AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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Elocuencia [privado]
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Elocuencia [privado]
elocuencia
Cuarenta y cinco días habían pasado del ataque, ni un día más ni un día menos, aquel día algo había cambiado en mi quizás ahora las ganas de vivir eran más que antes, con Goar las cosas se habían arreglado habíamos tenido el tiempo más que suficiente para conversar lo que había quedado pendiente, tanto como las mentiras, las omisiones y sobre todo la verdad lo que el suponía y lo que yo pensaba, pero algo aún estaba incierto por más torturas que se habían proporcionado a los sospechosos nadie había revelado el verdadero nombre de quien los guiaba, fieles perros de un maldito líder, los rebeldes capturados aún se encontraban en los calabozos par ellos cada día era peor que el anterior entre torturas, golpes y una infinidad de formas de como hacerlos sufrir , Goar no se daba por vencido en realidad nunca lo hacía. Pero aquella cantidad de tiempo me tenía bastante abrumada, prácticamente estaba encarcelada en mi propio palacio. Los guardias reales habían aumentado en número y en todas las propiedades aledañas al palacio estaba cubierto de vigilantes, todos perros fieles a Goar quien mismo había reclutado a quienes serían los encargados de salvaguardar mi integridad, más no dejaba que nadie se me acercara más de lo necesario, eso simplemente me mantenía aburrida.
Aliados de otros países habían venido en visita, los trámites de formar alianza era lo más conveniente en esos momentos, protocolos, firmar documentos, conocer a los aliados, saber que intereses tenían a final de cuentas yo era la cara de Italia y tenía que permanecer firme, con dos escoltas las veinticuatro horas del día y cuando no estaban ellos tenía a Goar cerca de mi sombra, más que sentirme segura en esos momentos me sentía invadida…
Tome aire inflando mi pecho aquella noche era diferente, se había organizado una cena privada con varios reyes, duques, gente noble y de clase alta que habían demostrado hermandad, se tomaron las medidas cautelares y nadie entraba al castillo sin previa invitación firmada por mi puño y letra.
El reloj marcaba las siete de la tarde, una de mis doncellas terminaba de acomodarme el vestido mientras otra procedía a terminar el peinado para finalmente colocar sobre mi cabeza la corona que tanto me incomodaba, volví a inflar mi pecho sentía que el aire me faltaba ¿miedo? Era lo más probable, pero sabía perfectamente que habrían veinticuatro invitados, ya que se habían enviado esa cantidad de invitaciones, se permitió ingresar con pareja solo previo aviso, la información llego a mis oídos, un total de cuarenta personas esperaban mi presencia – Tengo que vencer mis propios demonios – me dije para mi mientras Goar ingresaba a la habitación y hacía salir a todos, nuestro momento a solas solo se reducía a simples minutos donde me daba las instrucciones seguidos de un beso como si nos fuéramos a separar, él no sería mi pareja esa noche, yo tenía que estar como la representante máxima de poder de mi país… Italia. – Todo estará bien - me aseguro y realmente confiaba en sus palabras y sabía que esta noche no habría ningún atentado, tenía fe de aquello pero el miedo no se iba así tan fácil.
Mi entrada al salón fue inmaculada con una melodía de fondo, mis pasos se volvieron seguros mis ojos comenzaron a observar a los presentes, la mayoría eran conocidos personas de confianza, salude a la gran mayoría, mientras los sirvientes pasaban con bandejas llenas de aperitivos y bebestibles, tenía la instrucción de no tomar nada de ninguna bandej, sino lo que Goar se encargaba en complicidad traerme el mismo lo que podía beber o comer, era desconfiado y a final de cuentas era quien me protegía – Necesito un poco de aire… - dije mientras tomaba la copa de un vino burbujeante que me proporcionaba mi fiel amante, mientras me deslizaba por el salón entre sonrisas y frases de apoyo, llegue hasta uno de los balcones, el aire frío que se respiraba propio del invierno me saco un momento del ahogo que sentía cada balcón estaba custodiado, no necesitaba tanto resguardo pensé – Por favor dejadme un momento – solicite al guardia quien solo dio un paso dándome la espalda quedando a un lado de la entrada al gran balcón, claro era que no me dejarían completamente sola… pero al menos no tenía sus ojos pendiente en cada uno de mis movimientos, Goar de seguro me tenia vigilada de algún otro balcón o aun mejor en la misma entrada, no lo sabía… no quería volver a mirar la pequeña multitud que me abrumaba, empine la copa tomando todo el liquido en su interior delicioso sabor a manzana, necesitaba más de aquello pensé mientras me perdía en los jardines iluminados y custodiados, bellos de noche y aun mas bellos de día… sentí unos pasos a mis espaldas – Si no es otra copa mejor no molestarme – dije asumiendo que era Goar quien venía a interrumpir mi momento…
Sophia D'Luca- Cambiante/Realeza
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Re: Elocuencia [privado]
La noche anterior…
—Todo está listo, amo— dijo la figura menuda de la chica rubia que acababa de entrar a su habitación. Tom hizo una seña con la mano para que ella se retirara pues aún tenía que hacer algo. En cuanto la chica se fue, él dejó la butaca que tan cómodamente lo había tenido hasta el momento para ir al otro lado de la habitación y buscar el baúl. Tomó la llave del bolsillo de su pantalón y abrió la cerradura. En el interior de aquel baúl escondía algunas cosas a las que solo él tenía acceso. Entre esas cosas se encontraban algunas pertenencias del que una vez fue su enemigo. Tom tomó dos pequeñas cajas, una de ellas contenía un sello y la otra un tesoro familiar de los que una vez fueron los Di Sforza. Pensar en que ese clan estaba extinto lo llenaba de satisfacción. Sin embargo, aún quedaban algunas ratas que liquidar para poder llegar a obtener su merecida recompensa.
De vuelta a su butaca, y al escritorio delante de ésta, Tom terminó de escribir la carta con una copia impecable de la letra de su otrora enemigo. A continuación puso el sello real en el sobre de la carta. Una “Z” escarlata se dibujó en el sello. A la luz del fuego de la chimenea cercana el color del sello resaltaba aún más. Fuego, sangre, dolor. La última pelea entre ambos, la emboscada, el asesinato pero aun así después de todo eso la venganza no había sido consumada como él esperaba. Ahora que estaba en Italia no podía fallar de ninguna forma. El plan lo había trabajado desde hace mucho tiempo y no había margen de error. De todas formas, si llegaba a fallar algo de lo que tenía en mente solo tenía que recurrir al método usual.
En la butaca su cuerpo entro en tal estado de relajación que sus pensamientos se adormecieron y dieron paso a la oscuridad de las pesadillas. Él cerró los ojos, en tranquilidad, por última vez.
Esa noche…
—Te enviaré una carta dentro de diez días. Ya sabes que hacer— le dijo a Ofelia, la muchacha rubia, y esta asintió conforme mientras en su angelical rostro se dibujaba una sonrisa perversa. Tom terminó de vestirse antes de salir del departamento que tenía en la ciudad. El carro esperaba en la calle para llevarlo a un lugar que no había visitado hace mucho tiempo. Allí debía ver a una reina y para ver a una figura de ese nivel solo podía lucir su mejor ropa y hacer su mejor actuación. Esa reina, esa hermosa mujer que todos halagaban, estaba en peligro y era su deber estar a su lado en esa situación. No podría perdonarse a sí mismo de mantenerse al margen. ¿verdad?
—No tengo prisa, vamos como si fuéramos a un paseo— ordenó al cochero. En el interior del carro tomó la carta sellada y la observó con una mirada asesina. Tragó saliva para aliviar la rabia que corría por sus venas. Dentro de poco estaría frente a frente a la única persona que en ese momento de su vida significaba algo para él. Nunca la había visto a menos de diez metros de distancia y el pensar en ese encuentro hacia que su rabia se convirtiera en emoción. Lástima que todos esos estados de ánimo solo estuvieran presentes en su cabeza y no lo demostrara en el exterior. Con los años se había convertido en un maestro del disfraz y dominaba perfectamente cada una de sus acciones, de sus gestos, de sus palabras.
—Hemos llegado, señor— dijo el paje que abrió la puerta. Tom descendió y camino hasta la puerta de la gran estructura en la que en ese momento se llevaba a cabo una recepción. Se notaba que la seguridad estaba presente hasta en la torre más alta. —Qué interesante— se dijo a sí mismo y llegó hasta la puerta para ser detenido por un guardia que le cortó el paso. —Lo siento, señor, solo los miembros de la realeza y algunas otras personas invitadas pueden pasar. Háganos el favor de retirarse pacíficamente— dijo. Tom permaneció tranquilo y sonrió —Cuánto lo siento. Debí prever que esto sucedería. Creo que esta es mi carta de presentación— respondió tomando el sobre sellado y enseñándolo al guardia. La reacción del hombre fue tan divertida que de poder hacerlo Tom hubiera reído. Lo primero que pasó fue que el guardia se puso pálido, más que un vampiro, y luego se armó un jaleo de tal envergadura que solo pudieron dejarlo pasar con la carta para tener una audiencia con la reina. Nadie más que su majestad debía ver el contenido de ese sobre sellado. ¿Hace cuánto que no habían visto ese sello? Mucho tiempo quizá, desde que ese palacio había tenido un rey, desde los días felices de la reina.
El nuevo invitado a la fiesta caminó sin apuró mientras un par de guardias lo guiaban hacia su majestad. Claro que antes de pasar lo revisaron de pies a cabeza para darle el visto bueno. Tom no llevaba ni una pluma con él ya que su letalidad se encontraba muy bien camuflada. —La reina no se encuentra en el salón en este momento, espere un momento— dijo una mujer que tenía pinta de ser la nana de cualquier chupadedos o chupavergas de la real corte italiana. Esperó en el salón mientras tomaba una copa de vino pero también se aburrió de estar parado en un solo lugar y empezó a caminar hasta que, por casualidad o fortuna, su mirada se dirigió hacia un balcón donde una silueta se escondía en las sombras. Tom siguió su instinto y caminó hasta allí. La corona gritaba “Aquí está la reina!” A veces un objeto inanimado servía más que un pelotón de gorilas.
—Buenas noches, majestad— dijo inclinando el torso hacia ella. La interrumpió en un momento de soledad, en el mejor momento para estar cerca de ella sin ninguna interrupción. Todo estaba armándose perfectamente para empezar con una noche que no tendría fin. —Lamento mucho la interrupción. Usted no me conoce, Tom Stanford es mi nombre y vengo aquí para entregarle algo que se me ha confiado solo para usted— finalizó y dejó ver la carta mientras extendía la mano hacia la reina que, por cierto, era tan hermosa como todos decían.
—Todo está listo, amo— dijo la figura menuda de la chica rubia que acababa de entrar a su habitación. Tom hizo una seña con la mano para que ella se retirara pues aún tenía que hacer algo. En cuanto la chica se fue, él dejó la butaca que tan cómodamente lo había tenido hasta el momento para ir al otro lado de la habitación y buscar el baúl. Tomó la llave del bolsillo de su pantalón y abrió la cerradura. En el interior de aquel baúl escondía algunas cosas a las que solo él tenía acceso. Entre esas cosas se encontraban algunas pertenencias del que una vez fue su enemigo. Tom tomó dos pequeñas cajas, una de ellas contenía un sello y la otra un tesoro familiar de los que una vez fueron los Di Sforza. Pensar en que ese clan estaba extinto lo llenaba de satisfacción. Sin embargo, aún quedaban algunas ratas que liquidar para poder llegar a obtener su merecida recompensa.
De vuelta a su butaca, y al escritorio delante de ésta, Tom terminó de escribir la carta con una copia impecable de la letra de su otrora enemigo. A continuación puso el sello real en el sobre de la carta. Una “Z” escarlata se dibujó en el sello. A la luz del fuego de la chimenea cercana el color del sello resaltaba aún más. Fuego, sangre, dolor. La última pelea entre ambos, la emboscada, el asesinato pero aun así después de todo eso la venganza no había sido consumada como él esperaba. Ahora que estaba en Italia no podía fallar de ninguna forma. El plan lo había trabajado desde hace mucho tiempo y no había margen de error. De todas formas, si llegaba a fallar algo de lo que tenía en mente solo tenía que recurrir al método usual.
En la butaca su cuerpo entro en tal estado de relajación que sus pensamientos se adormecieron y dieron paso a la oscuridad de las pesadillas. Él cerró los ojos, en tranquilidad, por última vez.
Esa noche…
—Te enviaré una carta dentro de diez días. Ya sabes que hacer— le dijo a Ofelia, la muchacha rubia, y esta asintió conforme mientras en su angelical rostro se dibujaba una sonrisa perversa. Tom terminó de vestirse antes de salir del departamento que tenía en la ciudad. El carro esperaba en la calle para llevarlo a un lugar que no había visitado hace mucho tiempo. Allí debía ver a una reina y para ver a una figura de ese nivel solo podía lucir su mejor ropa y hacer su mejor actuación. Esa reina, esa hermosa mujer que todos halagaban, estaba en peligro y era su deber estar a su lado en esa situación. No podría perdonarse a sí mismo de mantenerse al margen. ¿verdad?
—No tengo prisa, vamos como si fuéramos a un paseo— ordenó al cochero. En el interior del carro tomó la carta sellada y la observó con una mirada asesina. Tragó saliva para aliviar la rabia que corría por sus venas. Dentro de poco estaría frente a frente a la única persona que en ese momento de su vida significaba algo para él. Nunca la había visto a menos de diez metros de distancia y el pensar en ese encuentro hacia que su rabia se convirtiera en emoción. Lástima que todos esos estados de ánimo solo estuvieran presentes en su cabeza y no lo demostrara en el exterior. Con los años se había convertido en un maestro del disfraz y dominaba perfectamente cada una de sus acciones, de sus gestos, de sus palabras.
—Hemos llegado, señor— dijo el paje que abrió la puerta. Tom descendió y camino hasta la puerta de la gran estructura en la que en ese momento se llevaba a cabo una recepción. Se notaba que la seguridad estaba presente hasta en la torre más alta. —Qué interesante— se dijo a sí mismo y llegó hasta la puerta para ser detenido por un guardia que le cortó el paso. —Lo siento, señor, solo los miembros de la realeza y algunas otras personas invitadas pueden pasar. Háganos el favor de retirarse pacíficamente— dijo. Tom permaneció tranquilo y sonrió —Cuánto lo siento. Debí prever que esto sucedería. Creo que esta es mi carta de presentación— respondió tomando el sobre sellado y enseñándolo al guardia. La reacción del hombre fue tan divertida que de poder hacerlo Tom hubiera reído. Lo primero que pasó fue que el guardia se puso pálido, más que un vampiro, y luego se armó un jaleo de tal envergadura que solo pudieron dejarlo pasar con la carta para tener una audiencia con la reina. Nadie más que su majestad debía ver el contenido de ese sobre sellado. ¿Hace cuánto que no habían visto ese sello? Mucho tiempo quizá, desde que ese palacio había tenido un rey, desde los días felices de la reina.
El nuevo invitado a la fiesta caminó sin apuró mientras un par de guardias lo guiaban hacia su majestad. Claro que antes de pasar lo revisaron de pies a cabeza para darle el visto bueno. Tom no llevaba ni una pluma con él ya que su letalidad se encontraba muy bien camuflada. —La reina no se encuentra en el salón en este momento, espere un momento— dijo una mujer que tenía pinta de ser la nana de cualquier chupadedos o chupavergas de la real corte italiana. Esperó en el salón mientras tomaba una copa de vino pero también se aburrió de estar parado en un solo lugar y empezó a caminar hasta que, por casualidad o fortuna, su mirada se dirigió hacia un balcón donde una silueta se escondía en las sombras. Tom siguió su instinto y caminó hasta allí. La corona gritaba “Aquí está la reina!” A veces un objeto inanimado servía más que un pelotón de gorilas.
—Buenas noches, majestad— dijo inclinando el torso hacia ella. La interrumpió en un momento de soledad, en el mejor momento para estar cerca de ella sin ninguna interrupción. Todo estaba armándose perfectamente para empezar con una noche que no tendría fin. —Lamento mucho la interrupción. Usted no me conoce, Tom Stanford es mi nombre y vengo aquí para entregarle algo que se me ha confiado solo para usted— finalizó y dejó ver la carta mientras extendía la mano hacia la reina que, por cierto, era tan hermosa como todos decían.
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