AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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Out Of Tears | Privado
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Out Of Tears | Privado
“He who fights with monsters should look to it that he himself does not become a monster. And if you gaze long into an abyss, the abyss also gazes into you.”
Friedrich Nietzsche
Friedrich Nietzsche
La taza se resbaló por sus manos y estalló en el piso. El aromático té le empapó los pies. Bárbara apoyó las palmas en su escritorio y respiró profundo, muy profundo. Abrió el primer cajón, extrajo una bolsa roja con monedas de oro y se la extendió al desconocido, que se retiró con el mismo sigilo con el que se había hecho presente. Por primera vez en mucho tiempo, las mejillas de la viuda se empararon de las lágrimas que había estado conteniendo desde hacía demasiados años. El gusto salobre le arrancó una sonrisa cargada de ironía. <<Soy libre…>> caviló, incapaz de contener la emoción que la había envuelto como un manto suave y cálido. De pronto, los hombros ya no le pesaron tanto, las piernas no le parecieron pesadas y, aquella opresión en el pecho se había extinto. Sentía una liviandad tan honda, que le parecía irreal. Debió sentarse, atribulada por un mareo, que le impedía seguir de pie. Se refregó la cara suavemente, intentando volver al mundo real, ese que ahora ya no se le antojaba tan espantoso. No podía impedir que el llanto siguiese nublándole la visión…
Hacía un mes atrás, había contratado a un sicario. El trabajo, finalmente, estaba terminado. El demonio que la había arruinado, finalmente, se había convertido en historia. Había sufrido, había padecido y había pagado, a un muy bajo precio, todo el daño que le había hecho. Su abuelo, el estoico patriarca Destutt de Tracy, estaba muerto. Su abuelo, ese que le arrebató la inocencia en incontables ocasiones, ya no podría dañarla. Su lado perverso quiso conocer los detalles y hasta aceptó uno de los dedos del finado, que cordialmente le habían entregado en una caja forrada en terciopelo negro. El sicario lo había abierto de pies a cabeza, previas torturas, y lo había obligado a firmar un nuevo testamento, en el que le dejaba la potestad de todos sus bienes a Bárbara. Antoine había pedido piedad cuando el asesino a sueldo le había arrancado el pene y se lo había hecho comer entre sollozos. Murió de dolor, desangrado.
La risa le trepó por la garganta, y salió por su boca, expulsando sus males, exorcizándola. Aún le costaba creer que había tenido el valor para darle fin a su vida, y si bien en muchas ocasiones coqueteó con la posibilidad de hacerlo con sus propias manos, había llegado a la conclusión de que él no merecía tal honor. Se puso de pie, asaltada por la necesidad de respirar aire puro. Subió a su cuarto, cuidando de no hacer el más mínimo sonido, y sacó de un cajón oculto del placard de su habitación, el traje para montar. Era masculino, adaptado para su cuerpo, y era una prenda sumamente escandalosa para una dama. Sólo una de sus doncellas sabía de la existencia de aquel atuendo, y fue a la que despertó para que la ayudase a colocarse la pesada capa azul oscuro que la cubría de pies a cabeza. La instó a volver a la cama y ella se dirigió a las caballerizas.
La propia Bárbara fue la encargada de ensillar a su yegua, una frisón llamada Francesca, en honor a su madre, que adoraba los escasos paseos nocturnos. Era un ejemplar de colección, que había adquirido cuando aún era potrilla. Con cierta dificultad, debido a su escasa estatura, se montó a horcajadas de Francesca, y le acarició la cruz, mientras le murmuraba en italiano. Salió, a paso lento, mismo que continuó hasta que estuvieron lo suficientemente alejadas de la residencia campestre que poseía. No saldría de sus tierras, pero cuando estuvo segura de una distancia prudencial, en la que no sería descubierta por ningún empleado, espoleó a la yegua, que relinchó suavemente, y se lanzó a la carrera. El viento le corrió la capucha, mientras su melena oscura se mecía, tan libre como la sensación que le acaparaba los sentidos.
Bárbara galopó durante horas, o quizá durante minutos, no había visto el reloj al salir. Sólo que el Sol comenzaba a despuntar en el lejano horizonte. Había sido una cálida noche primaveral, o quizá su cuerpo estaba demasiado exultante como para distinguir el calor del frío. Francesca estaba cansada, había llevado su resistencia al límite, saltando obstáculos y corriendo como si alguien las persiguiese. La guió hacia una laguna artificial que había hecho construir dentro de sus campos, y desmontó, dejándola beber tranquila. Ella hizo lo propio, acuclillándose y juntando entre sus dos manos un poco de agua, con la que se mojó los labios. El líquido le supo a vida, y la hizo consciente de la sed que tenía. Se quitó la capa y se sentó sobre ella, alzando las rodillas y abrazándose a ellas. Hacía tanto que no disfrutaba del amanecer…
—Soy libre… —dijo en voz alta, con un tono jovial, que en nada se parecía al que había usado a lo largo de sus veinte años.
Hacía un mes atrás, había contratado a un sicario. El trabajo, finalmente, estaba terminado. El demonio que la había arruinado, finalmente, se había convertido en historia. Había sufrido, había padecido y había pagado, a un muy bajo precio, todo el daño que le había hecho. Su abuelo, el estoico patriarca Destutt de Tracy, estaba muerto. Su abuelo, ese que le arrebató la inocencia en incontables ocasiones, ya no podría dañarla. Su lado perverso quiso conocer los detalles y hasta aceptó uno de los dedos del finado, que cordialmente le habían entregado en una caja forrada en terciopelo negro. El sicario lo había abierto de pies a cabeza, previas torturas, y lo había obligado a firmar un nuevo testamento, en el que le dejaba la potestad de todos sus bienes a Bárbara. Antoine había pedido piedad cuando el asesino a sueldo le había arrancado el pene y se lo había hecho comer entre sollozos. Murió de dolor, desangrado.
La risa le trepó por la garganta, y salió por su boca, expulsando sus males, exorcizándola. Aún le costaba creer que había tenido el valor para darle fin a su vida, y si bien en muchas ocasiones coqueteó con la posibilidad de hacerlo con sus propias manos, había llegado a la conclusión de que él no merecía tal honor. Se puso de pie, asaltada por la necesidad de respirar aire puro. Subió a su cuarto, cuidando de no hacer el más mínimo sonido, y sacó de un cajón oculto del placard de su habitación, el traje para montar. Era masculino, adaptado para su cuerpo, y era una prenda sumamente escandalosa para una dama. Sólo una de sus doncellas sabía de la existencia de aquel atuendo, y fue a la que despertó para que la ayudase a colocarse la pesada capa azul oscuro que la cubría de pies a cabeza. La instó a volver a la cama y ella se dirigió a las caballerizas.
La propia Bárbara fue la encargada de ensillar a su yegua, una frisón llamada Francesca, en honor a su madre, que adoraba los escasos paseos nocturnos. Era un ejemplar de colección, que había adquirido cuando aún era potrilla. Con cierta dificultad, debido a su escasa estatura, se montó a horcajadas de Francesca, y le acarició la cruz, mientras le murmuraba en italiano. Salió, a paso lento, mismo que continuó hasta que estuvieron lo suficientemente alejadas de la residencia campestre que poseía. No saldría de sus tierras, pero cuando estuvo segura de una distancia prudencial, en la que no sería descubierta por ningún empleado, espoleó a la yegua, que relinchó suavemente, y se lanzó a la carrera. El viento le corrió la capucha, mientras su melena oscura se mecía, tan libre como la sensación que le acaparaba los sentidos.
Bárbara galopó durante horas, o quizá durante minutos, no había visto el reloj al salir. Sólo que el Sol comenzaba a despuntar en el lejano horizonte. Había sido una cálida noche primaveral, o quizá su cuerpo estaba demasiado exultante como para distinguir el calor del frío. Francesca estaba cansada, había llevado su resistencia al límite, saltando obstáculos y corriendo como si alguien las persiguiese. La guió hacia una laguna artificial que había hecho construir dentro de sus campos, y desmontó, dejándola beber tranquila. Ella hizo lo propio, acuclillándose y juntando entre sus dos manos un poco de agua, con la que se mojó los labios. El líquido le supo a vida, y la hizo consciente de la sed que tenía. Se quitó la capa y se sentó sobre ella, alzando las rodillas y abrazándose a ellas. Hacía tanto que no disfrutaba del amanecer…
—Soy libre… —dijo en voz alta, con un tono jovial, que en nada se parecía al que había usado a lo largo de sus veinte años.
Bárbara Destutt de Tracy- Humano Clase Alta
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Re: Out Of Tears | Privado
“A man does not make his destiny: he accepts it or denies it.”
― Ursula K. Le Guin, The Farthest Shore
― Ursula K. Le Guin, The Farthest Shore
Había despertado antes del alba, pues tenía asuntos que atender junto a su hermano Sébastien, legítimo heredero del trono de Mónaco. Ambos visitarían a un noble excéntrico y famoso por sus modos nada sutiles que sin embargo, había aceptado darles audiencia, y apoyo, si lo convencían. Maximilien era de la idea de que, para su causa, necesitaban todo el apoyo de gente con poder, sobre todo si éstos tenían la fama del que iban ir a ver. Sin embargo, el mayor no era de la misma idea.
—No estoy seguro —expresó sus inquietudes Sébastien Grimaldi.
—¿Sabes lo difícil que es que ese hombre acepte ver a alguien? ¿Sabes todo lo que tuve que hacer? —Aunque contenido como era, resultaba evidente que Maximilien estaba enojado ante las inseguridades del otro. Y es que no era una situación de esta vez; era constante. Y aunque el menor era quien debía vestir la corona, era el otro quien estaba moviendo cielo, mar y tierra para recuperarla.
—Pero Max…
—Olvídalo —si seguía ahí, supo, perdería los estribos y no quería, porque eso significaba preocupar a su madre. Sébastien siempre había sido débil de carácter, y cada vez le costaba más trabajo verlo como príncipe de Mónaco. Simplemente no era un líder.
Dio media vuelta y se marchó, saliendo del salón, en la entrada del mismo estaba Orión, su perro, esperándolo fielmente y lo siguió fuera de la casa que su padrino, Iñaki Aramburizabala, tan amablemente les había prestado en territorio francés. Se dirigió a los establos que, debido a la hora, apenas comenzaban a llenarse de movimiento. Pidió que le prepararan un caballo. Cabalgar siempre le había ayudado a tranquilizarse y a pensar mejor las cosas. Mientras esperaba, se puso ropa adecuada y pidió a otro mozo llevarle un recado a ese noble al que finalmente no verían. Lo que menos necesitaban para su causa era un enemigo.
Montó un hermoso ejemplar holandés sangre caliente alazán. Uno de sus favoritos de nombre Ferènic. Espoleó al animal tan pronto se acomodó y éste salió disparado. Era rápido y ligero, muy ágil y Maximilien sabía muy bien sobre esos animales, gracias a Iñaki. A su lado, Orión lo acompañaba; ese perro, grande y musculoso como era, amaba el ejercicio. Cabalgó hasta que el aliento le supo a viento frío y sólo entonces aminoró el paso.
—¿Orión? —Llamó a su perro que de pronto se le perdió de vista. También se dio cuenta que se había alejado mucho de la casa que lo acogía. Era bueno ubicándose, pero esa mañana, simplemente, quiso alejarse de aquel lugar, y de su hermano—. ¡Orión! —Escuchó agua correr y supuso que el perro tendría sed. A trote dirigió a Ferènic hasta ese lugar.
Se detuvo en lo alto de una cuesta y vio una laguna. Sin embargo, ésta no fue lo que llamó su atención, sino una persona que estaba ahí. Una mujer que como ninfa se aparecía entre el agua. Se bajó del caballo y mientras lo amarraba, vio la blancura de Orión aparecerse entre los arbustos e ir en dirección de la desconocida. Se apresuró a asegurar su caballo y con cuidado pero premura, bajó la cuesta para impedir que Orión hiciera algo. Era un perro amistoso, pero no podía decir lo mismo de la mujer.
—¡Hey, hey! —Sostuvo al animal del collar antes de que alcanzara a la chica—. Lo siento —alzó el rostro y pudo verla mejor. Se quedó asombrado de su belleza, aunque no lo demostró—. Mi perro es algo imprudente, lamento haberte interrumpido —una vez que el animal se tranquilizó, Maximilien pudo erguirse en toda su estatura. Notó la vestimenta de la mujer; sin prestar mucha atención pasaría por un varón debido a su ropa y eso llamó su atención; pero las curvas de su cuerpo y la cabellera larga y cuidada delataban su género.
—Creo que nos alejamos mucho de nuestro camino —miró a su alrededor. Los árboles, los pastos altos, el sol que comenzaba a calentar—. ¿Sabes de quién es esta propiedad? —Preguntó verdaderamente interesado, porque si sus cálculos no le fallaban, colindaba con la de su padrino, que no era nada despreciable en extensión.
—Lo lamento, no me he presentado. Maximilien… —se detuvo, ¿qué tan prudente era delatarse como el príncipe exiliado de Mónaco?—, Aramburuzabala —decidió entonces, dar el apellido de su padrino, por ahora.
Maximilien Grimaldi- Humano Clase Alta
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Re: Out Of Tears | Privado
"And, after all, what is a lie? 'Tis but
The truth in masquerade."
Lord Byron
The truth in masquerade."
Lord Byron
La suave brisa matinal le acariciaba el rostro, refrescándolo. Inmersa en sus cavilaciones, en ese nuevo presente que comenzaba a abrumarla, no percibió el movimiento de la yegua, así como tampoco la cercanía de un can y su respectivo dueño. Se sentía como el esclavo al que le han quitado las cadenas, cadenas con las que ha vivido cada instante de su existencia, y de pronto, ante esa nueva realidad, no sabe qué hacer. Bárbara había estado sometida a sus propios miedos, a un pasado que la había marcado y al cual ella le había permitido que la dominara. Era consciente de que le había dado demasiado poder a sus anteriores vivencias y a su propio abuelo; sabía, perfectamente, que si su alma se había marchitado, había sido por su propia culpa. Ahora debía cargar con aquella responsabilidad y aprender a convivir con ella. Aquella libertad de la que creía que estaba gozando, de pronto, no le pareció tan liviana y le tuvo miedo. Bárbara Destutt de Tracy viuda de Turner, estaba aterrada.
Volteó al escuchar una voz masculina, y el relinchar de Francesca se había incrementado, llamando su atención. Se puso de pie rápidamente, con sus pensamientos aún en el aire, no comprendiendo qué había ocurrido realmente. Le costó regresar a esa realidad de la que se había abstraído, y lo primero que hizo fue observar al bellísimo perro sostenido firmemente por su amo. La visión del can le suavizó la expresión y, finalmente, sus clarísimos orbes se dignaron a posarse en el caballero, que con una completa falta de educación, la tuteaba. Hacía demasiado tiempo que alguien no la trataba con aquella familiaridad, y mucho menos un completo desconocido. No se atrevería a estudiarlo más de la cuenta, pero no pudo no reparar en la profundidad de su mirada, en aquellas pestañas oscuras y esas cejas gruesas, que resaltaban en su piel morena, otorgándole una masculinidad increíble a sus facciones. Todo en él parecía ser armonioso e intimidante.
—Ésta propiedad es de Madame Destutt de Tracy, viuda de Turner —contestó, sintiéndose lúdica. Y a pesar de aquella picardía, comprendió la posición de vulnerabilidad en la que estaba, y presentarse como ella misma, habría implicado un riesgo. Reconoció el apellido de su vecino, con el cual se había cruzado en alguna que otra oportunidad. —Mucho gusto, Monsieur —hizo una leve reverencia, y recordó que no llevaba puesto el atuendo que le correspondía a una dama, y se sintió avergonzada. —Soy Maï —mintió, dando su segundo nombre. Estuvo a punto de decirle que trabajaba para la señora, pero prefirió no extender demasiado aquel falso relato.
—Su perro es bellísimo —se apresuró a cambiar de tema. —Orión, ¿cierto? —se acuclilló y chasqueó sus dedos. El perro se soltó de su amo y se encaminó hacia ella. Bárbara le acercó el dorso de la mano al hocico, y luego de que el animal lo olfatease y decidiese darle un lamido de aprobación, ella colocó la palma en su cabeza y lo acarició. El pelaje era una verdadera maravilla. —Eres muy amistoso, sí que lo eres —le habló. —Hace muchos años tuve un Chien des Pyrénées —le comentó a Maximilien Aramburuzabala. —Murió muy joven, lo envenenaron —recordó cómo su abuelo se había burlado de ello. El anciano lo había hecho asesinar ya que lo había mordido cuando intentaba someter a Bárbara en su habitación. A pesar de la triste memoria, la viuda mantuvo el temple, pues Orión podría notar un cambio y al desconocerla, la atacaría.
La joven se atrevió a alzar el rostro y, desde allí, Aramburuzabala le parecía aún más alto. Ella era baja como su madre, y el cuerpo de aquel hombre la cohibió, por lo que regresó el rostro al perro. Si bien aquello podía ser tomado como un gesto pudoroso de una muchacha bien educada, el trasfondo era demasiado tórrido. Bárbara debía lograr purgarse de todos aquellos demonios que la sometían y la convertían en todo aquello que odiaba. Estaba fuera de su zona de confort, jugando a ser otra y, de pronto, no le pareció tan divertido. Se había alejado demasiado de la residencia principal, los empleados difícilmente se acercasen a aquel sitio hasta dentro de un par de horas. Se puso de pie y le permitió a Orión regresar con su amor.
—Para regresar, suba la cuesta y tome el camino que bordea los árboles frutales —le indicó. Bárbara conocía perfectamente todas y cada una de sus propiedades. —Que tenga un buen día —ensayó una breve reverencia y sin esperar una respuesta, se dirigió hacia su yegua.
Volteó al escuchar una voz masculina, y el relinchar de Francesca se había incrementado, llamando su atención. Se puso de pie rápidamente, con sus pensamientos aún en el aire, no comprendiendo qué había ocurrido realmente. Le costó regresar a esa realidad de la que se había abstraído, y lo primero que hizo fue observar al bellísimo perro sostenido firmemente por su amo. La visión del can le suavizó la expresión y, finalmente, sus clarísimos orbes se dignaron a posarse en el caballero, que con una completa falta de educación, la tuteaba. Hacía demasiado tiempo que alguien no la trataba con aquella familiaridad, y mucho menos un completo desconocido. No se atrevería a estudiarlo más de la cuenta, pero no pudo no reparar en la profundidad de su mirada, en aquellas pestañas oscuras y esas cejas gruesas, que resaltaban en su piel morena, otorgándole una masculinidad increíble a sus facciones. Todo en él parecía ser armonioso e intimidante.
—Ésta propiedad es de Madame Destutt de Tracy, viuda de Turner —contestó, sintiéndose lúdica. Y a pesar de aquella picardía, comprendió la posición de vulnerabilidad en la que estaba, y presentarse como ella misma, habría implicado un riesgo. Reconoció el apellido de su vecino, con el cual se había cruzado en alguna que otra oportunidad. —Mucho gusto, Monsieur —hizo una leve reverencia, y recordó que no llevaba puesto el atuendo que le correspondía a una dama, y se sintió avergonzada. —Soy Maï —mintió, dando su segundo nombre. Estuvo a punto de decirle que trabajaba para la señora, pero prefirió no extender demasiado aquel falso relato.
—Su perro es bellísimo —se apresuró a cambiar de tema. —Orión, ¿cierto? —se acuclilló y chasqueó sus dedos. El perro se soltó de su amo y se encaminó hacia ella. Bárbara le acercó el dorso de la mano al hocico, y luego de que el animal lo olfatease y decidiese darle un lamido de aprobación, ella colocó la palma en su cabeza y lo acarició. El pelaje era una verdadera maravilla. —Eres muy amistoso, sí que lo eres —le habló. —Hace muchos años tuve un Chien des Pyrénées —le comentó a Maximilien Aramburuzabala. —Murió muy joven, lo envenenaron —recordó cómo su abuelo se había burlado de ello. El anciano lo había hecho asesinar ya que lo había mordido cuando intentaba someter a Bárbara en su habitación. A pesar de la triste memoria, la viuda mantuvo el temple, pues Orión podría notar un cambio y al desconocerla, la atacaría.
La joven se atrevió a alzar el rostro y, desde allí, Aramburuzabala le parecía aún más alto. Ella era baja como su madre, y el cuerpo de aquel hombre la cohibió, por lo que regresó el rostro al perro. Si bien aquello podía ser tomado como un gesto pudoroso de una muchacha bien educada, el trasfondo era demasiado tórrido. Bárbara debía lograr purgarse de todos aquellos demonios que la sometían y la convertían en todo aquello que odiaba. Estaba fuera de su zona de confort, jugando a ser otra y, de pronto, no le pareció tan divertido. Se había alejado demasiado de la residencia principal, los empleados difícilmente se acercasen a aquel sitio hasta dentro de un par de horas. Se puso de pie y le permitió a Orión regresar con su amor.
—Para regresar, suba la cuesta y tome el camino que bordea los árboles frutales —le indicó. Bárbara conocía perfectamente todas y cada una de sus propiedades. —Que tenga un buen día —ensayó una breve reverencia y sin esperar una respuesta, se dirigió hacia su yegua.
Bárbara Destutt de Tracy- Humano Clase Alta
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Re: Out Of Tears | Privado
“Going after the unknown is always fascinating, I think. It becomes part of your life, this desire to know.”
— Mark Oliphant
— Mark Oliphant
La familiaridad con la que la trataba, y era tratado de vuelta ¿era parte de la actuación? En ese momento Maximilien no lo supo. ¿Quién era esta chica y qué hacía sola a esa hora de la mañana? Le pareció, de pronto, que esa mujer de excepcional belleza estaba celebrando. En esa sutil serenidad que demostraba había algo oculto, y si bien no era asunto suyo, quiso saber. Usualmente el menor de los Grimaldi no perdía tiempo en tareas mundanas, impulsadas por su curiosidad y su naturaleza real, donde nada nunca se le negó. Era un sujeto avasallador, por supuesto, pero nunca, o rara vez, invertía esfuerzos en asuntos que no iban a darle nada a cambio; y no en el sentido egoísta de esa aseveración. No obstante, en esta ocasión, se dijo, podía perder algo más de su tiempo. De todos modos, gracias a las inseguridades de su hermano, su cita de ese día había quedado cancelada.
—Vaya, debe tratarse de una mujer con mucho poder —reflexionó casualmente. No era común que las mujeres tuvieran propiedades como esa, aunque seguramente había sido una herencia de su difunto marido. No sabía que, sin embargo, con el descuido en sus palabras se estaba delatando un poco, pues si fuera un Aramburuzabala de verdad, debería saber algo sobre la vecina de su padrino—. Maï —repitió y voz sonó como huelen los lirios y como brillan los diamantes—, un bello nombre —sonrió con ese gesto principesco que no se sabe si es verdadero o no. En caso, lo era.
Observó la interacción de su perro con la mujer y escuchó la historia.
—Creo que le has caído bien. Sí, Orión, como el cazador —Respondió. El animal podía parecer imponente, con su pelaje blanco como la nieve que corona el Pico Aneto y sus ojos oscuros como canicas, pero no era un perro guardián, su nobleza excedía a la de muchos hombres—. A veces me pregunto qué hicimos los hombres para merecerlos —señaló con el mentón a su mascota—. Lamento escuchar que el destino de tu perro fue tan abrupto —al fin concluyó. Para cualquiera eso podía ser un par de simples comentarios al respecto de un perro y la relación con su dueño. Sin embargo, para los que conocían mejor a Maximilien, era evidente que el hombre, depuesto como toda su familia, desconfiaba de los humanos y preferiría poner su vida a cargo de Orión o cualquier otro cánido. El pequeño y amargo relato de Maï lo confirmaba.
Escuchó las instrucciones y miró hacia donde le señalaba. Cuando regresó la vista a ella, Orión estaba junto a él y ella iba rumbo a su caballo.
—De pronto me han dado ganas de no regresar por un rato —anunció y se acercó a la mujer. Se conocía muy bien para su fortuna o para su desgracia, y sabía podía resultar intimidante, así que trató de parecer lo menos amenazador posible. Estando siempre al lado de Sébastien, coaccionando enemigos y ganando los favores de posible aliados, estaba habituado a parecer siempre invencible y atroz, así que atenuar todo ello resultó más complicado de lo que esperaba, sobre todo porque nunca lo había intentado. Se detuvo antes de que ella pensara que quería hacerle daño.
Si bien Maximilien era un hombre moralmente gris, pues no temía actuar y hacer cosas que podían resultar peligrosas y terribles, distaba mucho de ser alguien malvado; aunque su semblante dijera lo contrario. Era una vestimenta que debía portar todos los días, si quería sobrevivir en ese mundo suyo de cortes, coronas y tronos arrebatados.
—¿Le molesta si me quedo aquí? —Preguntó y suavizó la voz todo lo que pudo. Esperó que Maï entendiera la pregunta en su totalidad. Bien podía terminar de montar y largarse: «no, no me molesta, adiós», pero la idea era en su compañía. Ambos en aquel punto entre ambas propiedades. Quizá descubrir de dónde provenía ese agudo brío que pudo notarle, o sumergirse más en el misterio de ello. Ambas posibilidades le parecieron igualmente atrayentes.
Maximilien era alguien que podía vivir de sus caprichos, sólo motivado por ellos; sin embargo, no lo era. Y por una vez, iba hacerle caso a ese lado suyo donde el arrebato habla tan fuerte que acalla a la razón. Por una vez, iba a embeberse en la arbitrariedad de las corazonadas, de un deseo, siendo ese la mujer frente a sus ojos: Maï.
Maximilien Grimaldi- Humano Clase Alta
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Re: Out Of Tears | Privado
"I imagine one of the reasons people cling to their hates so stubbornly is because they sense, once hate is gone, they will be forced to deal with pain."
James Baldwin
James Baldwin
Le extrañaba la sensibilidad de aquel hombre para con los animales. No era común. De hecho, las mascotas solían formar parte de la pompa de las damas o eran utilizados para la cacería, difícilmente fuesen considerados piezas fundamentales desde lo emocional. Bárbara, una mujer que había optado por la soledad, había encontrado en ellas, a lo largo de sus veinte años, un hogar. Sus canes la acompañaban y protegían, y tenían sitios de privilegio en su hogar. Ellos suplían las carencias que tenía, esas que ni las joyas, ni el lujo, ni el dinero podían comprar; esas que estaban en lo profundo del alma, esas que eran heridas en carne viva, incapaces de cicatrizar. Pero los perros que había elegido como compañeros, atenuaban el dolor. Podía resultar extraño; era una mujer que lo tenía todo, que había heredado un gran emporio y, no conforme con eso, lo estaba expandiendo. Era una de las damas más poderosas de Europa, por sus manos pasaban decisiones de vital importancia para la economía del continente. Ella podía destruir o salvar reyes y nobles. Sin embargo, los animales despertaban en ella, esa sensibilidad que había perdido hacia la humanidad.
Debía volver a su vida real. La esperaba un día repleto de compromisos, y la noticia de la muerte del cabecilla de los Destutt de Tracy no tardaría en llegar. Tendría que viajar a Marsella, a aquella casa infernal en la que había pasado los peores años de su vida, y tendría que asistir al funeral del hombre que la había arruinado. La idea le revolvía las entrañas, pero no perdería las formas, no cuando no lo había hecho en el pasado. Posaría con la hipocresía que caracterizaba a su familia, sostendría a su abuela del brazo mientras observaba cómo el cuerpo inerte de su propio demonio era enterrado para pudrirse. Había tenido el final que merecía. Nadie se atrevería a alzar la voz por él. Todos en el seno del clan, sabían perfectamente la clase de monstruo que era, y si bien no serían indiferentes a la investigación que se abriría, ninguno ahondaría demasiado en la cuestión. Su padre, seguramente, sospecharía; pero su existencia aletargada le impediría señalarla. Además, ya no tenía que preocuparse por ella, tenía una nueva familia.
Cuando volteó, el extraño la seguía de cerca. Sí, era sumamente intimidante. Bárbara apoyó la espalda en Francesca, que relinchó al sentir su nervosismo. Pero él se detuvo a distancia prudencial, y la joven exhaló suavemente. ¿Su pregunta era una invitación? Se sintió una completa estúpida, y estaba segura de habérselo transmitido a su rostro. Inmediatamente cambió su gesto, porque si en algo era experta, era en ocultar sus emociones, pero había logrado descolocarla, y eso era más de lo que habían logrado muchos en el complejo océano en el que estaba inmersa. Lo observó detenidamente, y notó que hacía un gran esfuerzo por no inhibirla. Maximilien era consciente de su porte, de sus cualidades y del efecto que provocaba en los demás, y en lo íntimo, Bárbara le agradeció que se esmerase en no asustarla. Nunca se habían comportado de esa manera con ella. Era un día verdaderamente atípico en su vida.
—No, por supuesto que no —y antes de que lograse, siquiera, reflexionar su siguiente frase, continuó. —Si es de su agrado, puedo mostrarle éste sector de la propiedad. Es el más hermoso.
Bárbara, Bárbara… ¿Qué espíritu maldito te había poseído? Era de la única forma que explicaba haber sido tan imprudente. Ella, que todo lo pensaba, que no tomaba una decisión apresurada, que deliberaba todas y cada una de las palabras que pronunciaba, se había dejado llevar por un instante de debilidad, por el ansia de sentirse una mujer normal. ¿No comprendía que nunca lograría serlo? Ya estaba rota, ya no había arreglo ni esperanza. No importaba si su abuelo estaba muerto, no importaba si lo mataba ella misma, con sus propias manos, cientos y cientos de veces. Él había anclado en su alma y la había envuelto en una oscuridad eterna. Estaba condenada, y comenzaba a caer en la cuenta de ello. ¿Acaso creía que lograría paz con su accionar inescrupuloso? ¿Consideraba, por ventura, la idea de que ahora encontraría la felicidad? Ésta le había sido negada, era su estigma. Nunca lograría sacarse de la cabeza las imágenes, ni del cuerpo las sensaciones.
—Oh…disculpe. Olvidé que tengo un día muy atareado —allí estaba, volviendo sobre sus pasos. Humillándose. —Pero puede quedarse aquí, imagino que nadie tendrá problemas con ello — ¿por qué, simplemente, no giraba y montaba a Francesca? <<Vete, Bárbara. Vete, antes de que sea tarde. >> Pero se quedó esperando una respuesta, una que la instara a quedarse.
Debía volver a su vida real. La esperaba un día repleto de compromisos, y la noticia de la muerte del cabecilla de los Destutt de Tracy no tardaría en llegar. Tendría que viajar a Marsella, a aquella casa infernal en la que había pasado los peores años de su vida, y tendría que asistir al funeral del hombre que la había arruinado. La idea le revolvía las entrañas, pero no perdería las formas, no cuando no lo había hecho en el pasado. Posaría con la hipocresía que caracterizaba a su familia, sostendría a su abuela del brazo mientras observaba cómo el cuerpo inerte de su propio demonio era enterrado para pudrirse. Había tenido el final que merecía. Nadie se atrevería a alzar la voz por él. Todos en el seno del clan, sabían perfectamente la clase de monstruo que era, y si bien no serían indiferentes a la investigación que se abriría, ninguno ahondaría demasiado en la cuestión. Su padre, seguramente, sospecharía; pero su existencia aletargada le impediría señalarla. Además, ya no tenía que preocuparse por ella, tenía una nueva familia.
Cuando volteó, el extraño la seguía de cerca. Sí, era sumamente intimidante. Bárbara apoyó la espalda en Francesca, que relinchó al sentir su nervosismo. Pero él se detuvo a distancia prudencial, y la joven exhaló suavemente. ¿Su pregunta era una invitación? Se sintió una completa estúpida, y estaba segura de habérselo transmitido a su rostro. Inmediatamente cambió su gesto, porque si en algo era experta, era en ocultar sus emociones, pero había logrado descolocarla, y eso era más de lo que habían logrado muchos en el complejo océano en el que estaba inmersa. Lo observó detenidamente, y notó que hacía un gran esfuerzo por no inhibirla. Maximilien era consciente de su porte, de sus cualidades y del efecto que provocaba en los demás, y en lo íntimo, Bárbara le agradeció que se esmerase en no asustarla. Nunca se habían comportado de esa manera con ella. Era un día verdaderamente atípico en su vida.
—No, por supuesto que no —y antes de que lograse, siquiera, reflexionar su siguiente frase, continuó. —Si es de su agrado, puedo mostrarle éste sector de la propiedad. Es el más hermoso.
Bárbara, Bárbara… ¿Qué espíritu maldito te había poseído? Era de la única forma que explicaba haber sido tan imprudente. Ella, que todo lo pensaba, que no tomaba una decisión apresurada, que deliberaba todas y cada una de las palabras que pronunciaba, se había dejado llevar por un instante de debilidad, por el ansia de sentirse una mujer normal. ¿No comprendía que nunca lograría serlo? Ya estaba rota, ya no había arreglo ni esperanza. No importaba si su abuelo estaba muerto, no importaba si lo mataba ella misma, con sus propias manos, cientos y cientos de veces. Él había anclado en su alma y la había envuelto en una oscuridad eterna. Estaba condenada, y comenzaba a caer en la cuenta de ello. ¿Acaso creía que lograría paz con su accionar inescrupuloso? ¿Consideraba, por ventura, la idea de que ahora encontraría la felicidad? Ésta le había sido negada, era su estigma. Nunca lograría sacarse de la cabeza las imágenes, ni del cuerpo las sensaciones.
—Oh…disculpe. Olvidé que tengo un día muy atareado —allí estaba, volviendo sobre sus pasos. Humillándose. —Pero puede quedarse aquí, imagino que nadie tendrá problemas con ello — ¿por qué, simplemente, no giraba y montaba a Francesca? <<Vete, Bárbara. Vete, antes de que sea tarde. >> Pero se quedó esperando una respuesta, una que la instara a quedarse.
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Re: Out Of Tears | Privado
“She loved with
all of her
broken parts
& somehow
that made her
whole.”
— Kai Masa
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broken parts
& somehow
that made her
whole.”
— Kai Masa
Toda su vida, Maximilien había tenido que leer a las personas con precisión. Aún antes de la caída de los Grimaldi ante el trono francés. Aún antes de enzarzarse en este lance que cada día se complicaba más. Aún antes de haberse convertido en hombre siquiera. Señalado, siempre señalado, porque sus ojos eran azules y no verdes como los de sus padres; de ese modo supo que no podía confiar en nadie, y que debía entonces encontrar los sitios débiles y los fuertes en los gestos, en los modos, en la forma en que cada persona pronunciaba las palabras «guerra», «amor» o «venganza». Y esa misma habilidad, pulida con los años, afilada como espada en la piedra de agua con meticulosidad, le permitió ver ese fugaz momento en el rostro de Maï, que pronto recuperó una compostura que se le antojo fuerte y apasionada. Tampoco fue tan tonto como para aventurarse a adivinar qué había sido eso realmente. Eso sí, sólo logró atizar la fogata de la intriga.
Sonrió ante la respuesta. Se alegró de haber sido eficaz en su intento. Quizá era una nueva habilidad que podía llevar a cabo. Le habían dicho que la dueña del Banque de France era una mujer muy inteligente, tal vez, por una vez, podría llegar ante ella no intimidando, sino persuadiendo. Necesitaba su apoyo, como necesitaba el de muchos otros. Pero por ahora, el asunto quedó de lado. ¡Esta mujer había conseguido lo que nadie! Apartar la mente de Maximilien de su gran cruzada por recuperar el trono monegasco. Fue a agradecer, sin embargo ella pareció cambiar de parecer. Frunció el entrecejo y se quedó un momento aturdido.
Antes de que fuera tarde, estiró el brazo, el cuerpo entero, para alcanzarla. Pareció en ese marcado movimiento una pintura de Botticelli. Impregnó de fuerza al acto, pero un segundo, un milímetro antes de alcanzarla finalmente, volvió a suavizar el semblante. Y lo que pudo ser un agarre impetuoso, se tornó en algo parecido a una caricia, infringida en la muñeca ajena.
—No, espera —habló con voz de bajo barítono y la soltó, dándose cuenta de lo que estaba haciendo. ¿Dónde quedaban sus modales regios?—, Estoy perdido, ¿no lo ves? Necesito guía —impregnó sus palabras de una falsa inocencia que ni él se creyó. Y que ella tampoco creería. Que ni el mismo Orión le compraría, y eso que su perro le era fiel. Sin embargo, a pesar de ello, o mejor dicho, por eso mismo, sonó algo cómico.
Dio un paso para atrás. Miró por sobre su hombro a Ferènic, su caballo que seguía descansando en espera de su jinete, mismo que dio una coz al suelo. Regresó entonces su atención a la mujer y le sonrió. Le sonrió no como solía sonreírle a las hijas de posibles aliados, un gesto medido, falso; no, lo hizo como lo hacía con su madre o su padrino. De un modo natural.
—Sáqueme de aquí, y prometo no volver a molestarla. Podemos montar y así sería más rápido —propuso. Fue amable en su entonación y talante, sin embargo, arqueó una ceja como si lanzara un reto. Estaba en su naturaleza ser así. Muchas veces atribuía su temperamento al papel que tenía que jugar con los Grimaldi y sobre todo, para con su hermano. Sin embargo, era bastante claro que no se trataba de ello, sino a la inversa. Era bueno siendo el brazo derecho del heredero al principado de Mónaco, porque su temple era el adecuado.
No obstante, en el fondo, la petición versaba sobre asuntos más íntimos. «Sáqueme de aquí», como si Maï se tratara de un ángel bajado del cielo, que ha venido a rescatarlo de algo que comenzaba a resultarle desgastante. No ponía fe en las personas, que una y otra vez se encargaron de hablar a sus espaldas tachándolo de impostor, falso Grimaldi, indigno de su supuesta sangre azul. Entonces, en ese momento, decidió que la mujer no era una persona. Era otra cosa. Un concepto. Una idea. Un poema. Una guía. Un encuentro en la mañana. Era mucho más. Si volvía a verla o no, no lo sabía y le resultó irrelevante, en ese instante, era la persona más importante en el mundo de Maximilien.
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Re: Out Of Tears | Privado
"Hope is the thing with feathers, that perches in the soul, and sings the tune without words, and never stops at all."
Emily Dickinson
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No hubo ardor. No la quemó. El sutil roce del desconocido, le quitó el aliento por un instante. No por su atractivo, no porque ejerciera en Bárbara un influjo tan intenso como para arrebatarle la respiración. Ella detestaba que la tocaran los hombres. Sólo le permitía la cercanía a un amigo, al único que tenía, y a pesar de no haberle abierto la oscuridad de sus secretos, él había entendido que había límites que no debía cruzar. Cuando los otros la tocaban, la viuda sentía que su piel se prendía fuego, que era lanzada en llamas al vacío y moriría quemada como una condenada a la hoguera. Le daba miedo que la rozaran siquiera, la llevaba a sitios demasiado negros, demasiado dolorosos. La sensación, cuando ocurría, duraba durante días. Aquel lugar de su cuerpo que había sido mancillado, como ella lo consideraba, se mantenía herido jornadas enteras, y Bárbara sufría en silencio, colocándole compresas como si se tratase de una quemadura. Al tacto de las mujeres se había acostumbrado, pero también la incomodaba. Su cuerpo era demasiado sagrado y había sido profanado en innumerables oportunidades. Por eso, la temprana muerte de su esposo, había significado un motivo de celebración. Nunca había consumado el matrimonio, aunque para el común de los mortales había sido así; su familia se había encargado de ello.
Pero con Aramburuzabala no había ocurrido nada de ello. Ni la sensación de ardor, ni la del vacío, sólo el terrible miedo que le provocaba ser tocada; algo más íntimo y que nunca sería sanado. No dejó de ser una revelación, que le abombó los sentidos por un instante. No perdió la compostura, ya había logrado controlarse. Sin embargo, por su cabeza no hubo ningún otro pensamiento más que ese “¿por qué?”. ¿Por qué él? De todos los hombres que conocía, de todos los que habían intentado conseguir su compañía o su favor, de todos, el único con el cual acababa de entablar un diálogo por fuera de su vida cotidiana de política y economía, el único que le generaba aquel deseo de huir porque sabía que la condenaba, de todos, él, un completo extraño. Maximilien Aramburuzabala, un hombre que ni siquiera sabía su nombre real. ¿Maï le daba la impunidad de sentir lo que Bárbara no se atrevía? Maï parecía una mujer sencilla, libre, que sus preocupaciones no iban más allá de volver a su trabajo como empleada; Bárbara vivía acartonada, amargada, oprimida y seria, no disfrutaba de la calidez del Sol ni de la brisa del viento. En unos pocos minutos, había construido una mentira. Y se sentía tan tranquila…
—Le agradecería, mantenga las formas conmigo —ahí estaba la real, Bárbara, el témpano Destutt de Tracy.
Se preguntó si Aramburuzabala conocía el encanto que se ocultaba detrás de su sonrisa. Sus dientes, Bárbara no pudo evitar admirarlos por un segundo. Entendió que aquella contienda entre ella y Maï, estaba perdida. Giró con la sutileza y la gracia natural que poseía, como dando por terminada esa charla absurda. Le otorgó un instante de misterio, de suspenso a su accionar, no fue premeditado; aún se debatía entre hacer lo correcto o ceder a sus impulsos. Ella nunca cedía, en ningún ámbito de su vida, quizá porque había permitido demasiado en su pasado y había entendido que el poder que tenía, le otorgaba las facultades suficientes para hacer lo que quisiera y no someterse a las peticiones o exigencias de los otros. Era ama y señora, tenía el control y si estaba segura de algo, era de que nunca lo soltaría. Pero tomó las riendas de Francesca y se volvió hacia Maximilien, arrepintiéndose, una vez más, de su decisión.
—Lo acompañaré —dijo, finalmente. Y comenzó a caminar, llevando a la yegua con ella. —Vamos por su caballo, Monsieur, está más cerca del camino —Orión se unió a su paso. —No quisiera que esté rondando perdido por la propiedad, la seguridad de madame Destutt de Tracy tiene la orden de tirar y luego preguntar. No me gustaría ser responsable de un conflicto entre vecinos o de una vida perdida —y en parte, había mucha verdad en ello. Bárbara había dado las instrucciones estrictas de no permitir extraños rondando por sus campos o sus casas. Debía reforzar la de aquel sector, para que ningún intruso volviera a cometer la imprudencia de Aramburuzabala.
Pero con Aramburuzabala no había ocurrido nada de ello. Ni la sensación de ardor, ni la del vacío, sólo el terrible miedo que le provocaba ser tocada; algo más íntimo y que nunca sería sanado. No dejó de ser una revelación, que le abombó los sentidos por un instante. No perdió la compostura, ya había logrado controlarse. Sin embargo, por su cabeza no hubo ningún otro pensamiento más que ese “¿por qué?”. ¿Por qué él? De todos los hombres que conocía, de todos los que habían intentado conseguir su compañía o su favor, de todos, el único con el cual acababa de entablar un diálogo por fuera de su vida cotidiana de política y economía, el único que le generaba aquel deseo de huir porque sabía que la condenaba, de todos, él, un completo extraño. Maximilien Aramburuzabala, un hombre que ni siquiera sabía su nombre real. ¿Maï le daba la impunidad de sentir lo que Bárbara no se atrevía? Maï parecía una mujer sencilla, libre, que sus preocupaciones no iban más allá de volver a su trabajo como empleada; Bárbara vivía acartonada, amargada, oprimida y seria, no disfrutaba de la calidez del Sol ni de la brisa del viento. En unos pocos minutos, había construido una mentira. Y se sentía tan tranquila…
—Le agradecería, mantenga las formas conmigo —ahí estaba la real, Bárbara, el témpano Destutt de Tracy.
Se preguntó si Aramburuzabala conocía el encanto que se ocultaba detrás de su sonrisa. Sus dientes, Bárbara no pudo evitar admirarlos por un segundo. Entendió que aquella contienda entre ella y Maï, estaba perdida. Giró con la sutileza y la gracia natural que poseía, como dando por terminada esa charla absurda. Le otorgó un instante de misterio, de suspenso a su accionar, no fue premeditado; aún se debatía entre hacer lo correcto o ceder a sus impulsos. Ella nunca cedía, en ningún ámbito de su vida, quizá porque había permitido demasiado en su pasado y había entendido que el poder que tenía, le otorgaba las facultades suficientes para hacer lo que quisiera y no someterse a las peticiones o exigencias de los otros. Era ama y señora, tenía el control y si estaba segura de algo, era de que nunca lo soltaría. Pero tomó las riendas de Francesca y se volvió hacia Maximilien, arrepintiéndose, una vez más, de su decisión.
—Lo acompañaré —dijo, finalmente. Y comenzó a caminar, llevando a la yegua con ella. —Vamos por su caballo, Monsieur, está más cerca del camino —Orión se unió a su paso. —No quisiera que esté rondando perdido por la propiedad, la seguridad de madame Destutt de Tracy tiene la orden de tirar y luego preguntar. No me gustaría ser responsable de un conflicto entre vecinos o de una vida perdida —y en parte, había mucha verdad en ello. Bárbara había dado las instrucciones estrictas de no permitir extraños rondando por sus campos o sus casas. Debía reforzar la de aquel sector, para que ningún intruso volviera a cometer la imprudencia de Aramburuzabala.
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“They say to find someone who can calm your storms. But what do you do when you find someone who brings earthquakes and tornadoes into your world?”
Cuando era más joven, cuando en verdad tuvo la oportunidad de hacer su santa voluntad, Maximilien no lo hizo. Lo tenía todo, era apuesto y era miembro de la realeza —aunque hubiera gente que lo pusiera en duda— sin embargo, siempre estuvo más interesado en aprender a la par que su hermano, que tenía un futuro más difícil. Sabía, desde entonces, que Sébastien no era adecuado para reinar el principado. Eligió el camino difícil, aunque nadie lo obligó. Jamás se permitió indisciplinas, ni atrevimientos como el que acababa de cometer. Las palabras de Maï lo aturdieron; entendió por qué se lo pedía, o al menos, por qué era importante. No era bien visto que una dama como ella fuera tocada por un desconocido, aún cuando la reacción, quizá fue excesiva debido a que fue sólo un roce, Maximilien lo entendió. Le aturdieron porque nunca nadie se lo había pedido, porque nunca lo había hecho. Era verdad que a veces, para conseguir sus metas, tenía que seducir a las hijas de sus posibles aliados, pero ellas querían ser tocadas, no se lo decían con palabras, pero sí con gestos. Y en ningún momento, Maï le dio una señal de ello, entonces ¿por qué? ¿Por qué había cometido esa imprudencia? Tal vez le estaba dando demasiadas vueltas al asunto. No dijo nada, ni hizo nada. Su semblante no delató sus cavilaciones.
De hecho, se quedó ahí, en ese lugar tan verde que lastimaba la vista. La miró, esperando que se fuera, para él mismo retomar el camino a casa. Pero ella reconsideró y él se lo agradeció con un leve asentimiento de cabeza, reaccionando un segundo después.
—Bueno, quizá madame Destutt de Tracy debería ser más precavida con las delimitaciones de su propiedad. De haberme encontrado otro, y no usted, podría haber muerto —caminó a su lado, y con Orión cerca de sus pasos. Fue demasiado oscuro como para considerarlo una broma, aunque había algo de humor en sus palabras. Alguna razón debía haber para que existiera un sitio como ese. El lugar donde se unían ambos terrenos, como si el tiempo y el espacio se doblara en ese sitio a capricho; un bosque maldito donde las leyes de la Física no aplican. Tal vez la relación de su padrino con su vecina no era del todo mala, aunque por lo poco que había escuchado de ella, se imaginaba una mujer vieja con muy malos modos. Su acompañante había dicho que era viuda, así que muy joven no debía ser.
Al fin alcanzaron al caballo colina arriba y Maximilien lo desató del amarradero improvisado.
—No le he agradecido como se debe —habló sin mirarla, aún concentrado en su tarea. No sabía que podía hacer nudo tan difíciles de deshacer. Al fin se giró cuando consiguió terminar, con las riendas de Ferènic en la mano—. Por hacerme llevadera la mañana, por sacarme de aquí. Y por salvarme la vida indirectamente. Como sea, muchas gracias, madame Maï, espero un día podérselo recompensar de algún modo —sonrió de lado. Un gesto como el de un rey que viene a conquistar Francia y se sabe vencedor. Lo dijo así, pero sus palabras querían decir mucho más: por haber apartado su mente de esa empresa que le consumía el alma y por haberle hecho olvidar el trago amargo con su hermano de esa madrugada.
De un movimiento raudo y elegante, Maximilien se subió a su jamelgo alazán que trotó un par de pasos y Orión ladró moviendo la cola, más contento que nervioso. El perro estaba acostumbrado a estar cerca de caballos.
—La sigo —le sonrió y le dijo mientras maniobraba a la imponente bestia que cabalgaba. Desde su lugar, montado, pudo verla mejor. Era hermosa, como pocas mujeres había visto antes, y no era sólo su evidente belleza física, sino que existía algo fiero y fuerte en su mirada y en sus gestos que se endurecían con decisión, pero no lo suficiente como para hacerla parecer ruda. Oh no, era delicada en sus facciones. Se dio cuenta entonces que se había quedado mirándola y miró a otro lado—. No quisiera perderme de nuevo y no tener la suerte de toparme con usted y sí con algunos de los guardias de madame Destutt de Tracy y que me disparen —reflexionó. Sin darse cuenta, era insistente en el tema de lo venturoso que había resultado, de entre todas las personas del maldito mundo, haberla encontrado a ella.
Última edición por Maximilien Grimaldi el Lun Feb 13, 2017 10:19 pm, editado 1 vez
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Re: Out Of Tears | Privado
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Había llegado el momento de dar por finalizada aquella pantomima. Se sentía extremadamente culpable, infantil e inmadura, por haber creado semejante espectáculo por nada. Bárbara quiso ser normal, pero entendió que nunca lo sería. Eso era algo que para ella estaba vedado, que no existía tal posibilidad en su horizonte. Habían sido pocos minutos, pero suficientes para demostrarle lo equivocada que estaba. No importaba si su abuelo estaba muerto, no importaba si fue por obra de un sicario o si ella misma le arrebataba la vida con sus propias manos. Aquellos fantasmas ya se habían metido en su piel y le habían quitado el alma. Comprendió que le pertenecía a aquel demonio que la había arruinado hasta absorber su esencia y convertirla en aquella autómata de corazón gélido y temple de hierro, que era temida y odiada en igual proporción. Ella no se mostraba ante nadie, había erigido una torre sobre sí misma y se había encerrado, tragándose la llave. Sólo algunos, realmente muy pocos, por no decir una única persona, habían sido bendecidos con el don de su confianza, y ésta era tan inestable que la hacía ver traiciones, incluso donde no los había.
Se limitó a observar a Maximilien de reojo, no replicó a sus palabras, y se dejó contener por el suave zarandeo de su cuerpo, que acompañaba el paso de su yegua. No sabía con qué rastro de dignidad admitiría su falta y se presentaría como Bárbara Destutt de Tracy viuda de Turner, dueña y comandante del mayor banco de la Europa occidental, con propiedades desperdigadas por el mundo y con una fortuna que no podría gastar ni en cinco vidas. Esa dama reconocida, se había convertido en una completa irracional. Sentía vergüenza de sí misma, de su imprudencia y de sus pésimas decisiones. Ella, que se jactaba de su objetividad, se había convertido en eso que tanto odiaba: una más del montón. Si bien era joven, parecía que su cuerpo y su alma habían sido atravesados por cientos de años, y tenía la mirada triste y sabia de los ancianos en el lecho de muerte. Tampoco tenía alegría, y no recordaba la última vez que se había sentido contenta.
Llegaron al límite que colindaba con la propiedad vecina. Perdida en sus pensamientos, Bárbara no había prestado atención al paisaje, a pesar de que era su sector favorito del terreno. Visiblemente incómoda, había buscado las palabras que explicaran su situación, pues no quería volver a cruzarse con aquel caballero y tener que fundamentar vanamente que no era una simple empleada, sino la propia Bárbara. Era sobrino de un influyente señor, no debía ni quería tener inconvenientes de ningún tipo.
—Hemos llegado —comentó, con cierto pesar. Aunque no alcanzaba a dilucidar si se debía al final del paseo o a que no había encontrado la manera cortés de presentarse con su nombre real. —Desde aquí puede verse la residencia —si bien se la divisaba pequeña, no tardaría en llegar a ella.
—Quiero disculparme por mi antipatía y por no haber sido lo suficientemente sincera con usted —alzó la mano, para detener cualquier pregunta. —No soy Maï, no soy una empleada de éste lugar —hubiera jurado que sus mejillas se habían teñido de un tenue rubor. —Soy Bárbara Destutt de Tracy, viuda de Turner, dueña de todo lo que nos rodea. Lamento la confusión y, agradeceré profundamente su discreción, Monsieur —respiró hondo, muy hondo. —Ha sido un placer conocerlo. Quedo a su completa disposición —volvió a tomar las riendas de Francesca con ambas manos. —Envíele mis saludos a su tío —espoleó a la yegua, sin esperar una respuesta y se lanzó a la carrera.
Quería alejarse lo más pronto posible. Estaba completamente aturdida por los últimos acontecimientos. Desde la confirmación del esperado suceso, hasta aquel encuentro tan inexplicable, que la había chocado de frente con una parte que no soportaba de sí misma. Bárbara no era la clase de mujer que pidiera disculpas o regresara sobre sus pasos, pero tenía la suficiente humildad para aceptar sus errores e intentar enmendarlos. Su imagen quedaba manchada ante los ojos de un completo desconocido, y por más que su apellido lo precediese, no entendía, verdaderamente, por qué se detenía a pensar en el concepto que Aramburuzabala formase sobre ella. Seguiría siendo la emperatriz de las finanzas, una depredadora en los negocios, no podía detenerse en nimiedades. Se dijo, con total convencimiento, de que aquella lamentable actuación pronto quedaría olvidada.
Se limitó a observar a Maximilien de reojo, no replicó a sus palabras, y se dejó contener por el suave zarandeo de su cuerpo, que acompañaba el paso de su yegua. No sabía con qué rastro de dignidad admitiría su falta y se presentaría como Bárbara Destutt de Tracy viuda de Turner, dueña y comandante del mayor banco de la Europa occidental, con propiedades desperdigadas por el mundo y con una fortuna que no podría gastar ni en cinco vidas. Esa dama reconocida, se había convertido en una completa irracional. Sentía vergüenza de sí misma, de su imprudencia y de sus pésimas decisiones. Ella, que se jactaba de su objetividad, se había convertido en eso que tanto odiaba: una más del montón. Si bien era joven, parecía que su cuerpo y su alma habían sido atravesados por cientos de años, y tenía la mirada triste y sabia de los ancianos en el lecho de muerte. Tampoco tenía alegría, y no recordaba la última vez que se había sentido contenta.
Llegaron al límite que colindaba con la propiedad vecina. Perdida en sus pensamientos, Bárbara no había prestado atención al paisaje, a pesar de que era su sector favorito del terreno. Visiblemente incómoda, había buscado las palabras que explicaran su situación, pues no quería volver a cruzarse con aquel caballero y tener que fundamentar vanamente que no era una simple empleada, sino la propia Bárbara. Era sobrino de un influyente señor, no debía ni quería tener inconvenientes de ningún tipo.
—Hemos llegado —comentó, con cierto pesar. Aunque no alcanzaba a dilucidar si se debía al final del paseo o a que no había encontrado la manera cortés de presentarse con su nombre real. —Desde aquí puede verse la residencia —si bien se la divisaba pequeña, no tardaría en llegar a ella.
—Quiero disculparme por mi antipatía y por no haber sido lo suficientemente sincera con usted —alzó la mano, para detener cualquier pregunta. —No soy Maï, no soy una empleada de éste lugar —hubiera jurado que sus mejillas se habían teñido de un tenue rubor. —Soy Bárbara Destutt de Tracy, viuda de Turner, dueña de todo lo que nos rodea. Lamento la confusión y, agradeceré profundamente su discreción, Monsieur —respiró hondo, muy hondo. —Ha sido un placer conocerlo. Quedo a su completa disposición —volvió a tomar las riendas de Francesca con ambas manos. —Envíele mis saludos a su tío —espoleó a la yegua, sin esperar una respuesta y se lanzó a la carrera.
Quería alejarse lo más pronto posible. Estaba completamente aturdida por los últimos acontecimientos. Desde la confirmación del esperado suceso, hasta aquel encuentro tan inexplicable, que la había chocado de frente con una parte que no soportaba de sí misma. Bárbara no era la clase de mujer que pidiera disculpas o regresara sobre sus pasos, pero tenía la suficiente humildad para aceptar sus errores e intentar enmendarlos. Su imagen quedaba manchada ante los ojos de un completo desconocido, y por más que su apellido lo precediese, no entendía, verdaderamente, por qué se detenía a pensar en el concepto que Aramburuzabala formase sobre ella. Seguiría siendo la emperatriz de las finanzas, una depredadora en los negocios, no podía detenerse en nimiedades. Se dijo, con total convencimiento, de que aquella lamentable actuación pronto quedaría olvidada.
TEMA FINALIZADO
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