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PARÍS, FRANCIA
AÑO 1842

Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.

Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.

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Mensaje por Invitado Miér Ago 31, 2011 1:54 am

"Lleva mi maldad al cielo; toda la luz muere"

Uno de mis lemas en la vida era el Carpe Diem, aquel que aconsejaba vivir la vida a diario y disfrutar de cada uno de los miserables momentos que el devenir y el monótono paso del tiempo, como la caída de cada grano de arena en un reloj de cristal contenedor de dicho material, acumulaba en el haber de los seres. No iba a meterme en lo irónico que fuera o dejara de ser que fuera disfrutar de la vida una máxima de un ser como yo que, técnicamente, ni siquiera poseía vida sino algo más, vida póstuma o no-vida según se prestara atención a unos detalles del vampirismo en lugar de en otros, sino que simplemente iba a cumplir con aquella sabia frase de mis compatriotas latinos, aunque a mi manera, pues no habían contado con cómo podría alguien que se alimentaba de sangre y era alérgico a la luz solar disfrutar del día que, por definición, era la cuna de la luz, del brillo, de lo bueno y de lo celestial. Por lógica cabía pensar que, si aquello era para quienes podían disfrutar de la luz del sol, lo contrario sería lo idóneo para quienes se veían privados de aquella constante que iluminaba el mundo y que sumía el de quienes no podían enfrentarse al Astro Rey en las sombras, así que aquel dicho se convertía, desde ese punto de vista, en la manifestación más perfecta del disfrute de la oscuridad, de las sombras, de lo malo y de lo infernal: la parte más divertida de la existencia y la que, a fin de cuentas, era la que todo el folklore parecía querer regalarnos a los vampiros, aunque personalmente tenía que decir que por mí era perfecto ya que no me regía por las mismas normas sociales por las que se regían todas las demás personas a mi alrededor: yo seguía las normas que me pertenecían por naturaleza, y mi naturaleza se hallaba, en aquel momento, tumbada en una superficie horizontal y tapada por sedas y telas de oscuros colores, al igual que mi cuerpo, que por su parte se encontraba rígido cual estatua y a la espera del momento propicio para salir de su letargo casi cadavérico.

Aquel momento llegó en cuanto la sed rugió en mi estómago, o al menos a la altura donde habría estado de haberlo tenido como lo tenían los humanos, y cuando esa misma sed me desgarró la garganta, apretando con su intensidad palpitante una y otra vez como si siguiera el ritmo de un corazón que ya no latía... y que, con aquella resonancia, hizo que el cuerpo se moviera como un resorte y saliera de mi letargo para abrazar aquella noche como si no volviera a haber ninguna como ella. Ni un instante más de lo necesario me demoré en levantarme de allí, encontrar entre las valiosísimas telas que el armario de negro ébano ocultaba en su seno, como su alimento extraído de su mismísimo interior, e introducir mi cuerpo en el espacio que la seda más fina delimitaba. El vestido de color verde esmeralda resaltaba la palidez espectral de mi piel, el rojo como el fuego de mis cabellos y en cuanto me alimentara mis labios y el azul de mis ojos; se ceñía a mis formas como un guante, que revelaba mucho más entre transparencias espolvoreadas aquí y allí y sutiles telas que lo que aquella sociedad estaba dispuesta a tolerar... porque no sería capaz de soportarlo. La melena pelirroja caía por mi espalda como una cascada llameante, que peiné con los dedos antes de abandonar mi palacete y adentrarme en la oscuridad de la noche, que como tal me llamaba y me reclamaba para sí como una madre al fruto de su vientre.

Los pasos fueron errantes al principio; más precisos al final. La sed era quien guiaba los movimientos; el instinto la mano que trazaba con la tinta de una pluma sobre un pergamino el camino a seguir; el olor penetrante y profundo de la sangre no derramada sino acumulada en el interior de un tierno y frágil cuerpo masculino el motivo de que me acercara finalmente a un joven sacerdote que se encontraba paseando por los callejones de París y que creyó ver a un ángel en quien sólo era, para él, una auténtica diablesa. Su sangre manchó mis labios, mis mejillas y mis labios; me llenó de vida a medida que se la arrebataba al siervo de un Dios en el que no creía y que, entre sollozos, me pidió una piedad que no iba a darle. La sonrisa maquiavélica que dibujó mi rostro en cuanto él pasó a formar parte de mí quedó aumentada aún más por los restos de sangre en mis labios, sangre que recogí con los dedos y dedos que lamí con auténtica fruición antes de continuar mi camino con un destino muy determinado finalmente por lo delicioso del olor que me conducía: Notre Dame.

La catedral de Notre Dame era una de las catedrales góticas más antiguas de Europa, y mezclaba en su regia fachada la robustez propia del estilo románico normando con influencias del estilo gótico posterior que la dotaba de elegancia, más soltura en las filigranas en la piedra que la conformaban y una mayor bestialidad en las gárgolas y quimeras que alejarían, en teoría, a los impuros de la casa del altísimo y que no evitaron que con precisión absoluta abriera las puertas del templo, aspirando el aroma a humedad e incienso que circundaba por entre las naves de fría piedra.

La luz de la luna se colaba por las vidrieras de colores, dando al templo una luminosidad especial, casi etérea, que hacía que el aire que se colaba por la puerta entreabierta pareciera mágico pese a ser tremendamente vulgar. Los pasos de los sacerdotes, apresurándose por nombrarse guerreros del señor inexistente, se escucharon rápidamente en el centro de la catedral y acudieron a mí como si de moscas ante la miel se trataran: me admiraron, me avisaron, me temieron en cuanto se dieron cuenta de la sangre que manchaba mis labios y quisieron huir de mí en cuanto percibieron que estaba encima de ellos, desagarrando sus finas pieles con mis colmillos y alimentándome de sus jugos vitales, carmesíes, que también mancharon mi rostro y lo dotaron de un color del que normalmente carecería, por pálido y cadavérico. Los cuerpos sin vida de los cuatro sacerdotes yacieron en el suelo de la catedral a medida que yo avanzaba por la fría piedra, a través de la nave central y siguiendo el camino vertical de la cruz latina que conformaba la planta hasta que llegué al altar, donde con los dedos limpié las gotas de sangre de mi rostro y las llevé a mis labios, de nuevo lamiéndolas con descaro, como tentando a aquel Dios que no reaccionaría... porque no existía.
In nomine patris, et fillii, et spiritus sancti… O en el nombre de aquella que engendra la libertad, es hija de la noche y bebe del espíritu del capricho. Amén. – murmuré, como una oración desafiante que culminó con una sonrisa traviesa y con mi rostro fijo en el altar.
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Mensaje por Draegan Sturm Miér Sep 21, 2011 8:21 pm

Demonio Oscuro



Las gárgolas seguían cada uno de los pasos del demonio que con paso lento y deliberado, se acercaba a las puertas de la catedral que custodiaban en un inútil intento por ahuyentarlo. El Oscuro podía sentir cómo las miradas se clavaban en su espalda y la mueca que perfiló en su boca mostrando la serie de dientes blancos, era un claro desafío, una invitación para cualquier ente que se acobijaba bajo esa vieja construcción. El terror teñiría rostros mientras la realidad desplomaba a los devotos. Una sombría sonata embelesaría las muertes con su insana llamada. Cada pincelada embadurnada en la sangre de los caídos sería una obra de arte, una auténtica representación de su hambre insaciable. Un dios sería pisoteado, burlado y profanado. Jah. ¿Existía alguno? La mueca que había deformado los labios del vampiro se transformó en una sonrisa de burla, desprecio e ira; una hermosa combinación que rabiaba de sus fauces y de los pensamientos que se hacían el amor con una reverencial pasión. ¿Cuántas veces había implorado a esa maldita imagen para salir de su confinamiento? Incluso el mismo Satán había tardado en ir a su encuentro. Las cadenas que arrastraba se habían vuelto exquisitamente pesadas con el paso del tiempo. El dolor que se había tallado concienzudamente en cada parte de su cuerpo, física y mentalmente, aumentaba con la llegada del Crepúsculo y el abrazo del manto nocturno. Las estrellas seguían con su concurso, batallando y planeando la caída de sus hermanas para posicionarse como las gemas más brillantes y apreciadas. Draegan se detuvo a unos cuantos metros de la Catedral, saboreando el llamado de su amante. El viento le golpeaba el rostro, la oscuridad se tejía sobre él como una enredadera, moviéndose descaradamente sobre su piel para hacerlo enloquecer. Su mano se cerró en un puño mientras con la otra, acariciaba lenta y sinuosamente el anillo que había tomado de las pertenencias de Desmond, aquél hombre que había osado llamar padre durante los primeros años de su infancia. El odio ardió en su mirada, la promesa de un sello que nunca sería abierto, un código que jamás sería resuelto. Ella le había sido arrebatada. Lo único que había sido puro en su jodida existencia merecía ser vengada. ¿Acabaría alguna vez? La boca del vampiro se desnudó, mostrando al verdadero monstruo. Sangre. Su cuerpo la exigía a raudales.

Su desarrollado sentido auditivo sintonizó con la voz de una pareja y su pequeña. Draegan podía ver el parecido entre las mujeres, la forma protectora con que el hombre les miraba. Solstice. Su nombre fue un susurro que el viento trajo. Su amada siempre le custodiaba, una guardiana que poco podía esperar por él. El Oscuro no tenía alma. Su padre se la había arrebatado la noche que lo había encerrado en las mazmorras, Solstice se la había devuelto pero una vez que ella se fue, no hubo forma de volver a encontrarla. La muerte de la familia que se dirigía al interior de la Catedral ya era un hecho. Su cuerpo las reclamaba, Solstice parecía reprenderlo de la nada. Ella había sido toda bondad, compasión y amor, todo lo que él no. – Pudimos ser nosotros, mon amour. Las palabras ardían en su pecho, incomparable con la sed que le golpeaba. - ¿Por qué deben tener una oportunidad que nos fue negada? El silencio le respondió, Draegan caminó. Apareció tras sus espaldas en el momento exacto en que un grito desgarró la garganta de la humana. El olor de la sangre, la muerte, la esencia de una de su especie le abofeteó. El rostro de El Oscuro no registró ningún cambio. Su mirada recayó en la hembra que se encontraba frente al altar. Un demonio disfrazado de ángel, con las hebras de fuego desafiando a la noche que le entregaba su protección, ataviada en un… Draegan permitió a su mirada devorarla. El vestido se ceñía a su cuerpo como una segunda piel. La humana retrocedió, golpeando contra el pecho del vampiro. No había modo de que la familia escapara. Eran suyos. Su mirada vacía, insondable, perforó a la vampiresa. - ¿Encomendando su alma, ma chérie? Su tono dejaba en claro que se trataba de sarcasmo. – Porque he traído unas más para honrarlas. La mano de Draegan se detuvo sobre la cabeza de la pequeña. Las palabras provocaron al caballero, una mirada, una orden pronunciada y ya se encontraba cerrando las puertas… Miedo, llanto y horror colisionaron dentro de las paredes, añadiendo un toque principesco a la escena que la desconocida les había preparado en su momento.
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Mensaje por Invitado Jue Sep 22, 2011 6:20 am

"Señoras y señores: hagan sus malditas apuestas"

La quietud de la catedral era casi sobrenatural, muestra para muchos de la protección de un supuesto dios llamado, en un alarde de imaginación, Dios, sobre aquel lugar... pero totalmente susceptible de ser explicada de otra manera mucho mejor, menos mítica, más centrada en los hechos, más obviando a Dios... a ese que no existía. La quietud, el silencio y la calma posterior a la tormenta, o quizá previa a una nueva, eran consecuencia todas ellas de la muerte, la muerte de los humanos que había habido allí y que me habían servido como cena, de la muerte de sus vidas para servir de alimento a alguien cuya vida había dejado de arder hacía siglos... El olor a sangre se mezclaba con el de incienso y humedad del interior del tiempo; el progresivo aroma dulzón de los cadáveres, la podredumbre, aún tardaría en hacer acto de presencia y en borrar los restos de humanidad que quedaban en la catedral, en su suelo de fría piedra teñido de sangre humana y en las ropas que cubrían cuerpos sin vida, pronto amoratados y ya rígidos por la carencia tanto de sangre como de vidas en aquellas blandas y frágiles pieles que podían quebrarse, y de hecho se habían quebrado, con la facilidad más absoluta.

Aquella quietud, no obstante, significaba algo. No era tan ilusa, porque los años me habían convertido en más bien lo contrario, como para pensar que terminaría toda la diversión de la noche en aquel momento, no. Algo aguardaba, algo que significaría una nueva tormenta para la que la calma demasiado estancada del aire de la catedral era el preludio, como bien citaba aquel dicho de cultura popular... Y ese algo no tardó en hacer acto de presencia, pese a que por mi parte no hubiera imaginado, al menos en un principio, que sería personado en un vampiro.

Uno de cabellos oscuros, rostro frío y aspecto imponente acompañado de tres humanos, una familia a todas luces compuesta por un matrimonio, suponía aunque en realidad no me importaba, y su hija, un reflejo de la unión de ambos padres y, sobre todo, tan humana, tan insoportablemente humana como ellos. No estaba de humor para aguantar mortales: a la masacre de la catedral me remitía. Tampoco necesitaba de las provocaciones de un vampiro al que no conocía para hacer lo que sabía que tenía que hacer, y para lo que tuve permiso en cuanto las puertas se cerraron y la superficie opresora de la catedral pulsó con fuerza las frágiles mentes de los humanos, que mostraban diferentes actitudes. La niña se comportaba como si todo fuera un mal sueño; la madre era pura cobardía; el padre, puro desafío, el único interesante de aquellos humanos que, sin saberlo, se verían entre dos seres que se estaban probando entre sí desde que habían posado la mirada el uno en el otro: así era su naturaleza... desafío, lucha, curiosidad, sensualidad, frialdad... Un choque de esencias que prometía entretenimiento, diversión y sobre todo algo de interés. Bienvenido fuera.

La sonrisa no se me borró del rostro en ningún momento pese a haberme girado, desde el altar a donde el vampiro y los humanos aguardaban, ellos casi como ovejas en el matadero a la espera de ser sacrificadas, pero su matiz sí que había cambiado. De traviesa, había pasado a ser macabra, con los ojos entrecerrados y estudiando a los humanos a juego antes de que, como guiada por un resorte invisible y una música inaudible, comenzara una danza de pasos ágiles y elegantes en dirección a ellos, en concreto en dirección al marido y al que parecía ser el cabeza de familia, cuya mejilla acaricié con los dedos fríos como el hielo que le hicieron cerrar los ojos y estremecerse de puro placer... por no haber recibido nunca una caricia así, hecho que aumentó aún más mi sonrisa, sobre todo a medida que la molestia, seguramente por celos, de la mujer crecía y se hacía más y más palpable en el aire, hasta un punto que resultaría casi grosero... de importarme lo más mínimo que sintiera envidia por un ser como yo, algo obvio y perfectamente comprensible sólo mirándonos a ambas a la cara.

– Una ofrenda de sangre, ya veo... Que la honra caiga sobre ellos y sus pobres y perdidas almas ya que estamos en un lugar sagrado, monsieur. – musité, como toda respuesta, y con la mirada clavada en el otro inmortal, pese a que mi dedo siguiera acariciando la mejilla del humano, recibiendo como respuesta escalofríos constantes que, en cuanto aparté la mano y giré la cabeza hacia él, se vieron sustituidos por su propio cuerpo anhelando más... típico de los humanos. Delante de su esposa y de su hija, rodeó mi cintura con sus manos y trató de buscar mis labios, aunque detuve los suyos con un dedo antes de, con la misma sonrisa de antes, negar con la cabeza y, con movimientos veloces, abrir una herida en su garganta que más bien fue un desgarrón de su piel, del que la sangre fluía libre en dirección a mis labios, a mi garganta, a mi interior.

Lo liquidé en segundos, los que me bastaron para dejarlo seco de sangre y para que soltara mi cuerpo de su agarre cadavérico, cayendo por tanto al suelo como un guiñapo cuyo sonido resonó en las naves de la catedral antes de que, con gesto totalmente tranquilo, recogiera la sangre de mis labios y me agachara junto a la niña, que parecía alucinada. Puse ambas manos en sus hombros de muñeca de porcelana y aparté sus cabellos, apoyando después mi barbilla en su hombro.
– Nada de esto es un sueño, pequeña... Todo lo que estás viendo es real, ¿sabes? Tan real como el dolor, como la sangre y como la muerte. ¿Un último deseo? – dije, en su oído, con tono de confidencia, antes de que se pusiera a temblar desconsoladamente.
– Quiero a mi mamá... – sollozó ella, a lo que negué con la cabeza y apretara mi agarre de su frágil cuerpo, impidiendo cualquier movimiento salvo temblores por su parte.
– Tu mamá es suya ahora... Y vas a ver cómo la termina. – añadí, poniéndola frente al otro vampiro y a la madre, forzándola a mantener los ojos abiertos para contemplar el espectáculo que no era la única que presenciaría... porque yo también estaba a la espera de verlo, por pura curiosidad.
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