y nada más.

El estatus y la posición de la casa Grimaldi lo alcanzaba, por eso había asistido, en nombre de su hermano, el príncipe legítimo, y destronado. Maximilen hace mucho que había aprendido su papel en el principado, incluso en el exilio como estaban. Su deber era regresarle el trono a Sébastien, permitir que Jacques gobernara llegado el momento. Estar a su lado, siempre dar el mejor consejo. Por eso, precisamente, estaba en esa reunión. Los aliados debían ganarse y sabía que él poseía las armas necesarias para hacerlo. No sólo un encanto del que carecía su hermano mayor, sino una mente estratega de la que muy pocos podían jactarse.

Sabía que su presencia llamaba la atención, incluso la de aquellos demasiado obtusos como para no saber quién era. Había algo en saber que era un noble desterrado que traía consigo un magnetismo muy especial. Pero más allá de eso, Maximilien siempre había resultado hipnótico para el resto. A sabiendas de eso, se movió resuelto, adrede acentuando sus cualidades y galanteando con cuanta joven ávida de su atención se le puso enfrente. Se quedó charlando con una, y su padre. Era el viejo quien realmente le interesaba. Poseía una finca en el sur de Francia que le interesaba al príncipe. Para ganárselo, debía conquistar a la chiquilla de 19 años, que se sabía, era su adoración. Su plática se interrumpió cuando las loas invadieron el recinto, tan pronto la música se detuvo. Él mismo se irguió, imponente y gallardo y aplaudió con una educación que sólo las cunas más altas son capaces de recibir. Antes de retomar la charla, un joven chocó con él, abandonando su pañuelo en el camino.

Disculpándose, tomó la prenda y se dirigió hacia donde su dueño había desaparecido, para poder entregársela. Había visto ese rostro antes, o eso le pareció. Quizá su mente agotada le estaba jugando bromas. Luchar un día sí y el otro también por tratar de recuperar su territorio ocupado por franceses era desgastante, más aún, aparentar estoicismo ante la situación empeoraba las cosas. ¿Pero qué iba a hacer? Su madre era vieja y su hermano muy inútil, por ponerlo en palabras bonitas.

—Disculpe —salió al balcón—, creo que se le cayó esto —en el puño llevaba el lienzo. En dos zancadas estuvo frente al joven. Antes de depositar el paño en manos ajenas, lo observó. No le sorprendió que éste estuviera confeccionado con tela muy fina, lo que sí llamó su atención fue el emblema que vio plasmado con hilo muy delicado.

—Wyatt —musitó y alzó el rostro—. Yo conocí a un hombre con ese apellido, y que usaba este mismo blasón —apuntó, intrigado por encontrarse, después de tantos años, de nuevo con aquel nombre, pero con un rostro distinto. ¿Qué sería este chico de aquel que él conoció?

El chico era interesante y Maximilien apreciaba todo lo que lo era. Puntos de color en la enorme área gris de la vida. Era un maestro de toda situación social. Encantador, educado, amable y regio, pero al final del día, toda la masa homogénea de las personas le resultaba tan aburrida que aturdía y abrumaba. Este joven, en cambio, resaltaba.

Arqueó una ceja mientras no despegaba el par de ojos añiles como el cielo en primavera de la figura ajena. Sintió la fina tela del pañuelo deslizarse por su piel cuando el otro tomó la prenda, pero ni así despegó la mirada de él. Era difícil engañarlo, mas no imposible y en ese punto se debatió si estaba siendo víctima de un timo o sólo comenzaba a volverse paranoico. Asintió nada más, haciendo una ligera reverencia con la cabeza.

A la primera ceja levantada se le unió la otra cuando escuchó la explicación. Estrechó con fuerza, quizá más de la necesaria, la mano ofrecida. Al fin rompió el gesto de seriedad con una sonrisa ligera pero que, si se observaba detenidamente, iba cargada de condescendencia.

—Vaya —se rascó la sien—, no sabía que Wyatt tuviera hijos. Lo tenía muy bien guardado —confesó divertido. Lejos de mostrarse absolutamente convencido del cuento, fue más una reafirmación de todas las dudas que la situación planteaba en él. Aunque chisme de señoras con la nariz empolvada y las faldas voluminosas, se sabía que quizá Wyatt no tenía lo que se necesitaba para tener hijos. Aunque no sería el primero en esa posición en de hecho tenerlos.

—Lo recuerdo. A tu padre, quiero decir. Siempre fue muy social. Es extraño que tu prefieras la intimidad —miró a su alrededor, estaban solos, proporcionando eso que el joven decía apreciar—. Cualquiera diría que hubieras heredado el don de gentes de tu padre —se encogió de un hombro y relajó la postura.

Acentuó la sonrisa, aunque ahora se vio más claramente sorprendido por la actitud del muchacho. Avanzó el cortísimo tramo que lo separaba de su interlocutor y se paró junto a él, para ver el sol ocultándose entre edificios y montañas.

—Lamento lo que le sucedió. Fue una tragedia —fue a agregar que si no asistió al funeral fue porque el asunto con el principado era ligeramente más importante. Luego reflexionó en que a Sean eso no le importaba, ni era de su incumbencia. Y que de todos modos, nunca fue muy cercano a Wyatt.

—Entiendo lo que dices, Sean… ¿puedo llamarte Sean? Wyatt para mí siempre será tu padre, además, dices apreciar el trato cercano. Por cierto, me llamo Maximilien de la casa Grimaldi —anunció como si cualquier cosa. Lo correcto hubiera sido decir que era «su alteza Maximilien», sin embargo, con las cosas como estaban, hubiera sonado incluso ridículo. Aquello sonó demasiado informal para tratarse de él, no obstante el encuentro era tan peculiar que merecía su propias peculiaridades—. Puedes decirme Maximilen —de haber estado en un Mónaco estable, decirle por su primer nombre así sin más, resultaría en una sanción. Pero no estaban en el principado, y el trono por ahora no era de ellos, así que qué más daba.

Le echó una mirada que decía: «ni que lo digas». Todo le pareció correcto. Demasiado correcto quizá. El hecho de que Wyatt hubiera tenido una vida secreta (las habladurías iban por otro lado, pero ahí estaban), pero sobre todo, que las posesiones materiales traen consigo cotilleos, pero sobre todo envidias que pueden volverse patológicas. Era como si la fortuna, material y no, trajera consigo todo eso como la hojarasca es arrastrada en otoño. Como el polvillo de una habitación antigua, en la que se abre una ventana después de mucho tiempo. Toda su vida, Maximilien fue consciente de lo que se hablaba de él, que no era un Grimaldi legítimo, pero sus padres se encargaron de que tales chismorreos no le afectaran. ¿Cuál había sido su único pecado? Por una razón u otra, sus padres lo habían abandonado y su única falla había sido caer en el seno de la familia real de Mónaco. No estuvo en sus manos ese destino.

Pronto su atención fue llamada por otra cosa. El joven Sean parecía muy seguro de sus palabras. Sin embargo, notó un patrón, aunque respondía con rapidez y hablaba de su vida con soltura, todo le pareció demasiado estudiado. De ser un hombre más débil, en ese momento hubiera hecho preguntas imprudentes o la confusión lo hubiera mareado, sin embargo, se trataba de Maximilien. No dijo nada y quiso ver hasta donde llegaba esto o si de plano su paranoia, tras perder el trono ya lo había conducido a la absoluta locura.

—Dime Sean, ¿tienes hermanos? —Preguntó. Comenzó a moverse más estratégicamente. Le pareció que su acompañante hacía lo mismo desde el principio y no podía permitirle la ventaja. No es que aquello fuera una batalla, ¿o lo era? Como fuera, necesitaba saber qué tan seguro era el terreno.

Se movió con gracia de modo que quedó de espaldas a la baranda del balcón, donde recargó ambos codos y la espalda, dándole una imagen elegante y relajada de la que muy pocos hombres podían jactarse. Aunque a todas luces Maximilien no era un Grimaldi, de los dos hermanos era quien poseía un porte más regio. Más digno de un rey.

—No, no soy francés —respondió—, vengo de Mónaco, pero con la ocupación francesa, casi como si lo fuera —se contuvo. Sonó natural aunque todo lo referente a ese asunto político lo ponía muy de malas—. ¿Y tú? —Otra de esas preguntas tiradas adrede. Conoció a su padre, sabía de donde era… ¿este chico sabría mentir? Si es que acaso todo se trataba de una treta.

Vamos, Maximilien, no seas tan desconfiado.

Sonrió de lado y lo miró. De todos modos, si era bueno en lo que estaba haciendo, no caería en una trampa tan básica como la que le estaba tendiendo. Era casi como si no quisiera que lo decepcionara. Que mostrara sus mejores armas. Entonces se preguntaba si aquel juego era sano. Quién sabe, Maximilien era hombre que sabía usar los recursos a su alcance, podía sacarle provecho a esta situación. No necesitaba suerte, simplemente saber mover sus piezas.