You Will Have Stars That Can Laugh → Privado

No acostumbraba a cenar. No cuando todo alimento sabía a cenizas en sus labios. Pero desde que la niña le hacía compañía, procuraba hacer de esa hora, poco después del crepúsculo, cuando él ya podía deambular por ahí, algo sagrado. Para hablar ambos de lo que les preocupaba y de lo que querían. Los niños siempre sabían qué querían y eso era algo que Baldassare envidiaba. Se preguntaba constantemente si así habría sido con Aelia, de haber podido tener hijos él, o de haberla transformado como tantas veces se lo pidió ella. Ambos, como los padres de Simone. Pero no podía saberlo y tampoco debía permitirse que el pretérito le robara el sueño. Jamás lo había hecho y no iba a comenzar ahora.

Todo estaba listo. El salón del comedor, hasta hace poco, había estado casi abandonado, pero ahora cada velada se iluminaba y se inundaba de mil aromas de los platillos más exquisitos. Había insistido en decirle a su hija, porque eso era, que no se callara nada y pidiera lo que ella quisiera; después de todo, la cena era prácticamente para complecerla. Hasta antes de su llegada, los cocineros de la casa sólo preparaban alimentos para la demás servidumbre y no tenían verdaderos retos culinarios, así que esto sería refrescante para ellos.

Se sentó a la mesa, ésta era larga y antigua, de una arquitectura hermosa, de madera maciza y molduras finamente talladas. Y aunque era amplia, los lugares que ocupaban era simplemente él en la cabecera norte y Simone a su diestra. Cuando hubo ocupado su lugar, dio una señal para que llamaran a la niña.

Aguardó. Con su oído, más fino que el de un mortal, siguió los pasos del mozo enviado, más allá, viajando con sutileza los corredores, estaba la música que Simone, con una genialidad inherente y pura, era capaz de producir. Estaría ensayando. Cuando la melodía se detuvo, supo que el anuncio había llegado, y no tardaría en arribar.

Entonces la vio ahí, dulce y pequeña y Baldassare reafirmó lo que ya sabía, que haberla acogido había sido la mejor decisión, porque más allá de su talento que resultaba obvio, era un tesoro demasiado preciado como para dejarlo a su suerte. Durante años se había sentido entumecido, e incluso carente de dirección; Simone le daba norte como la estrella polar se los daba a los marineros. Jamás se imaginó en ese papel de padre, pero ahora que lo era, no le disgustaba. Claro que creía que aún tenía cosas por aprender, no obstante, no se sentía incómodo, como creyó que sentiría.

—Simone —le sonrió—, bienvenida —le dijo como si él fuera un rey y ella una princesa, incluso hizo una leve reverencia. Durante todo el día no se veían, por obvias razones, así que sus ratos de convivencia podían ser realmente pocos, así que el vampiro quería hacerlos valer todos.

—Espero que la cena de hoy sea de tu agrado —tomó la servilleta de tela y la acomodó en su regazo. Luego dio una palmada y la flotilla de sirvientes comenzó a arribar en un desfile. Frente a ellos y sobre la mesa comenzaron a dejar charolas de plata y trastos de porcelana repletos de los mejores manjares que tenían por ofrecerles. La habitación se llenó de tantos colores y tantos aromas, que incluso parecía algo salido de la fantasía.