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PARÍS, FRANCIA
AÑO 1842

Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.

Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.

¿Estás dispuesto a regresar más doscientos años atrás?



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Mensaje por Stéphanie V. Magnusson Dom Sep 10, 2017 4:41 pm

Lo soñaba, todas y cada una de sus noches, su anatomía aparecía en su mundo íntimo, allí donde nadie podía penetrar. Él, a base de sonrisas y charlas amenas, se había colado lentamente y se había apoderado de sus pensamientos. Ciertamente, evocarlo se había convertido en un refugio, a ese que huía cuando las peleas con Asbjorn –cuya violencia iba creciendo conforme pasaban los días- la atosigaban. Él la insultaba, humillaba, golpeaba, y Stéphanie, cuyo cuerpo tenía una resistencia superior, soportaba en posición fetal. Al día siguiente, él aparecía con flores, joyas o algún regalo extravagante, pidieron disculpas. La licántropo perdonaba, porque lo amaba –o eso se decía a sí misma- y era el padre de sus hijos. Sin embargo, ese fango que parecía tragársela cada vez más, se tranquilizaba cuando veía a Leandro Quattrocchi, el profesor de su hijo. No era porque fuese extremadamente guapo, sino porque solía mirarla como si fuese la única mujer sobre el planeta. Para ella, que iba dejando su ego de lado conforme pasaban los segundos, eso era el Paraíso. El sutil coqueteo, las miradas fugaces que intercambiaban, los roces casi imperceptibles, así como la atormentaban, se habían convertido en el aire que necesitaba para respirar.

Sin embargo, más allá de lo que parecía crecer entre ambos, era el efecto de Quattrocchi en los niños, lo que la tenía más encantada. A pesar de ser el tutor de Hans, Astrid también le había tomado mucho cariño, y se deslizaba sobre el final de las clases, para disfrutarlo unos minutos más. Asbjorn sólo había preguntado en un par de oportunidades por el profesor, y era la nena la que siempre tomaba la posta. Stéphanie respiraba aliviada, porque él no sospechaba. Los mataría a ambos de enterarse… ¿Enterarse de qué? Si entre ellos no había ocurrido nada, si sólo habían estado a solas en una oportunidad –hacía ya dos meses-, pero la licántropo era consciente de lo que él le generaba, y podía jurar que a él le pasaba lo mismo. Solía reflexionar sobre eso cuando cuidaba su jardín, lo único que realmente sentía propio, lo único material que la sacaba de la sofocación diaria.

Yo también te extrañaré, mi amor —Stéphanie estaba acuclillada, acariciando la carita de Hans. Los niños se iban de paseo con Asbjorn, a visitar a unos familiares de él. El abogado había decidido que quería ir sólo con sus hijos para poder afianzar los lazos con ellos, en especial con el menor, al cual notaba más avispado que de costumbre. —Mañana por la noche estarán de regreso —le besó la frente y se incorporó. —Tengan cuidado, Asbjorn, se avecina tormenta —su marido era mucho más alto que ella, y debió ponerse en puntas de pie para besarle los labios. Ella pretendió un beso casto, sin embargo, el licántropo la tomó de la cintura y la besó con intensidad.

Cuídate —le susurró, antes de romper el contacto y subir a los pequeños al carruaje y luego montarse.

Stéphanie saludó con una mano a los nenes, que desde el interior agitaban las suyas. Tenía un nudo en la garganta, pues era la primera vez que se separaban. Le pidió a Dios que protegiese a sus hijos del carácter de su padre, y también agradeció los dos días de tranquilidad que tendría. Cuando el rastro de ellos estuvo lo suficientemente lejos para ya no olerlos, inspiró profundo y entró a su vivienda. Había pasado más de una hora contemplando el camino. Se ató el cabello a la coronilla, tomó sus herramientas de jardinería y desapareció en el patio trasero, allí donde sus plantas y sus flores reclamaban su presencia. Aquel don era heredado por una de sus madres, que podía hacer crecer un rosal de una piedra. No comió ni bebió, y le había dado libre el fin de semana al poco personal que tenían, para poder disfrutar de la soledad. Un trueno, suave pero que en sus oídos sonaba ensordecedor, la sacó del ensimismamiento y la hizo percatarse de que sonaba la campana de la entrada. Se levantó, se sacudió las manos llenas de tierra y, cuando se dio cuenta de quién se trataba, el corazón se le paró. Cruzó la casa con el alma en un puño, y cuando abrió la puerta, se encontró con él.

Leandro, ¿qué hace aquí? —preguntó, extrañada. Le habían dicho que los niños se irían de viaje y que cancelarían la clase de ese día.



“Hay algunos que nacen con estrella y otros estrellados, y aunque tú no lo quieras creer, yo soy de las estrelladísimas…”

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Mensaje por Greco Quattrocchi Mar Ene 23, 2018 4:15 am

Las cosas con Camille difícilmente cambiarían, se daba cuenta de ello. Eran como dos extraños. Durante el día, cuando se sentaban a la mesa para compartir los alimentos con sus hijos, casi no hablaban, o si llegaban a hacerlo, era parcamente y sólo de temas como el trabajo, la falta de dinero, los niños, o el nuevo carruaje de los vecinos. En la intimidad de su dormitorio, las cosas no eran tan diferentes. Hacía meses que no había contacto sexual entre ellos. La última vez, Camille, quizá buscando mejorar las cosas, había propiciado acercamiento con su esposo, y aunque Leandro se había excusado diciendo que estaba cansado, al final no fue capaz de impedirlo e hizo el amor a su mujer, pero sintiéndolo ya como una obligación. Era un deber después de todo, aceptar y retribuir las manifestaciones de amor conyugal. No obstante, el deseo se había apagado, y posiblemente el amor.

Camille no era tonta, se daba cuenta de las cosas. En ocasiones lo observaba detenidamente, sin pronunciar una sola palabra. Leandro no se atrevía a preguntar, ni siquiera intentaba descifrar los pensamientos de su esposa, tal vez por cobardía, o quizá porque lo tenía más que claro: su mirada estaba cargada de un reproche contenido que se intensificaba con el paso de los días. En eso se había convertido su matrimonio, su hogar: un sitio donde nadie expresaba abiertamente sus emociones, estados de ánimo o impulsos. Había una grieta, y ésta a su vez originaba decenas de fisuras. Sí, estaban rotos, y una pieza rota, por más veces que es sea reconstruida, no vuelve a ser la misma.

Esa tarde, Leandro no tuvo que lidiar con la mirada de Camille. La casa estaba silenciosa y tranquila, con una paz que hacía mucho no sentía. Su mujer había decidido hacer una visita a sus padres, llevando con ella a los niños. Pasarían todo el fin de semana rodeados de animales y naturaleza, en la granja de la familia. Leandro estaba seguro de que se divertirían mucho.

Así, lejos de los inquisitivos ojos de su mujer, tuvo la oportunidad de dar rienda suelta a sus pensamientos. Pensó en ella, en Stéphanie. Algo en su interior se avivó al instante. Lo que sentía por ella había nacido en las circunstancias menos pensadas, de la manera más inexplicable posible, pero era demasiado fuerte, ya no tenía caso negarlo. Sentía que la respiración se le aceleraba con el solo hecho de evocar su nombre. ¿Qué era exactamente todo aquello? ¿Atracción? ¿Deseo? Posiblemente. Era demasiado pronto –aunque no imposible para un hombre como Leandro- para hablar de amor. Esa pasión prohibida lo hacía sentir constantemente al borde de un precipicio, y aunque era consciente de que un mal paso podía traer consigo resultados catastróficos, no podía evitarlo; aquellas emociones estaban en su corazón y le exigían constantemente que las liberara, que las dejara ser.

Presa de un humor impulsivo que rara vez se manifestaba en él, en ese instante decidió que ya no podía permanecer insensible a sus deseos. De seguir así, corría el riesgo de volverse loco. Necesitaba verla. Cogió su chaqueta y salió en su búsqueda. Sólo dudo de lo que hacía cuando se vio a sí mismo frente a la residencia Magnusson, completamente empapado porque había comenzado a llover y él tardó demasiado en atreverse a llamar a la puerta.

Cuando ella apareció, se quedo allí, sin habla, con el cielo cayéndole encima, perdido en pensamientos que de pronto no supo cómo compartir. Sin embargo, la manera en que la miraron esos ojos azules, tan intensa y ardorosamente, supo reflejar su necesidad. Estaba allí, porque la quería a ella, porque ya no quería ni podía conformarse con el sutil coqueteo, las miradas fugaces, los roces casi imperceptibles. Estaba allí, porque era imposible estar frente a ella y no desear más.


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Mensaje por Stéphanie V. Magnusson Jue Abr 19, 2018 11:01 pm

¿Cómo detener el huracán de sensaciones que se despertó en ella? Lo observó, sorprendida, en aquel mutismo que la asustaba. Estaba aterrada. Leandro la afectaba, mucho más de lo que hubiera estado dispuesta a confesarse. Temía de sí misma, de la corriente que le recorría la columna vertebral cuando pensaba en él, de la agitación en la que la sumían los sueños que la asaltaban cada vez con más frecuencia. El profesor era el protagonista de todos y cada uno de ellos, y Stéphanie se sentía incapaz de pensarlos como una realidad, aunque en más de una oportunidad el recuerdo de éstos le arrancase una sonrisa pícara. Sabía de lo inapropiado de aquello, no solo por el hecho de estar casada, sino por el vínculo que tenía el hombre con sus hijos, ese que no la dejaba avanzar más, ni siquiera en sus propios pensamientos. Era una conocedora de la vida, había visto lo suficiente como para saber que había deseos que era mejor reprimirlos y dejarlos en vivir en el mundo de lo imposible, donde podrían alimentarse de sí mismos pero no de realidad.

Pase —susurró, dando por tierra con todo aquello que caviló durante unos cortos segundos. Se hizo a un costado para darle paso. Una vez que él ingresó, seguía envuelto en ese silencio desconcertante. La licántropo se preguntó qué se suponía que debía hacer, ¿invitarlo con un café? ¿Pedirle que se retirase? Esas eran todas preguntas que se estaba haciendo para ocultar lo que realmente quería hacer; eran puras cortinas de humo para sostener un papel que ya no era viable bajo ningún punto de vista, ya no tenía razón de ser, y a pesar de que continuaba atemorizada, sabía que Leandro estaba allí porque sentía lo mismo que ella, porque estaba irremediablemente atraído y buscaban las mismas respuestas, respuestas que solo encontrarían el uno en el otro.

Le apoyó la mano en el brazo y lo instó a voltearse. No pudo sostenerle la mirada y alejó su mano, que se llevó al pecho. Estaba vencida, o así se sentía. Se apoyó en la puerta y no pudo evitar algunas lágrimas que le recorrieron las mejillas y se deslizaron en su garganta. Estaba tan contrariada, que se sentía incapaz de algo que no fuese más que llorar. Y no lloró solo porque sabía que había tomado un camino del que ya no había retorno, sino porque no quería salirse ni por un milímetro. Ya no recordaba la última vez que se había sentido de esa forma, con el aleteo de miles de mariposas recorriéndole el estómago, con aquel nudo en la garganta producto de todo lo que estaba callando, con las mejillas sonrosadas como si se tratase de una jovencita, y no de una mujer hecha y derecha. Stéphanie se sentía joven de nuevo, como si el tiempo no hubiera ajado su alma lo suficiente, hasta hacerla envejecer.

Creo que he estado esperándolo —se atrevió a confesar, con un susurro, tan suave que fue más una revelación para sí misma que hacia él. Leandro, sin haberle tocado una sola hebra de cabello, le había hecho dar vueltas su mundo como jamás lo había logrado aquel matrimonio de muerte que sostenía por costumbre y porque no se animaba a estar sola. Ahora que lo tenía en frente, sabía exactamente lo que quería. Quería que Quattrocchi la besara y la hiciera suya. La claridad de esa reflexión le arrancó una sonrisa, profundamente triste, pero una sonrisa al fin. Y Dios era testigo de lo mucho que Stéphanie necesitaba aquello. Más allá de las alegrías inmensas que experimentaba gracias a sus hijos, en todo ese tiempo había terminado dejando de lado su faceta de mujer, y ahora que Leandro la miraba con aquella intensidad, entendió que aún seguía viva en su interior, y que estaba batallando para poder salir.



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