AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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Aria +18 [Libre]
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Aria +18 [Libre]
Aún podía recordar el maravilloso sonido proyectado por la Orquestra Filarmónica de Viena en el siglo pasado, se realizó un maravilloso tributo musical tocando numerosas composiciones, todas ellas variantes y especiales. Sin duda aquellas que más le habían agradado correspondían a Johan Sebastian Bach, y ahora era una de sus Arias la que era tocada en esa habitación. Gracias a su poder para remover y proyectar la memoria, la orquestra filarmónica parecía encontrarse en esa cámara privada, tocando para él y sus invitadas a un ritmo lento y plácido.
La habitación había diseñada para ofrecer comodidad y confort, así como para responder a cualquier necesidad básica que el huésped pudiera echar en falta. Una cama doble de estilo colonial decoraba el centro, adornada con lujosos satenes y ornamentos en forma de grabados y formas doradas. Había además cojines repartidos por el suelo, el cual era cubierto por madera barnizada y algunas alfombras orientales. La lámpara que coronaba el blanco techo era de lágrimas, ofreciendo un diseño elegante y sobrio, así como de alta cuna a la estancia. La puerta quedaba cerrada, ofreciendo una total privacidad, además de cerrada con llave por una mera seguridad ante los inusuales, pero posibles, delirios y caprichos de un inmortal con un ser humano, no siempre soportables.
Perbidius que se había vestido de blanco para la ocasión, había maltratado su propio vestido con sus actos, quedando ahora descolocado y poco elegante, así como teñido voluminosamente de roja sangre. Sus párpados se entrecerraron en tanto que escuchaba la propia obra de Bach con admiración artística. Su cabello, habitualmente recogido en una coleta, se deslizó por su rostro al inclinarlo ligeramente hacia un lado, provocando que una gota de sangre se deslizara por la silueta de sus facciones hasta caer al suelo, mezclándose con el charco de sangre que teñía el suelo en distintas secciones de la habitación.
- Una velada ciertamente cara, voy a tener que pagar por todas ellas, pero en ocasiones es imprescindible darse esta clase de lujos…-. Su voz susurró para sí mismo, siendo los únicos oídos de la sala, al mismo tiempo volvía a abrir los ojos para suspirar con parsimonia, sintiendo muy dentro de si aún, la sensación de la obra que había representado no demasiado antes. Con paciencia deslizó su atención hacia la cama, donde se encontraba la figura de una mujer. Parecía vestir con ropa provocativa, y sin duda no había dado tiempo alguno a que se la quitara, su expresión era de sorpresa y sus ojos estaban dramáticamente abiertos, así como su boca desencajada por el dolor y el horror. Un halo de sangre cubría su rostro, habiendo caído con los brazos abiertos, manchando las telas blancas y finas que conformaban el velo de la cama victoriana.
Enarcó una ceja con lentitud, recordando la velocidad con la que había segado esa vida, un gran e innecesario desperdicio, considerando la suma que costaría esa defunción. Sin embargo había dos cuerpos más en la habitación. Una chica, con la ropa rasgada y destripada con brutalidad, derrumbada en una silla en el margen izquierdo de la estancia. Su torso se apoyaba sobre la mesa sin ninguna elegancia, y su rostro restaba cubierto por su propio cabello, escondiendo una posible mutilación que había cubierto la madera de la mesa con gran cantidad de sangre, provocando aún un lento goteo hasta el suelo.
Finalmente una tercera víctima restaba apoyada contra la pared, sentada en el suelo por la inercia de su caída. Un arco de sangre en el papel pintado de la pared describía su agónica trayectoria hasta su muerte. Sin duda había sido una jornada de gritos y terribles aflicciones, todas ellas sepultadas para deleite del inmortal con la hermosa música de Bach.
Habiendo constatado los tres detalles, y sintiendo como el Aria se aproximaba a su conclusión alzó la mano diestra hasta su cabello, peinándose sin demasiada atención a trazos lentos para alisar su pelo azabache. Pacientemente se volvió hacia la puerta y mediante la llave la desbloqueó, volviendo a un margen de la habitación para encontrarse con el único espejo de cuerpo entero del lugar y arreglarse el traje blanco que vestía. Lo colocó de un modo adecuado y elegante, aunque las manchas de sangre que cubrían su ropa, parte de su rostro y sus manos, eran inevitablemente visibles. Inexpresivamente y en un gesto de frialdad tan solo enarcó ambas cejas, dispuesto a abandonar aquella habitación, por si alguien más deseara usarla.
La habitación había diseñada para ofrecer comodidad y confort, así como para responder a cualquier necesidad básica que el huésped pudiera echar en falta. Una cama doble de estilo colonial decoraba el centro, adornada con lujosos satenes y ornamentos en forma de grabados y formas doradas. Había además cojines repartidos por el suelo, el cual era cubierto por madera barnizada y algunas alfombras orientales. La lámpara que coronaba el blanco techo era de lágrimas, ofreciendo un diseño elegante y sobrio, así como de alta cuna a la estancia. La puerta quedaba cerrada, ofreciendo una total privacidad, además de cerrada con llave por una mera seguridad ante los inusuales, pero posibles, delirios y caprichos de un inmortal con un ser humano, no siempre soportables.
Perbidius que se había vestido de blanco para la ocasión, había maltratado su propio vestido con sus actos, quedando ahora descolocado y poco elegante, así como teñido voluminosamente de roja sangre. Sus párpados se entrecerraron en tanto que escuchaba la propia obra de Bach con admiración artística. Su cabello, habitualmente recogido en una coleta, se deslizó por su rostro al inclinarlo ligeramente hacia un lado, provocando que una gota de sangre se deslizara por la silueta de sus facciones hasta caer al suelo, mezclándose con el charco de sangre que teñía el suelo en distintas secciones de la habitación.
- Una velada ciertamente cara, voy a tener que pagar por todas ellas, pero en ocasiones es imprescindible darse esta clase de lujos…-. Su voz susurró para sí mismo, siendo los únicos oídos de la sala, al mismo tiempo volvía a abrir los ojos para suspirar con parsimonia, sintiendo muy dentro de si aún, la sensación de la obra que había representado no demasiado antes. Con paciencia deslizó su atención hacia la cama, donde se encontraba la figura de una mujer. Parecía vestir con ropa provocativa, y sin duda no había dado tiempo alguno a que se la quitara, su expresión era de sorpresa y sus ojos estaban dramáticamente abiertos, así como su boca desencajada por el dolor y el horror. Un halo de sangre cubría su rostro, habiendo caído con los brazos abiertos, manchando las telas blancas y finas que conformaban el velo de la cama victoriana.
Enarcó una ceja con lentitud, recordando la velocidad con la que había segado esa vida, un gran e innecesario desperdicio, considerando la suma que costaría esa defunción. Sin embargo había dos cuerpos más en la habitación. Una chica, con la ropa rasgada y destripada con brutalidad, derrumbada en una silla en el margen izquierdo de la estancia. Su torso se apoyaba sobre la mesa sin ninguna elegancia, y su rostro restaba cubierto por su propio cabello, escondiendo una posible mutilación que había cubierto la madera de la mesa con gran cantidad de sangre, provocando aún un lento goteo hasta el suelo.
Finalmente una tercera víctima restaba apoyada contra la pared, sentada en el suelo por la inercia de su caída. Un arco de sangre en el papel pintado de la pared describía su agónica trayectoria hasta su muerte. Sin duda había sido una jornada de gritos y terribles aflicciones, todas ellas sepultadas para deleite del inmortal con la hermosa música de Bach.
Habiendo constatado los tres detalles, y sintiendo como el Aria se aproximaba a su conclusión alzó la mano diestra hasta su cabello, peinándose sin demasiada atención a trazos lentos para alisar su pelo azabache. Pacientemente se volvió hacia la puerta y mediante la llave la desbloqueó, volviendo a un margen de la habitación para encontrarse con el único espejo de cuerpo entero del lugar y arreglarse el traje blanco que vestía. Lo colocó de un modo adecuado y elegante, aunque las manchas de sangre que cubrían su ropa, parte de su rostro y sus manos, eran inevitablemente visibles. Inexpresivamente y en un gesto de frialdad tan solo enarcó ambas cejas, dispuesto a abandonar aquella habitación, por si alguien más deseara usarla.
Perbidius- Vampiro Clase Media
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Fecha de inscripción : 27/09/2010
Re: Aria +18 [Libre]
Aquella noche, Eris decidió acudir a "La Feé Verte". No era una vampiresa que gustase de las multitudes, pues prefería, con mucha diferencia, la intimidad que le proporcionaba su propia compañía, especialmente si de comida se trataba. Sin embargo, harta de alimentarse de hombres malolientes y mujeres de sangre podrida, consideró oportuno darse un pequeño y lujoso capricho sin más razón que porque así lo deseaba. Ya que incluso con su inquebrantable determinación de permanecer las noches en la más absoluta soledad, le había sido imposible no oír hablar del local, al que acudían tanto humanos como vampiros. Los primeros, creyendo inocentemente que no se trataba más que de una tetería corriente; los segundos, saciando allí sus deseos más primarios y prohibidos. Aquel detalle despertó un creciente interés en ella que en ningún momento tuvo la seria intención de reprimir.
Así, tras unos instantes de falsa indecisión, la Señorita Vasiliev recorrió las pocas calles que separaban el Hotel des Arenes de aquel siniestro lugar, y alcanzó la tercera planta con facilidad. A diferencia de la gran mayoría de vampiros que allí se reunían, ella no iba acompañada de ninguna muñeca. Por el contrario, había decidido disfrutar de la elegancia de una copa y de la tranquilidad de una velada entre música y tenue luz de velas, sólo acompañada por sus fantasmas.
Y allí se encontraba, al principio del largo pasillo por el que se accedían a las numerosas habitaciones. Sus ojos barrieron el lugar con cierta indiferencia, encontrando únicamente a un hombre de cabello azabache y blanquecino traje ahora indecentemente manchado de sangre. Eris, sin concederle una segunda mirada, pasó por su lado con pasos lentos y delicados, como si sus pies apenas tocaran el suelo enmoquetado por debajo de la larga falda negra, y se acercó a la puerta de la habitación que le había sido asignada. Sin embargo, un interesante olor captó su atención antes de llegar, por lo que siguió adelante por el pasillo y sólo se detuvo delante de la última puerta, de donde había visto salir al hombre de atuendo blanco.
Allí, la vampiresa cerró los ojos y llenó sus pulmones con una larga y profunda inspiración, dejando que la esencia que aquella estancia despedía se adentrara en su cuerpo y le susurrara dulcemente la procedencia del olor. No obstante, aquella única bocanada de aire, que le confesó el horrible crimen que se había cometido al otro lado de la puerta, la obligó a entreabrir los labios y revelar los dos pares de colmillos que ya habían alcanzado su máxima longitud, preparados para desgarrar la piel de la próxima presa. Eris casi pudo imaginar, simplemente haciendo uso del olfato, la magnífica escena que se había desarrollado en el interior y nada pudo parecerle tan excitante y tentador como la idea de haber participado en ella.
De ese modo, con los colmillos sobresaliendo ligeramente por su labio superior, la vampiresa se volteó y clavó sus gélidos ojos en el autor de la sangrienta obra, evaluándole con mucho más cuidado que la primera vez. Eris tuvo que reconocerse, muy a su pesar, que había sido un terrible error infravalorarle.
Así, tras unos instantes de falsa indecisión, la Señorita Vasiliev recorrió las pocas calles que separaban el Hotel des Arenes de aquel siniestro lugar, y alcanzó la tercera planta con facilidad. A diferencia de la gran mayoría de vampiros que allí se reunían, ella no iba acompañada de ninguna muñeca. Por el contrario, había decidido disfrutar de la elegancia de una copa y de la tranquilidad de una velada entre música y tenue luz de velas, sólo acompañada por sus fantasmas.
Y allí se encontraba, al principio del largo pasillo por el que se accedían a las numerosas habitaciones. Sus ojos barrieron el lugar con cierta indiferencia, encontrando únicamente a un hombre de cabello azabache y blanquecino traje ahora indecentemente manchado de sangre. Eris, sin concederle una segunda mirada, pasó por su lado con pasos lentos y delicados, como si sus pies apenas tocaran el suelo enmoquetado por debajo de la larga falda negra, y se acercó a la puerta de la habitación que le había sido asignada. Sin embargo, un interesante olor captó su atención antes de llegar, por lo que siguió adelante por el pasillo y sólo se detuvo delante de la última puerta, de donde había visto salir al hombre de atuendo blanco.
Allí, la vampiresa cerró los ojos y llenó sus pulmones con una larga y profunda inspiración, dejando que la esencia que aquella estancia despedía se adentrara en su cuerpo y le susurrara dulcemente la procedencia del olor. No obstante, aquella única bocanada de aire, que le confesó el horrible crimen que se había cometido al otro lado de la puerta, la obligó a entreabrir los labios y revelar los dos pares de colmillos que ya habían alcanzado su máxima longitud, preparados para desgarrar la piel de la próxima presa. Eris casi pudo imaginar, simplemente haciendo uso del olfato, la magnífica escena que se había desarrollado en el interior y nada pudo parecerle tan excitante y tentador como la idea de haber participado en ella.
De ese modo, con los colmillos sobresaliendo ligeramente por su labio superior, la vampiresa se volteó y clavó sus gélidos ojos en el autor de la sangrienta obra, evaluándole con mucho más cuidado que la primera vez. Eris tuvo que reconocerse, muy a su pesar, que había sido un terrible error infravalorarle.
Invitado- Invitado
Re: Aria +18 [Libre]
Los pasos de Perbidius siguieron el pasillo con lentitud, manteniendo una postura regia y altiva a un mismo tiempo. Su mirada se había cruzado durante unos breves instantes con la de la inmortal, sin embargo ambos habían continuado sus pasos sin mayor atención. De no ser realmente por el cambio en la percepción del ambiente, Perbidius habría abandonado aquella planta y de hecho el local, sin embargo pudo notar como a unos metros, en el umbral cerrado de la habitación que hubiera desocupado, se desarrollaba un cambio curioso en la inmortal.
Enarcó ambas cejas en un ligero ademán, manteniendo los párpados a medio cerrar en tanto que su mano diestra se adentraba en su chaqueta anteriormente inmaculada, vestida por el sádico clamor de la sangre tras su espectáculo a puerta cerrada, y de la misma sacaba un pañuelo de lino rojo. Pacientemente pasó el pañuelo por su rostro en un suave gesto, limpiando la mayor parte de los trazos de su blanquecina piel, girándose con paciencia en ese instante para contemplar desde unos metros de distancia, a la dama que había pretendido ocupar el escenario que hubiera dejado atrás.
Sin preocupación ninguna su mirada celeste quedó aguda sobre la figura de la inmortal, bajando ambas manos para poder limpiar la joya esmeralda de su anillo con el pañuelo, el cual por su afortunado color, disimulaba gratamente la sangre que barría. Su postura se mantuvo erguida, dejando ambos talones juntos a la par que su mano diestra quedaba cubierta por el pañuelo, utilizándolo ahora para limpiar con paciencia su mano izquierda en tanto que esperaba la reacción de la ocasional visitante. Debería haber esbozado una suave sonrisa cuando contempló el volverse de la joven hacia su posición, sin embargo mantuvo su rostro impasible. De entre toda su inmutabilidad tan solo la diestra realizó un movimiento ligero, recogiendo el pañuelo para confinarlo de nuevo, doblado ahora, al interior de su traje blanco.
Parpadeó una única vez, manteniendo sus orbes iridiscentes sobre los de la vampiresa en un completo silencio. Su mirada buscaba en cada detalle de la dama, sus colmillos, su mirada, su temple, su postura y posibles intenciones. Podía sentir que a unos metros existía un ser depredador, como él, y en cierto grado eso le satisfizo. Por ello, durante ese momento de supuesta tensión en el silencio de la tercera planta, se mantuvo estoico y paciente, siendo un reflejo de una marmórea estatua milenaria, la cual por gracia propia, había decidido cobrar vida y desentrañar las curiosidades del mundo.
Y aunque el silencio había sido su primera opción, no fue quién lo respetara eternamente, quebrándolo al mismo tiempo que cambiaba su postura. Dejó caer el brazo izquierdo elegantemente, a un mismo tiempo que se llevaba la mano diestra contra el torso con modales cortesanos, asintiendo entonces con una leve inclinación del rostro, a modo de saludo cordial, completamente fuera de lugar en aquél momento. – Espero, mademoiselle, que la esencia de mi interpretación artística, impregnado en la habitación que resta a vuestras espaldas, no os resulte mordaz, pues no es otra cosa que un fino y sutil regalo que muy probablemente…-Finalmente su rostro dejó entrever una leve sonrisa, antes de concluir la frase.-… sea difícil apreciar ahora que la orquestra ha dejado de tocar.
Sus palabras quedaron entonces suspendidas en el aire, en ausencia y espera de respuesta, probablemente inconexas y faltas de un significado para todo aquél que desconociera el hecho de que realmente una orquestra había estado allí, o al menos ficticiamente, tocando durante lo que Perbidius, había decidido llamar Arte.
Enarcó ambas cejas en un ligero ademán, manteniendo los párpados a medio cerrar en tanto que su mano diestra se adentraba en su chaqueta anteriormente inmaculada, vestida por el sádico clamor de la sangre tras su espectáculo a puerta cerrada, y de la misma sacaba un pañuelo de lino rojo. Pacientemente pasó el pañuelo por su rostro en un suave gesto, limpiando la mayor parte de los trazos de su blanquecina piel, girándose con paciencia en ese instante para contemplar desde unos metros de distancia, a la dama que había pretendido ocupar el escenario que hubiera dejado atrás.
Sin preocupación ninguna su mirada celeste quedó aguda sobre la figura de la inmortal, bajando ambas manos para poder limpiar la joya esmeralda de su anillo con el pañuelo, el cual por su afortunado color, disimulaba gratamente la sangre que barría. Su postura se mantuvo erguida, dejando ambos talones juntos a la par que su mano diestra quedaba cubierta por el pañuelo, utilizándolo ahora para limpiar con paciencia su mano izquierda en tanto que esperaba la reacción de la ocasional visitante. Debería haber esbozado una suave sonrisa cuando contempló el volverse de la joven hacia su posición, sin embargo mantuvo su rostro impasible. De entre toda su inmutabilidad tan solo la diestra realizó un movimiento ligero, recogiendo el pañuelo para confinarlo de nuevo, doblado ahora, al interior de su traje blanco.
Parpadeó una única vez, manteniendo sus orbes iridiscentes sobre los de la vampiresa en un completo silencio. Su mirada buscaba en cada detalle de la dama, sus colmillos, su mirada, su temple, su postura y posibles intenciones. Podía sentir que a unos metros existía un ser depredador, como él, y en cierto grado eso le satisfizo. Por ello, durante ese momento de supuesta tensión en el silencio de la tercera planta, se mantuvo estoico y paciente, siendo un reflejo de una marmórea estatua milenaria, la cual por gracia propia, había decidido cobrar vida y desentrañar las curiosidades del mundo.
Y aunque el silencio había sido su primera opción, no fue quién lo respetara eternamente, quebrándolo al mismo tiempo que cambiaba su postura. Dejó caer el brazo izquierdo elegantemente, a un mismo tiempo que se llevaba la mano diestra contra el torso con modales cortesanos, asintiendo entonces con una leve inclinación del rostro, a modo de saludo cordial, completamente fuera de lugar en aquél momento. – Espero, mademoiselle, que la esencia de mi interpretación artística, impregnado en la habitación que resta a vuestras espaldas, no os resulte mordaz, pues no es otra cosa que un fino y sutil regalo que muy probablemente…-Finalmente su rostro dejó entrever una leve sonrisa, antes de concluir la frase.-… sea difícil apreciar ahora que la orquestra ha dejado de tocar.
Sus palabras quedaron entonces suspendidas en el aire, en ausencia y espera de respuesta, probablemente inconexas y faltas de un significado para todo aquél que desconociera el hecho de que realmente una orquestra había estado allí, o al menos ficticiamente, tocando durante lo que Perbidius, había decidido llamar Arte.
Perbidius- Vampiro Clase Media
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Fecha de inscripción : 27/09/2010
Re: Aria +18 [Libre]
Eris permaneció perfectamente quieta en su lugar, observando cada movimiento con excesiva cautela pero sin rastro de nerviosismo, como si esperase que aquel impulso artístico que le había asaltado en la habitación se renovase en esta ocasión en mitad del pasillo, con ella como lienzo. Después de tantos años viviendo en las oscuras profundidades del mundo vampírico, la chica podía afirmar haber dejado de sentirse intimidada por los terribles crímenes que sus congéneres cometían, aunque eso no significaba que se sintiese cómoda con ellos. Desde el principio, Eris había sabido que confiar en su propia sombra era un error que tal vez no llegaría a cometer dos veces, por lo que cualquier precaución siempre era poca para ella. Y en casos como aquel, Eris prefería pecar de desconfianza que de ingenuidad, y hasta el momento siempre había sido la respuesta más acertada. Al menos, seguía con vida…Si es que a su estado se le podía llamar vida, y eso era algo que la vampiresa dudaba seriamente.
Así, cuando el vampiro introdujo una de sus manos en el bolsillo de su chaqueta, la vampiresa sólo alcanzó a obedecer lo que su instinto le dictaba: entornó los ojos y ladeó muy ligeramente la cabeza, preparándose de forma imperceptible para cualquiera de las opciones que pasaron por su mente. Una serie inacabable de posibles reacciones que la vampiresa trató de estudiar en busca de la opción más adecuada. De ese modo, cuando la mano del hombre reveló un inocente pañuelo rojizo con el que empezó a limpiarse con tranquilidad, los músculos de la chica se relajaron de nuevo, aunque permaneció en la misma rígida postura que había adoptado segundos antes.
Sus ojos de hielo siguieron el movimiento de las manos del hombre, tan blancas y aristocráticas como las suyas, mientras eliminaban de su piel los restos de la obra que había dejado en la habitación. Esa simple pero sinuosa acción le resultó tan digna y elegante, que durante unos instantes la vampiresa llegó a creer en la posibilidad de una agradable velada en su compañía, algo muy poco corriente. Tal vez fuese el profundo desprecio que sentía hacia los vampiros con los que se había encontrado hasta el momento o el creciente aburrimiento que se había instalado en su entorno, pero por alguna razón que Eris no tuvo a bien analizar, se sintió en disposición de hacer un ligero cambio en sus planes para la velada. Las copas, las velas y la música podrían esperar.
Tras observar esa suave inclinación y la gracia de sus movimientos, Eris se vio en la obligación moral de corresponderle. Con dedos largos y finos, delicados a la vista pero mortales al tacto, la joven vampiresa atrapó la tela de su falda oscura y la alzó con delicadeza, acompañando el movimiento con una leve, casi irónica inclinación de la cabeza. Ese movimiento provocó que el pelo largo y liso, tan oscuro como una noche sin luna, cayera a ambos lados de su rostro, ocultándolo de modo siniestro. Segundos más tarde, Eris recuperó la posición y se acercó al vampiro con pasos lentos, tan delicados como lo fueran mientras recorría el pasillo en dirección contraria.
-Permítame que apunte, Monsieur, que con o sin orquesta, a quien entre en esa habitación no le restarán dudas a propósito de lo intenso y macabro de su crimen.-Comentó ella, con una voz fina y musical, que parecía más propia de una delicada doncella que de una temible vampiresa.-Sin embargo, me confieso embriagada por semejante demostración artística, indudablemente cautivadora aunque sólo mi olfato haya sido testigo de ella. En ocasiones, la vista estropea una escena maravillosa de forma indigna, por lo que creo que mantendré mis ojos al margen por esta vez.-Añadió, deteniéndose frente al vampiro.
En comparación, Eris daba la impresión de no ser más que una chica inofensiva. Era más baja que el hombre, delgada y de aspecto tan delicado que bien podría confundirse con enfermizo. No obstante, una sola mirada a sus ojos helados habría bastado para comprobar que no por lo afable de su aspecto resultaba un ser inferior en fuerza o carácter a cualquier otro vampiro. Por eso, cuando la vampiresa fijó su mirada en los ojos igualmente claros de su interlocutor, lo hizo sin rastro alguno de miedo, sin nerviosismo o intimidación; únicamente con una expresión de profunda seriedad y un muy ligero toque respetuoso que Eris no tuvo intención de reconocer.
Así, cuando el vampiro introdujo una de sus manos en el bolsillo de su chaqueta, la vampiresa sólo alcanzó a obedecer lo que su instinto le dictaba: entornó los ojos y ladeó muy ligeramente la cabeza, preparándose de forma imperceptible para cualquiera de las opciones que pasaron por su mente. Una serie inacabable de posibles reacciones que la vampiresa trató de estudiar en busca de la opción más adecuada. De ese modo, cuando la mano del hombre reveló un inocente pañuelo rojizo con el que empezó a limpiarse con tranquilidad, los músculos de la chica se relajaron de nuevo, aunque permaneció en la misma rígida postura que había adoptado segundos antes.
Sus ojos de hielo siguieron el movimiento de las manos del hombre, tan blancas y aristocráticas como las suyas, mientras eliminaban de su piel los restos de la obra que había dejado en la habitación. Esa simple pero sinuosa acción le resultó tan digna y elegante, que durante unos instantes la vampiresa llegó a creer en la posibilidad de una agradable velada en su compañía, algo muy poco corriente. Tal vez fuese el profundo desprecio que sentía hacia los vampiros con los que se había encontrado hasta el momento o el creciente aburrimiento que se había instalado en su entorno, pero por alguna razón que Eris no tuvo a bien analizar, se sintió en disposición de hacer un ligero cambio en sus planes para la velada. Las copas, las velas y la música podrían esperar.
Tras observar esa suave inclinación y la gracia de sus movimientos, Eris se vio en la obligación moral de corresponderle. Con dedos largos y finos, delicados a la vista pero mortales al tacto, la joven vampiresa atrapó la tela de su falda oscura y la alzó con delicadeza, acompañando el movimiento con una leve, casi irónica inclinación de la cabeza. Ese movimiento provocó que el pelo largo y liso, tan oscuro como una noche sin luna, cayera a ambos lados de su rostro, ocultándolo de modo siniestro. Segundos más tarde, Eris recuperó la posición y se acercó al vampiro con pasos lentos, tan delicados como lo fueran mientras recorría el pasillo en dirección contraria.
-Permítame que apunte, Monsieur, que con o sin orquesta, a quien entre en esa habitación no le restarán dudas a propósito de lo intenso y macabro de su crimen.-Comentó ella, con una voz fina y musical, que parecía más propia de una delicada doncella que de una temible vampiresa.-Sin embargo, me confieso embriagada por semejante demostración artística, indudablemente cautivadora aunque sólo mi olfato haya sido testigo de ella. En ocasiones, la vista estropea una escena maravillosa de forma indigna, por lo que creo que mantendré mis ojos al margen por esta vez.-Añadió, deteniéndose frente al vampiro.
En comparación, Eris daba la impresión de no ser más que una chica inofensiva. Era más baja que el hombre, delgada y de aspecto tan delicado que bien podría confundirse con enfermizo. No obstante, una sola mirada a sus ojos helados habría bastado para comprobar que no por lo afable de su aspecto resultaba un ser inferior en fuerza o carácter a cualquier otro vampiro. Por eso, cuando la vampiresa fijó su mirada en los ojos igualmente claros de su interlocutor, lo hizo sin rastro alguno de miedo, sin nerviosismo o intimidación; únicamente con una expresión de profunda seriedad y un muy ligero toque respetuoso que Eris no tuvo intención de reconocer.
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