AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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Dangerous methods | Privado
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Dangerous methods | Privado
Cada vez que a un grupo de inquisidores le era asignada una misión, éstos viajaban juntos, acampaban juntos, se movían y peleaban juntos. La mayoría prefería asentar su improvisado campamento en lugares apartados de la ciudad, como en el bosque o a las afueras, para así ser lo menos vistos y evitar interrogatorios de gente curiosa que no tenía conocimiento alguno de la gran organización perteneciente a la iglesia católica.
Los grupos los conformaban inquisidores de distintos rangos, por lo regular un líder, algunos soldados y unos cuantos espías. Quienes menos solían dejar el vaticano eran los tecnólogos y los bibliotecarios, rango que Rahzé poseía desde hace poco, muy a su pesar. En esta ocasión, Rahzé fue enviado como un apoyo a sus compañeros, pero luchar, espiar o cazar, no eran sus tareas principales, lo que lo ponía de pésimo humor.
A la hora de la comida, las mujeres encargadas de elaborar los alimentos en el campamento hicieron la repartición. Rahzé se acercó y le arrebató el plato de las manos a la joven que se lo ofrecía, luego se sentó en una orilla de la larga banca, donde la mayoría de sus compañeros (con los que no se llevaba nada bien), alargó su cuerpo por encima de la mesa para acaparar toda la canastilla de pan y comenzó a comer. Ni siquiera se tomó la molestia de utilizar el tenedor y el cuchillo, tomó los trozos de carne con sus propias manos y comenzó a devorarlos con la rudeza propia de un hombre de las cavernas. Algunos lo miraron de reojo, en silencio, pero sólo uno fue el que se atrevió a interrumpirlo.
—Entonces, Svarti, ¿cuántas bestias lograste capturar el pasado invierno? —preguntó Gastón, para provocarlo. Era la mano derecha del líder del grupo, un hombre que rondaba la edad de Rahzé, alto y corpulento como él, aunque no tan agraciado como el arrogante de Svarti.
—Más que tú, eso es seguro —replicó Rahzé mostrando indiferencia, sin siquiera levantar la vista y sin soltar el hueso que roía con insistencia, como un perro habría hecho.
—Yo no cantaría victoria. Tengo entendido que hay una a la que a la fecha no has podido atrapar. La licántropo, ¿cuál era su nombre? Ah, sí, ¡Alleria! —exclamó divertido—. Si mal no recuerdo, te fue especialmente asignada esa tarea, y fracasaste. ¿No fue ese el motivo por el cual te enviaron a la biblioteca? —divertido enarcó la ceja y le dedicó una mirada retadora a su interlocutor.
Sólo entonces Rahzé dejó de comer y lo miró devolviéndole una mirada envenenada. No era ningún secreto que le encabronaba demasiado que le recordaran el puesto del que lo habían relevado y el que ahora poseía, el cual, dicho sea de paso, además de ridículo, lo consideraba deshonroso.
—Eres la vieja chismosa del grupo —se burló y le lanzó el hueso directamente a la cara, rozándole un ojo. Se levantó y con sus toscas pisadas rodeó la mesa para encarar a su agresor. Todos dejaron de comer y giraron los ojos en dirección suya, pues no deseaban perder detalle de la pelea que intuían.
—Escúchame bien, Gastón —clavó su dedo índice en el pecho del hombre para poner especial énfasis en su advertencia—, atraparé a esa perra así sea lo último que haga, no importando a quién tenga que pasarle por encima. ¿Entendido?
Echó una última mirada a los curiosos presentes, mismos que fingieron no haber observado o escuchado nada, y se retiró del lugar. Curiosamente, esa tarde no le apetecía aplastarle la cara a nadie que no fuera la maldita licántropo que le habían mencionado. Esa misma noche se preparó para ir a buscarla. Lavó su rostro con un poco de agua, tomó algo de vino y, además de las armas que siempre llevaba consigo, escondidas estratégicamente entre sus ropas, se echó a la espalda su mejor hacha, la cual afiló previamente.
Las pistas que tenía sobre la criatura lo condujeron al mismo bosque en el que había estado en varias ocasiones. Era el mismo en el que había fracasado su captura la última vez, pero dudaba que en aquella ocasión hubiera tenido tal determinación. De otro modo, hace mucho tiempo que la cabeza de la Morgenstern ya habría rodado ante sus pies.
Los grupos los conformaban inquisidores de distintos rangos, por lo regular un líder, algunos soldados y unos cuantos espías. Quienes menos solían dejar el vaticano eran los tecnólogos y los bibliotecarios, rango que Rahzé poseía desde hace poco, muy a su pesar. En esta ocasión, Rahzé fue enviado como un apoyo a sus compañeros, pero luchar, espiar o cazar, no eran sus tareas principales, lo que lo ponía de pésimo humor.
A la hora de la comida, las mujeres encargadas de elaborar los alimentos en el campamento hicieron la repartición. Rahzé se acercó y le arrebató el plato de las manos a la joven que se lo ofrecía, luego se sentó en una orilla de la larga banca, donde la mayoría de sus compañeros (con los que no se llevaba nada bien), alargó su cuerpo por encima de la mesa para acaparar toda la canastilla de pan y comenzó a comer. Ni siquiera se tomó la molestia de utilizar el tenedor y el cuchillo, tomó los trozos de carne con sus propias manos y comenzó a devorarlos con la rudeza propia de un hombre de las cavernas. Algunos lo miraron de reojo, en silencio, pero sólo uno fue el que se atrevió a interrumpirlo.
—Entonces, Svarti, ¿cuántas bestias lograste capturar el pasado invierno? —preguntó Gastón, para provocarlo. Era la mano derecha del líder del grupo, un hombre que rondaba la edad de Rahzé, alto y corpulento como él, aunque no tan agraciado como el arrogante de Svarti.
—Más que tú, eso es seguro —replicó Rahzé mostrando indiferencia, sin siquiera levantar la vista y sin soltar el hueso que roía con insistencia, como un perro habría hecho.
—Yo no cantaría victoria. Tengo entendido que hay una a la que a la fecha no has podido atrapar. La licántropo, ¿cuál era su nombre? Ah, sí, ¡Alleria! —exclamó divertido—. Si mal no recuerdo, te fue especialmente asignada esa tarea, y fracasaste. ¿No fue ese el motivo por el cual te enviaron a la biblioteca? —divertido enarcó la ceja y le dedicó una mirada retadora a su interlocutor.
Sólo entonces Rahzé dejó de comer y lo miró devolviéndole una mirada envenenada. No era ningún secreto que le encabronaba demasiado que le recordaran el puesto del que lo habían relevado y el que ahora poseía, el cual, dicho sea de paso, además de ridículo, lo consideraba deshonroso.
—Eres la vieja chismosa del grupo —se burló y le lanzó el hueso directamente a la cara, rozándole un ojo. Se levantó y con sus toscas pisadas rodeó la mesa para encarar a su agresor. Todos dejaron de comer y giraron los ojos en dirección suya, pues no deseaban perder detalle de la pelea que intuían.
—Escúchame bien, Gastón —clavó su dedo índice en el pecho del hombre para poner especial énfasis en su advertencia—, atraparé a esa perra así sea lo último que haga, no importando a quién tenga que pasarle por encima. ¿Entendido?
Echó una última mirada a los curiosos presentes, mismos que fingieron no haber observado o escuchado nada, y se retiró del lugar. Curiosamente, esa tarde no le apetecía aplastarle la cara a nadie que no fuera la maldita licántropo que le habían mencionado. Esa misma noche se preparó para ir a buscarla. Lavó su rostro con un poco de agua, tomó algo de vino y, además de las armas que siempre llevaba consigo, escondidas estratégicamente entre sus ropas, se echó a la espalda su mejor hacha, la cual afiló previamente.
Las pistas que tenía sobre la criatura lo condujeron al mismo bosque en el que había estado en varias ocasiones. Era el mismo en el que había fracasado su captura la última vez, pero dudaba que en aquella ocasión hubiera tenido tal determinación. De otro modo, hace mucho tiempo que la cabeza de la Morgenstern ya habría rodado ante sus pies.
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*Tema reciclado.
Rahzé Svarti- Condenado/Cambiante/Clase Media
- Mensajes : 63
Fecha de inscripción : 21/11/2012
DATOS DEL PERSONAJE
Poderes/Habilidades:
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Re: Dangerous methods | Privado
Cazar en el bosque era uno de sus pasatiempos favoritos. Encontraba mucha dicha en estar horas entre los árboles y ramas con su arco y sus flechas, esperando pacientemente el momento adecuado para disparar y atrapar a cualquiera sea el animal que acechaba en aquellos momentos. Sin embargo, por buena cazadora que fuera y por mucho que le gustara dicha actividad, habían un par de cosas hipócritas en ella al respecto: odiaba a los otros cazadores y, por sobre todo, a los inquisidores, pero aún así amaba ser su objetivo. Su lógica era algo torcida, pero tan, tan simple. Obviamente no le gustaría morir a manos de algún cazador o inquisidor, pero que le anduviesen buscando con nombre y apellido de forma constante no hacía nada más que aumentar su ego y alimentar su arrogancia y, lo que más le inflaba el pecho, era haber derrotado a un inquisidor en algún momento, enviandolo a casa con manos vacías y ensangrentadas. La hacía sentir invencible; la hacía sentir como el alfa que en realidad no era.
Aunque, con la cacería también se deshacía de las sobras de las cenas de su hermano -huesos, cartílagos, órganos varios-, pues las usaba de carnada para las bestias -jabalíes, lobos y otros carnívoros grandes-; dejaba aquellas cosas esparcidas por un área determinada. Esto lo hacía, además, para acelerar el proceso de la caza cuando no andaba con la paciencia suficiente, pues las bestias solían llegar por si solas dentro de poco tiempo a causa del olor. Así, nada más lo que debía hacer era esconderse en algún lugar donde tuviese buena vista, ojalá periférica, de modo que lo que se acercara se convirtiera en presa. Aquella noche, su escondite era entre las elevadas ramas de los abedules. Tales árboles no eran fáciles de escalar, pues en la parte baja de sus troncos no tenían ramas y más arriba, donde sí, estas solían ser tan delgadas que se deben escalar con cuidado y distribuir bien el peso entre varias ramas o continuar escalando podría significar una caída terrible; pero ella conocía los árboles, era una taladora desde que tenía memoria y sabía como tratar con ellos, así como también conocía variadas técnicas para escalarlos.
Había escogido un abedul que se encontraba en la rivera de un pequeño riachuelo que atravesaba el bosque, que no era de más de medio metro de ancho. A pocos metros, en la misma rivera y entre otros abedules había un sauce llorón, cuyo follaje ayudaba a esconderla de las miradas de aquellos que se acercasen a aquella zona. Allí arriba, donde se le pensaría incómoda por estar entre tantas ramas y hojas, se sentía cómoda y a gusto mientras que observaba a los animales salvajes a su alrededor, hervíboros en los cuales no estaba interesada, por lo que ni siquiera pensaba en desacomodar el arco de su espalda, ni la aljaba que había colgado en una rama en un costado. Estaba tranquila y relajada cuando una brisa de viento helado le envió una advertencia, pues venía acompañado de cierto aroma familiar: el de aquel inquisidor con quien se había enfrentado en el pasado.
Inmediatamente se puso en alerta, tomó el arco y extendió su brazo para tomar la aljaba. Intentaba hacer el menor ruido posible pues sabía que el hombre a quien se enfrentaba no era un humano, sino una criatura cambiante. Lentamente comenzó a descender entre las ramas del árbol y se quedó en unas de menor altitud, desde las cuales le fuese más fácil descender con rapidez si llegaba a ser necesario, pero desde donde aún no le podrían alcanzar, a menos que se esforzaran escalando. Preparada allí, tomó una flecha y se mantuvo en posición preparada para tensar el arco, mientras que sus ojos observaban a su alrededor. Aún no sentía cerca el aroma del hombre, era el viento quien lo guiaba en dirección a ella, avisándole que él venía. Tampoco podía aún escuchar sus pisadas, pero aún así, supo que se acercaba, pues una pareja de venados pasó huyendo por entre los árboles cercanos. Aprovechó la bulla que provocaron para tensar el arco y, pocos minutos después, pudo ver al hombre acercándose hacia donde se encontraba, aún sin dar cuenta de su presencia. Así se mantuvo: estática, sigilosa y en alerta, esperando a que el hombre no la viera a buenas y a primeras y se acercara un poco más, pues mientras más cerca, más letal era su flecha cuando disparase el arco. Aunque, para su suerte, una ardilla comenzó a moverse en el mismo árbol que ella. «Maldición», pensó, pues aquel maldito animal iba a delatar su posición en cualquier momento.
Aunque, con la cacería también se deshacía de las sobras de las cenas de su hermano -huesos, cartílagos, órganos varios-, pues las usaba de carnada para las bestias -jabalíes, lobos y otros carnívoros grandes-; dejaba aquellas cosas esparcidas por un área determinada. Esto lo hacía, además, para acelerar el proceso de la caza cuando no andaba con la paciencia suficiente, pues las bestias solían llegar por si solas dentro de poco tiempo a causa del olor. Así, nada más lo que debía hacer era esconderse en algún lugar donde tuviese buena vista, ojalá periférica, de modo que lo que se acercara se convirtiera en presa. Aquella noche, su escondite era entre las elevadas ramas de los abedules. Tales árboles no eran fáciles de escalar, pues en la parte baja de sus troncos no tenían ramas y más arriba, donde sí, estas solían ser tan delgadas que se deben escalar con cuidado y distribuir bien el peso entre varias ramas o continuar escalando podría significar una caída terrible; pero ella conocía los árboles, era una taladora desde que tenía memoria y sabía como tratar con ellos, así como también conocía variadas técnicas para escalarlos.
Había escogido un abedul que se encontraba en la rivera de un pequeño riachuelo que atravesaba el bosque, que no era de más de medio metro de ancho. A pocos metros, en la misma rivera y entre otros abedules había un sauce llorón, cuyo follaje ayudaba a esconderla de las miradas de aquellos que se acercasen a aquella zona. Allí arriba, donde se le pensaría incómoda por estar entre tantas ramas y hojas, se sentía cómoda y a gusto mientras que observaba a los animales salvajes a su alrededor, hervíboros en los cuales no estaba interesada, por lo que ni siquiera pensaba en desacomodar el arco de su espalda, ni la aljaba que había colgado en una rama en un costado. Estaba tranquila y relajada cuando una brisa de viento helado le envió una advertencia, pues venía acompañado de cierto aroma familiar: el de aquel inquisidor con quien se había enfrentado en el pasado.
Inmediatamente se puso en alerta, tomó el arco y extendió su brazo para tomar la aljaba. Intentaba hacer el menor ruido posible pues sabía que el hombre a quien se enfrentaba no era un humano, sino una criatura cambiante. Lentamente comenzó a descender entre las ramas del árbol y se quedó en unas de menor altitud, desde las cuales le fuese más fácil descender con rapidez si llegaba a ser necesario, pero desde donde aún no le podrían alcanzar, a menos que se esforzaran escalando. Preparada allí, tomó una flecha y se mantuvo en posición preparada para tensar el arco, mientras que sus ojos observaban a su alrededor. Aún no sentía cerca el aroma del hombre, era el viento quien lo guiaba en dirección a ella, avisándole que él venía. Tampoco podía aún escuchar sus pisadas, pero aún así, supo que se acercaba, pues una pareja de venados pasó huyendo por entre los árboles cercanos. Aprovechó la bulla que provocaron para tensar el arco y, pocos minutos después, pudo ver al hombre acercándose hacia donde se encontraba, aún sin dar cuenta de su presencia. Así se mantuvo: estática, sigilosa y en alerta, esperando a que el hombre no la viera a buenas y a primeras y se acercara un poco más, pues mientras más cerca, más letal era su flecha cuando disparase el arco. Aunque, para su suerte, una ardilla comenzó a moverse en el mismo árbol que ella. «Maldición», pensó, pues aquel maldito animal iba a delatar su posición en cualquier momento.
Reaper- Licántropo Clase Media
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Fecha de inscripción : 21/04/2016
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