AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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Sin palabras / libre
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Sin palabras / libre
Los ojos llenos de lágrimas, un papel manchado y recuerdos, eso era lo que ahora rodeaba la vida de Rosalie, es que por más que intentaba que su independencia fuera buena, su madre se empeñaba en no dejarla, prácticamente era como si su vida se hubiera ido al precipicio. Su padre le había otorgado la confianza para que ella llevara los trabajos y negocios fuera del hogar y fuera de la supervisión del hombre, había confiado en la pequeña para que ella saliera del cascarón, sin realmente desampararla. En pocas palabras había sido un alcahuete.
Las calles parecían tranquilas, ella no tenía demasiados ánimos así que sólo se había dedicado a caminar sin sentido, ni razón, sólo quería que nadie pudiera encontrarla hasta que las fuerzas le volvieran al cuerpo. No quería aceptar que necesitaba de alguien con quién platicar, su mejor amigo había desaparecido hacía varios meses y se sentía completamente perdida. Le necesitaba para que le dijese que ella podía, que el mundo estaba en sus manos, lo necesitaba, pero su orgullo de no saber de él y buscarle no la dejaba; eran las únicas veces que flaqueaba, pero ahora, había tenido que ser fuerte por mucho tiempo, lo cual la obligaba a mantenerse serena.
Sus ojos todavía se encontraban acuosos. "No sirves para nada, deberías volver a casa y que te busquemos un marido para que no hagas nada... Sólo sonreír" decía una de las frases de la carta que sostenìa en sus manos, lo cual hizo que ella siguiera derramando lágrimas mientras caminaba evitando la mirada de los curiosos o que alguno llegase a acercarsele. Debía ser sincera y aceptar que no quería la ayuda de nadie, pero eso implicaba volver a casa y no podía ni quería. Había sido muy difícil el que le dejasen viajar a París sola (en compañía de una mucama para ser precisos) y regresar sería una derrota. Necesitaba abrirse paso por sí sola. Ya sus padres eran personas mayores.
La distracción y la soledad no eran nada buenas, ella lo entendió tarde cuando un carruaje casi la golpeó haciéndole trastabillar hacia un lado de la calle.
-¿Está bien, mademoiselle?
Parpadeó un par de veces observando al hombre que parecía agitado y asintió.
-Lo siento... Yo... no me fijé-.Eso era evidente, pero ya el invidente había ocurrido, no había marcha atrás. A recientes fechas estaba más distraída de lo habitual. Acontecimientos como ese, comenzaban a suceder con mucha frecuencia.
Las calles parecían tranquilas, ella no tenía demasiados ánimos así que sólo se había dedicado a caminar sin sentido, ni razón, sólo quería que nadie pudiera encontrarla hasta que las fuerzas le volvieran al cuerpo. No quería aceptar que necesitaba de alguien con quién platicar, su mejor amigo había desaparecido hacía varios meses y se sentía completamente perdida. Le necesitaba para que le dijese que ella podía, que el mundo estaba en sus manos, lo necesitaba, pero su orgullo de no saber de él y buscarle no la dejaba; eran las únicas veces que flaqueaba, pero ahora, había tenido que ser fuerte por mucho tiempo, lo cual la obligaba a mantenerse serena.
Sus ojos todavía se encontraban acuosos. "No sirves para nada, deberías volver a casa y que te busquemos un marido para que no hagas nada... Sólo sonreír" decía una de las frases de la carta que sostenìa en sus manos, lo cual hizo que ella siguiera derramando lágrimas mientras caminaba evitando la mirada de los curiosos o que alguno llegase a acercarsele. Debía ser sincera y aceptar que no quería la ayuda de nadie, pero eso implicaba volver a casa y no podía ni quería. Había sido muy difícil el que le dejasen viajar a París sola (en compañía de una mucama para ser precisos) y regresar sería una derrota. Necesitaba abrirse paso por sí sola. Ya sus padres eran personas mayores.
La distracción y la soledad no eran nada buenas, ella lo entendió tarde cuando un carruaje casi la golpeó haciéndole trastabillar hacia un lado de la calle.
-¿Está bien, mademoiselle?
Parpadeó un par de veces observando al hombre que parecía agitado y asintió.
-Lo siento... Yo... no me fijé-.Eso era evidente, pero ya el invidente había ocurrido, no había marcha atrás. A recientes fechas estaba más distraída de lo habitual. Acontecimientos como ese, comenzaban a suceder con mucha frecuencia.
Rosalie Darkwood- Cambiante Clase Alta
- Mensajes : 8
Fecha de inscripción : 09/12/2015
Re: Sin palabras / libre
A veces, cuando se tiene tanta dificultad para poder entrar dentro de la categoría de lo “normal”, de vez en cuando uno llega a un punto en el que se necesita un descanso, un respiro. Por ello fue que se tomó seis meses de un maravilloso aislamiento en las tierras islandesas, donde no había nada más que frío, pobreza y absolutamente nadie que le molestara en kilómetros y kilómetros de distancia. Vivir con Asperger en la sociedad Parisina era un desafío, pero era tan fácil y cómodo estar en un lugar como Islandia. Sin embargo, luego de aquel descanso mental y emocional –físico no, a esas alturas ni lo necesitaba-, supuso que ya estaba descansado lo suficiente como para volver a París con energías renovadas. O así creía su inocente optimismo, pues las cosas iban a seguir exactamente igual.
Había llegado a París esa misma noche, luego de que su barco haya atracado primero en puertos Noruegos. Como había planeado cada detalle de su vuelta con exagerada anticipación, en esos momentos ya no vestía las ostentosas prendas de pieles de animales o fina lana de oveja para combatir los fríos Islandeses, sino que se había cambiado a sus finos trajes de clase alta francesa; un frac negro bien ajustado, camisa blanca y pantalones negros de tela. No llevaba sombrero, jamás le habían gustado, y para no llamar la atención con su cabello, lo echó para atrás bien peinado. Así de elegante, se paseaba con tranquilidad por las calles parisinas en su ruta desde el puerto, tan lento como quien tuviese toda la noche para llegar a su domicilio en el barrio alto.
Al pasar por la plaza, respiraba aún tranquilo mientras observaba a las personas a su alrededor, prestando atención a aquello tan peculiar y lejano que era para él la vida nocturna cotidiana de aquella ciudad, con la suerte de que no estuviese lloviendo a mediados de invierno. Sin embargo, aun así estaba nublado y hacía frío y, con tanta nube tapando los cielos de París, las calles se iluminaban apenas por el “alumbrado público” y los bulevares. Su tranquila caminata iba acompañada de sus alborotados pensamientos; se había quedado recordando aquello que sus sirvientes le habían inquirido mantener en mente al tratar con otros. Le había costado inconmensurablemente entender aquello de “ponerse en los zapatos de otros”, de “tener en cuenta sus sentimientos” y de que “una buena obra no cuesta nada”.
Pensaba que quizá sería buena idea comenzar a poner en práctica aquello que alegaban él carecía y, como si el destino quisiera apresurarlo, presenció lo que casi pudo haber sido un terrible accidente: una muchacha bien vestida y distraída casi había sido arrollada por un carruaje. Se encontraba a pocos metros de ella en el momento, por lo que al verla trastabillar, se apresuró a afirmarla para que no cayera, luego su mirada cambió hacia el conductor del carruaje cuando preguntó si estaba bien, pero no frunció el ceño sino hasta que del interior del carruaje salió un hombre ricachón alegando. Este hombre, notoriamente insolente y arrogante, comenzó a lanzar improperios hacia la muchacha sin vergüenza alguna, mientras que la pobre aún seguía anonadada. En aquel momento fue que se le ocurrió al vikingo ponerse en los zapatos de la mujercita, que de seguro no le agradarían aquellas toscas palabras y se decidió porque quizá aquella era la oportunidad para llevar a cabo la buena obra de la noche.
Con determinación, se interpuso entre el carruaje y la mujercita, cuya aura era bastante particular pues no era una humana común y corriente, impidiendo de esta forma que el hombre en el carruaje pudiese verla directamente y viceversa.- ¿Estás bien? Reacciona. –Dijo con buenas intenciones escondidas detrás de su forma monótona de hablar. Una vez dicho aquello, se dio vuelta para mirar al ricachón con actitud de sobra.- ¿Tiene algún problema con la señorita? Porque si es así, se puede callar la boca o responder conmigo. –Le espetó con desprecio, frunciendo el ceño y llevando una mano a mostrarle disimuladamente la daga que llevaba escondida bajo su cinturón, sin que la dama lo notara, claro. El hombre calló, guardó su indignación nuevamente dentro de su carruaje y este partió. Ya sin dramas, volvió a dirigirse a la cambiante.- Lamento que te hayas topado con un idiota como ese, pero ten más cuidado para la próxima. -Respiró profundo, haciéndose de valor para mantener la mirada en su rostro.
Había llegado a París esa misma noche, luego de que su barco haya atracado primero en puertos Noruegos. Como había planeado cada detalle de su vuelta con exagerada anticipación, en esos momentos ya no vestía las ostentosas prendas de pieles de animales o fina lana de oveja para combatir los fríos Islandeses, sino que se había cambiado a sus finos trajes de clase alta francesa; un frac negro bien ajustado, camisa blanca y pantalones negros de tela. No llevaba sombrero, jamás le habían gustado, y para no llamar la atención con su cabello, lo echó para atrás bien peinado. Así de elegante, se paseaba con tranquilidad por las calles parisinas en su ruta desde el puerto, tan lento como quien tuviese toda la noche para llegar a su domicilio en el barrio alto.
Al pasar por la plaza, respiraba aún tranquilo mientras observaba a las personas a su alrededor, prestando atención a aquello tan peculiar y lejano que era para él la vida nocturna cotidiana de aquella ciudad, con la suerte de que no estuviese lloviendo a mediados de invierno. Sin embargo, aun así estaba nublado y hacía frío y, con tanta nube tapando los cielos de París, las calles se iluminaban apenas por el “alumbrado público” y los bulevares. Su tranquila caminata iba acompañada de sus alborotados pensamientos; se había quedado recordando aquello que sus sirvientes le habían inquirido mantener en mente al tratar con otros. Le había costado inconmensurablemente entender aquello de “ponerse en los zapatos de otros”, de “tener en cuenta sus sentimientos” y de que “una buena obra no cuesta nada”.
Pensaba que quizá sería buena idea comenzar a poner en práctica aquello que alegaban él carecía y, como si el destino quisiera apresurarlo, presenció lo que casi pudo haber sido un terrible accidente: una muchacha bien vestida y distraída casi había sido arrollada por un carruaje. Se encontraba a pocos metros de ella en el momento, por lo que al verla trastabillar, se apresuró a afirmarla para que no cayera, luego su mirada cambió hacia el conductor del carruaje cuando preguntó si estaba bien, pero no frunció el ceño sino hasta que del interior del carruaje salió un hombre ricachón alegando. Este hombre, notoriamente insolente y arrogante, comenzó a lanzar improperios hacia la muchacha sin vergüenza alguna, mientras que la pobre aún seguía anonadada. En aquel momento fue que se le ocurrió al vikingo ponerse en los zapatos de la mujercita, que de seguro no le agradarían aquellas toscas palabras y se decidió porque quizá aquella era la oportunidad para llevar a cabo la buena obra de la noche.
Con determinación, se interpuso entre el carruaje y la mujercita, cuya aura era bastante particular pues no era una humana común y corriente, impidiendo de esta forma que el hombre en el carruaje pudiese verla directamente y viceversa.- ¿Estás bien? Reacciona. –Dijo con buenas intenciones escondidas detrás de su forma monótona de hablar. Una vez dicho aquello, se dio vuelta para mirar al ricachón con actitud de sobra.- ¿Tiene algún problema con la señorita? Porque si es así, se puede callar la boca o responder conmigo. –Le espetó con desprecio, frunciendo el ceño y llevando una mano a mostrarle disimuladamente la daga que llevaba escondida bajo su cinturón, sin que la dama lo notara, claro. El hombre calló, guardó su indignación nuevamente dentro de su carruaje y este partió. Ya sin dramas, volvió a dirigirse a la cambiante.- Lamento que te hayas topado con un idiota como ese, pero ten más cuidado para la próxima. -Respiró profundo, haciéndose de valor para mantener la mirada en su rostro.
Svein Yngling- Vampiro Clase Alta
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