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PARÍS, FRANCIA
AÑO 1842

Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.

Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.

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Mensaje por Alastor Dantès Miér Mar 16, 2016 10:28 pm

¡Maldita sea! ¡¿Es que ni siquiera podía beber hasta caer en la inconsciencia?! No era ira lo que sentía, sino frustración y desesperación. Había ido a la taberna con la esperanza de que el bullicio y el alcohol, ayudasen a sus demonios a mantenerse dormidos. Por supuesto, debió haberlo sabido mejor, ellos no iban a mantenerse en silencio por mucho más tiempo. Sus voces, un constante eco sinsentido, zigzagueaban sin afán alguno en la cueva que a veces, funcionaba como su mente. ¡Ella se había largado! La mujer que le había mantenido cautivo, en una celda dentro del castillo de If, dándole su sangre contaminada cada noche hasta hacerlo suyo, ¡simplemente había desaparecido! Al principio, Alastor había creído que estaba haciéndose desear. Quizás incluso, ni siquiera se acordaba de que tenía un esclavo que la necesitaba. Después de todo, era común entre los vampiros olvidar ese tipo de cosas, existiendo tantos humanos al alcance de la mano. ¡Pero a él nunca le había importado! A diferencia de la inmortal, que podía pasar de sus servicios como cazador y guardián, él estaba atrapado en el infierno y sabía, mejor que nadie, que de allí era incapaz escapar. No había sido arrogante, como para pensar que podría conseguirse un donador con facilidad. Si Eve hubiese vuelto, él habría hecho lo que le pidiese con tal de aplacar su sed. Ni siquiera habría preguntado por qué le había dejado. Había perdido la cordura durante esos meses en confinamiento, sin agua ni comida, sólo su sangre para abastecerlo. La había perdido antes, cuando era un niño y vio morir a su hermana, en sus brazos. ¡Despojos! Eso era lo que habían dejado los guardianes que pertenecían a la organización que lideraba su padre, tras torturarle para limpiar su sistema. Pero allí estaba, ahogándose en el alcohol para solventar su abstinencia. ¿No era jodidamente irónico? ¿Utilizar una adicción para contrarrestar a otra? Su mano tembló cuando intentó servirse otro trago. El líquido ambarino se derramó sobre la mesa, al menos, en su mayoría. Cuando se sintió complacido por poder llenar a la mitad el vaso, dejó la botella a un lado. Sabía lo que los demás verían, si es que le prestaban atención. Por suerte para él, le importaba un bledo lo que éstos dijesen. Ni siquiera su padre, podría haber logrado que se detuviera. Bebió una y otra, y otra vez; combinando el fuego en su garganta, con las llamas voraces que le atormentaban en el pecho, pidiéndole la ambrosía que sólo un vampiro, poseía.  

–  A mí no puedes mentirme, Alastor. Es por ella que bebes. Temes perder el control en su presencia. Dime, ¿cuándo vas a decirle que eres el títere de un vampiro? – El inglés se envaró al oír, claramente, la voz de Maï. – De mi asesina. – Sin que lo pudiera evitar, las paredes del vaso que sostenía, cedieron, clavándose algunos filamentos en la palma de su mano. El líquido rojo fluyó en un hipnotizador hilo y tan loco como estaba, su risa histérica no tardó en hacerse oír. No podía huir de las alucinaciones ni hacerlas desaparecer. Empezó a quitarse los pequeños cristales con lentitud y, cuando finalmente tiró el último sobre la mesa, se limpió la mano sobre la pernera. Durante todo el proceso, Alastor no había parado de reír ni Maï de molestarle. – Lárgate. No quiero oírte. – Porque la verdad que se escondía en esa angelical voz, era dañina. Si su hermana había quedado atrapada en ese mundo, su inocencia no. El guardián no podía deshacerse de ella y no estaba seguro de que, de poder, lo quisiera. ¿Quién le recordaría sus fallas? ¿Quién le diría que no se merecía a Monicke? Todo lo que amaba, lo destruía. Molesto por haber atraído la atención, dejó los francos, cogió la botella casi vacía y se marchó. Anduvo por los callejones, consciente en todo momento de los peligros que se escondían entre las sombras, pero importándole un carajo. Él no se metía con los sobrenaturales a no ser que ellos se lo buscaran. No cazaba, protegía. En esa ocasión, sin embargo, no era un centinela, sólo un maldito demente. – Hoy, hermano, creo que finalmente te reunirás conmigo. – Y entonces estalló. Lanzó la botella contra el fantasma de Maï, pero éste sólo le traspasó, estrellándose en  la pared. Una lluvia de cristales cayó, iluminada por los rayos plateados de la Luna. – Mi muerte, eso es todo lo que deseas presenciar. ¡¿Nunca me vas a perdonar?! – Esa vez, no hubo duda de que la furia lo consumía. Más de diecisiete años habían pasado desde que fracasara en protegerla, era evidente que nada sería suficiente. – Nunca. Como tampoco te perdonará ella. Monicke, también te odiará pero, a diferencia suya; yo siempre permaneceré contigo, hasta la eternidad. – Alastor dio otro paso, disfrutando de cómo las suelas de sus zapatos, pulverizaban los filamentos. En esos momentos, él ese sentía igual que ellos.
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Mensaje por Invitado Vie Abr 01, 2016 5:52 am

Estar enfermo formaba parte de su psicología de una forma tan inseparable como el vampirismo de su persona. Igual que la sangre corría por sus venas y la necesitaba para alimentarse, la cordura la llevaba por dentro y la expresaba por fuera en cada uno de sus gestos y sus actos. Daba igual que fuera arrancando huesos de animales y poniéndoselos de collar, algo de lo que él renegaría si se le preguntaba aunque alguna vez lo había hecho, o simplemente bailando con un cadáver que había vaciado de sangre el instante anterior: Ciro estaba demente, y todo lo que hacía ayudaba a reforzar aquella idea.

Sin embargo, en su defensa había que decir que, ocasionalmente, Ciro volvía a ser el rey cuerdo y absolutamente brillante que había dirigido a un batallón de espartanos en Platea y había ganado una batalla que se había escrito con letras de oro en el libro de la Historia. Clío había cantado sobre sus hazañas durante siglos, y el eco de aquellos cantares olvidados a veces volvía a resonar en los oídos de Ciro y se convertía en el que solía ser, en un hombre elegante y aparentemente estable, pero que estaba al borde del colapso con la palabra adecuada y el gesto incorrecto.

Aquella era, para él, una de esas noches. Se alimentó como de costumbre, pero sin descuartizar a su presa con la fuerza bruta de sus manos ajadas por pura diversión; se sumergió en el río para que el agua y su corriente arrastraran la mugre y la sangre que se habían incrustrado en su piel pálida pero con un leve aire dorado. Cuando salió, renacido y casi bautizado de nuevo, Ciro relucía ante la luz de la pálida luna en su desnudez de claros tintes clásicos, como los antiguos atletas; cuando se vistió, pareció un caballero de mundo pese a su barba poblada y su cabello despeinado.

Con el orgullo de un rey y la espalda recta a más no poder, se dirigió hacia el centro de París para dar un paseo nocturno. Se había citado hacía días (¡ahora lo recordaba!) con un inquisidor que le podía dar algunos datos de la hembra pelirroja y demente, ella sí que lo era constantemente, que se había entregado a su némesis de forma voluntaria. Con tamaña estupidez humana, se dijo Ciro, jamás podré competir; él no comprendía lo que la demente veía en el cazador, porque aunque otrora él quizá hubiese visto algo semejante, todo aquello se había esfumado al mismo tiempo que su escasa cordura.

Así, aunque pareciera que Ciro estaba recuperado, no lo estaba por completo. Al encontrarse con el inquisidor, que no le dijo en absoluto lo que deseaba oír, perdió los nervios por completo y le estampó contra la pared, con tan mala suerte (para el pobre desgraciado) que los ladrillos que quebró con el golpe lo atravesaron y lo hirieron de gravedad. Sin embargo, el dolor le soltó la lengua por completo, e informó al vampiro de algo que le hizo sonreír e incluso arrancar al patético humano de la pared donde lo había encajado, de manera que pudo salvar su vida.

A Ciro le daba igual que el humano sobreviviera o incluso el olor a sangre: estaba pletórico. Haber descubierto semejante debilidad asociada al hombre que le había arruinado la psique lo alegraba sobremanera, tanto que sus pasos se volvieron más livianos y su espíritu, ligero, ascendió por encima del cielo y de él mismo. Su cuerpo parecía haber perdido la rigidez que lo acompañaba inconscientemente desde su tortura y lo condujo entre los callejones siguiendo algo, una esencia o un sonido, que no quiso identificar para no desviarse de su alegría hasta que no lo tuvo delante. Otro humano.

Estás hablando solo, ¿eres consciente de lo patético que resulta? – rápido como había llegado la alegría, el desprecio asomó a su voz y tiñó sus ojos verdosos ante la visión del hombre que apestaba a alcohol y a sangre, aunque no le atrajera a Ciro su aroma lo más mínimo. Parecía casi de su misma edad aparente, o la edad con la que lo habían condenado a muerte si queremos ser absolutamente fieles a la Historia (pero ¿quién lo es, eh? Nadie. Todos la usamos para nuestros fines), pero era un humano, y como tal siempre sería mucho más joven que él, un antiquísimo vampiro que la propia Clío ya había olvidado, pero que él, por azar, aquella noche se recordaba a sí mismo.

Nadie te va a perdonar, sea cual sea tu pecado. Ni un cura, ni un familiar, ni definitivamente una amante. ¿O un amante? Me es indiferente. Nadie va a apiadarse de ti. – ladeó la cabeza, un gesto que se había convertido en suyo últimamente con demasiada frecuencia, y sonrió, cruel. Otro detalle que se había añadido a su amalgama de sentimientos: la crueldad de saber que estaba jugando con un ser aún más inestable de él y de saberse disfrutando de ello, porque lo estaba haciendo, a pasos tan agigantados como la cordura se le iba escapando otra vez poco a poco. Sólo era, probablemente, cuestión de tiempo que se fuera por completo. O tal vez no; con Ciro, nunca se sabe.
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