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PARÍS, FRANCIA
AÑO 1842

Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.

Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.

¿Estás dispuesto a regresar más doscientos años atrás?



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Mensaje por Simonetta Vespucci Dom Mar 27, 2016 2:34 pm

Toda la tarde había discutido con mi abuela. Ella, mujer sabia de ochenta y tres años, no miraba con buenos ojos mi comportamiento últimamente insólito. Escuchaba mis pasos por la noche, horas en las que se suponía que dormía. Ya no confiaba en que saliera a tomar aire, ni mucho menos que en la excusa de que me dirigía a la Iglesia, ya que se encargaba de comprobar con testigos si lo que le había dicho era cierto. Me increpó y yo, corajuda, le mentí de nuevo como ofendida. Mi padre me hubiera regañado por hablarle así a una mujer mayor, pero él no vivía con nosotras. Era yo la dueña de la casa. Las reglas yo las imponía.

Y como también me dolía dirigirme de esa forma a una señora de avanzada edad por un asunto de orgullo y principios, tomé el caballo que me había obsequiado mi hermano semanas atrás y me fui a galopar sin dar explicación en dirección a los campos. Pude escuchar sus gritos, amedrentándome por irme sola, pero los pasos de mi equino amigo fueron más fuertes.

Me di cuenta, mientras avanzaba sobre ese corcel al que todavía no había bautizado, que el frío invierno se estrechaba, cada día más, contra la tierra. Había hecho desaparecer hermosas flores silvestres que adornaban el camino. Justamente la noche anterior había soñado que, por entre las rendijas de las puertas y ventanas, se infiltraba lentamente en la casa, en mi cuarto, y se me adhería al cuerpo, congelándolo todo, todo… Sólo en medio del desastre quedaba intacto el rostro de Ánima, la hechicera que yo era, con su mirada de hielo y sus labios llenos de secretos.

Tan hipnotizada estaba con la imagen que mi cabeza había fabricado que pasé por alto que aunque mi mente estuviera en las nubes, mi cuerpo estaba en la tierra. Casi atropellé a un mozo. Estuve cerca, demasiado. Fue un asunto de suerte que alcanzara a tomar las riendas del caballo para frenarlo.

¡Santísima Virgen! Ay, señor, le imploro su perdón. Es que no lo vi. No alcancé a hacerle daño, ¿verdad? Bueno, además del daño moral por el susto.

Tampoco me di cuenta de que incliné mi cabeza hacia un lado cuando empecé a observarlo. Tenía el cabello azabache, tan sano y vigoroso como el de mi padre. Y unos ojos que me hicieron recordar a Pedro, aquel soldado portugués que conocí a mis quince años. El frío y el invierno podían aletear en vano contra aquel desconocido; no conseguirían infiltrar en esos tensos ojos una sola partícula más de azul.

Pero había algo más que era importantísimo: su mirada de terror. ¿Estaba aterrado… de mí? Entendía que no llevaba ropas tan elegantes como la del señor, pero, ¿de ahí a serle nociva?

Monsieur, ¿está bien? Cualquier diría que están a punto de robarle.
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Mensaje por Garland de Wittelsbach Sáb Abr 09, 2016 1:56 am


Y en sus espeluznantes ojos brilló
la moribunda llama del deseo de vivir,
hecha locura al diluirse toda esperanza.

—Mary Elizabeth Coleridge.



Tan sólo una carta...

Fue el motivo que incendió su cólera. A pesar de que su rostro se mantenía con los músculos relajados y sus labios apenas dibujaban una delgada línea, Garland estaba enojado. Discutía en silencio con su conciencia, mientras arrugaba con evidente frustración la misiva que había recibido de sus padres. ¿Qué no se cansaban de hallar la manera de atormentarlo? Respiró hondo y arrojó el papel arrugado a las voraces llamas de la chimenea, dejando que éste se consumiera por completo. De un momento a otro, sus preciadas vacaciones envueltas en una exquisita soledad, fueron arruinadas por la sola idea de una visita que no deseaba.

Erzsébet Von Lothringen...

Aquel nombre terminó quebrando su paciencia, ¿qué había hecho para merecer eso? No lo comprendía, tampoco era creyente del destino, esas cosas carecían de lógica para una mente práctica como la suya; podía considerarse un completo ateo, pero tampoco apoyaba tales teorías. Caminó de un lado a otro como un león enjaulado. No quería a Erzsébet cerca, no en el lugar que él consideraba su "santuario"; de seguro ella arruinaría toda la paz que le había costado mantener en Baviera. Y entre tanto refunfuñar se detuvo en medio de la biblioteca y contempló la pila de libros en una mesa, cada uno organizado por las letras del alfabeto; luego volvió su mirada al tablero de ajedrez con las piezas en su lugar. Nada parecía distraerle de su molestia. ¿Qué podía hacer?

El invierno cerniéndose suavemente sobre los verdes campos...

La vista que lo atrajo a través del ventanal le dio una idea, una que quizás le regresaría la calma a su mente. Recordó entonces cuando solía deleitarse con los paisajes de Baviera cuando necesitaba que sus pensamientos se desvanecieran por completo, y dada la magnitud de su irritación, creyó conveniente hacer lo mismo en la ciudad en la que estaba, era una buena oportunidad para explorar un poco más allá de su jardín. Los sonidos armoniosos de la naturaleza de seguro aliviarían su pesar.

Con decisión, tomó su abrigo y pese a la insistencia de un criado por quererlo acompañar, Garland se negó tantas veces le fue posible. No solía ser grosero a pesar de no tener los apellidos en su lugar. Pero quería estar solo, sin nadie que con su única presencia le agobiara más el día. Sus conductas nunca habían sido bien vistas, tampoco era algo que le preocupara. Simplemente se internó en el largo trecho de espesa arboleda, que parecía no tener fin. Siguió el camino descubierto, aquel en el que se podía transitar con tranquilidad, evitando tener contacto con parte de la vegetación, pues temía que algún insecto fuese a aparecer de manera repentina.

Y el tiempo se volvió exánime entre los árboles...

Hubiera podido estar mil horas caminando y no lo había notado, ya sus ánimos parecían estar más calmados y la ira que lo apresó, decidió soltar sus ataduras y largarse a un lugar sin fin.

Jugaba distraídamente con una rama seca hasta que el resoplido de un animal y el galopar del mismo le erizó la espalda, pero cuando se giró para ver de qué se trataba, ya era demasiado tarde para adelantar el paso. Un caballo casi le pasa por encima, y Garland entre el horror y la sorpresa, terminó lanzándose al suelo, irritándose al notar como la tierra húmeda se adhería a su ropa y manos. Por suerte, la persona que montaba el corcel reaccionó a tiempo y no pasó a mayor el accidente. Garland se fijó en lo que él consideraba una bestia; recordó sus catorce años, cuando un caballo suyo casi lo echa al suelo y ahora estaba en frente de uno idéntico al de aquel entonces.

Molesto y alterado, se puso de pie, sacudiéndose las prendas, dirigiéndole una mirada de profunda indignación a la joven. Por su culpa casi se muere del susto y ahora estaba sucio.

—Señorita... Debería tener más cuidado con —frunció los labios para no decir una mala palabra—. Su animal. Casi me da un infarto y todavía pregunta que si estoy bien. —Se mordió la lengua y mantuvo una refinada postura pese al aspecto que ahora tenía su ropa—. Ya no importa. Lo hecho... hecho está.

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Mensaje por Simonetta Vespucci Lun Ene 16, 2017 6:31 am

De todos los días en que aquel hombre hubiera podido regañarme (y con justa razón) por faltar a un buen comportamiento, había elegido ciertamente el peor. Mis humores adolescentes, de por sí mudables e inconsistentes, se hallaban activos y vibrantes tras haber discutido con mi abuela y cogido el caballo. Ya me había disculpado por mi descuido. ¿Qué más quería? Viendo que no siquiera me miraba y que procuraba alejarse lo antes posible de mí, deliberadamente lo seguí, montada el caballo que él había estado a un parpadeo de insultar. No iba a dejar que se fuera sin escucharme, pues no sólo me propulsaba la mocedad, sino también la vanidad.

Me disculpé con usted como un mínimo gesto de delicadeza; fue mi error la causa de su sobresalto y no lo esquivo. Pero sepa que aquello no lo faculta a expresarse con tan poca apacibilidad, como lo haría un estólido, y menos cuando ambos pudimos salir lastimados de este contratiempo. Gracias a Dios nadie salió herido, pero a usted no le haría daño revisar su nivel de tacto con las personas, que no soy su sirvienta, caballero, sino una moza libre.

Hice un mohín con la boca, refunfuñona, al darme cuenta de lo impecables que lucían las ropas del señor, y de cuánto placer le daba al sol bañar esos rizos rutilantes. Suspiré, casi bufando. Vaya suerte la mía, ofender a un señorito tratándolo de estólido. Se veía de esos hombres que tenía mucho que perder. Lástima. A pesar de que mi sexo me compelía a quedarme dentro de los límites, bendije que mi clase fuera tan ordinaria como la hierba que pisaban sus lujosos zapatos, pues ya con eso gozaba de una libertad que las mujeres de su familia sólo podían experimentar dentro de sus más pecaminosos sueños.

No viendo mi molestia apagada, continué.

Es más. Permítame señalar la supina imprudencia en la que incurre al transitar solo por estos lugares. Es una alegría que no lo hayan asaltado o peor. — callé de pronto cuando noté que yo también estaba en una situación. Me apresuré a corregirlo — Gracias al cielo que mi hermano y yo somos las únicas personas cabalgando por aquí.

Mi hermano ni siquiera estaba en la ciudad, pero el señorito no tenía por qué saberlo. Ojalá la indignación de ver transgredido su espacio y sus ropajes fuera suficiente para no comenzar un interrogatorio.
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Mensaje por Garland de Wittelsbach Miér Feb 01, 2017 1:18 am


¿De dónde había salido aquella jovencita? ¿Era acaso el destino el causante de aquel encuentro que amenazaba con desquiciarlo por completo? Garland observó al animal, era hermoso, pero no dejaba de parecerle una gran amenaza, sobre todo con los cascos manchados por el barro, ¡así como lo estaban sus manos en ese instante! Estaba a punto de darle un ataque. Se encontraba sucio, su ropa se había arruinado, y su humor... su humor se fue al garete. ¿Era ella una manifestación de la odiosa Lothringen? Simplemente la encaró para hallar alguna similitud. Y no, la jovencita era mucho más agraciada, rubia y no tenía pecas, al menos no que se pudieran visualizar desde su posición. Y claro, tampoco iba a acercarse con imprudencia para corroborar aquello. La cabeza le daba vueltas, aún sentía sus palabras taladrándole la cabeza, y el orgullo también. Ella había sido sincera, directa, ¡tenía razón! Si él no hubiera estado tan distraído, quizás el caballo no lo habría asustado de la manera en que lo hizo; además, tampoco se veía como un corcel salvaje, como el mismo que se empeñó en amaestrar una vez, y por eso casi termina muerto.

—Ay, si creyera en la mala suerte, de seguro podría considerar que me persigue —murmuró, llevándose una mano a la frente—. Moza libre... Que carezco de tacto, que, ¿qué? —inquirió, ya ofendido—. ¿Dijiste qué soy un...? ¿Y me pides que actúe con tacto? —Respiró hondo, intentó calmarse, de evitar salirse de control—. No hagamos de esto una discusión ridícula, que es lo que menos quiero, ¿sí?

Claro que no quería otra plática sin sentido, ya suficiente había tenido con su indeseada prometida. Sí, la misma que deseaba tener lejos, a años luz de distancia de ser posible. Pero, tenía que comprender una cosa, sólo una, aquella joven con la que había tropezado no tenía la más mínima culpa de sus problemas. Él era un Wittelsbach, y todos los de su linaje debían actuar con justa sabiduría y calma, cosa que él estaba perdiendo en ese instante. ¡Qué vergüenza! ¿Qué iban a pensar sus padres y abuelos?

—Vale, vale. Disculpa, no he respondido de manera adecuada, pero, no me esperaba que nadie me asustara de esa manera. Entiende, me tomaste por sorpresa y más andando en ese... caballo —explicó, serenándose por completo—. Y es que a mí no me agradan los equinos, de ningún tipo. ¡Ah! No sé para qué le cuento estas cosas a una desconocida, que me acaba de decir estólido, y no sólo eso, ahora me —la miró sorprendido—, ¿hay ladrones por aquí? Pero, mi residencia está...

Se quedó callado de repente, percatándose de un detalle, que aunque pasó por alto la primera vez, ahora le resultaba inquietante. Estaba perdido, ¡perdido! ¿Cuánto pudo haberse alejado de su casa? Era un idiota, el peor de todos.

—Estaba cerca —sentenció—. Sí, tienes razón, soy un estólido, también imprudente. Pasa que yo no soy de por estos lados, soy bávaro y apenas viajo a Francia de vez en cuando. ¡Y mírame ahora! Me alejé de mi propia residencia, de la manera más indignante posible. ¿Me podrías ayudar? Te compensaré como sea, lo juro.

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Mensaje por Simonetta Vespucci Sáb Feb 11, 2017 8:40 am

Sin darnos cuenta, habíamos caído en un círculo sinsentido de ofensas e injurias. Dos gruñones culpándose el uno al otro por las desavenencias de sus vidas. Justamente el desahogo que necesitaban para continuar sin enloquecer de la neurosis.

No, señor. Seré impertinente en ocasiones, pero masoquista no. Me basta con un desprecio suyo para no esperar de usted ya nada. Pero si me va a arruinar el poco buen humor que me queda, bienvenido es compartir los perjuicios con usted. — despotriqué, aliviando hasta la última gota de coraje que me quedaba del contratiempo con mi abuela.

De pronto, de un segundo a otro, me di cuenta de que mi pecho subía y bajaba con rapidez, producto de una agitada respiración. ¿Esa era yo? Fue más evidente con las disculpas del caballero, luego de haber lanzado sus dardos. Irónicamente, sus disculpas me hicieron sentir peor. Sí, mis demonios se habían calmado, pero ahora surgía el remordimiento. Cómo odiaba sentirme así. ¡Ah, la insensatez de la mocedad! Sin lugar a discusión, el premio al mejor portado de la tarde se lo llevaba, por lejos, el caballo.

Si bien no me arrepiento del fondo de mis palabras, mi forma tampoco estuvo a la altura de las circunstancias. Me disculpo, señor… ay, mis modales. — dije al tiempo que bajaba del caballo y cobardemente no miraba al señor a los ojos. ¿Era tan adolescente como aquellas muchachas con las que nunca pude encajar? ¡Que Dios me librase! — Simonetta Vespucci, para servirle, caballero.

Pero una vez difuminada la nube del denuedo, llegó la fosca de la duda en el señorito. Él… no debía salir muy a menudo de su casa. «¡Obvio, tonta!, ¿qué no ves que los tintes de su ropa son más azules que sus ojos?» Me regañé por no haberlo supuesto antes. No tenía noción de los peligros de transitar solo, ni menos de la distancia exacta que lo separaba de su casa, ¿o acaso era un soñador empedernido que había perdido la orientación?

Me vi acorralada. No podía dejarlo solo. La única alternativa que tenía estaba en las riendas que sujetaban mis manos.

Puedo aproximarlo a su casa, pero debe jurar que no lo contará a nadie. Podría comprometer la reputación de ambos. — dije aproximando a mi animal, guiándolo con las riendas — Suba, pero ha de saber que a mi caballo lo monto yo.
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Mensaje por Garland de Wittelsbach Lun Abr 24, 2017 9:50 pm


Pudo haberse aislado a un punto apartado del camino para intentar sosegar su cabeza. Si alguien desearía colocarle algún apodo, ese sería “imprudencia”, sin duda alguna; o quizás “torpeza”. No lo sabía con exactitud. Se había concentrado tanto en olvidar las malas noticias, que no midió tiempo, ni mucho menos, espacio. ¡Estaba lejos de su residencia! ¿Cómo pudo ser tan torpe? Si alguien tenía la culpa de todo, esa sería, por supuesto, la molesta Lothringen. Garland no podía sentirse menos idiota; además, luego de ofender a la jovencita aquella con la que tropezó, ahora le pedía ayuda, ¡es que no lo veía de otra manera! Ella era la única persona que se encontraba cerca, y que parecía conocer el lugar. Ay, si sus padres lo vieran en semejante condición, se decepcionarían de él. El futuro gobernante de Baviera, ese al que todos admiraban en su tierra, ese mismo ahora le suplicaba a una moza, la misma que le recalcaba las verdades en la cara.

Garland no era de ese tipo de hombres que disfrutaban humillando a otros con su arrogancia, o por considerarse mucho mejor por gozar de un buen cargo en la aristocracia. Él, en realidad, tenía una personalidad complicada, y si hería a alguien con sus palabras, era por inercia, no lo hacía de manera intencional, terminando resentido consigo mismo por su torpeza, pero su orgullo solía ser mucho más fuerte. Aunque, en ese momento, su vanidad no le resultó en lo absoluto.

—Pero nadie te ha llamado... masoquista —musitó, con la cabeza baja, como un niño al que sus padres les recalcan las faltas—. Es que me llamaste estólido, me asustaste y aparte, caí al suelo enlodando parte de mi ropa, y ya no sé —continuó excusándose como un crío. Era a veces tan difícil sacarlo de sus cavilaciones; ya ni siquiera valía la pena llevarle la contraria—. También me disculpé.

Sentenció, dejando de por medio un profundo silencio. Aunque ese silencio sólo existía en su mente, pues la muchacha continuaba hablando, y más tarde que temprano, terminó percatándose que ella hasta le había dicho su nombre. Garland la miró consternado, intentando enlazar la plática a su cabeza. ¡Y ahí estaba de nuevo esa maldita distracción! No podía encontrarse menos apenado; sacudió su cabeza y, con evidente cuidado, se acercó a la joven.

—Lo lamento —contestó finalmente—. Soy Garland de Wittelsbach, el placer es mío —extendió la mano, pero luego la apartó, dándose cuenta de lo sucia que estaba—. Ay, no, no quiero ensuciarla, disculpe, ¿Simonetta, no?

«Bonito nombre». Consideró, no sin reprenderse mentalmente por su mala educación al no atender bien. Pero eso quedó a un lado cuando observó al caballo, luego a Simonetta, ¿tendría que subir a esa cosa?

—¡No! ¿Cómo cree? Nadie debe enterarse de esto. Bueno, por mí no hay problema, pero usted... No, no. Es inaudito —agregó, negando ligeramente con la cabeza—. Pero, tengo una duda, y tengo que confirmar sus palabras. ¿Ha dicho usted “suba” del verbo subir? O sea, ¿quiere que suba a su corcel?

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Mensaje por Simonetta Vespucci Miér Mayo 10, 2017 6:43 pm

Me empezó a caer mejor cuando se disculpó. Claramente, ambos habíamos comenzado con el pie izquierdo. Él era peculiar y le costaba darse a entender. Una dicotomía viviente entre el deber y el ser. Algo me consolaba que se sintiera tan incómodo como yo. Tan histérico que había reparado en su falta de higiene, mas no en que había estado a punto de saludarme como a un hombre más. Ya, no era la moza más guapa ni por si acaso. Una tabla de planchado tenía más en común conmigo que una guitarra, pero tampoco tenía mostacho, ¿verdad?

Dejé de pensar en eso cuando se presentó. Pero qué nombre ostentaba. Di por hecho, al no tenerlo por escrito, que se me olvidaría a los cinco segundos. No podía cometer el descaro de llamarlo Garland a secas, menos cuando su rango era, por mucho, superior al mío. No y no. Y yo que era tan corriente como cualquiera de las margaritas que mi caballo había pisoteado. ¿Y por qué de repente me interesaba lo que pensaran otros de mí? ¿No había aprendido ya a hacerme la tonta cuando me evaluaban agentes externos? Me dije que quizás, de alguna forma, el señor Wittelsbach tampoco era un sujeto popular, y por eso mi vanidad pasaba a segundo plano. Era demasiado nervioso para ser el que se codeaba de amigos. Más bien parecía ser un hombre que prefería mil veces pasar una tarde en solitario que con decenas de invitados ilustres recogidos de las familias más acaudaladas de la zona, pero que por orgullo difícilmente admitiría en público aquella realidad.

Subir, ascender, trepar, montar en esta ocasión. Sí, señor. Es imperioso hacerlo. Si hay algo más peligroso que dos individuos desarmados a caballo, son dos individuos desarmados a pie. Mientras más tiempo dejemos pasar, más les facilitaremos el camino a los que nos quieran lastimar. — miré hacia ambos lados antes de continuar. Acerqué mi cabeza sólo unos centímetros y susurré — Eso incluye a los chismosos. ¿Qué dirán de usted en las fiestas de té por andar por aquí sin carruaje ni escolta? ¿Qué dirán de mí por estar a solas con un hombre? No, no. No hay tiempo que perder. Vamos, suba ya. Antes que mi hermano me encuentre primero que nosotros su casa, casi prefiero que me roben.
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Mensaje por Garland de Wittelsbach Lun Jul 24, 2017 1:33 am


Y resulta que su presentimiento era más que real: Simonetta le estaba pidiendo que se subiera a ese caballo, bestia, corcel, animal, o cómo diablos quisiera llamarlo. Garland creyó hundirse en la más pura frustración; es que ni siquiera podía creer que todo aquello era real. Es decir, él simplemente quiso salir a tomar un lindo paseo al aire libre, sin pensar demasiado en todo el caos que representaba su vida en ese momento. ¡Por supuesto que era un caos! Estaba comprometido con la peor persona que pudo haber conocido en años, y él precisamente no era una buena persona, más bien resultaba complicado, quizás lo suficiente para que otros no quisieran lidiar con su persona. Sin embargo, la hija de los Lothringen no demostraba ser la mujer más capaz para estar a su lado.

Por un breve instante, su semblante se mantuvo rígido, y ya ni era por saber que debía montarse en el lomo de ese animal. Garland sencillamente no podía creer que todo eso le estuviera pasando a él, ¡justamente a él! Bien, su escepticismo no le permitía considerar a la mala suerte como una opción, pero las cosas se estaban yendo por rumbos tan nefastos, que ya ni sabía qué hacer. ¡Vaya! El susodicho heredero de los Wittelsbach, ese mismo que alardeaba (en silencio) de ser el mejor pensador en su familia, empezaba a sentirse frustrado por no tener muchas alternativas, ni salidas, a sus problemas, que eran una tontería al lado de otros mucho más ruines.

Pero, y antes de continuar lamentándose por su desdicha, la presencia de Simonetta lo arrastró a la realidad. De seguro pensaría que era un completo estúpido por haberse distraído tanto, o hasta considerarlo como un desagradecido y maleducado por no responderle a tiempo. Garland apenas sacudió la cabeza ligeramente, queriendo decir no, aunque parecía que estaba afirmando. ¡Pobre! Ya ni era capaz de ser coherente con sus respuestas.

—Lo siento, yo... —hizo una pausa, dirigiéndole la mirada al caballo, luego a la joven—, yo no sé si es buena idea. Digo, eso de subir, ascender, trepar, montar, más otros verbos extras, a su corcel. —Tragó con dificultad, porque hasta la garganta ya se le había resecado. ¿Tendría que decirle la verdad o no? Aquello se convertía en un verdadero problema—. Aunque, eso de quienes nos... ¡Momento! ¿Nos persiguen?

Ahora sí que se iba a desmayar. Su rostro casi podría desfigurarse en el más auténtico horror (o eso pensaría él si se vería al espejo). Aunque, tal vez ella estaría exagerando sólo para probar su paciencia o quién sabe. Garland ya ni sabía a ciencia exacta quién demonios era él. Sólo colocó los brazos en jarra, mientras desviaba la mirada hacia otro lado.

—No voy a fiestas de té, y menos con esas viejas encopetadas y chismosas que sólo pretender ser hipócritas —espetó, y casi no se lo podía creer. Había rebasado los límites de su paciencia—. ¡Y no me importa! Prefiero a que me roben antes que subirme a ese animal. —Contuvo todo el aire que sus pulmones fueron capaces de aguantar, luego terminó exhalando, porque no lo soportó por mucho tiempo, tenía que decírselo—. Les tengo miedo a los caballos.

Admitió. Y lo hizo con dignidad, desde luego; con la frente en alto, sin querer mirar a Simonetta, porque temía que se burlaría de él, como lo hacían siempre que admitía aquello.

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Mensaje por Simonetta Vespucci Mar Jul 25, 2017 5:51 pm

Estaba perdiendo la paciencia con el señorito. A lo mejor, a él no le costaba pagarle a media Francia para escabullirse de los rumores y de esa forma salvar a su familia de una reputación, pero mi padre era médico; sobrevivía con visitas a domicilio. Si algo me pasaba, no disponíamos de dinero ni de renombre para salir del agujero.

Justo cuando me disponía a callarlo, él se rindió. Acabó diciéndome la verdad. Qué horrible saberla así, luego de tener oscuros pensamientos, impulsivos y adolescentes. Y yo… ay no. Pobrecito. Lo compadecí, no sólo por tu temor, sino por mi falta de tacto. Deseé internamente que no se enterase de mi altruismo, pero mi rostro era muy expresivo, así que lo dudo. Si hubiera sabido, ay Dios. Mi madre me habría regañado por herir a un hombre en su ego de macho, por no darle otra salida más que exhibir su más apremiante debilidad.

Me siento avergonzada, señor Witterlsbach. Discúlpeme, pero por suerte o por desgracia dispongo de poco talento para lidiar con estas cosas. — dije llevándome una mano al pecho, conteniendo mi pudor en lo posible. Fue mi interludio antes de bajar de mi cuadrúpedo amigo.

Estaba enredada. Malditas situaciones que requerían de desenvolvimiento social, asignatura en la que más réproba no podía ser. Me pregunté si aquel hombre lo había notado, ese entumecimiento en mi lengua.

¿Qué podemos hacer ahora? — pregunté, como pocas veces. Francamente no sabía qué hacer. Esta vez, fui yo quien exhibió su debilidad — Puede que esto sea todo menos placentero para usted, pero no podemos quedarnos así, nada más. Si me voy, usted estará en riesgo de ser asaltado o peor. Hasta podrían despojarlo de… — lo miré de pies a cabeza, hasta que me di cuenta de que estaba siendo indiscreta y aparté la vista — …sus ropas. Esos maleantes de los caminos no tienen consideración. Pero tampoco podemos andar por horas aquí, sin rumbo. Mi chico no le hará daño. Al menos déjeme caminar a su lado, para demostrárselo. No tenemos mucho tiempo, pero preferiría que esta no fuera una experiencia traumática para usted, más de lo que ya es. Le aseguro que en el preciso instante en que comprenda que mi caballo le tiene más miedo que usted a él, se le cortará la respiración, se contagiará de mi bochorno, y explotaremos en polvo de estrellas.
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La huella de los miedos [Privado] Empty Re: La huella de los miedos [Privado]

Mensaje por Garland de Wittelsbach Lun Nov 06, 2017 12:37 am

Pero, ¿por qué lo hizo? Había revelado una verdad que sólo él, (y nadie más que él), sabía, y que ahora había compartido con una jovencita desconocida. Lo hizo de manera descuidada, producto del estupor de la situación; producto de su propio temor a no querer superar aquel evento nefasto que involucraba a los equinos. Fue terriblemente confuso, incluso para él, que solía llevar el control de sus pensamientos con una agobiante racionalidad. Garland jamás se había sentido tan vulnerable, ni siquiera cuando tuvo que soportar el desplante de su querida prima. No sabía qué hacer o qué decir. Y la moza estaba en la misma situación, sólo que él no lo notó lo suficiente.

No, moza no. Aquel diminutivo le quedaba horrible a ella, llegó a pensar. Ya se habían presentado, ¿no? Sí, correcto. Su nombre era Simonetta, y no le tenía miedo a los caballos, como él, que sentía que ese cercano iba a devorarlo con la mirada. O con esos enormes dientes; o patearlo hasta el cansancio; o quizá derribarlo durante el recorrido hasta su residencia. Las ideas avivaron más el recuerdo de cuando casi perdió la vida debido a la alteración de uno, que también era muy querido por el adolescente que una vez fue. Pero eso no se lo pensaba contar a ella. Con conocer sobre su aparente fobia era más que suficiente, o tal vez no. Se hallaba demasiado nervioso como para tener una respuesta acertada en ese instante, y tenía que concentrarse, aunque sus ojos no ayudaban en nada, sobre todo porque su mirada viajaba del caballo a Simonetta; de Simonetta al caballo... Hasta que se detuvo en ella.

—Si usted no tiene talento para ello, imagine yo, que apenas me agrada el contacto con las personas, y los animales, y el mundo. No se ofenda, pero ya que he decidido decirle algo tan relevante como mi miedo, ¿por qué no otra cosa? —soltó, mientras intentaba incluso regular su respiración y presionaba el puente de su nariz con los dedos—. Lo l-lamento. Estoy demasiado nervioso como para tener una respuesta acertada justo ahora. Me siento como si estuviera entre la espada y la pared.  Esto no está bien... ¿Cómo podría yo representar a Baviera si le tengo miedo a los equinos? ¡La deshonra del pueblo! Es un problema. Un problema que se vuelve una avalancha de muchos problemas.

Y esta vez parecía que hablaba consigo mismo, debido a la manera tan fluida en la que se expresó, como si meditara en voz alta, o algo así. Quizá lo hizo de ese modo, pero al mismo tiempo lo conversaba con ella, una desconocida que nada tenía que ver con la Casa de los Wittelsbach, y con quien podía dejar escapar todo eso, como lo hacía con Maximilien, la única persona en el mundo que verdaderamente entendía sus rarezas.

—Simonetta, créame, mi cuestión ahora no son los maleantes, ni el bochorno, aunque sí lo es su corcel. Es absurdo que un futuro gobernante se ande con esas cosas, cuando se supone, depende de esos animales. ¡Cómo puede ser! Se preguntará, porque sé qué lo hace —agregó, sin dejar de hacer ademanes con las manos para enfatizar mejor sus palabras—. Pues que una vez casi me mata uno, y bueno, no lo he superado. Es apenas tener a uno e estos seres cerca y recordar lo de aquella vez. ¿Ha de creerlo? Es como la fobia a las arañas, que también me desagradan; o a los insectos, o a los roedores. ¿Acaso usted no sufre de esos males? La admiro de no tener alguno...
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Mensaje por Simonetta Vespucci Lun Ene 29, 2018 8:31 am

"Ojalá yo pudiera ser tan valiente como él", pensé, para admitir abiertamente mis miedos a un extraño. Lo impedía mi autocontrol, o tal vez, mi excesiva cobardía. Deseé que aconteciera algo que nos desvaneciera de improviso, para que la vegetación no retuviera sus secretos. Él podía huir de los caballos si quería, al alto precio de no poder transportarse por su cuenta. Pero yo, niña estúpida, ¿cómo pretendía burlar a la muerte? Sí, la muerte. Única certeza de la vida. Fobia a que mi cuerpo se volviera gris, que el abdomen se me hinchara antes de estallar, que mi cerebro muriera y que todos mis conocimientos se borraran. Me perdería el próximo siglo, los avances en ciencia y tecnología, las corrientes de pensamientos, los conflictos sociales, la transformación de la tierra, las generaciones venideras. Le diría adiós a todo, luz cegadora.

Me mordí la lengua y frené mis pensamientos enfermos. No era hora de abstraerme. Él me necesitaba. Nos necesitábamos, para salir del embrollo.

No siga. Deténgase, por favor. No soy lo que usted cree y tampoco merezco su admiración. — le rogué, tomando impulsivamente una de sus mangas y soltándola en al instante, pudorosa. Me pesaba en la conciencia cada una de sus alabanzas infundadas. Y sólo podía mirar hacia el suelo, porque tenía vergüenza de admitir mis debilidades a un desconocido. Sabía a peligro. — Lo admirable es que usted pueda confesarlo. Hazaña que yo, que monto caballos no sin respeto por su fuerza, aún no logro realizar. No espero que lo entienda. Tiene suficiente con sus propios temores.

Me sentí culpable por haberlo alterado de esa forma, aunque cualquiera se hubiera excusado con la ignorancia, ¡pero cómo odiaba ser ignorante! Ni yo me lo perdonaba. De la culpabilidad nació el apaciguamiento. Me volví mansa como un cachorro. Todo para librarme del remordimiento. Podía aguantar el rechazo de las doncellas de mi edad, de la sociedad en general, por ser moza ilustrada y preferir sumergirse en mis pensamientos que en el calor de las amistades, pero nunca mis faltas.

Mi caballo rezongaba cerca de mí, mientras lo sujetaba. Cada vez que lo hacía, el señor Wittelsbach temblaba. Debía darme prisa, o al pobre le daría un ataque. Si se desmayaba, ay de nosotros.

Es imposible para mí dejarlo solo; no sumaré a mis culpas su desgracia. Baviera no tendrá representante alguno si usted no está allí. Es cosa de tiempo para que lo encuentre alguien de torcidas intenciones. Puede que usted lo prefiera, pero yo no. Soy humana, no puedo. Dígame usted cómo lo ayudo. Estoy a sus órdenes, pero no me haga que lo abandone. Si no, no me quedará más remedio que seguirlo a pié. — dije en serio. Muy en serio. Nos robarían a ambos, en el mejor de los casos.
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Mensaje por Garland de Wittelsbach Lun Feb 12, 2018 5:34 pm

Todo aquel embrollo, al que se vio implícito sin siquiera quererlo, le estaba haciendo doler la cabeza. Era un punzada aguda que le recorría todo el cráneo, y que se hacía mucho más fuerte en las sienes, casi como si se le fueran a reventar las venas con la presión de la sangre. Pero no, obviamente algo así no ocurriría. Simplemente se hallaba bastante estresado, y seguramente también sentiría el malestar agolpándose en sus hombros y espalda tarde o temprano, incluso antes de que pudieran decidir en qué momento saldrían de ahí. Se aferraba terriblemente a sus propios miedos, y aunque una parte de su razón le gritaba que dejara lo estúpido y aceptara la invitación de la jovencita, su lado más temoroso prefería seguir pinchándole para que se negara a toda tregua.

¿Acaso podría alguna vez superar aquel evento siniestro de su adolescencia? ¿Sería capaz de volver a hacerse "amigo" de un caballo como quiso creer en antaño? Estaba confundido e inquieto, inclusive más que saber que lo comprometerían a la fuerza con una... Lo que fuera la rara hija de los Lothringen. Oh, pero si eso nada se comparaba con lo que sentía al estar tan cerca de un equino. Casi juraba que en cualquier momento aquel animal iba hacerle algo y...

¡Maldición! Era tan difícil pensar en ese momento; tan difícil decidir teniéndolo tan cerca. Sin embargo, sería muy grosero si continuaba rechazando la ayuda de Simonetta. La chica realmente se mostraba como una persona comprensible, dispuesta a tenderle la mano a pesar de su frustración, ¡a pesar de su trato para con ella desde un principio! Y eso lo obligó a silenciar sus pensamientos.

Garland se creía el rey de los idiotas, y estuvo a punto de decirlo, pero decidió aclararse la garganta y frotarse el rostro con ambas manos para aliviar su angustia.

—A pesar de que no merezco su preocupación, usted ha decidido mostrar benevolencia, inclusive arriesgándose a que la asalten o algo por el estilo. Eso me deja en una terrible desventaja —murmuró, observando el suelo fijamente. Luego alzó la mirada y se quedó observando a la muchacha. Bonita—. Aunque estemos perdiendo mucho el tiempo, voy a contarle el porqué me cuesta tanto andar a caballo. Esto jamás se lo he revelado a alguien, ni a mi mejor amigo.

Respiró hondo, y empezó a rememorar cada fragmento de ese recuerdo que tanta perturbación le causaba. Quizá la superación de su miedo estaría en la odiosa aceptación. Para su terrible desgracia.

—Cuando era apenas un adolescente, y en ese entonces me encantaba cabalgar por la amplia propiedad de mi familia, sufrí un accidente. Verá, yo le tenía mucho aprecio a mi corcel, era una criatura magnífica, pero... —Hizo una pausa. Le costó continuar, pero si no lo hacía, jamás saldría adelante—. Pero pasó que cierta vez, mientras iba de paseo, el animal se asustó con algo, no sé qué era, sólo alzó sus patas delanteras muy nervioso y yo, al no poder controlarlo, sufrí una caída y me golpeé la cabeza. Mi prima me encontró inconsciente y el caballo se había perdido. Soy una persona completamente reservada con respecto a las supercherías, así que no sé qué pudo ser aquello que lo inquietó tanto... Sólo sé que me da temor montar a otro y que pudiera ocurrir lo mismo de aquella vez. ¿Ahora me entiende?
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Mensaje por Simonetta Vespucci Sáb Feb 17, 2018 5:51 am

Vi lenguas de humo negro agolpándose a la piel de quien me hablaba. Un viento peligroso que se le iba encima. Parpadeé, tratando de deshacerme de lo que debía ser una alucinación de mi parte, pero no lo era. Era la cara del miedo. Estaba viendo sus temores. No había pronunciado hechizo alguno, pero ahí estaba. Yo no lo estaba controlando. De pronto pareció lógico que si me era visible era porque, inconscientemente, lo deseaba así. Yo podía mentirme, resguardarme tras las barreras sociales, pero la magia estaba unida directamente a mi corazón. No obedecía procesos mentales, ni mucho menos trabas colectivas. ¡Ah, pero él también debía quererlo! Él había abierto un portal contándome el porqué de su fobia, y con ello me autorizaba a entrar en su campo energético, sólo que él no lo sabía. No podía verlo, pero yo sí. A mí me correspondía hacer algo.

Sí, señor. Yo lo entiendo. — afirmé con una certeza que hasta a mí me sorprendió.

Este era el momento para utilizar mi magia. Campagnolo me había anunciado que esto pasaría, que mis poderes me pedirían ser utilizados, pero ¿era lo correcto? Mi segunda conciencia me decía que sí, pero yo no estaba segura. Qué absurda tentación se apoderó de mí. Qué ganas de cambiarlo todo pronunciando unas palabras, de taparle la vista a aquel mozo y pedirle que me dejara hacer, para que al desdichado no lo turbase ningún pensamiento inoportuno que condicionara su felicidad.

Me deshice de mi reflexión momentáneamente, porque me estaba pesando. “Aquí va”, pensé. Sin darle más vueltas, posé una de mis manos sobre el hombro derecho del heredero. Fue un contacto tímido, apenas presionando con el índice y el dedo medio, pero fue suficiente para establecer el enlace. Sentí el enganche, el flujo constante. La empatía estaba actuando. Di una orden, aunque no sabría precisar hacia qué o quién la dirigí, pero comenzó con un aislamiento de las energías. Tracé un círculo a nuestro alrededor, y me concentré en disminuir el latir de esa invisible arteria que a Garland le golpeaba tan rudamente la sien.  

Perdió a su corcel y por poco su vida. Nunca la vio tan frágil. Se sintió débil e indigno, lo mismo que sentimos todos cuando padecemos la fiebre por primera vez, sólo que la enfermedad no tiene cara y ayuda a disminuir el miedo el tenerlo como un ente invisible. Su desasosiego, en cambio, tiene cara. Montó en él, confió, se entregó. Ninguno de nosotros se entrega a la enfermedad; no se supone que sea nuestra amiga, pero su corcel lo era. — dije maravillada, como si estuviese viendo a la criatura. Qué cosa más bella, qué cosa más traicionera. — Pero ese día, él también lo perdió. Un susto le costó a su amo. Debió haber llorado cuando se dio cuenta de que estaba sin usted. Ellos resienten la pérdida. A ningún caballo le gusta estar solo.

Fue claro para mí. Transparente. Garland no temía a los caballos; sentía pánico a la endeblez de su vida humana.
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Mensaje por Garland de Wittelsbach Lun Mar 12, 2018 1:02 am

Haber dejado salir toda aquella verdad fue extraño, incluso para él, quizá porque no estaba acostumbrado a contarle cosas tan íntimas a nadie, menos a desconocidos. Sólo sus parientes más cercanas, como su prima y su madre, sabían lo que aquejaba a Garland con respecto a los caballos, pero era, precisamente, por ser testigos del accidente. Si hubiera ocurrido a espaldas de ellas, no lo sabrían, o quizá estaría muerto. Pensar en eso hizo que se le erizara la piel, y que un frío espantoso le recorriera la columna vertebral. Aún siendo un agnóstico que se la pasaba juzgándolo todo, no podía evitar temer al fin de su existencia; se aferraba a ésta a pesar de todo. Tal vez era eso lo que aumentaba más el miedo insano de volver a ser víctima del descuido de una bestia.

Antes pudo sentirse muy estresado, molesto, indignado, con la presión haciendo estragos con su cordura. Pero ahora era diferente; lo fue desde el momento en que decidió contarle la verdad a Simonetta. Creyó que sería un alivio y así lograría tranquilizarse, sin embargo, luego de revivir el funesto recuerdo en su mente, los nervios tomaron un rumbo cercano al miedo, también a la culpa. Pensó que hasta moriría asfixiado, justo por sentir que el aire empezaba a faltarle a sus pulmones, lo que aumentó el ritmo de sus respiraciones. ¡Pobre idiota! Sólo era un mal recuerdo, algo que pasó y ya estaba, no tendría por qué armar tanto drama.

Escuchar al caballo no lo tranquilizó mucho, e impulsivamente cerró los ojos. Fue en ese momento en el que la mano de la joven se posó sobre su hombro. Garland dio un ligero respingo. Por un breve instante se sintió vulnerado, pero era una tontería, porque poco estaba acostumbrado al contacto físico, y aquello, sí, resultó nuevo para él. Seguía nervioso, desde luego, aun así, hizo un enorme esfuerzo para controlarse, y dejarse llevar por la voz de su acompañante.

—Yo... Espere, ¿qué hace? —murmuró, aún como un cobarde. Porque sí, lo era, y se llevaba el primer lugar entre todos los cobardes—. N-no creo que esto funcione, es como, ¿terapia de grupo? Oh... —Guardó silencio, quiso abrir los ojos, mas no pudo—. ¿Lloró por mí? Pero... ¡Un momento! ¿Cómo va a llorar un caballo?

Abrió mucho los ojos, mirándola incrédulo, a pesar de la calma increíble que ella le transmitía. Garland frunció el ceño, no obstante, seguía sintiéndose pequeño, incluso insignificante, porque, parte de las cosas que Simonetta había dicho, eran ciertas.

—Sólo era un caballo, y yo casi muero... Me asusté mucho. Seguí perturbado desde que desperté de esa pesadilla. Todo era oscuro, y me sentía incapaz de hablarle a mi madre, aún cuando podía escuchar su voz —confesó, resignado. Aquello realmente lograba abatirlo—. Je, yo no debería actuar de este modo, ¿cómo se supone que voy a liderar a Baviera de este modo? Con esposa, sin esposa, sigo siendo poca cosa para asumir responsabilidades de ese tipo. No lo sé... ¿Está usted bien?

La observó extrañado, ella parecía ensimismada en una especie de ¿trance? No lo comprendía. Era la primera vez que veía a alguien actuar así, hasta el punto de que, no le era extraño, más bien  empezaba a calmarse.
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