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PARÍS, FRANCIA
AÑO 1842

Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.

Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.

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Mensaje por Rem Lehnert Dom Mar 26, 2017 11:35 pm


Un loco tocado de la maldición del cielo
canta humillado en una esquina
sus canciones hablan de ángeles y cosas
que cuestan la vida al ojo humano
la vida se pudre a sus pies como una rosa
y ya cerca de la tumba, pasa junto a él
una Princesa.


— L. M. Panero

Cierta vez, a lo largo de un sendero brumoso, se presentó la esencia inquietante de la desolación; esta lograba volverse inherente para cualquiera que fuera su peregrino. En su interior resultaba posible oír inhalaciones cortas, bruscas, provenientes de una figura femenina, causadas por las bajas temperaturas. La contextura de esta era frágil, y la punta de su nariz estaba colorada; la mujer sentía entonces un ardor constante sobre esta. No obstante, aquella molestia no igualaba el dolor que debían soportar sus extremidades a causa del poco flujo sanguíneo. Sus manos eran el principal manifiesto de este hecho, pues el progreso del entumecimiento sobre estas era notable. Esa mañana había olvidado sus guantes, y de momento su primer reflejo era abrirlas y cerradas de manera asidua.
La distancia entre el sanatorio mental y la residencia de Rem no llegaba al medio kilómetro, y el trayecto convenía siempre bordear una pequeña fracción del perímetro del pantano. Teniendo en cuenta su impaciencia, no era extraño esperar que, con el único motivo de acortar camino, atravesara una porción de este. Pero esa vez no debía asuntos con el psiquiátrico. En cambio, había decidido detenerse en aquella ciénaga en busca del dije de su presunta madre, pues lo creía haber extraviado la madrugada anterior en ese sitio. La idea misma podía considerarse un disparate. ¿Por qué alguien así podría siquiera atesorar tanto el recuerdo maternal? Analizando su infancia se podría teorizar sobre la simbología que representa el ente materno, y todavía así dejaría huecos para aquel que, de estudiarse su enfermedad, decida trabajar interrogantes semejantes. ¿Era enfrentarse ante su único vestigio humano? ¿O se lo debía reducir al reflejo condicionado del hábito?

Aquella región del pantano podía discernirse por ser un esperpento de la naturaleza. De pronto el paisaje se caracterizaba por su perspectiva melancólica, interminable, por el recelo que provocaba su silencio — como si el espectador, de sus entrañas, aguardara el porvenir de un grito — y por su incómoda quietud, exceptuando la monótona cinemática de la niebla. Era como estar dentro de su consciencia, y sumirse en el eterno suspenso de sus pensamientos. La facha grotesca propia del paraje por las mañanas, sin embargo, no dejaba de ser el símil burdo de las escenas que su mente producía. El escenario real, por otra parte, había sido cubierto con el barro que había dejado la lluvia la noche anterior. Este lograba que sus zapatos se atoraran con facilidad, y ocasionara un inevitable retraso.
Y del barro parecía nacer un hombre, y el hombre parecía jugar con el barro, el mismo que ella ahora aborrecía por ocultar su pertenencia. Este parecía no haberla visto, ya que aún se distanciaban por unos metros, y el hombre seguía jugando con el barro. La mujer entonces, con el sigilo que en ocasiones la caracterizaba, quiso acercarse, intrigada por eso que él traía en manos. Porque no, ¡que no era barro! Una vez más cerca de aquel, comenzó a percibir la podredumbre, y entre sus dedos se colaban unos cabellos morochos. Pero pronto los soltaría para seguir cavando a un costado, en tanto ella lograba ampararse detrás de un tronco húmedo, olvidándose por unos instantes de su búsqueda. Primero fueron los cabellos, luego un torso, las piernas, con las cuales se detuvo para poder acariciarlas. El rostro del cadáver seguía oculto en la tierra. ¿Quién sería? Sería ella, tal vez.


Última edición por Rem el Miér Dic 27, 2017 1:28 pm, editado 1 vez


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Mensaje por Kristóf Ende Miér Mayo 03, 2017 4:26 pm

Se había quedado largo rato contemplando la ciénaga. El lugar estaba silencioso; si acaso un par de insectos y animales rastreros se alejaban de sus guaridas para hallar refugio en otro lado. Ni siquiera las aves silvestres se acercaban a sitio tan hostil e inmundo, apenas se escuchaba el eco de sus lamentos entre la abundante maleza propia de aquella zona. La calina era mucho más espesa, como si deseara contrastar perfectamente con el paraje. Pocos seres humanos se acercaban a semejante sitio; al menos, no personas cuerdas, pero hablando de Kristóf, muchas cosas eran posibles. Aunque solía frecuentar el cementerio, no sólo por trabajar ahí, aquella vez quiso una inesperada excepción. Estaba de más mencionar que el tipo no era alguien con una habilidad de razonar de manera coherente. Para desgracia de los pobres habitantes de París, no todos los enfermos mentales se hallaban dentro de un sanatorio mental, algunos, incluso, gozaban de los lujos de la alta sociedad. Sin embargo, al menos no por ahora, esta no es una cuestión que realmente interese.

Con los brazos cruzados sobre el pecho, la cabeza gacha y la mirada ida, Kristóf parecía sopesar en algo, pero no era así, ¡ese maldito nunca hacía tal cosa! No levantaba juicios de ningún tipo, sólo se dedicaba a hacer su real voluntad. Incluso, llegó a preguntarse el porqué de su estadía en los pantanos. Negó un par de veces, susurró algo que el oído común no alcanzaría a comprender, y luego, como si hubiera cambiado de opinión, estiró sus músculos y arrojándose al lodo, extrajo, con pericia, el verdadero motivo por el cual seguía atado a aquella inmundicia.

El cadáver era el de una mujer que rondaría, a lo mucho, los veinticinco años de edad (bastante joven, a decir verdad). Se podía intuir fácilmente su profesión, sus prendas hablaban lo suficiente. La infeliz prostituta terminó siendo presa del peor postor; una fulana con una incesante adicción a los placeres carnales, que terminó muriendo, precisamente, a causa de su incontrolable apetito. Quizás Kristóf tenía la mórbida habilidad de reconocer las debilidades de algunas personas, pero no, sólo se dedicó a obrar en lo suyo. La sedujo, le brindó la noche más placentera de todas para después asesinarla. Aunque, en un principio, quiso desfigurar su rostro, se contuvo. Ella no estaba en la lista de los deformados. Una parte de sí mismo le pidió respeto a la ramera, pues se lo había ganado gracias a su magnífico desempeño (por el que terminó desfalleciendo). Sin embargo, no era excusa para no consumar su deseo de acabar con su pútrida existencia. La asfixió en lodo, hasta que sus pulmones dejaran de funcionar y acabaron llenos de fango hasta quedar destrozados.

Observó sus manos y el suelo ya demasiado húmedo. Se lamentó de no haber llevado algún instrumento para extraer el barro adecuadamente; no le quedaba más alternativa que valerse de sus manos. La tarea no fue sencilla, pero, ya siendo un experto, no le pesó en lo más mínimo. Luego arrastró el cuerpo para dejarlo caer en la fosa, deteniéndose en acariciar esas piernas que se aferraban a sus caderas la noche anterior. Si estuviera la temperatura adecuada, se hundiría en ella de nuevo, aun así, ya no tenía tiempo para tonterías y menos cuando una voz espectral le reveló algo que poco le agradó. Si una cosa detestaba, era precisamente que observaran en silencio sus acciones, ¡odiaba a los malditos testigos! Furioso, casi al borde del delirio, fue en busca de ese maldito voyeur.

No supo si sentirse decepcionado o qué diablos. Pero ahí estaba ella, tan menuda y pálida; tan condenadamente demente como para sentirse atraída por las acciones de él.

—Hola, ¿cómo estás? ¿Te gusta mirar lo impúdico, no? —Chasqueó la lengua y negó—. Que niña tan mala. —Y sin previo aviso, la sujetó del brazo y la arrastró hacia donde estaba el cadáver—. Ya no hay espacio en el cementerio y a nadie le importan las putas.
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Mensaje por Rem Lehnert Miér Dic 27, 2017 2:03 pm



Al oír al presunto asesino dirigirse a ella, su cuerpo se estremece con sutileza. Un particular nerviosismo (y no por ello de sencilla clasificación) habría alcanzado la médula ósea, helando toda clase de motricidad en la pobre bastarda. La hipotética cobardía culminaría con un esperado esquivo de mirada hacia un punto muerto, clavando en tierra mojada unos ojos que al espectador podían no necesariamente indicar miedo. Al fin y al cabo, seguía siendo humana, por consiguiente un animal de instinto, el cual reconoce de manera inequívoca el peligro. Este podría haberse reconocido también segundos atrás al contemplar el cuerpo que, próximamente, sería carroña del suelo que ambos pisaban. Claro que ya hemos advertido en ocasiones anteriores su potencial autodestructivo, y no sería intención alterar dicho perfil. Si tal fuera el caso, nos conformaríamos con alegar su actuar bajo el abrigo de una perversidad quizá demasiado primitiva, mismo que se encargaría de apalear sus únicos resquicios racionales en virtud del morbo que se desea saciar. No obstante, sería más oportuno apuntarlo sencillamente a una falta de previsión brindada por su escasa (o nula) capacidad de análisis crítico.
Ante cualquiera de los hechos, era demasiado tarde.

Segundos más tarde se encuentra intentando zafarse de un abrupto agarre, el cual ostenta en recordarle los rostros de aquellos que solían tratarla de esa forma; inútilmente, es arrastrada frente al cadáver, y por un instante no hace más que observarlo con curiosidad. No, finalmente no era parecida a ella, se había equivocado. Pero el hombre seguía allí parado, y su único reflejo había sido estocar con el zapato su entrepierna, pues había aprendido que aquella zona del cuerpo masculino era sensible, y aún cuando sus habilidades físicas eran débiles, de algo debía servir. Su siguiente movimiento bien hubiera consistido en arrojarse contra el desconocido en una lucha que probablemente, considerando la masa corporal, no hubiera ganado. Lo que la detiene es su aura (¡había reparado finalmente en ella!), y una imagen mental del joven Guillaume de Beaune.

—Usted también... —Retrocede unos pasos—. ¿Cuántos hechiceros hay aquí?
Inmediatamente pisa la respuesta del hombre con otra pregunta, pues la primera no parecía importarle demasiado como la siguiente. Tampoco sugería preocuparse por el reciente golpe en la zona baja.
—¿Usted es Christopher... No... Kristóf? ¿O lo conoce? No recuerdo el nombre completo, pero me han hablado de un brujo que me ayudaría. El señor de Beaune no puede hacerlo —se explicó con aparente tranquilidad, colocando entonces a la mujer hundida en el barro en un plano ingrávido frente a sus interrogantes.


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Mensaje por Kristóf Ende Dom Ene 14, 2018 11:40 pm

Bien rezaba el dicho que los opuestos se atraen, pero, ¿y qué hay de aquellos con similitudes que hasta podrían parecer escalofriantes? Quizá se habla mucho o demasiado; las actitudes humanas tienden a ser volubles en exceso, y aunque alguna vez se intenten teorizar ciertas conductas, lo cierto es que nadie tiene la razón absoluta. Y tal vez, en un lugar tan podrido, y mucho más apartado de la susodicha civilización, se pudiera estar dando una coincidencia de personas con un comportamiento terriblemente bizarro a su modo, tanto que podrían mostrarse interesados entre ellos mismos, o no. ¿Quién puede afirmarlo con seguridad tratándose de Kristóf Ende?

Por un instante nos hemos olvidado del porqué de su presencia, nada casual, en los pantanos. ¡Y no hacía falta ser adivino! Él estaba dando la estocada final a su reciente crimen, luego de haberse regodeado en el placer que la víctima viva pudo darle. Desde luego, a Kristóf nada se le escapaba, o quizá sí, porque no contó, en ningún momento, que alguen estuviera espiando la escena con aberrante curiosidad, algo que no le agradó para nada. ¿Le sorprendió? Un poco, tampoco es como si hallara respuestas lógicas a ciertos azares del destino. De acuerdo, ¡ni siquiera los hallaba a su comportamiento habitual! ¿Qué tanto se podía esperar de un loco como él?

Y a pesar del profundo resquemor que sintió en un principio, no pudo evitar mostrarse interesado ante la curiosidad de aquella espía. ¿Se había encontrado a alguien tan demente como él? Kristóf tampoco lo vio agradable, porque, a veces, una de sus personalidades se ponía particularmente egoísta; pero al fin y al cabo lo ignoró, sobre todo en el momento en el que recibió ese ataque tan gratuito... ¡Qué demonios le pasaba a esa?

El dolor agudo le recorrió los músculos de la entrepierna, obligándolo a aferrar la zona con las manos, mientras los párpados los mantenía cerrados con fuerza. ¡La muy zorra se había pasado de la raya! Y por muy loco que estuviera, aquello era algo que, sí, de acuerdo, le dolió, y mucho, cabía destacar. Por un momento, la rabia le drenó la razón (la poca que tenía) y le dedicó una mirada nada afable, llena de ira, como la de una bestia a punto de querer destrozar a su presa; sin embargo, se controló (milagrosamente) al escuchar su nombre, y más aún, cuando creyó reconocer el otro.

—¿Guillaume? Nah, no sé quién diablos es ese, pero tú... —gruñó, y el sonido se oyó gutural, y el silencio de los pantanos pareció intensificarlo todavía más—. ¿Crees que con eso voy a pasar por alto lo que acabas de hacer, estúpida?

Y aunque el maldito dolor no se había disipado del todo, tuvo la osadía de erguirse y verla mejor. Era débil a su lado, pero, al igual que él, también tenía eso que lo desquició cuando era un chiquillo. Entonces sonrió; no, no lo hizo, aquello fue una mueca que paraa cualquiera habría sido terrible y espantosa.

Ay, la estúpida no tiene idea de cuántos hechiceros hay, pobrecita —se burló, despectivamente—. ¿Y a qué se supone que podría ayudarte yo, eh? ¡Si acabas de patearme las joyas, maldita infeliz! —exclamó, pero una de las voces en su cabeza le sugirió algo que no dejó al descubierto—. Sin embargo, creo que podría hacer una excepción.

Se le abalanzó encima, acorralándola contra un árbol con su propio cuerpo. Si se atrevía a patearlo de nuevo, esta vez no la iba a perdonar.

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